La espuma de los días (20 page)

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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

BOOK: La espuma de los días
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Puso sobre sus rodillas su pesado bolso y abrió la cremallera. Por encima del hombro de Jean-Sol veía el título que ostentaba la página: «Enciclopedia, volumen diecinueve». Posó una mano tímida sobre el brazo de Jean-Sol; éste cesó de escribir.

—Ya ha llegado ahí —dijo Alise.

—Sí —respondió Jean-Sol—. ¿Desea usted hablarme?

—Yo quería pedirle que no la publique —dijo.

—La cosa es difícil —dijo Jean-Sol—. La están esperando.

Se quitó las gafas, sopló en los cristales y se las volvió a poner: sus ojos dejaron de verse.

—Por supuesto —dijo Alise—. Pero lo que yo quiero decir es que sólo sería necesario retrasar su publicación.

—Oh —dijo Jean-Sol—, si no se trata más que de eso, podríamos ver.

—Habría que retrasarla diez años —dijo Alise.

—¿Ah sí? —dijo Jean-Sol.

—Sí —dijo Alise—. Diez años, o más, naturalmente. ¿Sabe?, es mejor dar tiempo a la gente para que ahorre y la pueda comprar.

—Será bastante latosa de leer —dijo Jean-Sol—, porque ya me fastidia a mí bastante escribirla. Tengo un fuerte calambre en la muñeca izquierda a fuerza de sujetar la hoja.

—Lo lamento por usted —dijo Alise.

—¿Que tenga un calambre?

—No —dijo Alise—, que no quiera usted aplazar la publicación.

—¿Por qué?

—Le voy a explicar: Chik se gasta todo el dinero que tiene en comprar lo que usted escribe y ya no le queda nada de dinero.

—Haría mejor comprando otra cosa —dijo Jean-Sol—; yo, por ejemplo, no compro nunca mis libros.

—A él le gusta mucho lo que usted escribe.

—Está en su derecho —dijo Jean-Sol—. La decisión es suya.

—Está demasiado enredado en este asunto, creo yo —dijo Alise—. Yo también he tomado mi propia decisión, pero yo soy libre porque él ya no quiere que viva con él, así que, ya que usted no quiere retrasar la publicación, voy a matarle.

—Va a hacerme perder mis medios de subsistencia —dijo Jean-Sol—. ¿Cómo quiere que cobre mis derechos de autor estando muerto?

—Eso es asunto suyo —dijo Alise—; yo no puedo tenerlo todo en consideración, ya que lo que quiero ante todo es matarle a usted.

—Pero usted tiene que admitir que yo no puedo ceder a una razón como ésa —dijo Jean-Sol Partre.

—Lo admito —dijo Alise. Abrió su bolso y sacó de él el arrancacorazones de Chick que había cogido unos días antes del cajón de su escritorio.

—¿Quiere abrirse el cuello de la camisa, por favor? —preguntó.

—Escuche —dijo Jean-Sol quitándose las gafas—, toda esta historia me parece una perfecta idiotez.

Él se desabotonó el cuello. Alise reunió todas sus fuerzas y, con gesto resuelto, hincó el arrancacorazones en el pecho de Partre. Él la miró, moría muy deprisa y lanzó una última mirada de asombro al comprobar que tenía el corazón en forma de tetraedro. Alise se puso muy pálida, ahora Jean-Sol Partre estaba muerto y el té se estaba enfriando. Cogió el manuscrito de la Enciclopedia y lo hizo pedazos, un camarero vino a limpiar la sangre y toda la porquería que se había formado con la sangre y la tinta de la estilográfica en la mesita rectangular. Pagó al camarero, abrió los dos brazos del arrancacorazones, y el corazón de Partre quedó sobre la mesa; plegó el brillante instrumento y lo volvió a meter en el bolso; después salió a la calle, llevando la cajita de cerillas que Partre guardaba en su bolsillo.

57

Alise se volvió. Una densa humareda llenaba el escaparate y la gente empezaba a mirar. Había tenido que encender tres cerillas antes de que se declarase el fuego: los libros de Partre no querían inflamarse. El librero yacía detrás de su escritorio. Su corazón, a su lado, comenzaba a arder, ya escapaban de él una llama negra y chorros retorcidos de sangre hirviendo. Las dos primeras librerías, trescientos metros atrás, llameaban, crujiendo y zumbando, y los libreros estaban muertos; todos los que habían vendido libros a Chick iban a morir de la misma manera y sus librerías arderían. Alise lloraba y se apresuraba. Se acordaba de los ojos de Jean-Sol Partre mirando su corazón. Al principio ella no quería matarle, sólo impedir la aparición de su nuevo libro y salvar a Chick de esa ruina que se iba elevando lentamente en torno suyo. Estaban todos aliados contra Chick, querían apoderarse de su dinero, se lucraban de su pasión por Partre, le vendían ropa vieja sin ningún valor y pipas con huellas digitales. Merecían la suerte que les esperaba. Vio a su izquierda un escaparate lleno de libros encuadernados en rústica y se detuvo, recobró el aliento y entró. El librero se acercó a ella.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó.

—¿Tiene usted libros de Partre? —dijo Alise.

—Sí, desde luego —dijo el librero—; sin embargo, no puedo facilitarle de momento reliquias suyas. Las tengo todas reservadas para un buen cliente.

—¿Chick? —dijo Alise.

—Sí — respondió el librero—, creo que se llama así.

—Ya no vendrá a comprarle más —dijo Alise.

Se aproximó a él y dejó caer el pañuelo. El librero se agachó, crujiendo, para recogerlo y ella le hincó el arrancacorazones en la espalda con un ademán rápido. Alise lloraba y temblaba otra vez; él se desplomó, la cara sobre el suelo, y ella no se atrevió a coger el pañuelo, que él agarraba con sus dedos. El arrancacorazones volvió a salir; entre sus brazos tenía el corazón del librero, muy pequeño y de color rojo claro. Separó los brazos del arrancacorazones y el corazón rodó cerca de su librero. Había que darse prisa. Cogió un montón de revistas, rasgó una cerilla, la lanzó debajo del mostrador y arrojó las revistas encima; precipitó después sobre las llamas una docena de libros de Nicolás Calas que había cogido de la estantería más próxima, y la llama se precipitó sobre los libros con una vibración caliente. La madera del mostrador humeaba y crujía, y la tienda estaba llena de vapores. Alise hizo caer una última ringlera de libros en el fuego y salió a tientas, quitó el puño del picaporte para que nadie pudiera entrar y echó a correr de nuevo. Le picaban los ojos y el pelo le olía a humo; corría y las lágrimas ya casi no corrían por sus mejillas, el viento las secaba rápidamente. Se aproximaba ahora al barrio en que vivía Chick; quedaban tan sólo dos o tres libreros, el resto no presentaba riesgo para él. Se volvió antes de entrar en la siguiente librería; lejos, detrás de ella, se veía ascender hacia el cielo grandes columnas de humo y la gente se apretujaba para ver funcionar los complicados aparatos del cuerpo de Bombeadores. Sus grandes coches blancos pasaron por la calle cuando ella cerraba la puerta. Los siguió con la vista a través de la luna del escaparate y el librero se acercó a preguntarle qué deseaba.

58

—Usted —dijo el senescal de la policía— se quedará aquí, a la derecha del portal, y usted, Douglas —continuó, volviéndose al segundo de los dos agentes gordos—, se pondrá a la izquierda y no dejarán entrar a nadie.

Los dos agentes designados empuñaron sus igualizadores y dejaron resbalar la mano derecha a lo largo del muslo derecho, con el cañón apuntando hacia la rodilla, en la posición reglamentaria. Se sujetaron el barboquejo del casco por debajo de la barbilla, que rebosaba por delante y por detrás de aquél. El senescal entró en el edificio, seguido de los cuatro agentes delgados; colocó de nuevo a uno a cada lado del portal con la misión de no dejar salir a nadie. Se dirigió hacia la escalera seguido de los dos delgados que quedaban. Se parecían entre sí; los dos tenían la tez muy morena, los ojos negros y los labios delgados.

59

Chick detuvo el tocadiscos para cambiar los dos que acababa de escuchar simultáneamente de cabo a rabo. Cogió discos de otra serie; de debajo de uno de ellos salió una foto de Alise que creía haber perdido. Era de tres cuartos de perfil, iluminada por una luz difusa y, al parecer, el fotógrafo debía de haber puesto un proyector por detrás de ella para iluminar la parte superior de sus cabellos. Cambió los discos y se quedó con la foto en la mano. Echó un vistazo por la ventana y comprobó que nuevas columnas de humo ascendían más cerca de su casa. Escucharía los discos que había puesto y luego bajaría a ver al librero de al lado. Se sentó. Su mano llevó la foto ante sus ojos. Mirándola con más atención, se parecía a Partre. Poco a poco, sobre la imagen de Alise se fue formando la de Partre y éste sonrió a Chick; seguro que le dedicaría lo que quisiera. Subían pasos por la escalera, escuchó y resonaron golpes en su puerta. Dejó la foto, paró el tocadiscos y fue a abrir. Ante él vio el mono de cuero negro de uno de los agentes, siguió el segundo y el senescal de la policía entró el último; sobre su uniforme rojo y su casco negro brillaban reflejos fugaces en la penumbra del rellano.

—¿Se llama usted Chick? —preguntó el senescal.

Chick retrocedió y palideció. Retrocedió hasta la pared donde estaban sus hermosos libros.

—¿Qué he hecho? —preguntó.

El senescal buscó en su bolsillo del pecho y leyó el papel:

Recaudación de impuestos en casa del señor Chick con detención previa. Felpa de matute y amonestación severa. Embargo total o incluso parcial, complicado con violación de domicilio.

—Pero… yo pagaré mis impuestos —dijo Chick.

—Sí —dijo el senescal—, después los pagará. Primeramente, es necesario que le demos la felpa de matute. Es una felpa muy fuerte; solemos utilizar la versión abreviada para que la gente no se conmueva.

—Les voy a dar mi dinero —dijo Chick.

—Sí, claro —dijo el senescal.

Chick se acercó al escritorio y abrió el cajón; guardaba allí un arrancacorazones de gran calibre y un matapolizontes en mal estado. El arrancacorazones no lo vio, pero el matapolizontes abultaba bajo un montón de papeles viejos.

—Oiga —dijo el senescal—, ¿de verdad es dinero lo que busca?

Los dos agentes estaban separados el uno del otro y tenían en la mano sus igualizadores. Chick se irguió con el matapolizontes en la mano.

—¡Cuidado, jefe! —dijo uno de los agentes.

—¿Tiro, jefe? —preguntó el segundo.

—No me vais a coger así como así… —dijo Chick.

—Muy bien —dijo el senescal—, entonces nos apoderaremos de sus libros.

Uno de los agentes cogió un libro que tenía a mano. Lo abrió brutalmente.

—No es más que escritura, jefe —anunció.

—Viole —dijo el senescal.

El agente cogió el libro por una tapa y lo agitó con fuerza.

Chick se puso a aullar.

—¡No toque eso!…

—Dígame —dijo el senescal—, ¿por qué no utiliza usted su matapolizontes? Usted sabe muy bien que el papel dice «Violación de domicilio».

—¡Deje eso! —rugió Chick de nuevo, y levantó su matapolizontes, pero el acero descendió sin ningún chasquido.

—¿Tiro, jefe? —preguntó de nuevo el agente.

El cuerpo del libro acababa de desprenderse de las cubiertas y Chick se precipitó hacia adelante, soltando el inservible matapolizontes.

—Tire, Douglas —dijo el senescal retrocediendo.

El cuerpo de Chick se desplomó a los pies de los agentes; ambos habían disparado.

—¿Se le da la felpa de matute, jefe? —preguntó el otro agente.

Chick se removía todavía un poco. Se levantó apoyándose en las manos y consiguió arrodillarse. Se apretaba el vientre con las manos y su cara gesticulaba, mientras que en sus ojos caían gotas de sudor. Tenía un gran corte en la frente.

—Dejen esos libros… —murmuró. Su voz era ronca y cascada.

—Vamos a pisotearlos —dijo el senescal—. Supongo que estará usted muerto dentro de unos segundos.

La cabeza de Chick volvía a caer, trataba de levantarla, pero le dolía el vientre como si dentro de él giraran cuchillas triangulares. Consiguió poner un pie en el suelo, pero la otra rodilla se negaba a extenderse. Los agentes se acercaron a los libros mientras el senescal avanzaba dos pasos hacia Chick.

—No toquen esos libros —dijo Chick. Se oía gorgotear la sangre en su garganta y su cabeza estaba cada vez más caída.

Soltó su vientre, las manos rojas; éstas golpearon el aire sin objeto, y se desplomó, la cara contra el suelo. El senescal de la policía le dio la vuelta con el pie. Había dejado de moverse y sus ojos abiertos miraban más allá de la habitación. Su rostro estaba partido en dos por la raya de sangre que había corrido de su frente.

—¡Patéele, Douglas! —dijo el senescal—. Voy a destrozar personalmente esta máquina de hacer ruido.

Pasó delante de la ventana y vio que un gran hongo de humo se elevaba lentamente hacia él procedente de la planta baja de la casa frontera.

—Es inútil patearle a fondo —añadió—, la casa de al lado está ardiendo. Dese prisa, eso es lo esencial. No quedará ni rastro, pero yo lo consignaré todo en mi informe.

La cara de Chick estaba absolutamente negra. Por debajo de su cuerpo, el charco de sangre se coagulaba en forma de estrella.

60

Nicolás pasó por delante de la penúltima librería que Alise acababa de incendiar. Se había cruzado con Colin que iba a su trabajo, y sabía del apuro en que se hallaba su sobrina. Se había enterado inmediatamente de la muerte de Partre al telefonear a su club y emprendió la busca de Alise; quería consolarla, levantarle la moral y tenerla consigo hasta que volviera a ser alegre como antes. Vio la casa de Chick, y una llamarada larga y delgada que salía del medio del escaparate del librero de al lado, haciendo saltar la luna como un martillazo. Observó delante del portal el coche del senescal de la policía y vio que el conductor lo desplazaba ligeramente hacia delante para evitar la zona peligrosa, y percibió también las siluetas negras de los agentes. Los Bombeadores aparecieron casi inmediatamente. Su coche se detuvo delante de la librería haciendo un ruido infernal. Nicolás luchaba ya con la cerradura. Consiguió romper la puerta a patadas y corrió hacia el interior. Todo ardía al fondo de la tienda. Vio el cuerpo del librero tendido, con los pies en las llamas, el corazón al lado y el arrancacorazones de Chick en el suelo. El fuego brotaba en forma de grandes esferas rojas y de lenguas puntiagudas que atravesaban de una vez los espesos muros de la tienda; Nicolás se lanzó al suelo para no ser alcanzado y en ese instante sintió por encima de él el violento desplazamiento de aire producido por el chorro extintor de los aparatos de los Bombeadores. El ruido del fuego redoblaba mientras que el chorro le asaltaba por la base. Los libros ardían crepitando; las hojas volaban golpeándose entre sí y pasaban por encima de la cabeza de Nicolás en sentido inverso del chorro; apenas podía respirar entre todo aquel estrépito y llamas. Esperaba que Alise no hubiera quedado atrapada por el fuego, pero no veía puerta alguna por la que hubiera podido escapar y el fuego se debatía contra los Bombeadores y pareció elevarse rápidamente, dejando libre la zona baja que parecía apagarse. En medio de las cenizas sucias quedaba un brillante fulgor, más brillante aún que las llamas.

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