La estrella del diablo (41 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: La estrella del diablo
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¿Dónde estaría Ina? Le dijo el domingo por la tarde, a más tardar. Y Olaug pensó que sería agradable, que entonces tomarían el té e Ina tendría ocasión de conocer a Sven. Ina, tan cumplidora y fiable cuando se trataba de horarios y esas cosas.

Olaug esperó hasta que el reloj de pared dio dos campanadas.

Luego buscó el número de teléfono.

Contestaron a la tercera señal.

—Aquí Beate —resonó una voz somnolienta.

—Buenas noches, soy Olaug Sivertsen. Te ruego que me perdones por llamar tan tarde.

—No importa, Sra. Sivertsen.

—Olaug.

—Olaug. Lo siento, aún estoy medio dormida.

—Llamo porque estoy preocupada por Ina, mi inquilina. Debía haber llegado a casa hace mucho y con todo lo que ha pasado… pues eso, estoy preocupada.

Al no obtener respuesta inmediatamente, Olaug se dijo que Beate se habría vuelto a dormir. Sin embargo, la agente le contestó al cabo de unos segundos. Ya no sonaba somnolienta.

—¿Me estás diciendo que tienes una inquilina, Olaug?

—Claro. Ina. Ocupa la habitación de la criada. Ah, no te la enseñé. Claro, como se encuentra al otro lado de la escalera de servicio… Ina lleva fuera todo el fin de semana.

—¿Dónde? ¿Con quién?

—Eso me gustaría saber a mí. Se trata de un señor al que acaba de conocer hace poco y al que aún no me ha presentado. Lo único que sé es que se iban a su cabaña.

—Deberías habernos contado eso antes, Olaug.

—¿Debería? Sí, entonces…, lo siento mucho… yo…

Olaug notó que el llanto afloraba a su voz, pero no logró detenerlo.

—No, no quería decir eso, Olaug —se apresuró a calmarla Beate—. No estoy enfadada. Es mi trabajo controlar ese tipo de detalles, tú no podías saber que esa información era relevante para nosotros. Voy a avisar a la central de alarmas, ellos te llamarán para pedirte los datos personales de Ina, así podrán emitir una orden de búsqueda. Lo más probable es que no le haya pasado nada, pero queremos asegurarnos, ¿verdad? Y creo que, después, deberías dormir un poco. Te llamaré por la mañana. ¿Te parece bien, Olaug?

—Sí —respondió Olaug esforzándose por adoptar un tono risueño. Le habría gustado preguntarle si sabía algo de Sven, pero no tuvo valor.

—Sí, me parece bien. Adiós, Beate.

Colgó el teléfono con los ojos anegados en llanto.

Beate intentó volver a conciliar el sueño. Prestó atención a los sonidos de la casa. Hablaba. Su madre había apagado el televisor a las once y ahora reinaba un silencio absoluto. Se preguntó si su madre también se acordaba de su padre. Casi nunca hablaban de él. Requería demasiado esfuerzo. Beate había empezado a buscar un apartamento en el centro. El último año le había empezado a resultar agobiante vivir en el segundo piso de la casa de su madre. Sobre todo desde que empezó a verse con Halvorsen, ese agente sólido de Steinkjer que la llamaba por su apellido y que la trataba con una suerte de respeto preocupado que, por alguna razón, ella apreciaba. Tendría menos espacio cuando se mudase al centro. Y echaría de menos los sonidos de aquella casa, los monólogos sin palabras con los que se había dormido toda su vida.

El teléfono volvió a sonar. Beate exhaló un suspiro y cogió el auricular.

—Sí, Olaug.

—Soy Harry. Parece que estás despierta.

Beate se sentó en la cama.

—Sí, esta noche estoy recibiendo más de una llamada. ¿Qué pasa?

—Necesito ayuda. Y tú eres la única persona en la que puedo confiar.

—¿Ah, sí? Si no me equivoco, y por lo que te conozco, eso significa problemas para mí.

—Muchos problemas. ¿Quieres ayudarme?

—¿Y si digo que no?

—Escucha primero y dime que no después, si quieres.

36
Lunes. Fotografía

A las seis menos cuarto de la mañana del lunes, los rayos del sol incidían oblicuamente sobre la ciudad desde la colina de Ekeberg. El guardia de Securitas que había en la recepción de la comisaría general bostezó ruidosamente y levantó la vista del periódico
Aftenposten
cuando el primer trabajador metió la tarjeta de identificación en el lector.

—Dicen que va a llover —dijo el guardia, contento de ver a alguien por fin.

El hombre alto de aspecto sombrío le echó una rápida ojeada, pero no respondió.

En los tres minutos siguientes llegaron otros tres hombres igualmente sombríos y taciturnos.

A las seis en punto estaban los cuatro en el despacho del comisario jefe superior, en la sexta planta.

—Veamos —comenzó el comisario jefe superior—. Uno de nuestros comisarios ha sacado del calabozo a un posible asesino y ahora nadie sabe dónde están.

Una de las cosas que convertía al comisario jefe superior en un hombre relativamente idóneo para el puesto era su capacidad de sintetizar al máximo los problemas. Otra de sus habilidades consistía en formular brevemente lo que debía hacerse.

—Propongo que los encontremos a toda hostia. ¿Qué se ha hecho hasta ahora?

El comisario jefe de la Policía Judicial miró a Møller y a Waaler y emitió un breve carraspeo antes de contestar.

—Hemos formado un grupo de investigadores, pequeño pero con mucha experiencia, para que se ocupen del caso. Seleccionados por el comisario Waaler, responsable de la búsqueda. Tres del servicio de Inteligencia. Dos del grupo de Delitos Violentos. Empezaron anoche, tan sólo una hora después de que el responsable de los calabozos informase de que Sivertsen no había vuelto a su encierro.

—Rápido y bien trabajado. Pero ¿por qué no se ha informado a las patrullas de Seguridad Ciudadana? ¿Y a la Policía Judicial de guardia?

—Queríamos esperar a calibrar la situación tras esta reunión, Lars. Y oír tu opinión.

—¿Mi opinión?

El comisario jefe de la Policía Judicial pasó un dedo por el labio superior.

—El comisario Waaler ha prometido que habrán encontrado a Hole y a Sivertsen antes de que termine la noche. Además, hasta el momento, tenemos controlada la información. Sólo Groth, el responsable de los calabozos, y nosotros cuatro sabemos que Sivertsen ha desaparecido. También hemos llamado a la cárcel de Ullersmo para anular la solicitud de celda y transporte, aduciendo que hemos recibido información que nos induce a pensar que Sivertsen podría correr peligro allí, por lo que, hasta nueva orden, estará recluido en un lugar secreto. En resumen, tenemos todas las posibilidades de mantener esto en secreto hasta que Waaler y su grupo lo solucionen. Pero, por supuesto, eso es algo que tú, Lars, tienes que decidir.

El comisario jefe superior juntó las yemas de los dedos e hizo un gesto de reflexivo asentimiento. Luego se levantó y se fue hacia la ventana, donde se quedó de espaldas a ellos.

—Veréis. La semana pasada tomé un taxi. El conductor tenía un periódico abierto en el asiento del copiloto. Le pregunté qué pensaba del mensajero ciclista asesino. Siempre es interesante saber lo que opina la gente de la calle. Y me contestó que con el mensajero asesino pasaba como con el World Trade Center, las preguntas se formulaban en el orden equivocado. Todo el mundo se preguntaba «quién» y «cómo». Pero para resolver un enigma, decía, es preciso hacerse primero otra pregunta. ¿Y sabes cuál es, Torleif?

El comisario jefe de la Policía Judicial no contestó.

—Es «por qué», Torleif. Aquel taxista no era tonto. Señores, ¿alguno de ustedes se ha hecho esa pregunta?

El comisario jefe superior se balanceaba expectante sobre las suelas de los zapatos.

—Con todos mis respetos hacia el taxista —dijo finalmente el comisario jefe de la Policía Judicial—, yo no estoy tan seguro de que exista un «porqué» racional. Todo el mundo sabe que Hole es un agente alcoholizado y psíquicamente inestable. Ése es el motivo de su despido.

—Hasta los locos tienen motivos, Torleif.

Se oyó un discreto carraspeo.

—¿Sí, Waaler?

—Batouti.

—¿Batouti?

—El aviador egipcio que estrelló intencionadamente un avión lleno de pasajeros para vengarse de la compañía aérea que lo había degradado.

—¿Adónde quieres ir a parar, Waaler?

—Alcancé a Harry y hablé con él en el aparcamiento después de la detención de Sivertsen el sábado por la noche. No quería participar en la celebración. Era obvio que estaba resentido. Tanto por el despido como porque, en su opinión, le habíamos negado el reconocimiento de haber cogido al mensajero asesino.

—Batouti…

El comisario jefe superior se protegió los ojos de los primeros rayos de sol que alcanzaban la ventana.

—Bjarne, todavía no has dicho nada. ¿Qué piensas?

Bjarne Møller contempló la silueta que se perfilaba delante de la ventana. Le dolía tanto el estómago que no sólo sentía que le iba a reventar, sino que deseaba que lo hiciese. Y desde que lo despertaron por la noche para informarlo del secuestro del sospechoso, esperaba que alguien lo despertara de verdad para decirle que se trataba de una pesadilla.

—No lo sé —suspiró—. De verdad, no entiendo lo que está pasando.

El comisario jefe superior asintió despacio con la cabeza.

—Si se sabe que hemos ocultado esto, nos van a crucificar —auguró.

—Un resumen muy preciso, Lars —dijo el comisario jefe de la Policía Judicial—. Pero si llega a saberse que se nos ha extraviado un asesino en serie, nos crucificarán igualmente. Aunque luego volvamos a dar con él. Todavía tenemos una posibilidad de resolver este problema en silencio. Waaler tiene un plan, según creo.

—¿Y qué plan es ése?

Tom Waaler se rodeó el puño derecho con la mano izquierda.

—Digámoslo de esta manera —dijo Waaler—. Soy consciente de que no podemos permitirnos fallar. Puede que recurra a métodos poco convencionales. Pensando en las posibles consecuencias, propongo que no conozcáis mis planes.

El comisario jefe superior se dio la vuelta con una expresión de ligera sorpresa.

—Es muy generoso por tu parte, Waaler. Pero me temo que no podemos aceptar…

—Insisto.

El comisario jefe superior frunció el entrecejo.

—¿Insistes? ¿Eres consciente de lo que hay en juego, Waaler?

Waaler abrió las palmas de las manos y se las observó con detenimiento.

—Sí, pero eso es responsabilidad mía. Yo estoy al frente de la investigación y trabajo en estrecha colaboración con Hole. Como jefe, debí advertir las señales y haber puesto remedio con antelación. Si no antes, al menos después de la conversación del aparcamiento.

El comisario jefe lo observó inquisitivo. Se volvió de nuevo hacia la ventana y permaneció así mientras un rectángulo de luz se deslizaba por el suelo. Luego encogió los hombros y tiritó como si tuviera frío.

—Te doy hasta la medianoche —resolvió mirando al cristal de la ventana—. Entonces se emitirá el comunicado de prensa sobre la desaparición. Y esta reunión no se ha celebrado.

Al salir, Møller se percató de que el comisario jefe superior estrechaba la mano a Waaler con una cálida sonrisa de agradecimiento. Como se dan las gracias a un colaborador por su lealtad, pensó Møller. Como se premia a una víctima con una promesa. Como se nombra tácitamente a un príncipe heredero.

El agente Bjørn Holm de la Científica se sentía como un perfecto idiota con el micrófono en la mano frente a los rostros japoneses que lo miraban expectantes. Tenía las palmas de las manos húmedas y sudorosas, y no se debía al calor. Al contrario, la temperatura en el autobús de lujo aparcado delante del hotel Bristol era bastante más baja que la que imponía fuera el sol de la mañana. Era aquello de hablar por un micrófono. Y en inglés.

La joven guía lo había presentado como a
Norwegian police officer,
y un hombre mayor y sonriente sacó enseguida la cámara como si Bjørn Holm formara parte del circuito turístico. Miró el reloj. Las siete. Tenía varios grupos, así que no había más remedio que lanzarse. Tomó aire y comenzó con las frases que había ido practicando durante el camino:


We have checked the schedules with all the tour operators here in Oslo
[6]
—dijo Holm.


And this is one of the groups that visited Frognerparken around five o'clock on Saturday. What I want to know is: who of you took pictures there?
[7]

Ninguna reacción.

Holm miró a la chica, sin saber qué hacer.

Ella inclinó la cabeza y le sonrió, lo liberó del micrófono y anunció a los pasajeros lo que Holm imaginaba que sería más o menos el mismo mensaje. Pero en japonés. Terminó con una pequeña inclinación de cabeza. Holm contó las manos levantadas. El día en el laboratorio fotográfico sería de lo más agitado.

Roger Gjendem tarareaba una canción sobre el paro del grupo Tre Smá Kinesere mientras cerraba el coche. No era mucha la distancia que separaba el aparcamiento de los nuevos locales del
Aftenposten,
alojados en el edificio Postgiro, pero él sabía que la recorrería rápidamente. No porque llegase tarde, al contrario, sino porque Roger Gjendem era uno de los pocos afortunados que se alegraban de empezar una nueva jornada laboral cada día, al que le costaba esperar a verse rodeado de todo aquello a lo que estaba acostumbrado y que le recordaba a su trabajo: el despacho con el teléfono y el ordenador, la pila de periódicos del día, el murmullo de las voces de sus compañeros de trabajo, el parloteo del cuarto de fumadores, el ambiente intenso de las reuniones matinales. Había pasado el día anterior delante de la puerta de la casa de Olaug Sivertsen sin mayor resultado que una foto de la mujer junto a la ventana. Pero aquello bastaba. Era aficionado a lo difícil. Y retos difíciles había de sobra en la sección de «Crímenes». Adicto al crimen. Así lo llamaba Devi. A él no le gustaba el término. Thomas, su hermano menor, era adicto. Roger era un tío normal, licenciado en Políticas, al que le gustaba trabajar con el periodismo policial. Con independencia de ello, Devi tenía parte de razón, ciertos aspectos de su trabajo podían parecerse a una adicción. Después de un tiempo trabajando en política, hizo una breve sustitución en la sección de «Crímenes» y, pocas semanas más tarde, experimentó un ansia que sólo podía saciar la dosis diaria de adrenalina que provocan las historias sobre la vida y la muerte. Ese mismo día habló con el redactor jefe, quien lo trasladó sin problemas de forma permanente. Con toda probabilidad, el redactor habría observado aquella reacción con anterioridad en otras personas. Y desde aquel día, Roger empezó a correr del coche al despacho.

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