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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (11 page)

BOOK: La espada del destino
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El dragón bajó la cabeza, empujó delicadamente en dirección al carro a una pequeña, grisácea y chillona criaturita. Luego golpeó con el rabo en el suelo, barritó sonoramente y se lanzó como una flecha al encuentro de los holopolacos.

—¿Qué es eso? —preguntó Yennefer—. ¿Eso pequeño? ¿Eso que se retuerce sobre la hierba? ¿Geralt?

—Eso es lo que el dragón defendió de nosotros —dijo el brujo—. Eso es lo que salió del cascarón no hace mucho, en una cueva, allá, en el cañón del norte. Un dragoncillo nacido del huevo de la dragona envenenada por Comecabras.

El dragoncillo, tropezando y rozando con su tripa la tierra, anduvo indeciso hacia el carro, chilló, se alzó sobre sus patas traseras, desplegó las alas, luego, sin pensarlo, corrió al lado de la hechicera. Yennefer, con un gesto confuso, suspiró fuertemente.

—Le gustas —murmuró Geralt.

—Joven, pero no tonto. —Jaskier, retorciéndose en las ligaduras, mostró los dientes—. Mirad dónde ha colocado la cabecilla, me gustaría estar en su lugar, diablos. ¡Eh, chaval, vete! ¡Es Yennefer! ¡El terror de los dragones! Y de los brujos. Al menos de un brujo...

—Calla, Jaskier —gritó Dorregaray—. ¡Mirad allá, en el campo! ¡Ya lo atacan, malditos sean!

Los carros de los holopolacos, tronando como carros de guerra, se dirigían contra el dragón que atacaba.

—¡Azurradle! —gritó Comecabras, apoyado en los hombros del carretero—. ¡Azurradle, compadres, donde caiga y con lo que caiga! ¡No os dé pena!

El dragón evitó con agilidad al primer carro atacante, donde brillaban las hojas de las hoces, los viernos y las picas, pero se metió entre los dos siguientes, desde los cuales le cayó encima una enorme red doble de pescadores que se mantenía en tensión con unos correajes. El dragón, enredado en ella, se tiró al suelo, giró, se hizo un ovillo, desplegó las patas. La red, rasgada en pedazos, chasqueó fuertemente. Desde el primer carro, que había conseguido dar la vuelta, le lanzaron otra red, enredándole como de libro. Los dos carros restantes también giraron, se dirigieron hacia el dragón, traqueteando y saltando en los baches.

—¡Caíste en la red, bacalao! —se alegró Comecabras—. ¡Ahora, con los arquitos te vamos a acribillar!

El dragón bramó, lanzó una corriente de vapor dirigida al cielo. Los milicianos holopolacos bajaron del carro y se echaron sobre él. El dragón gritó de nuevo, con un desesperado, vibrante alarido.

Desde el cañón del norte llegó una respuesta, un agudo grito de guerra.

A todo galope, agitando las claras trenzas, silbando penetrantemente, rodeadas por los brillantes reflejos de los sables, desde la garganta surgieron...

—¡Las zerrikanas! —gritó el brujo y forcejeó en vano con las ataduras.

—¡Oh, diablos! —dijo Jaskier—. ¡Geralt! ¿Entiendes?

Las zerrikanas atravesaron la tropa como un cuchillo caliente sobre mantequilla, marcando el camino con cuerpos hendidos, saltaron de los caballos al vuelo, se pusieron de pie junto al dragón que luchaba con la red. El primero de los milicianos que se acercó perdió la cabeza inmediatamente. El segundo apuntó a Vea con su vierno, pero la zerrikana sujetó el sable con las dos manos y empezando por abajo, del revés, lo cortó desde el perineo hasta el esternón. El resto retrocedió a toda prisa.

—¡A los carros! —aulló Comecabras—. ¡A los carros, compadres! ¡Con los carros las atrepellaremos!

—¡Geralt! —gritó de pronto Yennefer, dobló las piernas y con un brusco movimiento se arrastró bajo el carro, bajo las manos dobladas y atadas hacia atrás del brujo—. ¡La Señal de Igni! ¡Quema! ¿Notas las ligaduras? ¡Quémalas, maldita sea!

—¿A ciegas? —gimió Geralt—. ¡Te quemaré, Yen!

—¡Forma la Señal! ¡Lo aguantaré!

Obedeció, sintió el hormigueo en los dedos que formaban la Señal de Igni, justo sobre los tobillos atados de la hechicera. Yennefer volvió la cabeza, se mordió en el cuello del jubón, apagando un gemido. El dragoncillo, chillando, se apretó con las alas contra su lado.

—¡ Yen!

—¡Quémalo! —gritó.

Las ligaduras se soltaron en el momento en que el nauseabundo y asqueroso olor a piel quemada se convertía en intolerable. Dorregaray dejó escapar un extraño sonido y se desmayó, quedando colgado por las cuerdas a la rueda del carro.

La hechicera, con un gesto de dolor, se irguió, alargando el pie que ya estaba libre. Gritó enloquecida, la voz llena de dolor y de rabia. El medallón en el cuello de Geralt vibraba como si estuviera vivo. Yennefer estiró el muslo y agitó el pie en dirección a los carros dispuestos a cargar de la milicia holopolaca, gritó un encantamiento. El aire se agitó y olió a ozono.

—Oh, dioses —gimió Jaskier, asombrado—. ¡Vaya un romance que será, Yennefer!

El hechizo, arrojado con su grácil pierna, no le salió del todo a la hechicera. El primer carro, junto con todos los que se encontraban en él, adoptó simplemente un tono amarillo como mazorcas de maíz, lo que los soldados holopolacos, en su ardor guerrero, ni siquiera percibieron. Con el otro carro salió mejor: toda su tripulación se transformó en un abrir y cerrar de ojos en enormes y deformes ranas, las cuales, croando ensordecedoramente, se dispersaron en todas direcciones. El carro, falto de guía, se dio la vuelta y se destrozó en pedazos. Los caballos, relinchando histéricamente, se perdieron en la lejanía, arrastrando con ellos el timón quebrado.

Yennefer se mordió los labios y agitó de nuevo el pie en el aire. El carro de la mazorca, entre las notas de una viva melodía que venía de algún lugar allá arriba, se disolvió de pronto en humo de mazorca y toda su tripulación cayó sobre la hierba, entontecida, formando un montón pintoresco. Las ruedas del tercer carro se volvieron cuadradas y las consecuencias fueron inmediatas. Los caballos se pusieron de patas, el carro se destrozó, y los soldados holopolacos se dispersaron sobre el suelo. Yennefer, ya de puro deseo de venganza, agitó el pie y gritó un encantamiento, convirtiendo a los holopolacos al azar en sapos, gansos, ciempiés, flamencos y lechones a rayas. Las zerrikanas remataron concienzuda y metódicamente a los restantes.

El dragón, que por fin había rasgado la red, se incorporó, removió las alas, barritó y se lanzó, tenso como una cuerda, a por el zapatero Comecabras, quien se había salvado del pogromo y estaba intentando escaparse. Comecabras corría como una liebre, pero el dragón era más rápido. Geralt, al ver las mandíbulas que se abrían y el brillo de los dientes, agudos como estiletes, volvió la cabeza. Escuchó un macabro crujido y un chasquido repugnante. Jaskier gritó con una voz apagada. Yennefer, con el rostro blanco como la tiza, se dobló, se echó a un lado y vomitó debajo del carro.

Cayó el silencio, cortado sólo ocasionalmente por los graznidos, los gruñidos y el croar de los milicianos holopolacos que habían sobrevivido.

Vea sonreía desagradablemente, estaba de pie delante de Yennefer con los pies muy separados. La zerrikana alzó el sable. Yennefer, pálida, alzó el pie.

—No —dijo Borch, llamado Tres Grajos, sentado en una piedra. En las rodillas tenía al dragoncillo, sereno y satisfecho.

—No vamos a matar a doña Yennefer —repitió el dragón Villentretenmerth—. Esto ya no es actual. Aún más, ahora estamos agradecidos a doña Yennefer por su ayuda inapreciable. Libéralos, Vea.

—¿Entiendes, Geralt? —susurró Jaskier mientras se frotaba las manos que tenía entumecidas—. ¿Entiendes? Hay un antiquísimo romance sobre un dragón dorado. El dragón dorado puede...

—Tomar cualquier forma —murmuró Geralt—. Incluso la forma humana. También he oído hablar de ello. Pero no lo creía.

—¡Don Yarpen Zigrin! —gritó Villentretenmerth al enano que estaba aferrado a los riscos a una altura de veinte codos sobre el suelo—. ¿Qué buscáis allí? ¿Marmotas? No son de vuestro gusto, si no recuerdo mal. Bajad a tierra y ocupaos de los Sableros. Necesitan ayuda. No se va a matar más. A nadie.

Jaskier, echando una mirada intranquila a las zerrikanas, que, muy alerta, daban vueltas por el campo de batalla, intentó reanimar al aún inconsciente Dorregaray. Geralt puso una crema sobre los tobillos quemados de Yennefer y los vendó. La hechicera gritó del dolor y murmuró un encantamiento.

Al terminar su tarea, el brujo se levantó.

—Esperad aquí —dijo—. Tengo que hablar con él.

Yennefer, apretando los labios, se levantó también.

—Iré contigo, Geralt. —Lo tomó de la mano—. ¿Puedo? Por favor, Geralt.

—¿Conmigo, Yen? Pensaba...

—No pienses. —Se apretó contra su brazo.

—¿Yen?

—Todo bien, Geralt.

Miró a los ojos de ella, que eran cálidos ahora. Como antaño. Agachó la cabeza y la besó en los labios, calientes, suaves y bien dispuestos. Como antaño.

Anduvieron. Yennefer, apoyada en Geralt, se sujetó el vestido con la punta de los dedos e hizo una reverencia muy grande, como ante un rey.

—Tres Gra... Villentretenmerth... —dijo el brujo.

—Mi nombre, en traducción libre, significa en vuestra lengua Tres Pájaros Negros —le explicó el dragón.

El dragoncillo, clavadas las pequeñas garras en los antebrazos de Tres Grajos, ofreció el cuello a las caricias de su mano.

—El Caos y el Orden. —Villentretenmerth sonrió—. ¿Recuerdas, Geralt? El Caos es la agresión. El Orden es la defensa ante ella. Merece la pena arrastrarse hasta el fin del mundo para enfrentarse a la agresión y al Mal, ¿no es cierto, brujo? Sobre todo, como dije, cuando la paga es honorable. Y esta vez lo era. Éste era el tesoro de la dragona Myrgtabrakke, a la que envenenaron en Holopole. Ella me llamó para que la ayudara, para que detuviera al Mal que la amenazaba. Myrgtabrakke ya se fue, poco después de que se llevaran del campo a Eyck de Denesle. Tuvo tiempo de sobra, mientras vosotros hablabais y os peleabais. Pero me dejó su tesoro, mi paga.

El dragoncillo chilló y agitó las alitas.

—Así que tú...

—Sí —le interrumpió el dragón—. En fin, los tiempos que corren. Los seres que vosotros soléis llamar monstruos, desde hace cierto tiempo se sienten cada vez más amenazados por los humanos. Ya no son capaces de defenderse solos. Necesitan de un Defensor. Una especie de... brujo.

—¿Y la meta... la meta que está al final del camino?

—Es él. —Villentretenmerth levantó sus antebrazos; el dragoncillo chilló asustado—. Precisamente acabo de alcanzarla. Gracias a él perviviré, Geralt de Rivia, probaré que no hay límites de lo posible. Tú también encontrarás alguna vez tu meta, brujo. Incluso aquellos que son diferentes pueden perdurar. Adiós, Geralt. Adiós, Yennefer.

La hechicera, agarrada con fuerza a los brazos del brujo, se inclinó de nuevo. Villentretenmerth se levantó, la miró, y su rostro adoptó una expresión de seriedad.

—Perdona mi sinceridad y mi franqueza, Yennefer. Está tan escrito en vuestros rostros que no tengo ni siquiera que intentar leer vuestros pensamientos. Estáis hechos el uno para el otro, tú y el brujo. Pero no saldrá nada de todo ello. Nada. Lo siento.

—Lo sé. —Yennefer palideció ligeramente—. Lo sé, Villentretenmerth. Pero yo también quisiera creer que no hay límites de lo posible. O al menos, que están lo suficientemente lejos.

Vea se acercó, tocó el hombro de Geralt, dijo unas palabras con mucha rapidez. El dragón sonrió.

—Geralt, Vea dice que va a recordar durante mucho tiempo la tina de El Dragón Pensativo. Espera que nos volvamos a encontrar alguna vez.

—¿Qué? —preguntó Yennefer, los ojos entrecerrados.

—Nada —habló rápido el brujo—. Villentretenmerth.

—Dime, Geralt de Rivia.

—Puedes tomar cualquier forma. La que quieras.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué un ser humano? ¿Por qué Borch con tres pájaros negros en el escudo?

El dragón sonrió apaciblemente.

—No sé, Geralt, en qué circunstancias se encontraron por vez primera los lejanos antepasados de nuestras razas. Pero el hecho es que para los dragones no hay nada más repugnante que el ser humano. El ser humano despierta en los dragones un asco irracional, instintivo. Conmigo es distinto. Para mí... sois simpáticos. Adiós.

No fue una transformación gradual, fluida, ni un temblor nebuloso y pulsante como en el caso de una ilusión. Fue repentino como un abrir y cerrar de ojos. En el lugar en el que hacía un segundo había un caballero de cabellos rizados con una túnica adornada con tres pájaros negros, estaba ahora sentado un dragón dorado, que estiraba un cuello largo y esbelto en un ademán de agradecimiento. Después de inclinar la cabeza, el dragón desplegó las alas, que brillaban doradas a los rayos del sol. Yennefer lanzó un hondo suspiro.

Vea, ya en la silla, junto a Tea, los despidió con la mano.

—Vea —dijo el brujo—, tenías razón.

—¿Hmm?

—Él es el más hermoso.

Esquirlas de hielo
I

La moribunda oveja, debilitada e hinchada, apuntando al cielo con las patas rígidas, se removió. Geralt, pegado a la muralla, extrajo la espada con lentitud, cuidando de que la hoja no rechinara contra las guarniciones de la vaina. De improviso, a una distancia de diez pasos se elevó un montón de basura y comenzó a ondular. El brujo se separó de la pared y dio un salto, antes incluso de que le alcanzara la ola de pestilencia que emanaba de la basura removida.

De debajo de los desperdicios surgió un tentáculo terminado en un ensanchamiento oval, fusiforme, cubierto de anillos, que se dirigió hacia él a una velocidad increíble. El brujo aterrizó con seguridad sobre los restos de un mueble destartalado, se apoyó en un montón de verduras podridas, se balanceó, guardó el equilibrio y con un corto golpe de espada partió el tentáculo, separando la ventosa en forma de porra. Inmediatamente saltó, pero esta vez resbaló en unas tablas y cayó de costado en el fango del estercolero.

El basurero explotó, sacando a la superficie una densa y hedionda sustancia, pedazos de cacerolas, trapos podridos y lívidas hebras de coles en vinagre; y de debajo de todo ello irrumpió un cuerpo enorme y bulboso, deforme como una grotesca patata, agitando el aire con tres tentáculos y el muñón del cuarto.

Geralt, atascado e incapaz de moverse, torció el muslo y acertó un tajo, cortando horizontalmente otro de los tentáculos. Los dos restantes, gruesos como ramas de árboles, cayeron sobre él con fuerza, enterrándolo aún más en los desperdicios. El cuerpo se arrastró hacia él, reptando por el basurero como un barril viviente. Vio cómo estallaba el asqueroso bulbo, abriéndose en una amplia mandíbula llena de dientes grandes y cúbicos.

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