—No se preocupe, lo entiendo. Cuando en mi clan recogíamos el estiércol, siempre decíamos lo mismo.
El hombre torció el gesto y después entendió que era una broma. En cuanto a Lan, tan pronto como las palabras salieron de su boca deseó que la tierra se la tragara para siempre. Aquel comentario había estado completamente fuera de lugar. Pero ¿Cómo se le ocurría hablar así a un Errante? ¡Al mismísimo Maese Nicar!
—Yo… esto… —trató de disculparse.
—Lo sé. Estás nerviosa —comprendió el viejo—. Todos decimos tonterías cuando nos ponemos nerviosos, ¿verdad?
Lan percibió una doble intención en sus palabras.
—Sí. Supongo que sí —contestó, sin saber muy bien a donde quería llegar.
—¿Sabes? Siempre he creído que ese chico me daría problemas, pero incluso yo sé que no está tan loco como para tocar a un humano.
—¿Ese
chico
?
—El que te ha traído hasta aquí.
—¿Es que no tiene nombre?
De pronto, el anciano soltó una sonora carcajada.
—¡Por supuesto que no!
—¿Qué quiere decir?
—Aquí nadie tiene nombre. Todo somos Hermanos, Caminantes de la Estrella.
—Usted sí. Es Maese Nicar —replicó.
—Ese es un apodo que me pusieron los tuyos para distinguirme por encima de todos los demás, pero aquí se me conoce como el Guía. Cuando yo muera, mi sucesor también será llamado así. Sólo es un título.
—Pero no lo entiendo. ¿Por qué no tienen nombre?
—Por el mismo motivo por el cual no poseemos una sola tierra. Sencillamente, creemos que nada nos pertenece; ni siquiera un nombre. Nosotros respondemos ante el Gran Linde y nos limitamos a seguir su voluntad.
—¿Quiere decir ese muchacho… se llama Muchacho?
—Exacto, como todos los demás. Aunque puedes dirigirte a él como te parezca.
—Entonces… lo llamaré Secuestrador —dijo, sonriendo pícaramente.
—De eso mismo quería hablarte —aprovechó el anciano.
A Lan se le hizo un nudo en el estómago; intuía que ese viejo tan simpático podía dejar de serlo en cualquier momento. De alguna manera, la muchacha presentía que aquella conversación, en apariencia trivial, era el preámbulo de algo mucho más importante.
—Como ya he dicho, todos decimos tonterías cuando nos ponemos nerviosos —repitió, clavándole sus intensos ojos azules.
Lan asintió.
—Por eso quiero que le digas a mi pueblo que ese muchacho no intentó secuestrar a ningún niño y, por supuesto, que no te ha tocado.
—Pero…
—Chiquilla, ese joven ya ha quebrantado una regla trayéndote hasta aquí. Los Errantes no podemos ocuparnos de todos los humanos que se pierden tras una ruptura, ¿comprendes? No solemos alojar a nadie entre nosotros y pretendemos seguir no haciéndolo, aunque en tu caso hemos hecho una excepción. Tu acusación daría lugar a un terrible precedente.
—Pero ¿Qué quiere decir? —reclamó, entre sorprendida y decepcionada.
—Sólo te estoy pidiendo que muestres algo de gratitud y admitas que mentiste. Después te dejaremos en la ciudad de Rundaris y proseguiremos nuestro camino, como si nada hubiese ocurrido.
—¡Yo no he mentido! —exclamó indignada.
—Entonces… hazlo ahora —le susurró al oído, con tono amenazante.
El mapa
L
an siempre había creído que los Errantes eran lo seres más perfectos que existían sobre la faz del Linde; sin embargo, desde su encuentro con el Secuestrador y las palabras de Mease Nicar, empezaba a pensar que no eran mejores que cualquier otro humano. El mismísimo líder de los Caminantes de la Estrella le había sugerido que mintiera.
Lan entendía que insistir en su culpabilidad podría acarrearle muchos problemas a ese chico —cosa que no le importaba lo más mínimo, ¡se lo merecía!—, pero no podía dejar de pensar en el resto de Errantes. Tenían prohibido tocar a un humano corriente, nunca habían quebrantado esa regla y se sentían orgullosos de ello. Además, aunque poseían un poder con el que podrían dominar al resto de clanes, nunca lo habían utilizado como un arma. Habían preferido mantenerlo a raya, tomándolo como una maldición. Esa forma de actuar le parecía de lo más loable y le resultaba más que suficiente para demostrar sus buenas intenciones.
La muchacha se dirigió al comedor que habían preparado al aire libre y se sentó junto a la pelirroja, que ya se había convertido en su anfitriona.
—¿Has hablado con el Guía? —le preguntó, ensanchando la sonrisa que siempre iluminaba su rostro.
—Sí —se limitó a contestar—. Ha sido muy… interesante.
—Seguro que sí —rio la mujer—. No sé que quería de ti, pero estoy segura de que te ha dado buenos consejos. ¿Sabes? Para nosotros es como un padre. Me pregunto qué haríamos sin él.
La muchacha asintió y después permaneció con gesto pensativo. La gente de aquel pueblo consideraba a su líder un verdadero guía capaz de mostrarles el camino. No era un rey con mano de hierro, ni siquiera un maestro severo; era un padre y, por lo tanto, alguien en quien confiaban ciegamente. Tenían la certeza de que siempre los protegería.
—Disfruta de la comida. Nos esperan varios días de marcha y, según parece, tendremos que enfrentarnos a un buen número de tormentas y peligros.
Lan seguía asombrándose de la actitud de aquella mujer. Sabía que iba a tener que sufrir todo tipo de inclemencias, y, sin embargo, seguía sonriendo. No tenía miedo de nada, se limitaba a permanecer en calma con esa imborrable expresión de felicidad en su rostro.
—Lo intentaré —contestó—. ¿Qué habéis preparado?
De pronto, uno de los hombres que había visto en el asadero le plantó su ración en la mesa y dijo alegremente:
—¡Especialidad de la casa! Cola de lagarto rebosada con salsa de cactus y queso fundido de vaca peluda.
—¿Vaca peluda? —repitió la muchacha, arqueando una ceja.
—Exacto, señorita. Aunque no te preocupes…, no encontrarás ni un solo pelo en ese plato —bromeó el cocinero.
Lan rio desconcertada y después le agradeció con la cabeza.
—Vaya, lo tenéis todo muy bien organizado.
—Cuando se nos acaban las reservas hay que improvisar. Por suerte, anoche lograron capturar a un lagarto… o algo parecido.
—Sí. Qué suerte… —dijo Lan con la boca pequeña, mirando hacia otro lado mientras recordaba con nostalgia los deliciosos guisos que su madre le preparaba.
—Vamos, no te pongas así. La carne de lagarto es bastante seca, pero con el queso entra de maravilla. Ya lo verás.
—¡Eso espero!
Antes de probar bocado, Lan observó que el resto de Errantes la habían dejado sola junto a la pelirroja. Nadie quería arriesgarse a tocarla por error, incluso su acompañante se había situado lo suficientemente lejos como para que sus pies no pudieran entrar en contacto bajo la mesa. La muchacha se lo tomó con resignación y se llevó un trozo de carne a la boca. Tuvo que admitir que, sin ser una delicia, el lagarto rebozado no sabía tan mal como esperaba. Siguió masticando mientras vigilaba al Secuestrador, que comía solo en una de las esquinas.
—No eres la única que lo rechaza —dijo la mujer, al percatarse de que no le quitaba ojo.
Lan se sonrojó y después sintió curiosidad:
—¿Por qué nadie se sienta con él?
—Bueno —suspiró—, digamos que… sus ideas son demasiado radicales —contestó, seleccionando cuidadosamente las palabras.
—¿Radicales? —se extrañó Lan.
—Los Caminantes de la Estrella siempre hemos seguido unas reglas muy concretas. Nos dejamos guiar por el Linde sin importarnos adónde nos lleve, no creemos en las posesiones y mantenemos unas tradiciones muy arraigadas.
—¿Y qué problema tiene él con eso? ¿Acaso pretende cambiar esas tradiciones?
—No exactamente. Ese muchacho opina que tendríamos que «actualizarlas» a los tiempos que corren, nada más.
—Actualizarse de vez en cuando es necesario —opinó Lan.
La pelirroja desaprobó su comentario con la mirada y luego sonrió de nuevo.
—Nosotros siempre hemos pensado que, si algo está bien…, más vale no cambiarlo.
—¿Ni siquiera para mejorar? —insistió.
La mujer negó con la cabeza:
—No corremos riesgos innecesarios.
A Lan le sorprendió su respuesta. Los Errantes eran, con toda seguridad, el pueblo más sabio del planeta; pero algo le decía que aquel joven inconformista también tenía su parte de razón. Por extraño que le pareciera, Lan sintió por primera vez que compartía algo con él.
***
La muchacha pasó el resto del día en su tienda, reflexionando sobre lo sucedido y dejando descansar la contusión de la pierna. Se sentía sola, pese a estar rodeada de gente. Aunque fuera por su propio bien, la distancia que los Errantes mantenían con ella le resultaba cada vez más difícil de sobrellevar. Pensó una vez más en su madre, en Nao, en Mona y en todos aquellos a quienes había perdido, preguntándose si no sería más sencillo darse por vencida y dejarse llevar como lo hacían los Errantes; olvidarlos. Pero los echaba demasiado de menos.
Unas horas más tarde, la pelirroja la avisó de que iban a partir, y entonces tuvo que aprender a desmontar su carpa. A Lan le sorprendió la eficiencia de aquel pueblo, ya que eran capaces de recogerlo todo en apenas unos minutos. Salieron al atardecer porque creyeron necesario evitar el intenso sol de aquella región; y, si el Linde se lo permitía, llegarían rápidamente a tierras más fecundas, donde la hierba crecía tan alta como en Salvia y donde los bosques no parecían esculturas.
Aunque Lan disfrutaba de la compañía de su anfitriona y del resto de Errantes, lo cierto es que estaba deseando llegar a un lugar en el que poder quedarse. Pertenecía a un clan y no estaba acostumbrada a viajar. De hecho, nunca antes había salido de Salvia. Marcharon durante más de una semana, en la que tuvieron que afrontar toda clase de adversidades; desde la escasez de alimentos, hasta caminos intransitables plagados de bestias nocturnas que los acechaban con intención de devorarlos.
Una vez lejos de la aridez del desierto, llegaron las lluvias, que los calaron de arriba abajo. Al principio, la muchacha pensó que se trataba de algo transitorio; pero, cuando el agua le cubrió los tobillos, comprendió que aquélla no era una simple tormenta de verano. Tuvieron que seguir caminando por el fango hasta que llegaron a la falda de una montaña y decidieron resguardarse en el interior de una de las cavernas.
Aquél era un espacio enorme, de techos altísimos, plagados de estalactitas y paredes recubiertas de líquenes. Parecía complicado establecer el asentamiento en una madriguera de esas dimensiones, pero los Errantes eran gente de recursos.
Hasta entonces, Lan no había valorado el calor de una buena hoguera.
—¿Siempre es así? —preguntó la muchacha mientras se escurría el pelo—. No entiendo cómo podéis vivir de esta forma.
—¿Qué quieres decir? —se extrañó la pelirroja.
—Sin una casa, sin una habitación, sin un lugar propio en el que guardar vuestras cosas y… no sé, sentiros a salvo —trató de explicarse.
—Como ves, tomamos todo lo que necesitamos de la naturaleza, y a menudo los clanes que visitamos nos hacen regalos o abastecen nuestra despensa.
—Sí, pero… ¿no echáis en falta la comodidad de un hogar? —insistió.
—¡Éste es nuestro hogar! —respondió la mujer, señalando a su alrededor—. El Linde es nuestra casa.
—Me refiero a un lugar estable donde resguardarse del frío y la lluvia; que os asegure que no pasaréis hambre, ni os enfrentaréis a animales salvajes, ni…
—Eso suena muy aburrido —bromeó la mujer.
—¿Tú crees? —dijo, captando la ironía.
Lan se acercó a la fogata para que sus ropas se secaran antes. La pelirroja sonrió y después quiso aclararle:
—Nosotros no necesitamos nada de eso, tomamos el destino tal y como viene. Si vamos hacia el norte y el Linde nos desplaza hasta el sur, buscaremos otra ruta y seguiremos caminando. Respetamos al planeta, no queremos ser parásitos. Consideramos que el Gran Linde no es un animal que pueda ser domado, sino una entidad superior a nosotros que nos permite vivir en la superficie.
—Pero estáis expuestos a las inclemencias del tiempo, al hambre, a la sed, ¡incluso a los come-tierra!
—¿Los come-tierra? ¿Qué es eso?
—Nada, es… una larga historia —bufó la muchacha.
—Vamos, no te preocupes. Nicar quiere dejarte en Rundaris. Allí estarás a salvo.
En ese instante, Lan recordó todas las veces que había soñado con pisar aquella mítica ciudad. Se decía que era tan grande como veinte clanes y que, probablemente, constituía el lugar más estable de todo el Linde… Sin embargo, la idea de que la abandonaran allí le resultaba difícil de asimilar. Ella sólo quería encontrar a su familia y volver a casa.
La muchacha acarició inconscientemente su cinturón de herramientas, tal vez lo único que le quedaba de su hogar. Siempre le habían interesado las plantas. De pequeña, se pasaba el día jugando en el bosque, y más tarde empezó a cultivar el pequeño jardín sobre el tejado de su casa. Había escuchado tantas historias sobre el Linde y su acelerada desertificación que, para ella, las plantas eran algo tan valioso como los animales de granja o los terrenos de cultivo. Había oído que muchas medicinas se fabricaban a partir de sus extractos, y eso la fascinaba. El que una planta pudiese aliviar el dolor de cabeza o inducir el sueño le resultaba tan mágico y misterioso como las peligrosas Partículas a las que todo el mundo temía.
—El Guía reclama que nos reunamos en la entrada —le susurró un Errante joven a la pelirroja.
—Allí estaremos —respondió ella amablemente.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Lan, dejando de lado sus cavilaciones.
—Mease Nicar nos ha convocado.
—¿A nosotras?
—No. A todo el pueblo —especificó.
—Vaya.
—No te asustes, las Convocatorias son algo que hacemos a menudo. El Guía comparte con nosotros sus planes y nos pide consejo. Además, también suele ser un momento para solucionar otro tipo de problemas.
Los Errantes eran seres tan conformistas que a la muchacha le chocaba que tuvieran algo que resolver.
—Vamos, es posible que incluso te resulte divertido.
Lan observó a los Errantes más jóvenes desperdigando unas esferas de cristal coloreado por toda la cueva. Instantes después, los niños las golpearon con unas varas metálicas, haciéndolas sonar como campanas. La muchacha no entendió en qué consistía aquel juego hasta que vio las luciérnagas de tierra saliendo al exterior en busca del sonido y haciendo brillar las esferas con distintos colores. Las bolas de luz no proporcionaban calor, pero sí una iluminación relajante, de tonos azules, verdes y dorados.