La espada de Rhiannon (13 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: La espada de Rhiannon
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—Esto ya lo vi antes, la primera vez que apareció ante mí el extranjero, pero me fallaron las fuerzas y no pude hablar. Ahora debo decíroslo. Es preciso que destruyáis a este hombre. Es un peligro, es nefasto, ¡es la muerte para todos nosotros!

Ywain se puso rígida, entrecerrando los ojos. Carse sintió su mirada penetrante, intensificada por un nuevo interés. Pero Emer retenía toda su atención. Como antes en el puerto, a Carse le embargaba un terror extraño, muy diferente del miedo normal, un espanto inexplicable ante las poderosas cualidades extrasensoriales de aquella joven.

Rold la interrumpió, y Carse logró recobrar el dominio de sí mismo. «¡Qué estúpido! Dejarse impresionar por las palabras y delirios fantásticos de una mujer…», se dijo.

—… el secreto de la tumba —estaba diciendo Rold—. ¿No lo has oído? ¡Puede darnos los poderes de Rhiannon!

—Sí —dijo serenamente Emer—. Lo he oído, y así lo creo. Él conoce, sin duda alguna, el emplazamiento secreto de la Tumba, y conoce asimismo las armas que se guardan en ella.

A continuación se aproximó un paso más, alzando la mirada hacia Carse, que se había puesto en pie debajo de una antorcha, con la espada en las manos. Entonces habló dirigiéndose a él:

—¡Cómo no vas a saberlo tú, que has morado tan largo tiempo en la oscuridad! ¡Cómo no vas a saberlo tú, que fabricaste con tus propias manos esos instrumentos del mal!

¿Era el calor o el vino lo que hacía temblar los muros de piedra e inundaba su cuerpo con una náusea mortal? Quiso hablar, pero su garganta emitió sólo un sonido ronco. La voz de Emer continuó, despiadada, terrible:

—¡Cómo no ibas a saberlo tú…, tú que eres el Maldito en persona, Rhiannon!

Las paredes de piedra devolvieron el sonido como una maldición en voz baja.

«¡Rhiannon!», parecían repetir el espantoso nombre. Se le antojó a Carse que hasta los escudos resonaban y las banderas temblaban. Y la joven continuaba allí, inmóvil, desafiándole a hablar, mientras él sentía su lengua seca y paralizada en la boca.

Le miraban fijamente, todos ellos sin excepción… Ywain, y los Reyes-Almirantes, y los demás invitados, silenciosos en medio del vino derramado y el olvidado banquete.

Se sintió como un segundo Lucifer después de la caída, coronado con todas las iniquidades del universo.

Entonces Ywain lanzó una carcajada, en la que resonaba una estridente nota de triunfo.

—¡Conque era eso! Ahora lo comprendo todo…, ahora sé por qué invocaste al Maldito en mi camarote, cuando te alzaste contra el poder de Caer Dhu, al que ningún hombre puede oponerse, y mataste a S'San.

Alzó la voz con sarcasmo, gritando:

—¡Salve, mi señor Rhiannon!

Aquello rompió el hechizo. Carse replicó:

—Con esto no pretendes sino poner a salvo tu amor propio, bruja embustera. Un hombre corriente no podía vencer a Ywain de Sark, pero tratándose de un dios… sería distinto.

Luego gritó para que le oyeran todos:

—¿Sois locos o niños, para hacer caso de semejantes necedades? ¡Eh, tú, Jaxart! Tú remaste a mi lado en la galera. ¿Acaso sangran los dioses bajo el látigo como viles esclavos?

Jaxart replicó lentamente:

—Aquella primera noche, mientras dormías, te oí gritar el nombre de Rhiannon. —Carse lanzó un juramento volviéndose hacia los Reyes-Almirantes.

—Sois guerreros, no doncellas sin seso. Emplead vuestra inteligencia. ¿Os parece que mi cuerpo se ha enmohecido en una tumba durante muchos milenios? ¿Parezco un muerto que anda?

Mirando de reojo vio que Boghaz se dirigía hacia el estrado.

Aquí y allí se alzaban también, aunque ebrios, sus diablos de ex compañeros de cadena, echando mano a las espadas para ayudarle en caso necesario.

Rold posó ambas manos sobre los hombros de Emer, y le dijo, con severidad:

—¿Qué contestas a eso, hermana?

—Yo no he mencionado para nada su cuerpo —replico Emer—. Hablaba de su mente. La mente del poderoso Maldito ha podido sobrevivir siglos y siglos. Así ha ocurrido, y luego halló la manera de apoderarse de este bárbaro, dentro del cual mora como un caracol enrollado dentro de su concha.

En seguida se volvió hacia Carse.

—Tu personalidad auténtica también es extraña; es la de un extranjero en este mundo, y eso basta para inspirarme temor, pues no lo comprendo. Pero no sería motivo suficiente para reclamar tu muerte. Lo que afirmo ahora es que Rhiannon ve por tus ojos y habla por tu boca. Su cetro y su espada están en tus manos. Por eso, juzgo necesario que mueras.

Carse replicó roncamente:

—¿Vais a hacer caso de una niña loca?

Pero era fácil adivinar en sus rostros una duda muy honda.

¡Necios supersticiosos! Realmente la situación empezaba a ponerse peligrosa.

Pasó revista a la situación de sus hombres, calculando las posibilidades de abrirse paso a la fuerza, si llegara a ser necesario. Maldijo mentalmente a la joven rubia que decía aquellas locuras increíbles e imposibles.

Locuras, sí. Y sin embargo, el temor que hacía palpitar su corazón se concretó con la fuerza y la intensidad dolorosa de una estocada.

—Si yo estuviera poseído —rugió—, ¿acaso no sería el primero en saberlo?

«¿Acaso no?», resonó el eco de la pregunta en el cerebro del propio Carse. Rápidamente acudió a su mente una serie de recuerdos… la oscuridad de pesadilla de la Tumba, cuando creyó notar una presencia extraña y ávida; los fragmentos de nociones medio olvidadas, que jamás había tenido como suyas.

No podía ser cierto. No podía ser cierto. No consentiría que lo fuese.

Boghaz subió al estrado. Lanzó a Carse una ojeada astuta, pero cuando habló dirigiéndose a los Reyes-Almirantes sus modales fueron suaves y diplomáticos.

—No dudo de que mi señora Emer posee una ciencia muy superior a la mía; por tanto, no veáis irreverencia en mis palabras. No obstante, el bárbaro es amigo mío y voy a hablar de lo que sé. Él es quien dice ser, ni más ni menos.

La tripulación de la galera acogió estas palabras con una ruidosa ovación. Boghaz continuó:

—Considerad esto, señores: ¿Mataría Rhiannon a un dhuviano y emprendería guerra contra los sarkeos? ¿Ofrecería a Khondor su victoria?

—¡No! —exclamó Barba de Hierro—. Por todos los dioses, no lo haría. Era enteramente partidario de la raza de la Serpiente.

Emer habló, reclamando la atención de todos:

—Mis señores, ¿alguna vez os he engañado, o aconsejado mal? —Menearon las cabezas, y Rold dijo:

—No, pero en este asunto no puede bastar tu palabra.

—Bien, pues olvidad mis palabras. Existe un modo de comprobar si es o no Rhiannon: que se someta a la prueba en presencia de los Sabios.

Rold se manoseó la barba, ceñudo. Luego asintió.

—Bien dicho.

Los demás se mostraron de acuerdo también.

—Sí, ¡que se haga la prueba! —Rold se volvió hacia Carse—. ¿Te someterás a esta condición?

—No —replicó Carse, furioso—. No lo haré. ¡Al diablo con vuestras pantomimas supersticiosas! Si mi oferta de la tumba no basta para convencemos de cuál es mi postura…, bien, podéis arreglároslas sin ella y sin mí.

Las facciones de Rold se endurecieron.

—Nadie quiere perjudicarte. Si no eres Rhiannon, no tienes que temer nada. Por última vez, ¿te sometes?

—¡No!

Empezó a desplazarse a lo largo de la mesa para ir a reunirse con sus hombres, que ya se juntaban como una manada de lobos afilando los colmillos para la pelea. Pero Thorn de Tarak le agarró el tobillo al pasar y le derribó. Los hombres de Khondor se abalanzaron en gran número sobre los tripulantes de la galera, desarmándolos sin que llegase a derramarse sangre.

Carse luchó como un tigre entre los Reyes-Almirantes, en una última reacción furiosa que no cesó hasta que Barba de Hierro, muy a pesar suyo, le golpeó en la cabeza con un cuerno de beber que tenía la base labrada de bronce.

12 - El Maldito

El velo oscuro se alzó poco a poco. Lo primero que percibió Carse al volver en sí fueron los sonidos… el gorgoteo del agua, que debía pasar muy cerca, el rugido apagado del rompiente al otro lado de una pared de roca. Por lo demás, el ambiente estaba silencioso y pesado.

Luego vio la luz, un resplandor suave y difuso. Al abrir los ojos halló sobre sí, muy arriba, las estrellas formando sus desconocidas constelaciones, y más cerca un arco de roca con incrustaciones cristalinas que reflejaban levemente el resplandor de los astros.

Estaba en una cueva marina, una gruta en cuyo suelo habían practicado una piscina de aguas fosforescentes. Cuando se le despejó del todo la vista pudo advertir que la piscina tenía un saliente al lado opuesto, donde estaban las escaleras para sumergirse en ella. Arriba se habían reunido los Reyes-Almirantes, con Ywain cargada de cadenas y Boghaz.

También estaban presentes los jefes de los Nadadores y los Hombres-pájaro. Todos le contemplaban, pero nadie pronunció ni una sola palabra.

Carse descubrió que le habían atado a una aguja de piedra, dejándole luego solo. Frente a él estaba Emer, sumergida en la piscina hasta la cintura. La perla negra brillaba entre sus pechos, y su brillante cabello suelto caía como una lluvia de diamantes. En las manos llevaba una gran piedra preciosa sin labrar, de un color gris mate, velada su transparencia como si durmiese.

Cuando vio que él había abierto los ojos, exclamó con voz clara:

—¡Venid, oh maestros míos! Ha llegado la hora.

Un suspiro quejumbroso hizo resonar las paredes de la gruta.

La superficie de la piscina fue removida en una agitación fosforescente, y las aguas dieron paso a tres formas que nadaron acercándose poco a poco al lado de Emer. Eran las cabezas de tres Nadadores, encanecidas por su avanzada edad.

Sus ojos eran lo más terrible que Carse hubiese visto jamás. Pues tenían la mirada juvenil, de una juventud extraña que no era la del cuerpo; además había en ellos una sabiduría y una fuerza que le inspiraron espanto.

Quiso romper sus ataduras, medio aturdido aún por el golpe de Barba de Hierro. Entonces oyó sobre su cabeza un batir de alas, como de grandes pájaros molestados en medio del sueño.

Al levantar los ojos vio, sobre unos salientes adonde apenas alcanzaba la luz, tres figuras melancólicas, viejas águilas de la raza de los Hombres-pájaro, de alas ya muy fatigadas. Pero en sus rostros también resplandecía la claridad de un saber divorciado de la carne.

Entonces recobró el uso de su lengua. Rugió y maldijo mientras pugnaba por desatarse, y su voz sonó a hueco dentro de aquella amplia bóveda. Pero nadie le contestó, y sus ligaduras estaban demasiado bien anudadas.

Por último se dio cuenta de que no adelantaba nada con sus esfuerzos. Agotado y sin aliento, se apoyó contra la aguja de piedra.

Una voz áspera, sibilante, se dejó oír desde lo alto, desde uno de aquellos salientes.

—Levanta la joya de la sabiduría, pequeña hermana. —Emer alzó con ambas manos la piedra translúcida.

Fue algo extraordinario, inquietante. Al principio Carse no comprendió lo que ocurría. Luego observó que, mientras los ojos de Emer y de los demás Sabios iban velándose, el color gris de la Joya se hacía más claro y transparente.

Era como si toda la potencia de sus mentes se concentrase en aquel punto local cristalino, fundiéndose en un solo rayo de gran intensidad. ¡Y notó que toda la energía de aquellas mentes reunidas se enfocaba sobre su propio cerebro!

Carse podía adivinar, de un modo aproximado, lo que estaban haciendo. Los pensamientos de la mente consciente eran una minúscula pulsación eléctrica entre las neuronas. Pero esa pulsación eléctrica podía ser amortiguada, neutralizada, por un impulso contrario más fuerte, como el que enfocaban sobre él en aquellos momentos por medio del cristal electrosensible.

¡Ellos ni siquiera podían conocer la base científica de aquel ataque dirigido contra su mente! Aquellos Híbridos, de potentes facultades extrasensoriales, sin duda habían descubierto hacía mucho tiempo que el cristal concentraba el poder de varias mentes, y utilizaban tal descubrimiento sin necesidad de justificarlo científicamente.

«Pero yo puedo más que todos ellos juntos —se dijo Carse en un murmullo—. Puedo más que todos ellos.»

Aquella pulsación tranquila, impersonal, que trataba de registrar su cerebro le ponía furioso. Resistió con todas las fuerzas a su disposición, pero no eran bastante.

Y entonces, como aquella vez que se enfrentó a las estrellas cantoras del dhuviano, una fuerza dentro de él acudió en su ayuda, una fuerza que no provenía de él mismo, sin embargo.

Ese algo alzó una barrera contra los Sabios y la mantuvo, la mantuvo hasta que Carse sollozó en agonía. Le corría el sudor por el rostro, su cuerpo se retorcía e intuyó vagamente que iba a morir, que no podría aguantarlo más.

Su cerebro era como una habitación cerrada cuyas ventanas hubieran sido rotas por la acción de vientos contrarios, que ahora revolvían los recuerdos ordenados, sacudían los sueños polvorientos y se metían en todas partes, excepto en los rincones más resguardados y sombríos.

En todos, salvo uno. Un rincón donde la sombra era espesa e impenetrable, y nada lograba dispersarla.

La Joya brillaba entre las manos de Emer. Y había una quietud que era como el silencio del espacio, entre las estrellas.

La voz clara de Emer lo rompió, exclamando:

—¡Habla, Rhiannon!

La sombra oscura que Carse sentía agazapada en su mente se removió con inquietud, pero sin dar otra muestra de su presencia. La notó alerta y vigilante.

El silencio se hizo casi doloroso. Al otro lado de la piscina, los espectadores se agitaron con impaciencia.

Boghaz dejó oír su voz quejumbroso:

—¡Esto es una locura! ¿Cómo va a ser este bárbaro el Maldito de los tiempos antiguos? —Pero Emer no hizo caso, y la Joya que tenía en las manos resplandecía cada vez más.

—¡Los Sabios tienen mucho poder, Rhiannon! Pueden romper la mente de este hombre, ¡y lo harán si no hablas!

En tono de salvaje triunfo agregó a continuación:

—¿Qué harías entonces? ¿Esconderte en el cuerpo y la mente de otro? ¡Eso no puedes hacerlo, Rhiannon! Si te fuera posible, ya habrías emprendido esa vía de escape.

Al otro lado de la piscina, Barba de Hierro dijo con voz ronca:

—¡No me gusta esto!

Emer, sin embargo, seguía sin dar respiro, y ahora su voz era para Carse lo único que existía en todo el universo, despiadada, terrible.

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