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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (20 page)

BOOK: La estrella del diablo
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—No, sólo quería asegurarme de que no me engañaban.

—¿Y no se le había ocurrido hasta ahora?

—Más vale tarde que nunca.

—¿No tienes abogado fijo, Clausen?

—Sí, pero me temo que se está haciendo mayor.

Clausen sonrió y dejó al descubierto un gran empaste de oro que lanzó un destello antes de que el hombre continuase:

—Solicité una reunión previa para averiguar qué podía ofrecer este bufete de abogados.

—¿Y pediste una cita antes del fin de semana? ¿Y con un bufete especializado en el cobro ejecutivo?

—No me enteré hasta que no se celebró la reunión. Lo comprendí a lo largo del encuentro. Es decir, en el poco rato que éste duró, hasta que se armó todo el jaleo.

—Si estás buscando un nuevo abogado, supongo que habrás pedido cita con otros bufetes, ¿no? —dijo Harry—. ¿Podrías decirnos con cuál?

Harry hablaba sin mirar a André Clausen a la cara. No era allí donde se revelaría una posible mentira. Cuando se saludaron, Harry comprendió enseguida que Clausen no era de los que permitían que su expresión delatara sus pensamientos. Quizá por timidez, pero también podía deberse al ejercicio de una profesión que requería cara de póquer o a un pasado donde el autodominio se considerase una virtud decisiva. De ahí que Harry buscase otras señales como, por ejemplo, si levantaba la mano de su regazo para pasarla por la corbata una vez más. No lo hizo. Clausen, en cambio, sí que miraba a Harry. No fijamente, sino, al contrario, con los párpados algo caídos, como si no encontrase la situación incómoda, sólo un poco aburrida.

—La mayoría de los bufetes a los que llamé no querían concertar una cita antes de las vacaciones —dijo Clausen—. En Halle, Thune y Wetterlund, en cambio, fueron muy solícitos. Oiga, ¿acaso sospechan de mí?

—Sospechamos de todo el mundo —aseguró Harry.


Fair enough.

Clausen pronunció las palabras con un acento perfecto de la BBC.

—Observo que tienes muy buen acento en inglés.

—¿Usted cree? He viajado bastante al extranjero en los últimos años, quizá sea por eso.

—¿Dónde has estado?

—Bueno, en realidad, la mayoría de los viajes los hice por hospitales e instituciones noruegas. También voy mucho a Suiza a visitar la fábrica del productor de los audífonos. El desarrollo del producto requiere que estemos profesionalmente al día.

Otra vez esa ironía en el tono de voz.

—¿Estás casado? ¿Tienes familia?

—Si mira los documentos que ha rellenado su colega, verá que no la tengo.

Harry leyó el formulario.

—De acuerdo. Así que vives solo… Veamos… ¿en Gimle Terrasse?

—No, vivo con
Truls
—corrigió Clausen.

—Ya. Entiendo.

—¿De verdad? —Clausen sonrió de tal modo que los párpados se le cerraron un poco más—.
Truls
es un Golden Retriever.

Harry notaba un incipiente dolor de cabeza en la parte posterior de los globos oculares. La lista le indicaba que le quedaban cuatro interrogatorios más antes de la hora de comer. Y cinco, después. No se sentía con fuerzas para enfrentarse a todos ellos.

Le pidió a Clausen que le contara otra vez lo sucedido desde que entró en el edificio de la plaza de Carl Berner hasta que llegó la policía.

—Con mucho gusto, comisario —respondió el hombre con un bostezo.

Harry se retrepó en la silla mientras, con fluidez y seguridad, Clausen le refería cómo llegó en taxi, cogió el ascensor y, después de hablar con Barbara Svendsen, aguardó cinco o seis minutos a que volviese con el agua. Al ver que la joven no regresaba, se adentró en las oficinas hasta que se encontró con una puerta en la que se leía el nombre del abogado Halle.

Harry comprobó que Waaler había anotado que Halle confirmaba la hora en que Clausen llamó a la puerta: las cinco y cinco.

—¿Viste a alguien entrar o salir de los servicios de señoras?

—Desde el lugar de la recepción donde me encontraba no podía ver la puerta; y no vi a nadie entrar o salir cuando me encaminé a los despachos. Esto lo he repetido ya varias veces, a decir verdad.

—Y más que lo vas a repetir —aseguró Harry bostezando ruidosamente al tiempo que se pasaba la mano por la cara. En ese preciso momento, Magnus Skarre dio unos golpecitos con el dedo en la ventana de la sala de interrogatorios y le señaló a Harry el reloj de pulsera. Harry reconoció a Wetterlid, que estaba detrás de su colega y asintió con la cabeza antes de echar una última ojeada al formulario de interrogatorios.

—Aquí dice que no viste a nadie sospechoso entrar o salir de la recepción mientras estabas allí.

—Es correcto.

—En ese caso, gracias por tu cooperación hasta el momento —dijo Harry antes de guardar el formulario en la carpeta y de detener la grabadora—. Lo más probable es que volvamos a ponernos en contacto contigo.

—No vi a nadie
sospechoso
—precisó Clausen poniéndose de pie.

—¿Cómo?

—Digo que no vi a nadie
sospechoso
en la recepción, pero sí vi llegar a una limpiadora que despareció hacia el interior de las oficinas.

—Sí, ya hemos hablado con ella. Según ha declarado, se fue directamente a la cocina y no vio a nadie.

Harry se levantó y miró la lista. El próximo interrogatorio era a las diez y cuarto en la sala de interrogatorios número cuatro.

—Y al mensajero de la bicicleta, claro —continuó Clausen.

—¿El mensajero de la bicicleta?

—Sí. Salió por la puerta justo antes de que yo fuese al despacho de Halle. Habría entregado o recogido algo, yo qué sé. ¿Por qué me mira de esa forma, comisario? Un mensajero en un bufete no tiene nada de sospechoso, ¿no?

Una hora y media más tarde, después de haberse informado en Halle, Thune y Wetterlid ASA y en todas las agencias de mensajería de Oslo, Harry tenía claro que el lunes nadie había registrado entrega ni recogida de nada en la oficina de Halle, Thune y Wetterlid.

Y dos horas después de que Clausen hubiese dejado la comisaría, justo antes de que el sol llegase a su cénit, fueron a buscarlo en su oficina para que describiera una vez más al mensajero.

Clausen no supo contarles gran cosa. En torno a un metro ochenta de estatura, complexión normal. Aparte de eso, no se había fijado en más detalles de su aspecto. Lo consideraba carente de interés o impropio entre hombres, dijo; y repitió que el mensajero iba vestido como la mayoría de los mensajeros que iban en bicicleta, camiseta ajustada amarilla y negra, pantalón corto y zapatillas de ciclista que chasquearon cuando pisó la alfombra. Llevaba la cara tapada por el casco y las gafas de sol.

—¿Y la boca? —preguntó Harry.

—Cubierta con una mascarilla blanca —respondió Clausen—. Como las que utiliza Michael Jackson. Creo haber oído que los mensajeros las utilizan para protegerse de las emisiones de gases de los coches.

—En Nueva York y Tokio, sí, pero esto es Oslo.

Clausen se encogió de hombros.

—Yo no le di mayor importancia.

Harry le dijo a Clausen que podía marcharse y se encaminó al despacho de Waaler que, con el auricular pegado a la oreja, murmuraba «ya, ya, sí sí…», cuando Harry entró por la puerta.

—Creo que tengo una idea sobre cómo entró el asesino en casa de Camilla Loen —dijo Harry.

Tom Waaler colgó el teléfono sin acabar la conversación.

—Hay una cámara de video conectada al portero automático de la entrada del edificio donde vivía, ¿verdad?

—¿Sí…? —Waaler se inclinó con interés.

—¿Qué tipo de persona puede llamar a cualquier portero automático, mostrarle a la cámara una cara enmascarada y, aun así, sentirse bastante seguro de que lo dejarán entrar?

—¿Papá Noel?

—No creo. Pero dejarías entrar a una persona que sabes que trae un paquete urgente o un ramo de flores. Un mensajero ciclista.

Waaler pulsó el botón de ocupado en la base del teléfono.

—Desde que Clausen llegó al bufete hasta que vio al mensajero ciclista salir cruzando la recepción pasaron más de cuatro minutos. Un mensajero entra apresurado, entrega y sale corriendo, no pierde cuatro minutos tontamente.

Waaler asintió despacio con la cabeza.

—Un mensajero —repitió—. Es de una sencillez genial. Alguien con una razón plausible para entrar en cualquier sitio con una mascarilla. Alguien a quien todos pueden ver, pero en quien nadie se fija.

—Un caballo de Troya —apostilló Harry—. Imagínate qué situación más perfecta para un asesino en serie.

—Y a nadie le extraña que un mensajero se aleje de un lugar a toda prisa en un medio de locomoción sin matrícula que posiblemente sea la forma más eficaz de escaparse en una ciudad —dijo Waaler echando mano del teléfono.

—Mandaré gente a preguntar si alguien ha visto a un mensajero ciclista cerca del lugar y la hora de los asesinatos.

—Hay otra medida que debemos considerar —observó Harry.

—Sí —dijo Waaler—. Debemos alertar a la población contra mensajeros ciclistas desconocidos.

—Exacto. ¿Se lo cuentas tú a Møller?

—Sí… Oye, Harry…

Harry se detuvo en la puerta.

—Excelente trabajo —dijo Waaler.

Harry asintió brevemente con la cabeza y se marchó.

Apenas tres minutos después, ya corría por los pasillos del grupo de Delitos Violentos la noticia de que Harry tenía una pista.

18
Martes. Pentagrama

Nikolái Loeb pulsó las teclas con cuidado. Las notas del piano resonaban flojas y frágiles en la habitación de paredes desnudas. Piotr Ilich Tchaikovski, concierto para piano n.° 1 en Re menor. Muchos pianistas opinaban que era extraño y que le faltaba elegancia, pero para el oído de Nikolái, nunca se había compuesto una música más bella. Lo invadía la nostalgia con sólo tocar los pocos compases que se sabía de memoria y sus dedos buscaban automáticamente esas notas cuando se sentaba al piano desafinado en la sala de reuniones de la casa parroquial de Gamle Aker.

Miró por la ventana abierta. Los pájaros trinaban en el camposanto. Le recordaba los veranos en Leningrado y a su padre, que lo había llevado a los viejos campos de batalla, en las afueras de las ciudades, donde el abuelo y todos los tíos de Nikolái yacían enterrados en fosas comunes, olvidados hacía ya mucho tiempo.

—Escucha —le decía su padre—. Escucha cómo cantan, es tan absurdamente hermoso…

Nikolái oyó un carraspeo y se dio la vuelta.

Un hombre alto con camiseta y vaqueros aguardaba en el umbral. Llevaba la mano derecha vendada. Lo primero que se le pasó a Nikolái por la cabeza fue que se trataría de uno de los toxicómanos que acudían allí de vez en cuando.

—¿Puedo hacer algo por ti? —le gritó Nikolái. La dura acústica de la sala hizo que su voz sonara menos amable de lo que pretendía.

El hombre entró, antes de responder.

—Eso espero —dijo—. He venido a saldar mi deuda.

—Me alegro —respondió Nikolái—. Y lo lamento, porque no puedo confesar aquí. En el pasillo hay una lista con el horario y tendrás que ir a nuestra capilla de la calle Inkognitogata.

El hombre estaba ya a su lado. Al ver las profundas ojeras negras que rodeaban sus ojos enrojecidos, Nikolái dedujo que aquel hombre debía de llevar algún tiempo sin dormir.

—Quiero pagar la deuda por haber roto la estrella de la puerta.

Transcurrieron unos segundos antes de que Nikolái cayera en la cuenta de a qué se refería.

—¡Ah, bueno! Eso no es asunto mío. Aunque me he dado cuenta de que la estrella está suelta en la puerta y cuelga boca abajo —observó con una sonrisa—. Algo impropio en una iglesia, supongo.

—¿Quieres decir que no trabajas aquí?

Nikolái negó con la cabeza.

—Sólo alquilamos el local de vez en cuando. Yo pertenezco a la congregación de Santa Olga, la princesa apostólica.

El hombre enarcó las cejas.

—La iglesia ortodoxa rusa —añadió Nikolái—. Soy sacerdote y prefecto. Es mejor que vayas a las oficinas de la iglesia, quizás encuentres allí a alguien que te pueda ayudar.

—Vale, gracias.

El hombre no se movió.

—Tchaikovski, ¿no? ¿El primer concierto para piano?

—Correcto —confirmó Nikolái sorprendido. Los noruegos no eran exactamente lo que se llama un pueblo instruido. Y además éste llevaba camiseta y parecía un mendigo.

—Mi madre solía tocarlo para mí —explicó el hombre—. Decía que era difícil.

—Pues era una madre buena, si tocaba para ti piezas que le resultaban difíciles.

—Sí, era buena. Una santa.

Había algo en la sonrisa torcida del hombre que desconcertaba a Nikolái. Era una sonrisa contradictoria. Abierta y cerrada, amable y cínica, alegre y dolorida. Pero se dijo que, como siempre, estaría interpretando de más.

—Gracias por la ayuda —le dijo el hombre dirigiéndose a la puerta.

—De nada.

Nikolái volvió a concentrarse en el piano. Pulsó una tecla con cuidado para que percutiese la cuerda suavemente y sin emitir ningún sonido, notó cómo el fieltro tocaba la cuerda, cuando cayó en la cuenta de que no había oído la puerta cerrarse. Se volvió y vio al hombre con la mano en el picaporte, mirando fijamente la estrella de la ventana rota de la puerta.

—¿Pasa algo?

El hombre levantó la vista.

—No, no. Pero ¿a qué te referías al decir que era impropio que la estrella colgase boca abajo?

Nikolái se rió y su risa retumbó en las paredes.

—El pentagrama invertido, ¿no?

El hombre lo miró de tal modo que Nikolái comprendió que no sabía de qué le hablaba.

—El pentagrama es un antiguo símbolo religioso, no solamente en el cristianismo. Como ves, es una estrella de cinco puntas dibujada con una línea continua que se cruza a sí misma varias veces, parecida a la estrella de David. La han encontrado en lápidas con varios miles de años. Pero cuando cuelga boca abajo, es algo totalmente diferente. Es uno de los símbolos más significativos de la demonología.

—¿Demonología?

El hombre preguntaba con voz tranquila pero firme. Como alguien que está acostumbrado a recibir respuestas, pensó Nikolái.

—La ciencia del mal. El nombre le viene de antiguo, de cuando se pensaba que la maldad se debía a la existencia de demonios.

—Ya. Y ahora los demonios han sido abolidos, ¿no?

Nikolái se dio la vuelta del todo. ¿Se había equivocado con aquel hombre? Parecía demasiado avispado para ser un drogadicto o un vagabundo.

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