—¿Me amas, Paithan? ¿Me quieres de verdad?.
—Sí, pero...
—No. —Le cubrió la boca con sus dedos—. No digas nada más. Yo también te quiero y, si ambos nos amamos, no importa nada más. Ni el pasado, ni el presente, ni lo que pueda venir.
Ruina y destrucción.
Las palabras del viejo resonaron en el corazón de Paithan, pero hizo caso omiso de la voz. Tomando a Rega entre sus brazos, arrinconó con firmeza los temores en las sombras de su mente, junto a otras dudas inquietantes, como la incertidumbre de adonde conduciría aquella relación. El elfo no vio la necesidad de encontrar respuesta a aquel interrogante. De momento, su amor los conducía al placer, y eso era lo único que importaba.
—¡Te lo advertí, elfo!.
Por lo visto, Roland se había cansado de esperar. El humano y el enano estaban frente a ellos. Roland sacó el raztar del cinto.
—¡Te advertí que te apartaras de ella! ¡Barbanegra, tú eres testigo...!.
Rega, acurrucada entre los brazos de Paithan, miró a su hermano con una sonrisa.
—Déjalo, Roland. Lo sabe todo.
—¿Lo sabe? —El humano la miró, desconcertado.
—Yo se lo he contado —dijo Rega con un suspiro, devolviéndole la mirada.
—¡Vaya! ¡Estupendo! ¡Simplemente, estupendo! —Roland arrojó el raztar al musgo, con las hojas recogidas. De nuevo, disimuló bajo unos aspavientos de furia el miedo que sentía—. Primero perdemos el dinero de las armas y ahora perdemos al elfo. ¿De qué vamos a vivir...?.
El estruendo de un enorme tambor de piel de serpiente atronó la jungla y espantó a los pájaros, que abandonaron los árboles batiendo alas entre chillidos. El tambor retumbó de nuevo, y aún otra vez más. Roland, pálido, enmudeció y prestó atención. Rega, entre los brazos de Paithan, se puso tensa y volvió la vista en dirección a la ciudad.
—¿Qué es eso? —preguntó Paithan.
—Están haciendo sonar la alarma. ¡Llaman a los hombres a defender la ciudad frente a un ataque! —Rega miró a su alrededor, asustada. Los pájaros habían remontado el vuelo al sonar el tambor, pero ahora habían cesado en su vocinglera protesta. De pronto, la jungla había quedado envuelta en un silencio de muerte.
—¿Querías saber de qué ibas a vivir? —Murmuró Paithan, mirando a Roland—. Puede que la pregunta sea innecesaria.
Nadie prestaba atención al enano; de lo contrario, habrían visto el rictus de una sonrisa en sus labios, bajo la barba.
GRIFFITH, THILLIA
Echaron a correr por el sendero hacia la protección de la ciudad. El camino era llano y despejado, y se advertía transitado. La tensión les daba fuerzas en su carrera. Ya estaban a la vista de Griffith cuando Roland se detuvo.
—¡Esperad! —jadeó—. ¡Barbanegra!.
Rega y Paithan se detuvieron. Sus manos y cuerpos fueron al encuentro, apoyándose el uno en el otro.
—¿Por qué...?.
—El enano. No ha podido seguir nuestro ritmo —dijo Roland, recobrando el aliento—. No lo dejarán cruzar las puertas si no respondemos por él.
—En tal caso, volverá a los túneles —dijo Rega—. Tal vez lo haya hecho ya. No lo oigo. —Se arrimó más a Paithan y añadió—: ¡Démonos prisa!.
—Id delante —replicó Roland con aspereza—. Yo esperaré.
—¿Qué te ha dado ahora?.
—El enano nos salvó la vida.
—Tu esp..., tu hermano tiene razón —asintió Paithan—. Debemos esperarlo.
Rega movió la cabeza, enfurruñada.
—Esto no me gusta nada. Y el enano, tampoco. A veces, le he sorprendido mirándonos y...
El sonido de unos pies enfundados en pesadas botas y de una respiración acelerada la interrumpió. Drugar apareció a la carrera por el sendero, con la cabeza baja y agitando brazos y piernas enérgicamente. Venía atento al terreno que pisaba, no a lo que tenía alrededor, y habría arremetido de cabeza contra Roland si éste no hubiera alargado la mano para detener el golpe.
El enano levantó la vista, perplejo, y parpadeó para quitarse el sudor que le goteaba de las cejas.
—¿Por qué... nos paramos? —preguntó cuando logró recuperar el aliento lo suficiente como para jadear unas palabras.
—Te estábamos esperando —dijo Roland.
—Muy bien, pues ya está aquí. ¡Vámonos! —insistió Rega, mirando a su alrededor con inquietud. Los tambores batían igual que sus corazones. Eran los únicos sonidos en la jungla.
—Aquí, Barbanegra, dame la mano —se ofreció Roland.
—¡Déjame en paz! —Replicó Drugar, apartándose de un salto—. Puedo seguiros.
—Como prefieras...
Roland se encogió de hombros y echaron a correr otra vez, aminorando ligeramente el paso para no dejar atrás al enano.
Cuando llegaron a Griffith, no sólo encontraron cerradas las puertas, sino que descubrieron a los ciudadanos erigiendo una barricada delante de ellas. Toneles, piezas de mobiliario y otros enseres eran arrojados a toda prisa desde los muros por la multitud, presa del pánico.
Roland gritó y agitó la mano hasta que, por último, alguien se asomó.
—¿Quién va?.
—¡Soy yo, Roland! ¡Harald, estúpido, ya que no me reconoces a mí, al menos reconocerás a Rega! ¡Vamos, abrid y dejadnos entrar!.
—¿Quién viene contigo?.
—Un elfo llamado Quin, que viene de Equilan, y un enano de nombre Barbanegra, procedente del reino de Thurn..., o de lo que queda de él. ¿Y bien, nos abres de una vez, o piensas tenernos todo el día aquí, de cháchara?.
—Tú y Rega podéis entrar. —La cabeza calva de Harald asomó tras un tonel—. Los otros dos, no.
—¡Harald, imbécil, cuando te ponga la mano encima voy a romperte...!.
—¡Harald! —La voz clara de Rega se impuso a la de su hermano—. ¡Este elfo es un tratante de armas! ¡Armas élficas, con poderes mágicos! Y el enano tiene información sobre el... el...
—El enemigo —apuntó Paithan rápidamente.
—¡... el enemigo! —Rega tragó saliva. La garganta se le había quedado seca.
—Esperad ahí —respondió Harald. La cabeza desapareció y en su lugar aparecieron otras, que contemplaron con suspicacia a los cuatro recién llegados.
—¿Adonde diablos pensará ese imbécil que vamos a ir? —murmuró Roland, volviendo la cabeza repetidamente hacia el camino por el que habían venido—. ¿Qué ha sido eso? ¡Por allí...!.
Los otros tres se apresuraron a mirar, asustados, en la dirección que indicaba.
—¡Nada! Sólo es el viento —dijo Paithan al cabo de un momento.
—¡No hagas eso, Roland! —Exclamó Rega—. Me has dado un susto de muerte.
Paithan estudió la barricada y comentó:
—Eso no va a detenerlos, ¿sabéis?.
—¡Claro que sí! —Musitó Rega, entrelazando sus dedos con los del humano—. ¡Es preciso que resista!.
Por encima de la barricada aparecieron una cabeza y unos hombros. La cabeza iba enfundada en un casco marrón de caparazón de tyro, perfectamente bruñido, y otras piezas de armadura a juego protegían los hombros.
—¿Dices que esa gente es de la ciudad? —preguntó la figura del casco a la cabeza calva que asomó junto a ella.
—Sí. Los dos humanos. El enano y el elfo, no...
—... pero este último es un comerciante de armas. Está bien. Dejadlos entrar y traedlos al puesto de mando.
La cabeza del casco desapareció y se produjo una breve espera, pues hubo que desmontar la barrera de fardos y toneles y apartar varios carros. Por fin, las puertas de madera se entreabrieron lo justo para permitir el paso del cuarteto. El rechoncho enano, enfundado en su dura coraza de cuero, se quedó atascado y Roland se vio obligado a empujarlo por detrás, mientras Paithan tiraba de él por delante.
La puerta se cerró rápidamente tras ellos.
—Ahora os llevaremos a presencia del barón Lathan —indicó Harald, señalando una posada con el pulgar. Varios caballeros con armadura deambulaban por la plaza probando las armas, o charlaban en grupo, apartados en todo momento de la multitud de ciudadanos que los observaba con aire preocupado.
—¿Lathan? —dijo Rega, sorprendida—. ¿El hermano menor de Reginald? ¡No me lo puedo creer!.
—Sí, yo tampoco pensaba que nos tuviera en tanta valía —asintió Roland.
—¿Reginald? ¿Quién es? —quiso saber Paithan.
Los tres se encaminaron a la posada seguidos del enano, que miraba a su alrededor con sus ojos oscuros y sombríos.
—Reginald de Terncia, nuestro señor feudal. Por lo visto, ha enviado un regimiento de caballeros bajo el mando de su hermano. Supongo que pretenden detener a los titanes aquí, antes de que lleguen a la capital.
—Puede..., puede que no hayan venido para enfrentarse a esos monstruos —apuntó Rega, tiritando bajo el sol radiante—. Puede que estén aquí por otra causa. Una incursión de los reyes del mar o... ¡No lo sabes, de modo que cierra la boca!.
La muchacha se detuvo y observó la posada y la multitud congregada a su alrededor, transmitiéndose el miedo unos a otros.
—No pienso entrar ahí. Me voy a casa a... ¡a lavarme la cabeza! —Rodeó el cuello de Paithan con sus brazos, se puso de puntillas y besó al elfo en los labios—. Te espero esta noche —añadió sin aliento.
Paithan intentó detenerla, pero Rega se separó de él a toda prisa y se abrió paso entre la muchedumbre, casi a la carrera.
—Tal vez debería ir con ella...
Roland posó firmemente una mano en el brazo del elfo y murmuró:
—Déjala sola. Está asustada. Asustada hasta la médula. Necesita un rato para recuperar el dominio de sí misma.
—Pero yo podría ayudarla...
—No, a Rega no le gustaría. Es muy orgullosa. Cuando éramos pequeños y madre la azotaba hasta hacerle sangre, ella nunca permitía que la viéramos llorar. Además, me parece que no tienes más remedio que quedarte.
Roland señaló a los caballeros. Paithan advirtió que sus conversaciones habían cesado y que todos lo miraban abiertamente. El humano tenía razón: si se marchaba en aquel momento, pensarían que no se proponía nada bueno.
Los dos continuaron la marcha hacia la posada. Drugar avanzó tras ellos, pisando ruidosamente. La ciudad era un caos: unos corrían hacia la barricada con armas en la mano; otros se alejaban de las puertas. Familias enteras evacuaban la población abandonando sus hogares. De pronto, Roland dio media vuelta y alzó un brazo al frente para detener a Paithan. El elfo se vio obligado a retroceder para no arrollarlo.
—Escucha, Quindiniar... Cuando hayamos hablado con el barón y se haya convencido de que no estás aliado con el enemigo, ¿por qué no te marchas a tu tierra... solo?.
—No me marcharé sin Rega —declaró Paithan sin alterarse.
Roland lo miró de soslayo y sonrió.
—¿Oh? ¿Vas a casarte con ella?.
La pregunta pilló por sorpresa al elfo. Tenía la firme intención de responder afirmativamente, pero ante sus ojos se alzó la imagen de su hermana mayor.
—Yo..., yo...
—Mira, Paithan, no estoy tratando de proteger el honor de Rega. Ninguno de nosotros lo ha tenido nunca; no hemos podido permitírnoslo. Nuestra madre fue la fulana de la ciudad. Rega también ha pasado por bastantes camas, pero eres el primer hombre que le interesa de verdad y no voy a permitir que le hagas daño, ¿me entiendes?.
—La quieres mucho, ¿verdad?.
Roland se encogió de hombros, se volvió con brusquedad y echó a andar de nuevo.
—Nuestra madre se fugó de casa cuando yo tenía quince años. Rega tenía doce. Sólo nos teníamos el uno al otro y siempre nos hemos buscado la vida sin pedir ayuda a nadie. Así que lárgate y déjanos en paz. Le diré a Rega que tenías que adelantarte para ocuparte de tu familia. Le dolerá, pero no tanto como si tú... En fin, ya sabes...
—Sí, ya sé.
Roland tenía razón. Debía marcharse, irse inmediatamente. Solo. Aquella relación no podía sino partirle el corazón. Paithan lo sabía, lo había sabido desde el principio. Pero nunca había sentido por ninguna mujer lo que Rega le inspiraba.
El deseo le ardía, le dolía en las entrañas. Cuando ella había mencionado la noche, cuando la había mirado a los ojos y había visto en ellos la promesa, había creído que no iba a poder soportarlo. Aquella noche iba a tenerla entre sus brazos, a dormir con ella.
¿Y abandonarla mañana?.
No; se la llevaría con él, mañana. La llevaría a su casa, con..., ¿con Calandra? Imaginó la furia de su hermana, pudo oír sus comentarios mordaces, hirientes. No; no sería justo para Rega.
—¡Eh! —Roland le dio un codazo en las costillas.
El elfo alzó la cabeza y comprobó que habían llegado a la posada. El local estaba irreconocible. La zona destinada a taberna había sido transformada en un arsenal. De las paredes colgaban escudos decorados con la divisa de cada caballero y, delante del escudo, sus armas respectivas. En el centro de la estancia había otro montón de armas, que probablemente serían distribuidas entre el pueblo en caso de necesidad. Paithan advirtió unas pocas armas mágicas de procedencia élfica entre el séquito de los caballeros.
El único ocupante de la sala era un caballero que comía y bebía sentado a una mesa.
—Ése es —murmuró Roland por la comisura de los labios.
Lathan era joven. No tenía más de veintiocho años. Era bien parecido, con el cabello negro y el bigote azabache de los Señores de Thillia. Una mellada cicatriz de guerra le cruzaba el labio superior, proporcionando a su rostro una leve y perpetua mueca burlona.
—Disculpadme la descortesía de comer y beber delante de vosotros —dijo el barón Lathan—, pero no he probado bocado desde hace un ciclo.