Paithan alargó la mano y posó los dedos sobre el hombro huesudo de la hermana mayor.
—Deja que Thea haga lo que quiera, Cal. Durndrun es un muchacho bastante agradable. Al menos, no va detrás de ella por su dinero...
—¡Hum! —resopló Calandra, apartándose del contacto de su hermano.
—Deja que se case con el barón, Cal...
—¡Dejarla! —Estalló Calandra—. ¡Mi opinión pesa muy poco en eso, puedes estar seguro! Claro, para ti es muy fácil quedarte ahí plantado con esa sonrisa, Paithan. ¡Como no estarás aquí para afrontar el escándalo...! Y padre, por supuesto, es más que inútil.
—¿Qué es eso, querida? —dijo una suave voz a su espalda. Lenthan Quindiniar había aparecido en el quicio de la puerta, acompañado del anciano.
—Decía que no servirás en absoluto para sacarle de la cabeza a Aleatha esa loca idea de..., de casarse con el barón Durndrun —replicó Calandra, sin humor para complacer a su padre.
—¿Y por qué no se van a poder casar? —Dijo el padre—. Si se quieren...
—¿Querer a alguien? ¿Thea? —Paithan soltó una carcajada. Al advertir la mueca de desconcierto de su padre y el gesto ceñudo de su hermana, el muchacho decidió que era hora de emprender la marcha—. Debo darme prisa. Quintín pensará que me he caído por el musgo o que me ha comido un dragón. —El elfo se inclinó y besó a su hermana en la mejilla, fría y ajada—. Permitirás que Thea lleve el asunto a su manera, ¿verdad?.
—No veo que tenga muchas alternativas. Desde que murió madre, siempre se ha salido con la suya en todo. Recuerda lo que te he dicho y que tengas buen viaje.
Calandra apretó los labios y los posó en el mentón de Paithan. El beso fue casi brusco como el del pico de un ave y el joven elfo tuvo que contenerse para no llevarse la mano a la zona y frotarse enérgicamente.
—Adiós, padre. —Paithan le estrechó la mano y añadió—: Buena suerte con los cohetes.
Lenthan le dirigió una sonrisa radiante.
—¿Viste los de anoche? Se alzaron como unas centellas brillantes sobre las copas de los árboles. Conseguí una buena altura. Apuesto a que el resplandor se pudo ver desde Thillia.
—Estoy seguro de ello, padre. —Se volvió hacia el anciano humano—. Zifnab...
—¿Dónde...? —El hechicero se volvió a un lado y a otro. Paithan carraspeó y mantuvo el rostro imperturbable—. No, no, anciano. Me dirijo a ti. El nombre. —El muchacho extendió la mano hacia él—. ¿Recuerdas? Zifnab...
—¡Ah!, encantado de conocerte, Zifnab —replicó el anciano, estrechándole la mano—. ¿Sabes una cosa?, ese nombre me suena bastante familiar. ¿Somos parientes?.
Calandra le hizo un gesto con la mano.
—Será mejor que te marches ya, Pait.
—Despídeme de Thea —dijo Paithan.
Su hermana soltó un bufido y sacudió la cabeza con gesto sombrío.
—Que tengas buen viaje, hijo —le deseó Lenthan en tono nostálgico—. ¿Sabes?, a veces pienso que tal vez debería salir a los caminos. Creo que me lo pasaría bien...
Al advertir la mirada torva de Calandra, Paithan se apresuró a interrumpirlo.
—Tú deja los viajes de mi cuenta, padre. Tienes que quedarte aquí y trabajar en los cohetes. Para llevar adelante a tu pueblo y todo eso.
—Sí, tienes razón —dijo Lenthan con aire de importancia—. Ya va siendo hora de que vuelva a poner manos a la obra. ¿Vienes, Zifnab?.
—¿Qué? ¡Ah!, ¿hablabas conmigo? Sí, sí, mi querido colega. Voy en un momento. Tal vez convendría aumentar la cantidad de ceniza de madera de sinco. Creo que así conseguiremos más potencia ascensional.
—Sí, claro. ¡Cómo no se me habrá ocurrido! —Lenthan exhibió una sonrisa radiante, hizo un vago gesto de despedida con la mano hacia su hijo y entró corriendo en la casa.
—Es probable que nos quedemos sin cejas —murmuró el humano—, pero conseguiremos mayor altura. Bueno, parece que te marchas, ¿no?.
—Sí, anciano. —Paithan sonrió y, en un cuchicheo confidencial, añadió—: No permitas que toda esa muerte y esa destrucción se inicie en mi ausencia.
—No te preocupes. —El anciano lo miró con unos ojos que, de pronto, se habían vuelto desconcertantemente astutos y maliciosos. Hundiendo uno de sus dedos nudosos en el pecho del muchacho, murmuró—: ¡La muerte y la destrucción llegarán contigo!.
EL NEXO
Haplo anduvo lentamente en torno a la nave, inspeccionándola detenidamente para cerciorarse de que todo estaba a punto para emprender el vuelo. Al contrario que los constructores y primeros dueños de la nave dragón, no inspeccionaba los cables guía y los aparejos que controlaban las alas gigantescas. Su atenta mirada recorría el casco de madera, pero no revisaba el calafateado. Cuando sus manos recorrieron la cubierta de las alas, no buscaban desgarros o roturas. Lo que estudiaba con tanta atención eran los extraños y complicados signos que habían sido tallados, bordados, pintados y grabados a fuego en las alas y en el exterior de la nave.
Hasta el último rincón estaba cubierto de fantásticos dibujos: espirales y elipses, líneas rectas y curvas, puntos y rayas, círculos, cuadrados y trazos en zigzag. El patryn recitó las runas en un murmullo, pasando la mano sobre los signos mágicos. Los encantamientos no sólo protegerían la nave, sino que la harían volar.
Los elfos que habían construido la nave —denominada
Ala de Dragón
en honor al viaje de Haplo al mundo de Ariano— no habrían reconocido aquel producto de sus artes. La nave de Haplo, de la que se había apoderado durante su estancia en aquel mundo, se había destruido en su anterior entrada en la Puerta de la Muerte. Debido a la persecución de un antiguo enemigo, se había visto obligado a abandonar Ariano a toda prisa y sólo había recurrido a las runas indispensables para su propia supervivencia (y la de su joven pasajero) a través de la Puerta de la Muerte. Sin embargo, una vez en el Nexo, el patryn había podido dedicar tiempo y magia a modificar la nave para adecuarla a sus propias necesidades.
La embarcación voladora, diseñada por los elfos del imperio de Tribus, había utilizado en un principio la magia élfica, combinada con la mecánica. El patryn, que la había dotado de una fuerza extraordinaria gracias a su magia, se había desembarazado por completo de los elementos mecánicos. Haplo limpió la galera del revoltijo de arneses y aparejos que llevaban los esclavos para mover las alas, fijó éstas en posición totalmente abierta y bordó y pintó runas en la piel de dragón para proporcionarle fuera ascensional, estabilidad, velocidad y protección. Las runas reforzaron el casco de madera de tal modo que no existía fuerza capaz de partirlo o abrirle un boquete. Los signos mágicos grabados en los cristales de las claraboyas del puente impedían que éstos se rompieran y, al mismo tiempo, permitían una visión sin obstáculos de lo que había al otro lado.
Haplo penetró por la escotilla de popa y recorrió los pasadizos de la nave hasta llegar al puente. Al entrar en éste, miró a su alrededor con satisfacción, notando cómo el poder de todas las runas convergían allí, concentrándose en aquel punto.
También allí había eliminado todos los complejos mecanismos diseñados por los elfos como ayuda para la navegación y el pilotaje. El puente, situado en el «pecho» del dragón, era ahora una cámara espaciosa y vacía, salvo por un cómodo asiento y un gran globo de obsidiana posado en la cubierta.
Haplo se acercó al globo y se agachó para estudiarlo críticamente. Tuvo buen cuidado de no tocarlo. Las runas talladas en la superficie de la obsidiana eran tan sensibles que hasta el menor aliento sobre ellas podía activar su magia y botar la nave al aire prematuramente.
El patryn estudió los signos, repasando mentalmente la magia que representaban. Los hechizos de vuelo, navegación y protección eran complejos. Tardó horas en terminar la recitación y, cuando terminó, estaba tenso y dolorido, pero satisfecho. No había encontrado el menor defecto.
Se incorporó con un gruñido y flexionó sus músculos entumecidos. Tras ocupar el asiento, contempló la ciudad que pronto abandonaría. Una lengua húmeda lamió su mano.
—¿Qué sucede, muchacho? —preguntó, volviendo la mirada hacia un perro negro con manchas blancas, flaco y de raza indefinida—. ¿Creías que me había olvidado de ti?.
El perro sonrió y meneó la cola. Aburrido, se había quedado dormido durante la inspección de la piedra de gobierno y se alegró de que su amo le volviera a prestar atención. Unas cejas blancas, dibujadas sobre unos ojos castaño claro, proporcionaban al animal una expresión de inteligencia fuera de lo común. Haplo acarició las orejas sedosas del perro y dirigió una vaga mirada al mundo que se extendía ante él...
El Señor del Nexo recorrió las calles de su mundo, un lugar construido para él por sus enemigos y que, precisamente por ello, le resultaba muy apreciado. Cada uno de sus pilares de mármol artísticamente esculpidos, cada una de sus elevadas torres de granito, cada uno de sus esbeltos minaretes y prósperos templos, era un monumento a los sartán, un monumento a la ironía. Y al Señor del Nexo le gustaba deambular entre todo aquello, riéndose en silencio para sí.
El señor del lugar no suele reírse en voz alta. Un rasgo acusado entre quienes han estado aprisionados en el Laberinto es que rara vez se ríen y, cuando lo hacen, la alegría nunca llega a iluminarles la mirada. Ni siquiera quienes han escapado de la infernal prisión y han alcanzado el maravilloso reino del Nexo llegan a reírse jamás.
En el mismo instante en que atraviesan la Puerta de la Muerte, sale a su encuentro el Señor del Nexo, quien fue el primero en escapar. Y sólo les dice tres palabras:
«No olvides nunca.»
Y los patryn no olvidan. No olvidan a los de su raza que siguen atrapados en el Laberinto. No olvidan a sus amigos y parientes muertos por la violencia de una magia convertida en paranoia. No olvidan las heridas que han sufrido en sus propias carnes. También ellos ríen en silencio mientras deambulan por las calles del Nexo. Y, cuando se encuentran con su señor, se inclinan ante él en muestra de reconocimiento y respeto.
El Señor del Nexo es el único de los patryn que se atreve a regresar al Laberinto. E, incluso para él, este regreso es laborioso.
Nadie conoce la procedencia del Señor del Nexo. El nunca hace referencia al tema y no es una persona a la que sea fácil acceder o hacer preguntas. Nadie sabe su edad aunque se conjetura, por ciertos comentarios suyos, que tiene bastante más de noventa puertas
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. Es un hombre de inteligencia aguda, rápida y fría. Sus facultades mágicas producen un temor reverencial entre los propios patryn, cuyos conocimientos de magia les harían ser considerados auténticos semidioses en los diversos mundos. Desde su fuga ha regresado al Laberinto en muchas ocasiones con objeto de crear en aquel infierno, mediante su magia, una serie de refugios seguros para sus congéneres. Y cada vez, cuando se dispone a entrar, este ser frío y calculador es presa de un temblor que estremece su cuerpo. Cruzar de nuevo la Última Puerta le exige un gran esfuerzo de voluntad pues siempre lo asalta, desde lo más profundo de su mente, el temor de que esta vez se impondrá el Laberinto y lo destruirá. De que esta vez no volverá a encontrar el camino de salida.
Aquel día, el Señor del Nexo se encontraba cerca de la Última Puerta. En torno a él estaba su gente, los patryn que ya habían logrado escapar. Con sus cuerpos cubiertos de runas tatuadas que constituían su escudo, su arma y su armadura, un puñado de ellos había decidido que esta vez volverían a penetrar en el Laberinto acompañando a su amo.
Este no les dijo nada, pero consintió su presencia. Se adelantó hasta la Puerta, tallada en lustroso azabache, y apoyó las manos en un signo mágico que él mismo había trazado. La runa despidió un resplandor azul al contacto con sus dedos, los signos mágicos tatuados en el revés de sus manos respondieron emitiendo también una luz del mismo tono azul y la Puerta, que no había sido pensada para abrirse hacia adentro, sino sólo hacia afuera, cedió a una orden suya.
Ante los reunidos apareció una panorámica del Laberinto, con sus formas extrañas e imprecisas, en perpetuo cambio. El Señor del Nexo contempló a quienes lo rodeaban. Todas las miradas estaban fijas en el Laberinto. El patryn observó cómo sus rostros perdían el color, cómo sus puños se cerraban y el sudor bañaba su piel cubierta de runas.
—¿Quién va a entrar conmigo? —preguntó, mirándolos uno a uno. Todos los patryn intentaron sostener la mirada de su señor, pero ninguno lo consiguió y, finalmente, el último de ellos bajó la vista. Algunos valientes quisieron dar un paso adelante, pero los músculos y los tendones no pueden ponerse en acción sin un acto de voluntad y la mente de todos aquellos hombres y mujeres estaba sobrecogida con el recuerdo del terror. Sacudiendo la cabeza, muchos de ellos llorando abiertamente, todos se volvieron atrás de su propósito.
El Señor se acercó al grupo y posó las manos sobre sus cabezas en gesto conciliador.
—No os avergoncéis de vuestro miedo. Utilizadlo, pues os dará fuerzas. Hace mucho tiempo intentamos conquistar el mundo y gobernar a todas esas razas débiles, incapaces de gobernarse a sí mismas. Entonces, nuestra fuerza y nuestro número eran grandes y estuvimos a punto de alcanzar nuestro objetivo. A los sartán, nuestros enemigos, sólo les quedó un medio para vencernos: destruir el propio mundo, fraccionándolo en otros cuatro mundos separados. Divididos por aquel caos, caímos en poder de los sartán y éstos nos encerraron en el Laberinto, una prisión que ellos mismos habían creado, con la esperanza de que saliéramos de allí «rehabilitados».