A pesar de que las diferencias de temperatura no son considerables en las Kerguelen, el clima es húmedo y frío. Sobre todo en la parte occidental, el grupo recibe frecuentemente el asalto de las borrascas del Norte o del Oeste, mezcladas de granizo y lluvia. Hacia el Este el cielo es más claro, aunque la luz esté siempre algo velada, y por esta parte el límite de las nieves sobre las crestas de las montañas se eleva a 50 toesas sobre el nivel del mar. Después de los dos meses que acababa de pasar en el archipiélago de las Kerguelen, yo no esperaba más que la ocasión de partir de nuevo a bordo de la goleta
Halbrane,
cuyas cualidades, desde el punto de vista sociable y marino, no dejaba de alabar mi entusiasta posadero.
—¡No encontrará usted barco mejor! —repetíame de continuo—. Ninguno de los capitanes de la marina inglesa puede ser comparado con mi amigo Len Guy, ni por la audacia, ni por el conocimiento de su oficio. Si se mostrase más hablador, más comunicativo, sería perfecto.
Habíame, pues, decidido a aceptar las recomendaciones de Atkins. Así que la goleta anclase en Christmas–Harbour, tomaría mi billete. Después de una escala de seis o siete días, ella se haría de nuevo a la mar con dirección a Tristán de Acunha, donde llevaba cargamento de mineral de estaño y cobre.
Tenía el proyecto de permanecer algunas semanas del buen tiempo en esta última isla. Desde aquí contaba partir para el Connecticut. No me olvidaba, sin embargo, de reservar al azar la parte que en todo proyecto humano le corresponde, pues como ha dicho Edgard Poe, siempre es prudente tener en cuenta lo imprevisto, lo inesperado; y los hechos fortuitos, accidentales, merecen no ser olvidados, y el acaso debe incesantemente ser materia de riguroso cálculo.
Y si cito a nuestro gran autor americano, es porque, aunque yo sea hombre de espíritu muy práctico, de carácter muy serio, y de natural poco propenso a lo fantástico, no por eso admiro menos a este genial poeta de las extravagancias humanas.
Por lo demás, y volviendo a la
Halbrane, o
más bien a las ocasiones que se me ofrecerían de embarcarme en Christmas–Harbour, no había que temer ningún percance. En esta época, las Kerguelen eran anualmente visitadas por numerosos navíos, quinientos por lo menos. La pesca de los cetáceos daba fructuosos resultados, como puede juzgarse por el siguiente hecho: un elefante de mar, uno solo, da una tonelada de aceite, es decir, un rendimiento igual al de mil pingüinos. Verdad es que en estos últimos años no hacen escala en este archipiélago arriba de una docena de barcos, pues la abusiva destrucción de los cetáceos ha reducido la cifra.
No había, pues, que tener inquietud alguna respecto a la facilidad de abandonar a Christmas–Harbour, ni aun en el caso de que la
Halbrane
faltase a su cita y el capitán Len Guy no viniese a dar un apretón de manos a su compadre Atkins.
Todos los días me paseaba por los alrededores del puerto. El sol comenzaba a adquirir fuerza. Las rocas volcánicas despojábanse poco a poco de su blanco tocado de invierno. Sobre la arena aparecía un musgo de color de vino, y al largo serpeaban las cintas de esas algas de cincuenta a sesenta yardas. Hacia el fondo de la bahía, algunas gramíneas alzaban su punta tímida, entra otras la lyella, que es de origen andino, a más de las que produce la tierra fuegiense, y también el único arbusto de este suelo, del que ya he hablado, esa col gigantesca tan preciosa por sus virtudes contra el escorbuto.
En lo que concierne a los mamíferos terrestres —pues los mamíferos marinos abundan en estos parajes— yo no había encontrado uno solo, ni batracios, ni reptiles, únicamente algunos insectos, mariposas y otros, y sin alas, por la razón de que, antes que pudieran utilizarlas, las corrientes atmosféricas las llevaban a la superficie de las agitadas olas de estos mares.
Una o dos veces me había embarcado a bordo de una de esas sólidas chalupas con las que los pescadores afrontan los ramalazos de viento que baten como catapultas las rocas de las Kerguelen. Con tales barcos podría intentarse la travesía de Cape–Town, y llegar al puerto si el tiempo no era malo. Pero téngase la seguridad de que no era mi intención abandonar Cristmas–Harbour en tales condiciones. No. ¡Yo esperaba a la goleta
Halbrane,
y la goleta
Halbrane
no podía tardar!
En el curso de estos paseos de un bahía a otra, había yo observado con gran curiosidad los diversos aspectos de la accidentada costa, esqueleto prodigioso, de formación ígnea, que agujereaba el blanco sudario del invierno y dejaba pasar por él sus azulados miembros.
¡Qué impaciencia sentía a veces a pesar de los sabios consejos de mi posadero, tan feliz en su casa de Christmas Harbour! Son raros en este mundo aquellos a los que la práctica de la vida ha hecho filósofos. Además, en Fenimore Atkins, el sistema muscular dominaba al nervioso. Tal vez poseía también menos inteligencia que instinto, y estas gentes están mejor armadas para defenderse contra los golpes de la vida, y es posible que sus probabilidades de encontrar la felicidad en este bajo mundo sean más serias.
—¿Y la
Halbrane?—
preguntábale yo todas las mañanas.
—¿La
Halbrane,
señor Jeorling? Seguramente llegará hoy, me respondía; y si no es hoy, será mañana. Algún día será, ¿no es cierto?… Que será la víspera de aquel en que el pabellón del capitán Len Guy se despliegue ante Christmas–Harbour.
Para aumentar el campo de vista, yo no hubiera tenido más que subir al Table–Mount. Por una altura de mil doscientos pies se obtiene una extensión de treinta y cinco millas, y tal vez, aun al través de la bruma, la goleta sería vista veinticuatro horas antes. Pero sólo un loco hubiera podido pensar en subir a aquella montaña, cubierta aun de nieve desde las laderas a la cúspide.
Recorriendo las playas, a veces ponía en fuga a gran número de anfibios, que se sumergían en las aguas nuevas. En cuanto a los pingüinos, impasibles y pesados, no desaparecían cuando yo llegaba. A no ser por el aire estúpido que los caracteriza, se vería uno tentado a dirigirles la palabra, a condición de hablar en su lengua gritona y ensordecedora. Respecto a los petrales negros, a los pufinos negros y blancos, a los colimbos y las cercetas, huían en seguida.
Un día asistí a la partida de un albatros, que los pingüinos saludaron con sus mejores graznidos, como a un amigo que, sin duda, les abandonaba para siempre. Estos poderosos volátiles pueden hacer jornadas de doscientas leguas sin descansar un instante, y con tal rapidez que recorren grandes espacios en algunas horas.
El albatros, inmóvil sobre elevada roca, en el extremo de la bahía de Christmas–Harbour, miraba al mar que la resaca empujaba violentamente contra los escollos.
De repente el pájaro se elevó con rápido arranque, con las patas replegadas y la cabeza alargada como la parte saliente de un navío, exhalando su agudo graznido, y algunos instantes después, reducido a un punto negro en el vacío, desaparecía tras las brumas del Sur.
Trescientas toneladas de cabida, arboladura inclinada que le permite ceñir el viento, muy rápida en su andadura, un velamen que comprendo: mástil de mesana, mesana, goleta, bámbola, gavia y mastelero de juanetes. En el palo mayor, cangreja y espiga; en la proa trinquete, grande y pequeño foque. Tal es el schooner esperado en Christmas–Harbour; tal es la goleta
Halbrane.
A bordo había un capitán, un lugarteniente, un contramaestre, un cocinero y ocho marineros; total 12 hombres, lo que es bastante para la maniobra. Construido sólidamente, con las cuadernas y bordaje empernados con cobre, de buen velamen, aquel barco, muy marino, muy manejable, apropiado a la navegación, entre los cuarenta y sesenta paralelos Sur, hacía honor a los constructores de Birkenhead. Atkins me había dado estas noticias, excuso decir que con gran acompañamiento de elogios.
El capitán Len Guy, de Liverpool, era por las tres quintas partes propietario de la
Halbrane,
que mandaba desde hacía unos seis años.
Traficaba en los mares meridionales de África y América, yendo de unas islas a otras y de uno a otro continente. La razón de que su goleta no llevara más que 12 hombres estaba en que se ocupaba del comercio únicamente. Para la caza de anfibios, focas o becerros marinos hubiera sido necesario tripulación más numerosa, con los aparatos, arpones, bálagos, sedales exigidos para estas rudas operaciones. Añado que en medio, de estos parajes, poco seguros, frecuentados en aquella época por piratas, y en las cercanías de islas que deben ser miradas con desconfianza, una agresión no hubiera pillado desprevenida a la
Halbrane.
Cuatro piezas de artillería, suficiente cantidad de balas y metralla, un pañol lleno de pólvora, fusiles, pistolas y carabinas, garantizaban su seguridad. Además, los hombres del puesto estaban siempre alerta. Navegar por aquellos mares sin haber tomado estas precauciones hubiera sido rara imprudencia.
El 7 de Agosto por la mañana, en ocasión en que yo me encontraba acostado y medio dormido, la gruesa voz del posadero y los puñetazos que a mi puerta daba éste me hicieron saltar del lecho.
—Señor Jeorling, ¿está usted despierto?
—Sin duda, Atkins; y ¿cómo no con ese estrépito? ¿Qué pasa?
—Un navío a seis millas, en el Nordeste, y con el cabo en dirección a Christmas.
—¿Será la
Halbrane?—
exclamé, arrojando vivamente las mantas.
—Dentro de algunas horas lo sabremos, señor Jeorling. De todos modos, es el primer barco que viene en el año, y me parece justo que se le haga buena acogida.
Vestíme en un instante y me reuní con Fenimore Atkins en el muelle, en el sitio en que el horizonte aparecía ante los ojos en ángulo muy abierto, entre los dos extremos de la bahía de Christmas–Harbour.
El tiempo estaba bastante claro, sin brumas; la mar tranquila, bajo ligera brisa. Por otra parte, y gracias a los vientos regulares, el cielo se muestra más luminoso en este lado de las Kerguelen que en el opuesto.
Unos veinte habitantes —pescadores la mayor parte— rodeaban a Atkins, el cual era, sin oposición, el personaje más considerable y considerado del archipiélago, y, en consecuencia, el más escuchado.
El viento favorecía entonces la entrada en la bahía. Pero como la marea estaba baja, el navío señalado, un schooner, evolucionaba sin apresuramiento, las velas bajas, esperando la marea plena.
Discutían los del grupo, y yo, muy impaciente, seguía la discusión sin mezclarme en ella. Las opiniones eran distintas y defendidas con igual terquedad.
Debo confesar, y esto me disgustaba, que la mayoría estaba en contra de la opinión de que el schooner fuera la
Halbrane.
Dos o tres solamente se declaraban por la afirmativa, y entre ellos el dueño del
Cormorán Verde.
—¡Es la
Halbrane
! —repetía—. ¡Vamos, que no llegar el capitán Len Guy el primero a las Kerguelen!… Es él… Estoy tan seguro como si estuviese aquí, su mano sobre la mía, y tratando de renovar su provisión de patatas.
—¡Tiene usted bruma en los párpados, señor Atkins! —replicó uno de los pescadores.
—¡No tanta como tú en la cabeza! —respondió el posadero con acritud.
—Ese barco no tiene corte inglés —declaró otro—. Por su aspecto parece más bien de construcción americana.
—No… Es inglés —insistió Atkins—, y sería capaz de asegurar de qué talleres ha salido. Sí, de los talleres de Birkenhead, en Liverpool, donde la
Halbrane
ha sido botada.
—No —afirmó un viejo marino—. Ese schooner ha sido construido en Baltimore, en casa de Nipper y Stronge, y las aguas del Chesapeake han estrenado su quilla.
—¡De las aguas del Mersey, abominable tonto! —replicó Atkins—. Limpia tus anteojos y mira el pabellón que sube al asta.
—¡Inglés! —exclamaron todos.
En efecto: el pabellón del Reino Unido acababa de ser desplegado.
No había, pues, duda de que era un navío inglés que se dirigía hacia el paso de Christmas–Harbour; pero de aquí no se desprendía que se tratase precisamente de la goleta del capitán Len Guy.
Dos horas después no podía haber cuestión. Antes del mediodía la
Halbrane
anclaba en Christmas–Harbour.
Grandes demostraciones de Atkins a la vista del capitán de la
Halbrane,
que me pareció menos expansivo.
Un hombre de cuarenta y cinco años, de complexión sanguínea, miembros sólidos como los de su goleta, cabeza recia, cabellos ya grises, ojos negros de pupila brillante bajo espesas cejas, labios delgados que descubrían dentadura fuerte en poderosas mandíbulas, barbilla prolongada por roja y perilla, piernas y brazos vigorosos; tal era el capitán Len Guy. Su rostro, más que duro, impasible, como el de hombre reservado que no entrega sus secretos, como pude saber el mismo día por alguien mejor informado que Atkins, aunque este último pretendiese ser gran amigo del capitán. La verdad era que nadie podía alabarse de haber penetrado aquella naturaleza bastante ruda.
Importa mencionar que el individuo al que he aludido era el contramaestre de la
Halbrane,
llamado Hurliguerly, natural de la isla de Vight, de cuarenta y cuatro años de edad, regular estatura, vigoroso, los brazos separados del cuerpo, las piernas arqueadas, la cabeza redonda sobre cuello de toro, el pecho lo bastante ancho para contener dos pares de pulmones (y yo me preguntaba si no los tenía realmente: tanto aire consumía para el acto de la respiración), siempre soplando, impenitente hablador, la mirada maliciosa, la cara alegre, con gran número de arrugas bajo los ojos, producidas por la incesante contracción del gran cigomático. Añadamos un pendiente, uno sólo, que pendía de su oreja derecha. ¡Qué contraste con el capitán de la goleta! Y ¿cómo podían entenderse dos seres tan distintos? Sin embargo, se entendían, puesto que desde quince años antes navegaban juntos, primeramente sobre el brick
Power,
que había sido reemplazado por el schooner
Halbrane,
seis años antes del comienzo de esta historia.
Desde su llegada supo Hurliguerly, por Fenimore Atkins, que si el capitán Len Guy consentía en ello yo tomaría pasaje a bordo de la goleta. Así es que, sin presentación ni preparación, el contramaestre se acercó a mí por la tarde. Conocía ya mi nombre y me abordó en estos términos:
—Señor Jeorling: le saludo a usted.