La esfinge de los hielos (7 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: La esfinge de los hielos
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Y entonces le respondí:

—Es realmente de lamentar que no haya usted podido encontrar a Dirk Peters en Vandalia. Por lo menos le hubiera a usted dicho cómo Arthur y él habían vuelto de tan lejos.

Recuerde usted el penúltimo capítulo. Ambos se encuentran ante la cortina de blancas brumas… Su canoa, se ha hundido en la catarata en el momento en que se levanta una figura humana… Después nada más que dos líneas de puntos suspensivos.

—Efectivamente, caballero, es muy lamentable. ¡Qué interesante hubiera sido conocer el desenlace de estás aventuras! Pero, en mi opinión, tal vez fuera más interesante conocer la suerte de los otros.

—¿Los otros? ¿A quiénes se refiere usted?

—Al capitán y a los tripulantes de la goleta inglesa que había recogido a Arthur Pym y a Dirk Peters después del espantoso naufragio del
Grampus,
y que les condujo al través del Océano polar hasta la isla Tsalal.

—Señor Len Guy —hícele observar, como si no pusiere en duda la verdad de la novela de Edgard Poe—. ¿Acaso aquellos hombres no habían perecido todos, los unos en el ataque a la goleta, y los otros en un hundimiento artificial provocado por los indígenas de Tsalal?

—¡Quién sabe, señor Jeorling! —respondió el capitán Len Guy, con voz alterada por la emoción—. ¡Quién sabe si algunos de aquellos desdichados no han sobrevivido, sea a la matanza, sea al hundimiento; si uno o varios han podido escapar de los indígenas!

—En todo caso —respondí—, sería difícil admitir que los que sobrevivieran existiesen aun.

—¿Y por qué?

—Porque los hechos de que hablamos han pasado hace más de once años.

—Caballero —respondió el capitán Len Guy—, toda vez que Arthur Pym y Dirk Peters han podido avanzar más allá del islote Tsalal, más lejos de paralelo 84; toda vez que han encontrado el medio de vivir en medio de las comarcas antárticas, ¿por qué no admitir que sus compañeros, si han resistido los golpes de los indígenas, si han tenido la fortuna de ganar las islas vecinas entrevistas en el curso del viaje…, por qué, digo, esos infortunados compatriotas míos no han de vivir? ¿Por qué algunos no han de conservar aun la esperanza de verse libres?

—La compasión le lleva a usted muy lejos, capitán —respondí, procurando calmarle. Sería imposible.

—¡Imposible, caballero! ¿Y si existiese un hecho, si un testimonio irrecusable solicitase la atención del mundo civilizado; si se descubriese una prueba material de la existencia de esos desdichados, abandonados en los confines de la tierra, se podía decir: ¡imposible!, a quien hablase de ir en su socorro?

Y en este momento —lo que me evitó responder, pues él no me hubiese oído—, el capitán Len Guy, sollozando, volvióse en dirección Sur, como si procurase agujerear con la mirada lejanos horizontes.

En resumen: yo me preguntaba en qué circunstancia de su vida el capitán Len Guy había caído en tal perturbación mental. ¿Era un sentimiento de humanidad, llevado hasta la locura, el que le impulsaba a interesarse por unos náufragos que nunca habían naufragado, por la sencilla razón de que nunca habían existido?

El capitán Len Guy se acercó a mí, colocó una de sus manos sobre mi hombro y murmuró a mi oído:

—¡No, señor Jeorling, no! ¡En lo que se refiera a la tripulación de
la Jane,
aun no se ha dicho la última palabra!

Y se retiró.

La
Jane
era, en la novela de Edgard Poe, el nombre de la goleta que había recogido a Arthur Pym y a Dirk Peters sobre los restos del
Grampus,
y por primera
vez
el capitán Len Guy acababa de pronunciarla al final de nuestra conversación.

—El capitán de la
Jane
se llamaba también Guy —pensé—, el navío era inglés, como éste… ¿Qué consecuencia, puede deducirse de esta semejanza?… El capitán de la
Jane
no ha vivido más que en la imaginación de Edgard Poe…, mientras que el capitán de la
Halbrane
está vivo… bien vivo… Ambos tienen de común este nombre, muy corriente en la Gran Bretaña… Pero sin duda cita identidad de nombres ha turbado el cerebro de nuestro desdichado capitán. Se habrá figurado que pertenece a la familia del capitán de la
Jane.
Sí! ¡Está es la cansa que lo ha llevado al extremo en que está, y la de que compadezca de tal modo la suerte de los imaginarios náufragos!

Hubiera sido interesante saber si Jem West estaba al corriente de la situación, y si su jefe le había hablado alguna vez de su locura. Pero tratábase de cosa delirada, por referirse al estado mental de Len Guy. Aparte de esto, toda conversación con el segundo de a bordo era difícil, y sobre aquel asunto presentaba ciertos peligros…

Guardé, pues, silencio… ¡Después de todo, yo iba a desembarcar en Tristán de Acunha, y mi travesía a bordo de la goleta terminaría dentro de algunos días! ¡Pero, en verdad, confieso que jamás hubiera pensado que algún día debería encontrarme con un hombre que tomase por realidades las ficciones de la novela de Edgard Poe!

Al siguiente día, 22 de Agosto, desde el alba, habiendo dejado a babor la isla Marión y el volcán que su extremidad meridional endereza a una altura de 4.000 pies, vimos los primeros lineamientos de la isla del Príncipe Eduardo, por 46° 55' de latitud Sur y 37° 46' de longitud Este. La isla quedó a estribor, doce horas después, sus últimas alturas se desvanecieron en las brumas de la tarde.

Al día siguiente la
Halbrane
puso el cabo en dirección Noroeste, hacia el paralelo más septentrional del hemisferio Sur, que ella debía tocar en el curso de aquella navegación.

V
LA NOVELA DE EDGARD POE

He aquí, muy sucintamente, el análisis de la célebre obra de nuestro novelista americano, que fue publicada en Richmond con este título:

Aventuras de Arthur Gordon Pym.

Es indispensable que yo la resuma en este capítulo. Se verá si había motivo para dudar que las aventuras de este héroe de novela fuesen imaginarias.

Además, entre los numerosos lectores de esta obra, ¿hay uno solo que haya creído en su realidad, a no ser el capitán Len Guy?

Edgard Poe ha puesto la relación en boca del principal personaje.

Desde el prefacio del libro, Arthur Pym refiere que a su regreso del viaje a mares antárticos encontró, entre los gentlemen de Virginia que se interesaban en los descubrimientos geográficos, a Edgard Poe, editor entonces del
Southern Literary Messenger,
en Richmond. A creerle, Edgard Poe recibió de él autorización para publicar en su periódico, «bajo el velo de la ficción», la primera parte de sus aventuras. Acogida favorablemente la publicación, siguió un volumen que comprendía la totalidad del viaje, y que se dio a luz con la firma de Edgard Poe.

Como resultado de mi conversación con el capitán Len Guy, Arthur Gordon Pym nació en Nantucket, donde frecuentó la escuela de New–Bedford hasta la edad de diez y seis años.

Habiendo abandonado está escuela por la Academia de M. E. Bonaid, entabló relaciones con el hijo de un capitán de navío. Augusto Barnard, que contaba dos años más que él. Este joven había ya acompañado a su padre a bordo de un ballenero por los mares del Sur, y no cesaba de inflamar la imaginación de Arthur Pym con la relación del viaje.

De la intimidad de los dos jóvenes nació la irresistible vocación de Arthur Pym por los viajes de aventuras, y aquel instinto que le atraía más especialmente hacia las altas zonas del antártico.

La primera calaverada de Augusto Barnard y de Arthur Pym fue una excursión a bordo de un pequeño sloop, el
Ariel,
canoa de medio puente que pertenecía a la familia del último. Una tarde, ambos con un tiempo frío del mes de Octubre, embarcáronse furtivamente, izaron el foque y la gran vela, y se lanzaron a alta mar con una fresca brisa del Suroeste.

Sobrevino una violenta tempestad cuando, ayudado por la marea, el
Ariel
había ya perdido de vista la tierra. Los dos imprudentes estaban ebrios de entusiasmo. Nadie en el timón, ni un rizo en la tela. Así es que al golpe del vendaval, la arboladura de la canoa fue arrastrada. Un poco después apareció un gran navío, que pasó sobre el
Ariel,
como éste hubiera pasado sobre una pluma flotante.

Después de este choque, Arthur Pym da los más precisos detalles referentes al salvamento de su compañero y de él, salvamento efectuado en condiciones muy difíciles. En fin, gracias al segundo del
Pingouin,
de New London, que llegó al sitio de la catástrofe, los dos camaradas fueron recogidos medio muertos y conducidos a Nantucket.

No dudo que esta aventura tenga caracteres de veracidad, y hasta que sea verdadera. Era una hábil preparación para los siguientes capítulos.

Igualmente en éstos, y hasta el día en que Arthur Pym franqueó el círculo polar, la narración puede tenerse por verídica. Efectúanse una sucesión de hechos admisibles por lo verosímiles. Pero más allá del círculo polar ya es otra cosa…, y si el autor no ha hecho una obra de pura imaginación…, me declaro… Continuemos.

La primera aventura no enfrió el ardor de los dos jóvenes; Arthur Pym se entusiasmaba más y más con las historias de mar que Augusto Barnard le contaba, por más que después haya sospechado que estaban «llenas de fantasía».

Ocho meses después del suceso del
Ariel —]unio de
1827—, el brick
Grampus
fue equipado por la casa Lloyd y Vredenburg para la pesca de la ballena en los mares del Sur.

El mando del brick, un verdadero cascajo mal reparado, se dio al señor Bamard, padre de Augusto.

Su hijo, que debía acompañarle en aquel viaje, animó a su amigo para que fuese con ellos. Cosa más del gusto de Arthur Pym no podía haberla; pero su familia, su madre sobre todo, nunca se hubiera decidido a dejarle partir.

No era esto lo bastante para contener a un mozo emprendedor, poco cuidadoso de someterse a la voluntad paternal. Las instancias de Augusto le abrasaban el cerebro, y resolvió embarcarse secretamente en el
Grampus,
pues el señor Bamard no le hubiera autorizado para desafiar la prohibición de su familia. Fingió que su amigo lo había invitado a pasar algunos días en su casa de New–Bedfort, despidióse de sus padres y se puso en camino. Cuarenta y ocho horas antes de la partida del brick se deslizó a bordo y ocupó un escondite preparado por Augusto, sin que ni la tripulación ni el señor Barnard supiesen nada.

El camarote de Augusto comunicaba por una trampa con la cala del
Grampus,
llena de barriles, toneles y los mil diversos objetos que forman un cargamento. Por esta trampa Arthur Pym había llegado a su escondite, una sencilla caja, una de cuyas paredes se corría lateralmente. Esta caja contenía colchones, mantas, una cántara con agua, y víveres, galleta, conservas, carnero asado, algunas botellas de cordiales y licores…, tinta también.

Arthur Pym, provisto de una linterna, bujías y fósforos, permaneció tres días y tres noches en su escondrijo. Augusto Bamard no pudo ir a visitarle hasta el momento en que el
Grampus
iba a aparejar.

Una hora después Arthur Pym comenzó a sentir el balanceo del brick. Muy molesto en el fondo de la caja, salió de ella, y guiándose en la obscuridad por una cuerda tendida en la sala hasta la trampa del camarote de su amigo, consiguió orientarse en medio de aquel caos. Después volvió a su caja, comió y se quedó dormido.

Transcurrieron varios días sin que Augusto Barnard volviese. O no había podido bajar a la cala, o no se había atrevido a ello por temor a revelar la presencia de Arthur Pym, e imaginando que aun no era oportuno momento para poner en autos a su padre.

Entretanto, en aquella atmósfera cálida y viciada, Arthur Pym comenzaba a sufrir. Intensas pesadillas turbaban su cerebro. Deliraba. En vano buscaba, al través del amontonamiento de la cala, algún sido donde respirar más a gusto. En una de estas pesadillas creyó verse entra las garras de un león de los Trópicos, y en el paroxismo del espanto iba a hacerse traición con sus gritos, cuando perdió el conocimiento.

La verdad es que no soñaba. No senda Arthur Pym sobre su pecho un león, pero sí un perro.
Tigre,
su terranova, que había sido introducido a bordo por Augusto Barnard, sin ser visto por nadie, circunstancia bastante inverosímil —hay que convenir en ello. En aquel momento el fiel animal, que había podido reunirse a su amo, le lame el rostro y las manos con todas las señales de una extravagante alegría. El prisionero tenía, pues, un compañero. Desgraciadamente, mientras le duró el síncope, el compañero se había bebido toda el agua del cántaro, y cuando Pym quiso aplacar la sed que le consumía, no restaba una gota. Su linterna se había apagado, pues el desmayo duró varios días; no encontró ni los fósforos ni las bujías, y resolvió ponerse en contacto con Augusto Barnard. Salió de su escondrijo, y, guiado por la cuerda, llegó hasta la trampa, por más que su debilidad fuera extraordinaria, efecto de la sofocación o inanición. Pero en el curso de su trayecto, una de las cajas de la sala, desequilibrada por el balanceo, cayó, cerrándole el paso. ¡Qué de esfuerzos empleó en franquear aquel obstáculo y qué inútilmente, puesto que al llegar a la trampa colocada bajo el camarote de Augusto Barnard, no le fue posible levantarla! Al introducir su cuchillo por una de las junturas, sintió que una pesada masa de hierro gravitaba sobre la trampa, como si se hubiera pretendido condenar a ésta. Vióse, pues, forzado a renunciar a su intento, y arrastrándose trabajosamente, volvió a su caja, donde cayó desvanecido, mientras
Tigre
le colmaba de caricias.

El amo y el perro morían de sed, y cuando Arthur Pym extendía su mano, encontraba a Tigre echado sobre el lomo, con las patas al aire y una ligera erección del pelo. Tactándole así, encontró un bramante arrollado al cuerpo del animal, y sujeto a este bramante una tira de papel que correspondía al lado derecho del perro.

Arthur Pym sentíase en el último grado de la debilidad. Su vida intelectual estaba casi extinguida. No obstante, tras varias infructuosas tentativas para procurarse luz, consiguió frotar el papel con un fósforo, y entonces —no se puede imaginar cuan detalladamente refiere este punto Edgard Poe— aparecieron estas terribles palabras, las nueve últimas de una frase que una luz débil esclareció durante un instante:
Sangre. Sigue escondido. Te va en ello la vida.

Imagínese la situación de Arthur Pym, en el fondo de la cala, entre las paredes de la caja, sin luz, sin agua, no teniendo más que ardientes licores para apagar su sed. Y sobre esto, aquella recomendación que permaneciera oculto, precedida de la palabra «sangre», esa palabra suprema, ese rey de las palabras, tan llena de misterio, de sufrimiento, de horror. ¿Había, pues, habido lucha a bordo del
Grampus
? ¿El brick había sido atacado por los piratas? ¿Se trataba de una rebelión de los tripulantes? ¿Desde cuándo databa aquel estado de cosas?

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