La esclava de Gor (21 page)

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Authors: John Norman

BOOK: La esclava de Gor
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Yo alcé el plato y él se sirvió la comida, ardiendo de especies turianas, en un plato de metal.

—Traed al prisionero —dijo Borchoff, capitán del alcázar de las Piedras de Turmus.

Aquella mañana yo había ido a lo alto del alcázar para llevar agua a los hombres de los parapetos. Me quedé allí un momento, mirando por encima de las murallas a los vastos campos, a más de veinticuatro metros por debajo.

—¿Acaso piensas arrojarte abajo, Dina? —me preguntó un soldado que se acercó por mi espalda.

—No, amo —respondí—, no soy una mujer libre, sino una esclava. —Me volví cortésmente hacia él y levanté la cabeza. Él me puso las manos en los hombros.

—Atiende a tus obligaciones, esclava.

Volví a mirar por encima del muro.

—Amo…

—¿Sí?

—Hay una nube de polvo allí —dije señalando el camino que llevaba a la fortaleza.

—Le han cogido —dijo el soldado a mi espalda.

Hacia el alcázar se acercaban dos tharlariones, lentos y majestuosos, montados por dos guerreros armados de lanzas. Detrás de ellos, también con lanzas en la mano, iban otros ocho guerreros del alcázar. Entre los tharlariones, cargado de cadenas, avanzaba un hombre que se tambaleaba entre los estribos de las bestias. Tenía el pelo oscuro. Iba encadenado, con las manos atadas a la espalda.

—¿Quién es, amo? —pregunté.

—No lo sabemos —dijo el soldado—, pero hemos oído que ha estado haciendo preguntas sobre el alcázar, acerca de sus defensas y esas cosas.

—¿Qué van a hacer con él?

—Si le han traído hasta aquí, sin duda le harán esclavo. No envidio su suerte.

Yo miré al hombre que caminaba con orgullo. Sabía que también había esclavos en Gor, pero nunca había visto ninguno. Casi todo son esclavas, porque a los hombres cautivos suelen matarlos.

—Lleva el agua a los hombres, esclava —me dijo el soldado.

—Sí, amo. —Cogí su copa y me apresuré a lo largo del parapeto para servir a los demás.

Cuando bajé las escaleras y llegué al patio entre las murallas, vi que habían abierto la puerta para dejar paso a la comitiva con el prisionero. Tras ellos se cerró la puerta. Borchoff, el capitán del alcázar, vino para examinar al cautivo. Yo me quedé por allí, picada por la curiosidad, con la bolsa de agua vacía sobre el hombro.

El prisionero era un hombre moreno, de negros cabellos, alto y fuerte. Iba cargado de cadenas, y tenía las manos atadas a las espaldas. Se erguía orgulloso entre las dos bestias, soportando sin esfuerzo el peso de las cadenas que colgaba de su collar de cautivo.

Me gustó ver a un hombre cautivo. Llevaba pesadas cadenas de hierro y no podía hacerme daño. Me acerqué más, sin que me detuvieran los guardias.

—¿Cuál es tu nombre? —dijo Borchoff.

—No me acuerdo.

Uno de los guardias le golpeó.

—¿Con qué propósito intentabas averiguar la naturaleza de nuestras defensas? —preguntó Borchoff.

—Se me ha ido de la cabeza —dijo el hombre.

Fue golpeado de nuevo. Él apenas se inmutó, aunque los golpes fueron crueles.

Borchoff se alejó del hombre para hablar con el teniente, uno de los hombres a lomos de los tharlariones, a fin de conocer los detalles de la captura.

Yo me acerqué más al prisionero. Nadie me detuvo.

Él me miró, y yo me sonrojé. La escasa túnica que llevaba apenas cubría mi cuerpo, y llevaba un collar. Cuando un hombre goreano mira a una mujer parece desnudarla con la vista y ponerla a sus pies. Me sentí desnuda. Me llevé la mano a la túnica como para cerrarla más, pero lo único que conseguí fue subírmela aún más sobre los muslos. Me pareció que sus ojos advertían cada detalle de mi cuerpo. Di un paso atrás.

Borchoff volvió al momento.

—Búrlate de él, Dina —me dijo.

—Te lo advierto, capitán —dijo el prisionero—. No me insultes con las burlas de una esclava.

—Búrlate de él —me dijo dándose la vuelta.

El prisionero bufó en silenciosa ira. De pronto me sentí muy poderosa. Él estaba indefenso. Y también de repente me sentí embargada por una tremenda furia contra los hombres por lo que me habían hecho, por mi collar y mis cadenas. Y éste era un hombre de Gor, y un momento antes me había mirado como mira un amo a una esclava.

—Sí, amo —le dije a Borchoff, capitán del alcázar de las Piedras de Turmus.

Me acerqué al prisionero, mirándole a la cara. Él apartó la vista.

—Eres alto y fuerte, amo —le dije—, y muy guapo.

Él apartó la mirada, furioso.

—¿Por qué no me tomas en tus brazos y me besas como a una esclava? —gimoteé—. ¿Es que no me encuentras atractiva?

No dijo nada.

—Oh —seguí yo—, llevas cadenas.

Le besé en el brazo. Me llevaba más de veinte centímetros de altura, y debía pesar el doble que yo. Me sentía muy pequeña a su lado.

—Permite que Dina te dé placer, amo. —Le desgarré la túnica con los dientes—. Deberías dejar que Dina te complaciera —dije—, porque pronto te marcarán, y entonces no serás más que un pobre esclavo como Dina. —Le rompí la túnica con los dientes, desnudándole hasta la cintura. Su pecho era muy fuerte. Le acaricié los costados y le chupé y le mordí en el vientre—. A un esclavo se le puede matar solamente por tocar a una esclava. —Alcé la mirada hacia él—. Dina siente mucho que pronto vayas a ser un esclavo, amo.

—No seré un esclavo —dijo él.

Yo le miré atónita, y él volvió a apartar la mirada.

Cogí con los dientes su túnica a la altura de la cintura.

—No lo hagas, esclava —me dijo.

Yo retrocedí asustada.

—Vete, Dina —me dijo Borchoff acercándose al prisionero.

—Sí, amo.

Les dejé para volver a los cuarteles de esclavas, para bañarme y refrescarme antes de los deberes de la tarde.

—Traed al prisionero —dijo Borchoff levantándose de la mesa en la sala turiana de los placeres y alzando la copa.

Yo me arrodillé junto al hombre al que había servido carne. Ahora la fuente estaba vacía.

En la sala debía haber unos cincuenta hombres, y casi todas las esclavas.

—Bienvenido —dijo Borchoff cuando trajeron al prisionero, con los tobillos encadenados y las manos atadas a la espalda. Le habían dado una paliza.

Arrojaron al prisionero a los pies de Borchoff, capitán del alcázar de las Piedras de Turmus.

Dos guardias hicieron que se quedara de rodillas.

—Eres nuestro huésped —dijo Borchoff—. Esta noche participarás de la fiesta.

—Eres generoso, capitán —dijo el hombre.

—Mañana —continúo Borchoff—, hablarás ante nuestros métodos de persuasión.

—No lo creo.

—Nuestros métodos son eficientes.

—Todavía no han dado resultado.

Borchoff pareció enfadarse.

—Pero hablaré cuando se me antoje.

—Estamos humildemente agradecidos —dijo Borchoff.

El prisionero inclinó la cabeza.

—Tú eres de la Casta de los Guerreros —dijo Borchoff.

—Tal vez —dijo el hombre.

—Me gustas —dijo Borchoff. Luego gritó—: Sulda, Tupa, Fina, Melpomene, Dina, complaced a nuestro misterioso invitado, este que tan difícil encuentra acordarse de su casta, de su nombre y de su ciudad.

Nos apresuramos a arrodillarnos ante el hombre encadenado.

—Confiamos en que al próximo atardecer —dijo Borchoff—, su memoria haya mejorado mucho.

—¿Es la hora decimonona? —preguntó el prisionero.

—No —dijo Borchoff.

—Hablaré en la hora decimonona.

—¿Es que te dan miedo nuestros métodos de persuasión? —quiso saber Borchoff.

—No —respondió él—, pero hay un momento y un lugar para hablar, y hay un momento y un lugar para endurecerse.

—Es un dicho de los guerreros —dijo Borchoff.

—¿Sí? —preguntó el hombre.

Borchoff levantó la copa a modo de saludo. También Borchoff era de la Casta de los Guerreros.

—Es una lástima —dijo—, que hayas caído en nuestras manos. Se necesitan esclavos para el mantenimiento de los corrales de tharlariones en Turia.

Mucho rieron entre las mesas la agudeza de Borchoff. También las chicas nos reímos alegremente. Aquello suponía un gran insulto para el prisionero si era de la casta guerrera.

El prisionero no respondió a las palabras de Borchoff. Éste nos hizo un gesto con la cabeza, y bebió de su copa.

—Pobre amo —le dije al prisionero arrodillado y encadenado. Me arrodillé a su lado y le cogí la cabeza con las manos y le besé—. Pobre amo.

Él me miró.

—Tú eres la zorra del patio —me dijo.

—Sí, amo.

—Estaré encantado de marcarte la oreja. —Yo no le entendí.

Las chicas comenzamos a besarle y acariciarle, a llevarle vino y deliciosas viandas. Mucho nos esforzamos en servirle.

—Es la hora del placer general —gritó Borchoff.

Los hombres de la sala se agitaron ansiosos.

—¡Dina! —me gritó el hombre al que antes le había servido la carne.

Yo besé rápidamente al prisionero encadenado, con uno de esos besos insultantes que tan a menudo les dan las mujeres de la Tierra a sus maridos.

—Perdóname, amo —dije—, pero ahora debo ir a servir a otro. —Y me alejé.

Oí que el prisionero le preguntaba a Borchoff la hora.

—Es la hora decimoctava —dijo Borchoff.

—Un poco de vino para Dina, amo —supliqué.

Me arrimé más a él. Todas las chicas nos habíamos arrastrado entre las mesas. Algunos hombres son más generosos que otros. Fina se acercó.

—¡Fuera! —le ordené. Ella se fue enfadada a buscar a otro—. Un poco de vino para Dina, por favor, amo —supliqué. Él me cogió del pelo para echarme la cabeza hacia atrás y arrimó la copa a mis labios. Yo reí, sintiendo el vino en la boca y en el cuello bajo el collar, y sobre la seda por encima de mi pecho izquierdo.

De pronto se abrió de golpe la puerta de la sala, y entraron hombres con cascos y armas.

—¡Han cortado el cable de tarn! —gritó un hombre. Luego se tambaleó sangrando por una herida de espada.

Borchoff se levantó borracho. Los soldados turianos miraron aturdidos a su alrededor. Se detuvo la música. Desde fuera de la habitación llegaban gritos y ruidos de pelea.

—¡A las armas! —gritó Borchoff—. ¡Dad la alarma!

Más hombres entraron en la sala. Los soldados turianos corrieron hacia los muros para coger sus armas. Las esclavas gritaban.

Y entonces la habitación cayó en poder de los extranjeros. Eran hombres rápidos, fieros, eficientes, terribles. Llevaban cascos grises con crestas de pelo de larl y eslín. Deduje de su piel que eran tarnsmanes.

—¡La llave de las cadenas! —ordenó el prisionero poniéndose en pie.

Varias espadas se cernieron sobre el cuello de Borchoff. Sus hombres tiraban las armas. Les habían cogido totalmente por sorpresa, y la música había impedido que oyeran nada.

Habían cortado el cable con ganchos afilados y luego lo arrancaron de los postes. Los tarnsmanes se habían aproximado volando bajo por el sector oscuro, apartados de las lunas, escondidos entre las sombras, y entonces de pronto habían alzado el vuelo, la primera oleada rompiendo el cable, la segunda, la tercera y la cuarta, cayendo a través de la abertura en los parapetos, en los tejados y en el patio de la fortaleza. Y casi al instante se abrieron camino hasta la sala. Parecían conocer bien el plano del alcázar. Se movían sin vacilaciones.

Borchoff, iracundo, casi pasados los efectos del alcohol, arrojó la llave de las cadenas del prisionero a uno de los intrusos, que se apresuró a desencadenarle. El hombre se irguió con orgullo frotándose las muñecas.

—¿Eres el jefe de estos hombres? —preguntó Borchoff.

—Sí —respondió el hombre.

—Te capturamos haciendo averiguaciones —dijo Borchoff— a propósito de la estructura de nuestra fortaleza y la naturaleza de sus defensas.

—Las averiguaciones —dijo el hombre— ya habían sido realizadas con anterioridad, y los planes ya estaban trazados. Sólo necesitaba dejar que me atraparais.

—¿Facilitaste tu propia captura?

—Sí. De este modo fui traído a la fortaleza donde podría hacer más averiguaciones para facilitar la entrada de mis hombres. —Entonces se volvió hacia dos de sus tenientes para dar algunas órdenes que los tenientes comunicaron a sus hombres. Los soldados se apresuraron a cumplirlas.

—Has sido muy observador —dijo Borchoff.

—No he perdido el tiempo —dijo el hombre con una sonrisa—. Y tal como yo había previsto, tus hombres han sido una gran ayuda, han hablado sin reservas ante alguien que pensaban destinado a las cadenas de esclavo.

Borchoff miró a sus hombres.

Le dieron al jefe de los intrusos una bolsa que se colgó al hombro y una espada.

—Me gustaría seguir con la conversación, capitán —dijo—, pero ya comprenderás que debemos actuar con diligencia.

—Naturalmente, capitán —dijo Borchoff—. Estamos dentro de los límites de la patrulla de los tarnsmanes de Ar.

—La patrulla de la tarde se retrasará —dijo el hombre—. Parece que ha habido alguna distracción, unos campos ardiendo a unos pasangs al sur. Deberán ir a investigar.

Borchoff apretó los puños.

—Encadenadle —dijo el hombre señalando las cadenas en las que él mismo había estado prisionero.

—¿Quién eres? —preguntó Borchoff furioso, encadenado de pies y manos.

—¿Es la hora decimonona?

—Sí —respondió Borchoff.

—Soy Rask —dijo—, de la Casta de los Guerreros, de la ciudad de Treve.

Las esclavas gritamos y salimos corriendo. Oímos que estaban dictando órdenes a nuestra espalda. La fortaleza sería saqueada.

Corría con todas mis fuerzas por un oscuro pasillo. Oía los pasos de un hombre a mis talones, pero se desvió para perseguir a otra chica. Las sedas que me vestían estaban desgarradas.

Intenté arrancarme las campanas del tobillo. Una chica pasó corriendo a mi lado girando por otro corredor. Miré a mi alrededor desesperada, y vi una puerta de hierro que no estaba guardada. Atravesé el umbral y salí a un pasillo. Abrí otra puerta y vi un nuevo corredor en el que ardía una lámpara colgada de una cadena. Me acordé de este segundo pasillo, por el que me habían conducido mi primer día en Piedras de Turmus. Estaba flanqueado por puertas de barrotes, pero me alejé de ellas porque no habría sido sensato esconderse allí dentro, en caso de que hubiera podido entrar, porque albergaban tesoros, y era seguro que serían saqueados. Debía encontrar las grandes salas de almacenaje, donde se guardaban las mercancías sin valor. Recordaba que estos almacenes estaban más lejos en el pasillo. Llegué a la pesada puerta de hierro, que ahora estaba sin vigilancia, y la dejé atrás. Avancé por el corredor, y fui probando, una tras otra, las puertas que llevaban al área de almacenaje de la mercancía barata, pero todas estaban bien cerradas. Forcejeé con los barrotes, pero no pude abrirlos, y lloré de frustración. Me volví asustada a mirar al otro extremo del pasillo. Si alguien entraba en el corredor, me vería de inmediato, una bonita esclava fugitiva vestida con sedas y campanas. Sacudí de nuevo los barrotes de una puerta. ¡No podía esconderme! No había lugar alguno donde ocultarse. Me di la vuelta apoyando la espalda en los barrotes y gimiendo. Entonces vi al final del pasillo la puerta de la oficina de Borchoff, corrí hacia allí y entré. Oí unos gritos que venían del pasillo al que daba la otra puerta del despacho de Borchoff. Oí el batirse de las espadas y los gritos de una chica. Oí a una mujer gritando lastimeramente, golpeando y arañando histéricamente al otro lado de la puerta. Yo titubeé. Y un instante después, oí cómo se la llevaban y entonces me acerqué a la puerta por la que había entrado. Estaban intentando abrir la otra puerta. Oí las patadas que daban los hombres, y entonces las maderas saltaron en astillas y apareció una mano buscando la cerradura para abrir la puerta. Me volví y salí huyendo por donde había venido.

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