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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

La emperatriz de los Etéreos (11 page)

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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—¿Opaca? —repitió Bipa, desconcertada. No era la primera vez que la llamaban de aquella manera. Sonaba a insulto, pero no estaba segura, y odiaba no entender lo que estaba sucediendo. Pasó por alto, sin embargo, el tono del individuo pálido y añadió:

—Llevo muchos días viajando y estoy cansada y hambrienta. Me preguntaba si podría alojarme aquí esta noche...

Se interrumpió al darse cuenta de que el otro la miraba de arriba abajo, con evidente fastidio.

—No vas a ser del agrado de Gélida —comentó.

—Por lo poco que sé de ella, sospecho que tampoco Gélida va a ser de mi agrado —replicó Bipa, molesta—. Pero ni siquiera ella puede llegar al extremo de dejar a una persona a la intemperie, aunque sea una
opaca
. ¿O es que tu Gélida no tiene corazón?

Al mencionar la palabra «corazón», los ojos del hombrecillo se posaron en el
Ópalo
que descansaba sobre el pecho de Bipa, y sus labios se curvaron en una extraña sonrisa, que la chica encontró sumamente desagradable. Tuvo la impresión de que aquel rostro blanquecino no solía sonreír a menudo.

—Ven —dijo el hombre; dio media vuelta y echó a andar hacia el interior de la casa. O tal vez andar no fuera el término correcto; más bien cabría decir que «se deslizaba», como los niños de las Cuevas cuando patinaban sobre el lago helado.

Bipa nunca había aprendido a patinar, porque lo consideraba inútil y peligroso, y en aquel momento se arrepintió de no haberlo hecho. Trató de seguir al hombrecillo a través del corredor, pero pronto resbaló, cayó de nuevo y se encontró sola. El gigante de hielo había vuelto a su puesto en la puerta, y su guía se había alejado ya demasiado.

Con un suspiro, Bipa se levantó de nuevo y avanzó, como pudo, aferrándose a los salientes de la pared. Cuando llegó por fin al final del pasillo desembocó en una amplia sala, con un techo altísimo del que colgaban enormes carámbanos de hielo que irradiaban una luz pálida y fría, similar a la de la
Estrella
. Bipa se obligó a apartar la mirada y a centrarla en el individuo macilento que la había guiado hasta allí, y que la aguardaba junto a la puerta. A su lado había una mujer alta y huesuda, también muy delgada —la joven empezó a perder la esperanza de que le dieran bien de cenar—, y vestida y peinada en el mismo estilo que su compañero, con el pelo y la cara tiznados de blanco y ropas albas y finas, similares a hojas marchitas.

—¿Eres Gélida? —le preguntó Bipa sin rodeos.

La mujer torció el gesto.

—Sigúeme —dijo solamente, y desapareció a través de una puerta rematada en un arco apuntado. Bipa se volvió hacia el tipo pálido, pero éste se había quedado donde estaba y se limitó a mirarla con desdén. De modo que ella se apresuró a seguir a la mujer, como pudo, a través de salas y corredores. Como tenía que esforzarse por mantener el equilibrio, no pudo fijarse en lo que sucedía a su alrededor, pero sí vio de reojo a más personas pálidas y delgadas, con el cabello de punta, como llamas blancas enmarcando sus rostros empolvados de tiza. Vio también a algunas criaturas de hielo, pero más pequeñas, de tamaño humano, que se deslizaban por los corredores, haciendo crujir sus articulaciones. El motivo por el cual eran capaces de moverse resultaba un misterio que habría tenido a Aer ensimismado durante semanas, pero Bipa no le prestó atención en aquel momento. Tenía cosas más importantes en que pensar.

La mujer la llevó hasta una pequeña habitación con una cama, un arcón y una cómoda.

—Aséate y cámbiate de ropa —le ordenó—. Podrás ver a Gélida a la hora de cenar, pero sólo si estás presentable.

Bipa abrió la boca para replicar, pero la mujer ya se había dado la vuelta, con un crujir de su túnica, y se alejaba por el pasillo.

La muchacha suspiró. La habitación era fría y austera, pero mucho mejor que cualquiera de los lugares donde había dormido desde que abandonara su casa. Y además habían dicho que le darían de cenar.

Corrió la cortina que hacía las veces de puerta y dejó su mochila en un rincón. Probó la cama; estaba bien, aunque las sábanas eran muy finas y no había mantas. Tampoco había nada parecido a una chimenea en la habitación. Bipa supuso que no podrían encender fuego en aquel lugar, porque se vendría todo abajo. Por fortuna, llevaba manta y abrigo encima y, con un poco de suerte, no pasaría frío aquella noche.

Se acercó a la cómoda y vio una palangana llena de agua. Estaba tremendamente fría, pero aun así aprovechó para lavarse la cara y las manos. Se preguntó si la gente del castillo de Gélida tomaba baños calientes alguna vez, y suspiró con añoranza. Lo más parecido a un baño caliente que había tomado en los últimos tiempos había sido una especie de ducha, allá en su cueva de las montañas, derramando por encima de su cabeza una olla de agua, procedente de un montón de nieve calentada al fuego.

Descubrió sobre la cómoda varios botes con polvos blancos, que, adivinó, estaban destinados al maquillaje de la piel y del pelo. «Ni hablar», se dijo a sí misma. Abrió el arcón y extrajo de él varias prendas del mismo material fino y translúcido. Escogió una túnica similar a la que le había visto a la mujer que le había guiado hasta allí. «Me voy a morir de frío con esto», pensó. Pero la promesa de la cena era demasiado tentadora, por lo que se despojó de su abrigo y de su cálida ropa y, tiritando, trató de ponerse la túnica.

No tardó en comprobar que era demasiado estrecha para ella. Lo intentó con todas las prendas que sacó del arcón, pero, invariablemente, parecían hechas para gente mucho más delgada, por lo que volvió a dejarlas en su sitio y soltó la tapa, con un estrépito que delataba su mal humor. Volvió a ponerse su propia ropa y se sintió mucho mejor. Poco a poco, fue entrando otra vez en calor.

Al cabo de un rato regresó la mujer a buscarla. Torció el gesto al verla tranquilamente sentada en la cama, todavía embutida en sus ropas de lana y piel.

—¡Opaca! —la riñó—. ¿No te he dicho que te vistieras con algo más apropiado?

—Me llamo Bipa —replicó ella—. Y lo habría hecho si tuvieseis ropa para gente normal, y no sólo para esqueletos andantes.

—¡Esqueletos andantes! —repitió la mujer, pasmada—. ¡No has comprendido nada acerca de nuestra verdadera esencia, pequeña
opaca
! Nosotros, los
pálidos
, hemos emprendido ya el camino del
Cambio
. Sin embargo, a ti todavía te falta mucho para llegar a nuestro nivel. ¡Deberías agradecer que te hayamos permitido entrar en el hogar de nuestra señora! ¡Deberías suplicarnos que te ayudemos a alcanzar un estado adecuado de esbeltez! ¡Deberías avergonzarte de tu aspecto!

—¿Avergonzarme, yo? —soltó Bipa, que apenas entendía lo que le estaban diciendo—. ¿Por qué razón? ¡En cualquier caso, me daría vergüenza parecerme a ti!

La mujer palideció un poco más, si es que esto era posible.

—¡Cómo osas hablarme así, tú que eres un... cúmulo de carne! —le echó en cara—. ¡Ni siquiera has tenido la decencia de blanquearte el pelo por lo menos! ¡Eres... eres repugnante!

Bipa montó en cólera.

—Mi pelo es mío, me gusta así y no quiero cambiarlo —replicó—. Y no soy un cúmulo de carne. Soy una mujer y tengo formas de mujer, y si estuviera tan delgada como tú me moriría de frío. En el lugar del que vengo, los padres alimentan bien a sus hijos para que sobrevivan a las noches de ventisca y a los tiempos de escasez, y nadie adelgaza hasta que se le marquen las costillas, a no ser que esté muy enfermo, cosa que, por supuesto, no es un estado que nadie en su sano juicio desee alcanzar. Y lo que sí es verdaderamente repugnante es tu forma de tratar a las visitas.

La mujer entornó los ojos y le dio una bofetada en pleno rostro. Ella se la devolvió en un acto reflejo. La otra la contempló, horrorizada, como si estuviese viendo un monstruo, y salió huyendo por el pasillo, deslizándose con precipitación y dejando escapar cortos alaridos de terror.

Bipa respiró hondo y trató de calmarse. No se arrepentía de haberle dicho todo aquello, pero estaba empezando a pensar que debería haber contenido su lengua. Ahora no le darían de cenar, si es que era cierto que en aquella casa se comía alguna vez.

En cualquier caso, no podía quedarse esperando. Volvió a abrir el arcón y sacó unos zapatos que había visto antes, y que tenían una suela que parecía ofrecer cierta resistencia al hielo. Se los puso, suponiendo que con ellos le sería más fácil deslizarse por los pasillos. Tras esconder su mochila debajo de la cómoda, se asomó al exterior. No vio a nadie. Salió al pasillo, dispuesta a explorar el hogar de Gélida.

Al principio avanzó con precaución, escondiéndose tras los marcos y las columnas de hielo para evitar que la vieran, pero, poco a poco, fue olvidándose de tener cuidado. La vida en aquel lugar le parecía tan extraña y sin sentido que una parte de sí misma estaba convencida de sufrir los efectos de un sueño absurdo del que no había despertado aún.

Habitaba poca gente en el inmenso palacio, aquel monstruoso esqueleto frío y blanquecino, que más se parecía a una gigantesca cáscara hueca que a un hogar de verdad. Muchas de esas personas, si es que lo eran realmente, estaban conformadas de hielo, como los gigantes de la entrada. Éstos parecían más bien ejercer funciones de criados o de vigilantes; pero, si en realidad vigilaban algo, o bien lo hacían con escaso interés o no consideraban que Bipa fuese digna de su atención, porque apenas la miraban cuando pasaba por su lado.

Las personas de carne y hueso —o, mejor dicho, se corrigió Bipa desdeñosamente, «de piel y hueso»—, los
pálidos
, como los había llamado la mujer con la que había discutido, sí reparaban en ella. Su presencia interrumpía conversaciones y atraía miradas de reprobación. Pero nadie le dirigió la palabra ni trató de averiguar qué hacía ella allí. Se limitaban a torcer la cara en una mueca de disgusto y a retomar sus actividades, volviéndole la espalda y fingiendo que no la habían visto.

Y sus actividades parecían tremendamente insustanciales. Charla insulsa y vacía, risas forzadas, juegos de manos, coqueteos frívolos... Incluso aquellos que se dedicaban a cosas más prácticas, como supervisar a las criaturas de hielo o trajinar en una gran sala, llena de utensilios, recipientes y alacenas, que Bipa deseó con fervor que fuese una cocina, lo hacían de forma indolente, como si aquellas tareas fuesen demasiado mundanas para ellos. Bipa no tardó en sentirse espantosamente fuera de lugar. Ya no se trataba sólo de que fuese extranjera en el palacio de Gélida, o de que aquellas personas pensaran y actuaran de una forma incomprensible para ella. Era que tenía la sensación de que ni siquiera eran humanas. No más que aquellos seres de hielo que recorrían los pasillos. Con todo, Bipa no pudo evitar pensar que los habitantes del palacio de Gélida estaban frustrados por alguna razón. Había en sus ojos un leve brillo de añoranza, no como el de Nuba, que echaba de menos a su hombre, sino más bien parecido al de Aer: un anhelo de algo que escapaba al entendimiento de Bipa. Un deseo de estar en otra parte, una «Otra Parte» que tal vez habían visto en sueños o a través de los cuentos de una madre. Bipa casi los compadeció. Nunca había podido comprender que Aer quisiera cambiar las Cuevas por alguna otra cosa. Pero no le costaba nada entender que cualquier persona sintiese deseos de escapar de la morada de Gélida.

Sacudió la cabeza para alejar aquellas ideas de su mente. Los
pálidos
exhibían con orgullo sus ropas finas y sus rostros empolvados. A juzgar por la forma en que miraban a Bipa, parecían considerar un honor vivir allí y de aquella manera. La joven empezó a preguntarse qué clase de mujer sería Gélida, y por qué aquellas personas, que por lo visto vivían según sus reglas, estaban orgullosas de hacerlo.

No tardó en hallar respuesta a aquellas preguntas. Momentos después, el sonido de una campanilla, vibrante y apremiante, llegó a todos los rincones del palacio. Todos los
pálidos
dejaron lo que tenían entre manos y se pusieron en marcha, a través de pasillos y estancias, siguiendo la voz de la campanilla. Bipa fue tras ellos.

Llegaron a un enorme salón con una larguísima mesa que lo ocupaba prácticamente por completo. En uno de los extremos de la misma había un alto trono, reservado, sin duda, para la señora de la casa.

Bipa se obligó a apartar la mirada de la mesa, donde ya habían dispuesto servicios de cristal que anunciaban la cena, para echar un vistazo a su alrededor en busca de Gélida. Se preguntó si la reconocería: todas aquellas personas blancas y delgadas le parecían iguales. Sin embargo, no tardó en tranquilizarse en ese sentido, porque supo quién era Gélida en cuanto la vio, y entendió, de golpe, por qué ella tenía la silla más grande, y por qué aquellas personas vivían en su palacio de aquel modo.

Gélida estaba junto al ventanal, conversando con dos hombres y una mujer que se habían acercado a saludarla. Lucía ropas del mismo estilo que los demás, pero, sin ninguna razón aparente, las suyas parecían más ligeras, más vaporosas. Su delgadez se asemejaba más bien a la esbeltez de un junco. Su rostro era niveo y su cabello, de color blanco, sin necesidad de polvos, tintes ni afeites. Sus ojos parecían cristales de nieve.

Era a ella, comprendió Bipa entonces, a quien los
pálidos
trataban de imitar. Y tuvo que admitir que era una dama hermosa, a pesar de aquella insana delgadez que ella llevaba con gracia natural. Pero, si hubiese sido tan sabia como hermosa, no habría permitido que aquellas personas la copiaran de un modo tan artificial. «Maga no lo habría aceptado», pensó, y se preguntó por qué se habría acordado de ella en aquel instante. En cualquier caso, pensar en Maga le hizo recordar el motivo por el que estaba allí. Ignorando las miradas de desaprobación de la gente, se adelantó desde el lugar que ocupaba, en un discreto segundo plano, y se acercó a Gélida.

Ella escuchaba, con la cabeza ligeramente inclinada sobre su cuello de cisne, la aduladora chachara de uno de los hombres, pero no parecía ni molesta ni complacida. Su frío rostro de esfinge no mostraba la menor emoción.

Cuando advirtió la presencia de Bipa, levantó la mirada y la clavó en ella. No dijo nada. Aguardó, como habría aguardado la imagen de una diosa, inmóvil e inconmovible, a que sus fieles depositaran ofrendas a sus pies.

Pero Bipa no era una de sus fieles, ni pensaba serlo.

—Hola —saludó—. Me llamo Bipa, y vengo de las Cuevas. Me gustaría hablar contigo un momento.

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