Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Una daga lo acometió por la derecha y dejó una fina línea en el bíceps izquierdo de Malus. El noble tosió y escupió más sangre, mientras respiraba con jadeos gorgoteantes. Una espada corta le lanzó tajos desde la derecha, y Malus paró los torpes golpes sin ser consciente de que lo hacía. La multitud de lo alto de la escalera avanzó. Un druchii cayó hacia Malus y él le clavó una estocada en el pecho, incapaz de distinguir si se trataba de un amigo o un enemigo. Entonces lo vio: una manga blanca salpicada de rojo que sujetaba en alto un
draich
manchado de sangre ante la entrada del santuario interior. Los fanáticos habían tomado la puerta y ya no eran capaces de contenerlos.
Otra daga acometió a Malus. Dado que no podía discernir quién la blandía en el enredo de cuerpos, le asestó un tajo a la mano y le cortó dos dedos. Algo afilado se le clavó en la parte inferior de una pierna y lo hizo gritar de sorpresa. Miró rápidamente a izquierda y derecha, y vio que los que tenía detrás presentaban batalla, pero la mayoría se volvía contra ellos. Si se quedaban donde estaban, los vencerían en pocos minutos.
Malus inspiró tanto aire como pudo.
—¡Guerreros del templo! —gritó—. ¡Un paso atrás!
Los ancianos y sus guardias miraron a Malus con desconcierto, pero la fila desigual retrocedió un paso. Varios de los druchii que avanzaban hacia ellos perdieron el equilibrio y cayeron a los pies de los leales del templo que se retiraban, y Malus cobró ánimos al ver que éstos despachaban a los renegados con rápidos golpes despiadados. El noble se arriesgó a lanzar una mirada por encima del hombro, y vio a Arleth Vann justo detrás de él, con las espadas bajas a ambos lados del cuerpo. Reparó en los hilos de sangre que salían de dentro de las dos mangas del asesino y goteaban desde sus puños, pero no dudó de que su guardia continuaría luchando y matando si él se lo ordenaba.
—¡Nos retiramos hacia la puerta! —gritó—. ¡Guárdanos la espalda y evita que los bastardos nos rodeen por los flancos cuando hayamos salido de la escalera!
Arleth Vann asintió, ceñudo, y se volvió de espaldas a Malus para mirar hacia el suelo de la capilla.
—¡Guerreros del templo! ¡Un paso atrás! —ordenó Malus, y la retirada comenzó de verdad.
Los ochenta pasos que los separaban de la puerta fueron los más largos de la corta vida de Malus. Todos los servidores leales del templo que se habían interpuesto entre Malus y la entrada del santuario interior estaban muertos, y ante él no había nada más que una multitud sedienta de sangre que pedía su cabeza a gritos. Uno cargó directamente hacia él, agitando un hacha, y el noble echó una rodilla en tierra y le clavó una estocada en la entrepierna. Otro lo acometió con un tajo de espada corta dirigido a la cara. Malus arrancó la espada del cuerpo del que empuñaba el hacha y paró el golpe, para luego obligar al enemigo a retroceder con una estocada dirigida a la cara. Volvió a ponerse de pie y retrocedió, al tiempo que provocaba a los que tenía delante para que probaran suerte contra su espada.
Y así continuó: retroceder un paso, parar un golpe, matar y retroceder otro paso. Cuando los leales del templo abandonaron la escalera, la turba descendió al suelo de la capilla y rodearon los extremos de la irregular formación, obligando a los luchadores que se retiraban a reunirse en un apretado grupo de druchii cansados. Las pilas de cráneos del suelo de la capilla fueron como un regalo para los leales, porque estorbaban los ataques de los renegados, que no podían acometer a los defensores desde todos lados. Fiel a su palabra, Arleth Vann mantuvo despejada la línea de retirada y mató a todos los renegados que se cruzaban en su camino.
Cuando se encontraban a poco más de medio camino de la puerta, Malus jadeaba como un perro y en la periferia de su visión aparecían puntos rojos. Recogió la daga de un renegado muerto y continuó luchando con ambas manos, parando golpes con la pesada espada nórdica y apuñalando enemigos con el cuchillo. Había perdido la cuenta de cuántos había matado. Los demás le seguían los pasos como lobos porque percibían que estaba debilitándose y aguardaban el momento oportuno para acometerlo. El noble boqueaba como pez fuera del agua, y apenas se atrevía a apartar los ojos de los oponentes para ver qué tal le iban las cosas al resto de los leales.
Con cada inspiración entrecortada sentía que el demonio se removía dentro de él, sin decir nada pero recordándole su presencia. En varias ocasiones, Malus se reprimió cuando ya tenía el nombre del demonio en los labios, sabedor de que una sola palabra le llenaría los pulmones de aire fresco y le transformaría la sangre en hielo mortal. En cada ocasión apartó de sí la tentación con un gruñido, aunque no sabía si lo hacía por miedo o por puro rencor sanguinario.
Sólo cuando los renegados redoblaron los ataques, Malus supo que se encontraban cerca de la puerta. Oyó que el tempo de la lucha se aceleraba a ambos lados, y los tres enemigos que habían pasado los últimos minutos poniendo a prueba sus defensas decidieron acometerlo todos a la vez. Dos de ellos empuñaban estoques cortos, mientras que el druchii situado más a la derecha blandía una gran hacha de un solo filo.
El hombre del hacha estuvo a punto de herirlo al acometerlo justo cuando Malus parpadeó para librarse de una nube de puntos rojos que tenía en el campo visual. Sintió más que vio la enorme forma del atacante, y por puro instinto saltó hacia adelante y a la derecha, cosa que lo situó por dentro del arco del barrido del hacha. El atacante pivotó más hacia la derecha para intentar corregir la dirección del arma, pero lo hizo un segundo demasiado tarde y apuntó mal, de modo que la hoja impactó en la parte posterior de la cabeza de uno de los espadachines. Antes de que el que blandía el hacha pudiera recuperarse, Malus le clavó una estocada en el pecho y otra en el cuello. Luego se lanzó hacia el último de los tres atacantes, que en ese momento pasaba por encima del compañero caído y dirigía una estocada a la garganta del noble. El hecho de que la espada del renegado fuera más corta lo obligó a lanzarse demasiado a fondo para llegar al objetivo, y Malus se lo hizo pagar muy caro; se apartó a un lado para evitar la estocada y le estrelló el filo de la espada en un costado del cuello.
Malus se arriesgó a echar una rápida mirada atrás y vio que la puerta se encontraba a apenas unos pocos pasos. Alguien —probablemente uno de los guardias de Rhulan—, había entrecerrado la puerta de modo que por ella pudieran pasar sólo uno o dos druchii por vez. En el interior ya sólo quedaba un reducido puñado de leales comandados por Arleth Vann, que apenas lograban mantener abierta la ruta de huida. El noble se habría echado a reír si hubiese tenido el aliento necesario para hacerlo. En cambio, se volvió otra vez hacia los renegados y se encontró cara a cara con uno de los fanáticos de Tyran. El espadachín tenía preparado el
draich
incrustado de sangre y una sonrisa embelesada en los labios.
«No puedo vencerlo, maldición. Apenas si puedo respirar», pensó. A pesar de todo, saltó hacia el fanático al tiempo que lanzaba un grito ronco, con la daga cerca del torso, e hizo una finta con la espada para calibrar la destreza del oponente. El espadachín estaba claramente agotado a causa del esfuerzo realizado para llevar a cabo el ritual del Portador de la Espada, porque el golpe destinado a matar a Malus fue lo bastante lento para que el noble lo parara con el plano de la daga. Malus retrocedió ante el espadachín, jadeando, y el fanático lo siguió grácilmente, con expresión voraz y atenta.
Malus se desvió para ir hacia la puerta, con la esperanza de que la memoria y la vista borrosa no lo hubieran engañado. Lanzó otra estocada corta a los ojos del fanático, y retrocedió justo a tiempo de evitar que le cortara el brazo de la espada a la altura del codo.
El fanático rió.
—Te deshonras, blasfemo —dijo—. Había esperado que fueras un enemigo digno, pero jadeas y das traspiés como un borracho. ¿Por qué no arrojas la espada y aceptas la fría misericordia de Khaine?
Una fantasmal sonrisa apareció y desapareció en los labios de Malus.
—Porque yo sé algo que tú ignoras.
El fanático frunció el entrecejo.
—¿Yes?
—Y es que mi guardia está a punto de clavarte una estocada en un costado del cuello.
El espadachín rotó y alzó la espada en un velocísimo movimiento defensivo. Malus saltó al mismo tiempo para asestarle un tajo en la curva interior del codo, y cercenó limpiamente el brazo. El fanático dio un traspié, pero antes de que pudiera recobrarse, el noble lo remató con una estocada en el cuello.
Arleth Vann acabó con el renegado que tenía delante y dio un paso atrás para situarse junto a Malus. Le dirigió a su señor una mirada acusadora.
—He oído lo que dijiste —declaró con severidad—. ¡Mira que sugerir que yo interferiría en un duelo sagrado!
—Yo mismo estoy un poco sorprendido de que se lo haya creído —replicó Malus. Cogió al asesino por una manga empapada de sangre y lo hizo retroceder a través de la entrada. A ambos lados de la puerta había druchii con los ojos muy abiertos cuyas manos sujetaban los bordes de las altas puertas de roble.
—¡Cerradlas! ¡Rápido! —ordenó Malus—. ¡Los tenemos casi encima!
Los guardias obedecieron de inmediato y tiraron con fuerza de las pesadas hojas de madera. En la abertura que se estrechaba aparecieron rostro frenéticos, manchados de sangre, y se oyeron los terribles golpes contra las puertas que se cerraban. Una mano pálida asomó por la abertura, desesperada por coger a Malus. Con una maldición, el noble se desvió a un lado y descargó la espada sobre la mano agresora, cercenándola en medio de una fuente de sangre. El agónico alarido del renegado fue ahogado por el pesado ruido de las puertas al cerrarse.
Malus se volvió para buscar a Rhulan, que se encontraba al pie de la escalera del templo, con la cara cenicienta.
—¿La puedes dejar cerrada?
El anciano del templo se sobresaltó al oír la voz de Malus, como si estuviera perdido en ensoñaciones.
—¿Dejarla cerrada? —preguntó, mientras parpadeaba como un buho.
—¡La puerta, maldito seas! —le espetó el noble, con una voz tan dura que tanto Rhulan como sus guardias dieron un respingo—. ¿Conoces algún hechizo para dejar la puerta cerrada?
—Ah, sí. Por supuesto. —Rhulan avanzó y alzó la mano derecha—. Apartaos de la puerta —dijo.
Malus y Arleth Vann bajaron de la escalera, y el resto de servidores del templo se apartaron a los lados. Las pesadas puertas comenzaron a abrirse casi de inmediato y dejaron salir un coro de feroces gritos y puñetazos. Una cabeza cortada pasó rodando por la abertura cada vez más amplia y bajó rebotando por la escalera hasta detenerse a los pies de Malus.
Entonces, Rhulan se irguió en toda su estatura y pronunció una sola palabra de poder que restalló en el aire como un golpe de látigo. Cerró en un puño la mano alzada, y las puertas gemelas se cerraron con un golpe sonoro.
Malus asintió con cansada satisfacción mientras revisaba, hasta cierto punto, la opinión que tenía del frágil Rhulan. Con rapidez, hizo recuento del variopinto grupo de leales que habían escapado a la debacle del interior del templo. Rhulan tenía seis hombres y mujeres que formaban un amplio círculo en torno a él, y vio que la anciana tatuada, que se hallaba a cierta distancia, estaba rodeada por su propio círculo de guardias y parásitos, incluida la sacerdotisa armada con un hacha a la que había visto luchar antes. Otros cuatro leales se encontraban cerca de Malus, al pie de la escalera. Eran los únicos que quedaban del reducido destacamento que había conducido al exterior del edificio.
Del centenar de druchii que habían seguido al Gran Verdugo desde la Ciudadela de Hueso, quedaban menos de veinte. Malus sacudió amargamente la cabeza e intentó maldecir, pero lo único que logró fue una violenta tos húmeda que le provocó espasmos de dolor en el pecho. Se tambaleó, y Arleth Vann lo sujetó con una mano manchada de sangre.
—¿Estás bien? —preguntó Rhulan, cuyo semblante palideció aún más.
Malus tuvo que esforzarse para reprimir una réplica grosera. Escupió la sangre que le llenaba la boca e inspiró como un estrangulado.
—Bastante bien —logró decir.
—No tenemos mucho tiempo —dijo el anciano con voz hueca—. ¿Qué hacemos?
El demonio se removió.
—Escúchalo —susurró Tz'arkan—. Se te acaba el tiempo, pequeño druchii. Debes escoger.
Una punzada de lacerante dolor recorrió el pecho de Malus, tan intenso que casi lo hizo doblarse por la mitad. La mano de Arleth Vann volvió a sujetarlo, pero Malus retiró el brazo de un tirón. Sin nada más que la amarga furia para sostenerlo, se obligó a enderezarse.
—Vamos a hablar con esos asesinos vuestros —dijo, con los dientes apretados—, y luego acabaremos con esos fanáticos de una vez y para siempre.
Después de la ebúrnea eminencia de la Ciudadela de Hueso y la gloria del templo labrado por enanos, Malus no sabía qué esperar en el caso del sanctasanctórum de los asesinos sagrados. ¿Una afilada torre enteramente forjada en acero? ¿Un palacio de rubíes y granates? Muchas visiones fantásticas pasaron por su mente mientras Arleth Vann los conducía a través de los terrenos del templo.
Resultó ser un agujero en el suelo.
Para ser más precisos, se llegaba a él por un sendero en espiral de casi ciento veinte pasos de diámetro que se adentraba en la tierra. Grandes globos de luz bruja rodeaban el perímetro de la amplia espiral y proyectaban sombras móviles de luz sobre el estrecho sendero. Tenía la anchura justa para que lo recorriera sólo un druchii por vez, y estaba formado de vidrio rojo oscuro que brillaba como sangre en la luz bruja.
Rhulan encabezó la marcha. Los guardias del templo —incluso la temible sacerdotisa del hacha manchada de sangre—, se miraron aprensivamente unos a otros cuando echaron a andar en fila detrás de su señor. Incluso Arleth Vann pareció vacilar a la hora de iniciar el descenso, aunque Malus sospechaba que tenía razones muy concretas para evitar a sus antiguos camaradas. Suponía que los silenciosos cuchillos de Khaine no abrigaban compasión alguna para aquellos que rompían sus votos y desertaban de la orden.
El descenso le pareció interminable. Pasaron cinco minutos completos de lento paso metódico antes de que completaran el primer circuito y comenzaran a penetrar bajo tierra. Malus apretaba los dientes, se presionaba la herida del pecho con una mano, y esperaba oír sonidos de persecución en cualquier momento. Imaginaba que Urial no se vería demorado durante demasiado tiempo por el hechizo de Rhulan, ni tardaría un solo instante en lanzar a los sabuesos tras su pista.