Authors: Antonio Garrido
«Piernas pintadas.» Theresa recordó la treta de Althar para simular la lepra.
—¿Y quién pudo hacerlo?
—Aún no lo sé. Lo único evidente es que su asesino pretendía que su muerte pasara desapercibida. Sin embargo, averigüé un par de cosas: en primer lugar, la mujer de Kohl no sorprendió al Marrano asesinando a su hija. Fue otra mujer, Lorena, una sierva de la familia. Hablé con ella y me confirmó que vio al retrasado sobre la muerta, pero no que fuera él quien la matara. Además, aportó un detalle crucial: el tajo que segó el cuello de la joven fue en el lado izquierdo, desde la oreja hasta la nuez. Lo recordaba porque hubo de cerrarle la herida para amortajarla.
—¿Y eso qué significa?
—Pues sencillamente, que la cuchillada fue asestada por un zurdo.
—Como Rothaart, el pelirrojo.
Alcuino afirmó con la cabeza. La otra noticia era que Kohl le había proporcionado un saco de trigo de prueba, aunque sin darle cuenta de su procedencia.
—Después de disculparme por mi comportamiento el día de la ejecución, le urgí a que me vendiese algo de trigo, cosa a la que accedió sin demasiadas objeciones. Para mi sorpresa, me dijo que tardaría en proporcionármelo un par de días, si bien me entregó un saco a cuenta por si deseaba comprobar sus bondades.
—Lo he visto. Rebosa cornezuelo —confirmó Theresa.
—No debiste tocarlo —protestó él.
Ella sacó el paño y le mostró las pequeñas cápsulas negras. Alcuino meneó la cabeza.
—En cualquier caso, nuestro abanico de sospechosos continúa reduciéndose —añadió—. Ya sólo quedan Kohl, el abad Beocio, y los priores Ludovico y Agripino.
—¿Y Lotario?
—Al obispo hace tiempo que le descarté. Recuerda que el políptico fue modificado en la abadía, y que Lotario no puso inconveniente en que comprobásemos los del cabildo. No. Su inocencia está fuera de toda duda. En cuanto a Agripino, debería borrarlo: también ha enfermado, y no creo que sobreviva.
—A este paso morirán todos los sospechosos.
—Sería una solución —ironizó.
Theresa se atusó el cabello. En la lista de culpables ya sólo aparecían Kohl, el abad Beocio, y el prior Ludovico. No entendía por qué Alcuino no actuaba de una vez. Se preguntó si no sería cierta la advertencia de Hóos.
—Deberíais revelar el origen de la enfermedad —le dijo—. Hay decenas de enfermos. Mujeres y niños que pronto llenarán los cementerios.
—Ya hemos hablado de eso —contestó él con gesto severo—. En cuanto se supiese que la causa es el cornezuelo, el culpable molería el grano, lo escondería y lo perderíamos para siempre.
—Pero avisándolos, los salvaríamos.
—¿Salvarlos de qué? ¿De que se mueran de hambre? ¿O de qué crees que se alimentarán si no pueden comer trigo ni centeno?
—Al menos podrían decidir la forma de su muerte —replicó irritada.
Alcuino respiró hondo mientras apretaba los dientes. Aquella muchacha era el ser más testarudo que se hubiera echado nunca a la cara. No entendía que ni siquiera clausurando los molinos impedirían que el asesino triturara el grano en un molino manual, que lo vendiese a cualquier desaprensivo, o que lo llevase a otra ciudad para continuar con su negocio. Intentó explicárselo, pero no sirvió de nada.
—Es ahora cuando está muriendo la gente. No mañana, ni dentro de un mes. ¿No lo veis? Es ahora —insistió ella.
—Los muertos son iguales a los ojos de Dios. ¿O acaso piensas que las vidas de los que mueran ahora valen más que las de los que mueran dentro de unos meses?
—Lo único que sé es que la abadía está llena de enfermos que no entienden cuál ha sido su pecado. —Theresa sollozó de rabia—. Porque eso es lo que creen. Que han pecado y Dios les está castigando.
—Es obvio que aún eres joven para comprender ciertos asuntos. Si quieres ayudar, vuelve al
scriptorium
y continúa copiando los textos del
Hypotyposeis
que aún tienes pendientes.
—Pero paternidad…
—Regresa al
scriptorium
.
—Pero…
—A menos que prefieras volver a la taberna.
Theresa se mordió la lengua. Se dijo que de no haber mediado la preñez de Helga
la Negra
, habría mandado a Alcuino y sus textos a dormir junto al estiércol de las cuadras. Finalmente dio media vuelta y se marchó sin decir palabra.
Después de reproducir varios párrafos, Theresa arrugó el pergamino. ¿Por qué no pedir ayuda? Si el obispo no tenía nada que ver, ¿por qué no contarle lo que estaba sucediendo? Estaba segura de que Lotario podría contribuir a solventar el problema. Él conocía a los sospechosos, estaba al tanto de los movimientos de la abadía y sabía cómo funcionaba un molino. Desde luego no entendía el comportamiento de Alcuino y, sin embargo, no le quedaba más remedio que acatar sus decisiones.
Utilizó un nuevo pergamino hasta que la pluma cedió bajo la presión. Cuando fue a buscar otra, encontró que en la arqueta donde Alcuino guardaba el material de escritura no quedaba ninguna, de modo que se encaminó hacia la cocina para conseguir otra nueva. Al llegar, halló a Favila hecha un manojo de nervios. Le preguntó por Helga
la Negra
pero la mujer no pareció oírla. Tan sólo se rascaba las piernas y los brazos.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Es esa maldita plaga. No sé si tu amiga me la ha contagiado —contestó sin dejar de rascarse.
—¿Helga? —Theresa se echó las manos a la boca.
—No se te ocurra acercarte a ella.
Favila le señaló una habitación contigua mientras sumergía los brazos en un barreño de agua fría. Theresa desoyó a Favila y corrió hacia allí. Encontró a la Negra postrada en el suelo. Temblaba como un cervatillo y sus piernas comenzaban a verse amoratadas.
—¡Dios Santo! ¡Helga! ¿Qué te ha pasado?
La mujer no respondió. Sólo siguió sollozando.
—¡Levántate! Has de acudir a la abadía. Allí te atenderán. —Tiró de ella pero no consiguió izarla.
—Me dijo que no lo intentara. Que no admitirían a una prostituta.
—¿Quién te dijo eso?
—Tu amigo el fraile. Ese maldito Alcuino. Me ordenó que me quedara aquí hasta que encontrara un lugar en el que alojarme.
Theresa volvió a la cocina y pidió ayuda a Favila, pero la mujer se negó y continuó mojándose los brazos con agua fría. Entonces Theresa agarró el barreño y lo lanzó contra la pared, haciéndolo saltar en pedazos.
—Alcuino dijo…
—Me da igual lo que dijera Alcuino. Estoy harta de ese hombre —lloró. Luego dio media vuelta y abandonó la cocina.
Mientras caminaba en dirección a las dependencias palaciegas, no cesó de maldecir al fraile britano. Ahora entendía por qué Hóos la había prevenido en su contra. Alcuino era un ser insensible, con ojos para sus libros y para nada más. Recordó que de no haberse negado a continuar escribiendo, ni siquiera habría acogido a su amiga Helga. Pero todo eso se iba a acabar. Había llegado el momento de que Lotario supiese qué clase de canalla era fray Alcuino.
Al verla aparecer, el viejo secretario intentó detenerla, pero no pudo impedir que forzara la puerta y se adentrase en la estancia del obispo.
Al ingresar, Theresa sorprendió a Lotario orinando medio de espaldas. Se giró para no verle pero aguardó en la habitación. Cuando escuchó que el chorro menguaba, contó hasta tres y se volvió. Lotario la miró con una mezcla de asombro e irritación.
—¿Se puede saber qué clase de atropello es éste?
—Disculpadme, eminencia, pero necesitaba veros.
—Pero ¿quién…? ¿Acaso no eres la muchacha que acompaña a Alcuino a todas partes? ¡Sal de aquí inmediatamente!
—Paternidad. Debéis escucharme. —El auxiliar trató de expulsarla, pero Theresa se desembarazó de él con un empujón—. Debo hablaros de la plaga.
Al oír la palabra «plaga», Lotario se apaciguó. Enarcó una ceja y se ajustó los calzones. Luego se abrigó con una toga y la miró escéptico.
—¿A qué plaga te refieres?
—A la que azota la ciudad. Alcuino ha averiguado su origen y el modo de detenerla.
—El pecado es el origen de la plaga, y éste es nuestro único remedio —dijo señalando la imagen de un crucifijo.
—Os equivocáis. Es el trigo.
—¿El trigo? —Hizo un ademán al secretario para que se retirara—. ¿Cómo que el trigo?
—Según los polípticos, unas partidas de trigo contaminado fueron adquiridas y transportadas a Fulda hace dos años, durante la peste de Magdeburg. Hasta hace poco se fueron vendiendo espaciadas para que nadie relacionase la enfermedad con el trigo, pero en los últimos días el criminal ha desbordado los mercados. Los enfermos y los muertos aumentan sin descanso, y nadie hace nada para evitarlo.
—Pero eso que cuentas… ¿Estás segura?
—Encontramos algo en el molino de Kohl. Un veneno que emponzoña el cereal.
—¿Y Kohl es el responsable?
—No lo sé. Alcuino sospecha de tres individuos: Beocio el abad, el prior Ludovico, y el propio Kohl.
—¡Santo Cielo! ¿Y por qué no ha acudido a mí?
—Eso mismo le dije yo. Si hasta de vos desconfiaba. Está obsesionado con atrapar al culpable, pero lo único que hace es esperar mientras la gente sigue muriendo —rompió a llorar—. Hasta mi amiga Helga
la Negra
ha caído enferma.
—Hablaré con él inmediatamente —dijo mientras se calzaba.
—No, por favor. Si se entera de que os lo he confesado no sé lo que me haría.
—Pero habrá que hacer algo. ¿Has dicho Beocio, Kohl y Ludovico? ¿Por qué esos tres y no otros?
Theresa le contó cuanto sabía. Tras responder a las dudas de Lotario, se sintió más aliviada porque el obispo se mostró dispuesto a acabar con el problema.
—Daré orden para que detengan a los sospechosos. En cuanto a tu amiga… ¿cómo has dicho que se llama?
—Helga
la Negra
.
—Eso, Helga. Mandaré que la trasladen a la enfermería del cabildo. Allí la atenderán en todo cuanto puedan.
Acordaron que Theresa regresaría al
scriptorium
, pero permanecería en el palacio episcopal por si Lotario la necesitaba. Cuando salió de sus aposentos, el secretario la miró con ganas de azotarla.
Antes de volver al
scriptorium
, Theresa decidió comprobar la situación de Helga. No sabía si encontrarían algún remedio para la enfermedad, pero supuso que al menos la noticia la consolaría. Sin embargo, cuando llegó a la cocina ya no estaba en la estancia.
Por más que preguntó, nadie supo informarle del paradero de su amiga.
Pasó el día sin saber de Lotario ni de Alcuino. No ver al fraile la alivió; sin embargo, la desaparición de Helga le preocupaba doblemente. Antes de cenar decidió salir del palacio para vagabundear un rato. No había comido y seguramente tampoco cenaría, aunque lo cierto era que, a causa de los remordimientos, tampoco tenía apetito. Desconocía si había obrado bien, pero al menos esperaba que Lotario determinase el cierre de los molinos y que la plaga desapareciera para siempre.
Durante el trayecto no dejó de pensar en su amiga Helga. La había buscado en las cocinas, los almacenes y la enfermería; se había acercado a su taberna y a la casa de la vecina que la había acogido el día que Widukindo le cortó la mejilla. Incluso había preguntado en las calles por las que deambulaban las prostitutas más desmejoradas sin hallar rastro de ella. Era igual que si se la hubiera tragado la tierra. Luego recordó la figura de Alcuino y el estómago se le encogió. No entendía por qué si ella había obrado en conciencia, le asaltaba aquel desasosiego.
En ese instante anheló a Hóos Larsson. Extrañaba su sonrisa, sus ojos del color del cielo, sus pequeñas bromas sobre el tamaño de sus caderas o sus divertidas historias sobre Aquis-Granum. Él era la única persona que la hacía sentirse bien, y el único en quien podía confiar. Lo añoraba tanto, que lo hubiera dado todo por revivir por un instante sus caricias.
Su paseo terminó frente a la puerta grande de la ciudad, una impresionante celosía de maderos, espino y traviesas de metal que protegía el acceso principal a Fulda. En su parte superior, la hilera de colmillos formada por los extremos afilados de los troncos contrastaba con el rojizo fulgor de las antorchas. Theresa advirtió los numerosos remiendos que apuntalaban el portón, confiriéndole el aspecto de una construcción moribunda.
Existían otras entradas, pero más desguarnecidas. A ambos lados del portalón se extendía el muro de piedra que defendía el recinto de la antigua ciudad. Sobre éste, por su parte interna, se asentaban numerosas viviendas construidas contra la muralla para ahorrarse la cuarta pared, lo cual dificultaba el tránsito de la guarnición. La defensa circundaba sólo una parte de la villa, pues databa de la fundación de la abadía, y en su origen únicamente albergaba al monasterio y sus huertas. Luego la ciudad creció, con los campos sucumbiendo bajo el impulso de los edificios. La nueva ampliación protegería el arrabal de extramuros de cualquier posible ataque.
Cada noche se atrancaban las puertas secundarias dejando abierta únicamente la principal. No obstante, en aquella ocasión el portalón también se hallaba cerrado, transformando la ciudad en un bastión inexpugnable. Se dijo que tal vez lo hubiera ordenado el obispo para impedir la huida del criminal; sin embargo, uno de los vigías le informó de que a última hora varios campesinos habían avistado extraños armados, y que aunque probablemente sólo fueran salteadores, habían optado por tomar precauciones.
Mientras, en el exterior, una turba de asustados golpeaba las puertas demandando entrar en la villa. Tras deliberar con su superior, uno de los vigías abandonó la torreta y bajó a abrir el portón. Theresa observó cómo otro guardia derramaba cubos de agua sobre los que intentaban colarse, mientras dos más se apostaban a ambos lados de la puerta provistos de varas de avellano. El vigía amenazó con no abrir y la gente pareció sosegarse. Sin embargo, nada más liberar los pasadores, la turba se abalanzó sobre las hojas haciendo retroceder a los centinelas.
Theresa se apartó mientras una riada humana se abría paso entre unos vigilantes incapaces de contenerla. Hombres, mujeres y niños cargados de enseres y animales, penetraron en el recinto como si les persiguiera el diablo. Cuando pasó el último, los guardias atrancaron las puertas y subieron de nuevo a las torretas. Uno de los lugareños se acercó a Theresa con ganas de conversación.
—Muchos se han quedado fuera porque piensan que no atacarán, pero a mí no me cogerán otra vez desprevenido —le contó mientras le mostraba una antigua cicatriz en el vientre.