—Quizá vaya a darte más confianza de la que mereces, pero debo correr el riesgo si quiero que el mundo conozca algún día la verdad. Son dos fuerzas viejas como la humanidad y a la vez jóvenes y seductoras. Vosotros, los griegos, supisteis plasmarlas en vuestras diosas olímpicas: Némesis y Afrodita, la venganza y el amor.
Parpadeé varias veces, perplejo ante aquel conciso resumen de la tragedia de Elio Manlio. Decidí que debía de tratarse de una mera coincidencia. Mis enigmas estaban ya lo suficientemente embrollados como para que empezaran a relacionarse entre sí.
—El papel de la venganza es evidente. ¿Y el amor? —hubo aquí una breve pausa, como si la egipcia venciera cierta resistencia interior. Al fin dijo:
—Creo que Tueris le llamaría el complejo de Perseo. Pero tengo la suficiente confianza en mis encantos para pensar que puedo justificar por mí sola esta inclinación.
—¿Araneo? —aventuré. Ella hizo un gesto de asentimiento, preludio de un nuevo silencio. Me decidí a agregar: —Pero tú no me has mandado llamar, ni me has dirigido este discurso, sólo para decirme que el centurión se ha enamorado de ti.
La jaula quedaba en la penumbra del calabozo, pero me pareció percibir una leve sonrisa de la cautiva.
—Mi mensaje es mucho más importante. Quiero que la posteridad sepa cómo y por qué murió Julio César —en mi experiencia profesional empezaba a habituarme a los sobresaltos, pero el brinco que di sobre el asiento probó que aún debía progresar en el aprendizaje.
—¿Murió?
—En estos momentos, morirá —precisó Arsínoe—. Escapó por muy poco la otra noche, pero cuando volvamos a intentarlo no tendrá tanta suerte.
—De modo que la historia del atentado es cierta.
—Completamente. Empecé por insultar a mi hermana, para que me dejara encadenada a la fuente del jardín. Araneo se había procurado un duplicado de las llaves de Tueris. César, con su falsa galantería senil, simplificó el plan al mandar cortar mis ataduras. Entonces salí por la ventana, escalé hasta la terraza, apoyándome en la hiedra, esperé a que un relámpago iluminara el blanco y disparé la jabalina contra el dictador. Solamente me faltó algo de pulso.
—¿Y las huellas bajo la ventana?
—Araneo las borró mientras fingía buscarlas.
No pude evitar cierta decepción ante una explicación tan sencilla del misterio, a la vez que incómodo en mi labor de espionaje. No era aquélla la faceta más agradable de mi profesión. Me consolé pensando que trabajaba para César y que la egipcia, pese a lo lastimoso de su situación, continuaba siendo según sus propias palabras un peligro mortal para mi cliente.
—¿Por qué a Cesar y no a Cleopatra? —quise saber—. Los dos estaban al alcance de tu jabalina.
—Mi ejército fue vencido por legionarios romanos. Mi hermana cree ser reina de Egipto, pero es un simple pelele al son de la música de Roma. Nada puede saciar tanto mi venganza como golpear en el mismo corazón del coloso y ver cómo se tambalea, desangrado por la guerra civil que seguirá a la muerte del dictador.
Arsínoe pronunciaba estas palabras con tal frialdad en su voz que, enjaulada y atada como se hallaba, llegó a producirme un estremecimiento. Como bien había pronosticado ella, mi primera impresión de la cautiva estaba resultando absolutamente errónea.
—Pero por enamorado que esté, Araneo sigue siendo un militar romano. No puede aprobar ese desenlace.
—Araneo ha peleado toda su vida por las libertades republicanas. Piensa que César terminará por proclamarse rey y prefiere el caos a la monarquía.
—Una vez libre en el jardín, tras fallar el tiro, ¿porque no intentaste escapar? Araneo podía haber dispuesto la guardia de forma que no te impidiese la salida.
—Oí las voces de César y supe que había sobrevivido, de modo que decidí esperar la segunda oportunidad. La libertad es muy poca cosa comparada con la venganza. Por otro lado, César tiene un torpe sentido de la caballerosidad. Estaba segura de que no tomaría represalias.
—Pero si le hubieses matado sus hombres te habrían ejecutado inmediatamente.
—No mientras Araneo fuese su jefe. Y con Cleopatra en nuestro poder habríamos iniciado el levantamiento contra los partidarios del dictador.
Traté de asimilar las graves revelaciones de la egipcia. Curiosamente, mi primer caso resuelto —y con toda brillantez, gracias a mi buena interpretación del papel de trágico— me estaba dejando un regusto amargo en la boca. Y en eso la puerta del calabozo se abrió y por ella irrumpieron el chambelán Oiqueneo y seis hombres armados, que conducían a empellones, amordazadas y con las manos a la espalda, a las dos damas de Cleopatra. Me incorporé de un salto, con el espíritu muy poco sereno. Era imposible que nadie hubiese oído mi conversación con la cautiva, pero tras los recientes acontecimientos el propio Aquiles se habría vuelto un poco aprensivo.
—¿Qué es esto? —se sorprendió Arsínoe—. ¿Cómo...?
—¡Cerradle la boca! —le interrumpió el chambelán. Uno de sus hombres se acercó rápidamente a la jaula y pese al forcejeo de la presa anudó en torno a su boca una sólida pieza de cuero.
—No ha hecho nada malo —intercedí—. Teníamos autorización de la reina para...
—La reina no ha autorizado nada —habló desde el exterior una voz femenina. Y con su característico andar pausado, arrastrando tras ella sus mejores galas, Cleopatra entró en el calabozo. Su hermana se debatió entre las ligaduras con una energía inesperada. A una seña de Oiqueneo su esbirro empuñó un cabo de cuerda y golpeó varias veces las costillas de la cautiva, hasta imponerle la inmovilidad.
—No comprendo —dije.
—Nadie puede hablar con la prisionera sin mi permiso personal —respondió la reina—. No temas, ateniense. Ya sé que has sido engañado por mis traidoras damas, que te citaron a mis espaldas. ¿Que te ha contado mi hermana?
—Me ha dado algunas ideas para mi tragedia —contesté con un nudo en la garganta. Cleopatra parecía más peligrosa que nunca.
—Me gustaría comentarlas contigo —manifestó en tono dulce.
—Lo haría con gusto, pero estoy citado con Julio César y no puedo retrasarme ni un momento más —la egipcia aumentó la dosis meliflua en su sonrisa.
—César ha salido de viaje hacia la Galia cisalpina —explicó—. Tardará al menos dos semanas en volver. Pero no te alarmes. También yo voy a estar muy ocupada en las próximas horas, charlando con ciertas desleales servidoras. Espero que regreses en un momento más sereno y podamos discutir con calma los pormenores de tu trabajo.
—Será para mí un honor —asentí, conteniendo a duras penas los deseos de salir corriendo hacia la biga.
La puerta se cerró a mis espaldas, sin que nadie me acompañase escaleras arriba. El infame Araneo acudió a mi encuentro, junto al cuerpo de guardia, con su aspecto inocente de costumbre.
—¿Descubrimientos decisivos? —se interesó. Esperé a estar subido al pescante para contestar:
—En sumo grado —respondí, pensando en la grave omisión cometida por el traidor al no explicar a su cómplice la verdadera naturaleza de mi misión en la villa—. Debo transmitirlos rápidamente a Julio César.
—Le hallarás en el circo Máximo, presidiendo los Ludi Magni. Es un gran aficionado a los caballos.
—Te equivocas. Ha salido de viaje hacia la Galia cisalpina —el centurión no pareció sorprenderse.
—Siempre ha sido un hombre inquieto, incapaz de cumplir un programa establecido. Bien, cuando termines tu trabajo me gustaría que me explicases todo lo que has descubierto. Al fin y al cabo, he asistido al drama desde una localidad preferente.
Medité sobre las revelaciones de la egipcia durante el viaje de vuelta, con tal intensidad que podía haber llevado al asesino en el pescante sin reparar lo más mínimo en él. No había motivos para dudar de la sinceridad de Arsínoe, pero me resultaba desconcertante aquella prueba de confianza en un extranjero desconocido, pagado por sus enemigos. Y era obvio que la brusca irrupción de Oiqueneo y Cleopatra tenía alguna justificación que escapaba por el momento a mi perspectiva.
Me encogí mentalmente de hombros. Yo no era más que un profesional que había cumplido su misión y, aunque el método utilizado no me parecía especialmente glorioso, los cinco talentos de César iban a ser un precioso reconstituyente de mi economía. Cierto que habría de esperar su regreso de la Galia cisalpina, con el consiguiente riesgo de que el centurión traidor se diera a la fuga, pero los deberes con mi clientela me impedían ausentarme y, por fortuna, la detención de los culpables no formaba parte de los deberes de mi oficio.
Uno de los criados de Antonio me dijo que su amo había venido a buscarme a primera hora, con intención de que asistiéramos juntos a los Ludi Magni y multiplicásemos nuestros ahorros por el fácil procedimiento de apostar por el invencible tiro de los verdes. Expresé mi sentimiento por perder la oportunidad y me dirigí al consultorio, en el que aguardaba Marcia con expresión aburrida.
—¿Dónde se meten tus clientes? —protestó—. No ha venido casi nadie en toda la mañana.
—Deben estar en los Ludi Magni —alegué—. ¿Quién ha sido la excepción?
—El sirio de los pendientes. Preguntó si ya habías localizado a su sobrina. Sus bailarinas actuarán esta noche por última vez en la casa de Cornelio Balbo y embarcarán hacia Antioquía mañana a mediodía.
—Se me había olvidado el sirio.
—Tienes muy mala memoria para algunas cuestiones. Tampoco hemos ido todavía a ver a mi abuela.
—En cuanto tengamos un rato libre —accedí—. Ahora hay que encontrar urgentemente a esa sobrina. Pero primero vamos a comer —resolví, dirigiéndome a la cocina.
—No tengo apetito. He estado picoteando algunas cosillas mientras te esperaba.
—¿Cómo algunas cosillas? Has dejado la despensa como Sila dejó Atenas después de tomarla al asalto.
—Le deseo que encontrase algo mejor que las cuatro lechugas que almacenabas.
Empecé a ingerir los restos del saqueo, mientras Marcia, sentada en el borde de la mesa, se interesaba:
—¿Cómo vas a dar con ella en una ciudad como ésta?
—Con mi intuición de exquiriente. Con un leve margen de error yo situaría a la sobrina de un sirio en el barrio del Celio, muy cerca del templo de Ishtar. Iremos allí, le tocaremos la cicatriz de la frente con cualquier excusa y aprovecharemos la ocasión para interrogarle sobre sus tratos con Tóculo y Timoleón. Empieza a ser muy sospechoso que tanta gente conozca la profecía del lagarto y del león. —Marcia enhebró mentalmente las piezas de mi programa.
—¿Proelia? —planteó. Le expliqué rápidamente la coincidencia entre los datos aportados por el oriental y los rasgos de la sibila y concluí:
—El único inconveniente es que Timoleón y Tóculo saben que investigo la muerte de Siderobros. Si ella es su cómplice habrá sido alertada y no dirá ni una sola palabra delante de mí.
—Iré a verla yo sola —propuso Marcia.
—Jamás —negué con convicción—. Estamos en un momento muy delicado de la investigación. Como mucho puedes acompañarme.
—Utiliza un disfraz. En casa de mi padre hay varias docenas. Pintado de negro, con la cabeza rapada y un taparrabos de piel de leopardo serás un nubio estupendo.
—No tengo ninguna intención de pintarme de negro —afirmé, ante la desilusión de la joven—. Ni mucho menos de circular por Roma en taparrabos, sea de la piel que sea.
—Careces por completo de sentido escénico.
—Hasta el momento me ha ido muy bien sin él.
Durante el trayecto opuse mi firme negativa a sus sugerencias de disfrazarme de jinete escita o mercader parto y razoné pacientemente a Marcia sobre la sorpresa de Proelia al ver irrumpir en el consultorio a un rey asirio con su barba. Al fin, tras una breve espera junto a la puerta Querquetulana, a espaldas de casa de Laurencio, Marcia reapareció con un simple manto largo, rematado con un capuchón muy adecuado para ocultar mis facciones sin provocar un alboroto por las calles romanas.
—Mi padre me ha descubierto —anunció tristemente la joven—. He tenido que decirle que mi amiga de Paestum está enferma y he debido interrumpir mi visita.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Que me obliga a regresar a casa al anochecer.
—Es precisamente lo que ha de hacer una muchacha de tu edad.
—Me echarás de menos cuando te ataque el asesino de turno —reparé en que llevaba una coronita vegetal en las manos y me interesé por su finalidad—. Es una corona de muérdago, de las que usan las druidesas —reveló—. Mi padre me la trajo de una gira por la Galia.
—¿Para qué quieres una corona de druidesa?
—Tú déjame hacer a mí —solicitó Marcia, provocando la inquietud consiguiente.
El sonriente y mofletudo esclavo Marcelo volvió a abrir la puerta y nos escoltó hasta la cripta, sin mostrar la menor sorpresa por mi condición de encapuchado. Al fin y al cabo no debía de ser extraño que algunos de los clientes de la sibila prefiriesen guardar el incógnito. Marcia avanzó a mi lado por el subterráneo, evidentemente encantada por la aventura. Al acceder al interior del templo, con sus velitas ardientes, la estatua de la diosa sobre el peñasco y el gran brasero sagrado, palideció de emoción, ante un decorado tan teatral como el que ella misma habría diseñado.
Proelia bajó sus velos negros por la escalinata de la roca y fijó su atención en mi capucha.
—¿Por qué se cubre el rostro? —planteó. Marcia le pidió silencio con un gesto disimulado, mientras se acercaba a su oído:
—Lepra —susurró; o al menos eso deduje del movimiento de sus labios y del ademán de aprensión de la hechicera. Fuera esta respuesta u otra, resultó lo bastante eficaz como para que Proelia no insistiera y se mantuviera a una prudente distancia, cuidando de no rozar mi manto, mientras nos rodeaba con el reguero de sal.
—¿Qué futuro queréis desvelar? —preguntó la bruja, situada de nuevo tras el brasero.
—Hemos venido desde Lugdunum, en las remotas tierras de la Galia transalpina, para saber si mi esposo encontrará remedio a su mal. —Proelia tomó el recipiente de vidrio, dejó caer unas gotas de líquido verde sobre las brasas y anunció lúgubremente:
—El reino de los muertos va a abrir su puerta.
—No parece una respuesta muy difícil para un leproso —me cuchicheó Marcia. Por lo que a mí respecta la impresión resultó bastante más fuerte.
—Pregúntale cuándo —indiqué.
—¿Cuánto tiempo tardará en abrirse? —insistió mi ayudante. Tras lo cual añadió, en un inevitable vocativo esquiliano—: ¡Oh, poderosa hechicera! —la sibila repitió la operación y respondió: