Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Como he dicho, también era curioso. Como al resto de nosotros, le preocupaba el éxito, pero él había vivido en el extranjero, y sabía que podía llegar por distintos caminos. Los muchachos de Saint Augustine comprendían el valor mundano de los deportes, de la experiencia mercantil y financiera, pero Grafton había visto en París calles con el nombre de poetas y filósofos, había conocido a artistas e incluso actores que eran tomados muy en serio por su familia. Él no se reía, como algunos compañeros de sexto grado (aunque a escondidas), de la figura lenta del señor Sayre. Sabía que el mundo literario profesaba un gran respeto por las traducciones de Sófocles que él había hecho, y también sabía que el viejo maestro le daba mil vueltas a los demás profesores. Me dijo que él podía contribuir al libro del señor Sayre con algunas historias de su padre. El señor Pope había sido uno de los primeros estudiantes del colegio.
—Sí, lo sé. El señor Sayre lo describió como un fauno dorado.
—Me temo que esos cuernos han crecido bastante con el paso de los años —se rió Grafton—. No creo que el señor Sayre apreciara a mi padre. El otro día al salir de la capilla me paró para preguntarme: «¿Y cómo está tu querido padre? He oído que tiene un maravilloso yate con el que navegar por el Egeo. No creo que sea solamente para renovar su relación con la
Odisea.
No, no creo que sea eso en absoluto. Aunque fue un buen estudiante de griego. Realmente, es una pena que los mejores estudiantes dejaran de estudiar griego. Es una pena, sí. Bueno, bueno. Así es la vida ¿no? Que tengas un buen día, querido muchacho».
Grafton era un imitador nato. Podría haber sido el propio señor Sayre quien hubiera hablado. Pero cuando esa tarde le llevé a nuestra sesión, fue para contemplar una visión muy distinta del veterano profesor.
Era un día extremadamente frío, y en su estudio descubrimos al venerable sabio calentándose el trasero frente al fuego de la chimenea. Literalmente. Su trasero redondo y rosado estaba completamente al descubierto ante nosotros porque no llevaba puesto más que un gorro tirolés con una pluma escarlata y unas brillantes botas altas negras. Llevaba un cigarrillo en una mano y en la otra un volumen que leía atentamente.
—¡Oh, señor, perdone! —dije con la voz entrecortada, y me volví para alejar a Grafton de la puerta.
—Oh, eres tú, Oscar. Entra, entra. Ya veo que te has traído un amigo. ¡Pero si es Pope hijo! ¡Qué bien, estupendo! Avisaré para que traigan el té.
Parecía completamente inconsciente de su estado cuando apretó el botón de su mesa, y me imaginé lo asustada que podría sentirse la criada.
—¡Pero señor...!
—¿Sí, muchacho?
—¿No debería ponerse usted la ropa? —Había visto su batín, de suntuosa seda roja, apoyado en la silla y al instante el práctico Grafton lo cogió y se adelantó para dárselo.
—¡Dios mío, gracias! ¿Qué habría pensado Nellie?
Dejó que Grafton le pusiera el batín por los hombros, e incluso que le atara eficientemente el cinturón.
—Quería el beneficio absoluto de ese maravilloso fuego y he debido de olvidarme de mí mismo. Gracias, querido... Grafton ¿no? Te has ocupado de mí.
Tengo que admitir que Grafton dio muestras de los buenos resultados de su educación europea. Pasó por alto el episodio como si nuestro anfitrión no hubiese sido culpable más que de un cuello mal abrochado. En la conversación que siguió al té, que la vieja Nellie había llevado (ella probablemente se habría tomado con bastante calma la desnudez de su jefe), Grafton charló animadamente de los recuerdos de su padre sobre los años del colegio.
—Dice que fueron los días más felices de su vida, señor. No sé cómo se lo habrán tomado sus esposas, pero adora charlar de los domingos por la tarde cuando paseaba con usted por la orilla del río Alph, recitando los coros de Eurípides.
Yo apenas pude evitar una punzada de celos por la rapidez con la que Grafton se había convertido en mi igual ante la buena disposición de nuestro anfitrión. El señor Sayre entonces se levantó con entusiasmo para abrir una estantería de la que sacó un enorme álbum y nos mostró unas fotografías sobreexpuestas de profesores y muchachos en aquella primera década de la historia de la escuela.
—Como podéis ver, éramos casi como una familia entonces. La relación entre profesor y alumno era mucho más informal y amistosa. La disciplina se mantenía más a base de respeto mutuo que de castigos o malas notas. La superioridad del profesor no era más que la natural del hombre respecto al muchacho. Éste sabía que el hombre mayor estaba simplemente ayudándole a hacerse un hombre, y no le guardaba rencor alguno. Mirad esta foto del doctor Ames. ¿No le obedecería instintivamente cualquier muchacho? Mirad esa frente serena, esos hombros fuertes, esos ojos fijos y penetrantes.
La fotografía mostraba al doctor Ames en pantalón corto y con un jersey sin mangas con una pelota de fútbol en la mano. Estaba realmente guapo.
—Todavía es un hombre de figura esbelta, desde luego. ¡Pero entonces era un dios griego!
—Un dios episcopaliano, señor —aventuró Grafton con una sonrisa.
—Eso es, muchacho. Correcto. No debo permitir que me dominen los clásicos. — El señor Sayre se inclinó para observar detenidamente el parecido de su amigo—. Sí, creo que podemos descubrir al episcopaliano en esa fuerte barbilla. Quizá un poquito demasiado fuerte. Pero un líder tiene que ser así. Y él era toda una alegría en aquellos tiempos.
Pasó la página y entonces de pronto volvió atrás con una sonrisa astuta.
—¡Ah! Ésta no se puede enseñar a las chicas. — Y habiendo dejado claro nuestro privilegio, volvió a la página por segunda vez—. Así me pillasteis cuando llegasteis. Una foto de nuestra antigua alberca. Los profesores y los muchachos solíamos bañarnos juntos
in puer is naturalibus.
Grafton y yo examinamos la página con un tremendo interés. Las pálidas figuras de los bañistas dentro y fuera del riachuelo aparecían muy blancas contra el fondo negro, pero se podían apreciar algunos detalles físicos. Era evidente que no llevaban trajes de baño.
—Es como ese famoso cuadro de Thomas Eakin, ¿lo conocéis? —preguntó el señor Sayre—. Sin falsa modestia. La inocencia y la belleza de un Edén, libre de Evas y tentadoras ápodas. El hombre en su juventud, fuerza y plenitud de destino. Como los griegos. Tan ligero y claro como el cielo. ¡Cuán maravillosamente lo reflejó Walter Pater! Aquí lo tengo.
De entre los libros de Pater, en la estantería de detrás, extrajo el volumen
Estudios griegos
y lo abrió por la página en la que había ya un marcador. Entonces leyó en voz alta el que era, evidentemente, su pasaje favorito. «Y aquí los artistas no han mostrado a los guerreros griegos con las ropas que realmente deberían de llevar puestas, sino desnudos, la carne más clara que la dorada armadura, la forma del hombre que, cual encarnación del espíritu heleno, cual evocación de la templanza, irrumpe en el estridente arte arcaico.»
Aquí el señor Sayre tiró despreciativamente de los botones dorados de su espléndida bata como para dar a entender que cubría algo aún más delicado.
—Arte arcaico —observó con desdén—. Asiático. Siempre anteponiendo el detalle recargado a lo simple, lo natural. Las imágenes de sus dioses tienen sinfín de piernas y brazos. ¡Qué desagradable!
De vuelta al colegio después de tomar el té, Grafton estuvo terriblemente obsceno.
—¿Crees que el viejo muchacho cree realmente que su barriga prominente y descolgada y las piernas huesudas que nos ha enseñado eran la encarnación del espíritu helénico? ¡Vaca sagrada! ¡No pude taparlo más deprisa! Pero en serio, Oscar, yo no iría allí solo otra vez si fuera tú. Podrías encontrarte atrapado en un embarazoso jueguecito de policías y ladrones.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ¿no te estaba esperando sólo a ti? ¿A qué viene recibirte en cueros?
—¡No! ¡Me dijo que podía llevar un invitado!
—Bueno, tal vez había planeado una especie de
jeu de trois
.
—Grafton Pope, tienes una imaginación muy sucia. Has pasado demasiado tiempo con los franchutes.
Grafton se rió de modo grosero.
—No hace falta haber estado en el alegre París para reconocer a una reinona cuando la ves.
Yo estaba demasiado enfadado para continuar con el tema. Él hizo unos cuantos comentarios vulgares más, pero me negué responder, y volvimos al colegio muy enfadados. Sabía que convertiría nuestra visita en una historia que contar, y sufría profundamente al pensar en las burlas y las mofas a las que el pobre e inocente señor Sayre estaría expuesto. Pero lo que más me preocupaba era la sospecha de que el señor Sayre pudiese escribir un libro en el que gente como Grafton viese todo tipo de cosas que él nunca había querido decir. Los Grafton del mundo —y seguramente eran legión— podían imaginar al autor de esos pasajes de albercas rurales como la pobre criatura desnuda que yo había visto esa tarde. ¡Era intolerable!
Estuve sopesando mis recelos durante dos días y decidí que la única persona en el campus con quien podía hablar de ellos discretamente era el señor Carnes.
Leslie Carnes, mi profesor de inglés, era un hombre de tez oscura, un hombre joven y muy serio que trataba a los muchachos con la misma gravedad que a los otros profesores y que albergaba una gran pasión por la literatura inglesa, que me había transmitido. También era mi tutor de dormitorio, y siempre estaba disponible para todos aquellos que quisieran hacerle una consulta. Cuando le llevé a su estudio algunas de las páginas del libro del señor Sayre que había pasado a máquina, esperó a que yo me explicara antes de leerlas. Cuando hube terminado, inclinó la cabeza con sumo interés y comenzó a leerlas. Tras quince minutos en absoluto silencio levantó la cabeza con una extraña mirada.
—¿Te ha dado permiso el señor Sayre para enseñarme estos papeles, Oscar?
Incluso con la tensión que estaba soportando, me di cuenta de que él tenía que haberme preguntado eso antes de leerlos.
—No, señor, pero estoy seguro de que no le importaría. Después de todo pretende publicarlo.
—Sí, creo que me lo ha dicho. Y sé que el profesor Ames ha mostrado interés en su libro. Pero ¿qué es lo que deseas consultarme?
Pero no iba a ser yo el primero en expresar una sospecha.
—Bueno, señor, si no le sorprende nada en esas páginas, supongo que no tengo nada que consultarle.
Sonrió. Pero su sonrisa era forzada.
—Como Hamlet dijo del enterrador, debemos de hablar de los hechos, o el error nos perderá. Sí que veo algo que me preocupa en esas páginas. Me pregunto si es lo mismo que te preocupa a ti.
—Señor, no es tanto lo que yo veo como lo que otros pueden ver.
—Ya veo que no te voy a pillar. De acuerdo, amigo. Hay demasiada belleza masculina.
Respiré con alivio.
—Eso es, señor.
—¿Pero tú crees que el señor Sayre ve algo malo en ello?
—¡Oh, no, señor!
La mirada del señor Carnes era interrogante. Después asintió con la cabeza.
—Yo tampoco. Es un inocente de Dios. Una especie de san Francisco erudito. Seré muy franco contigo, Oscar. Lo mereces. Te has encontrado con un asunto delicado y lo has manejado con ternura y tacto. Yo creo que es posible que en su juventud el señor Sayre amara al doctor Ames con un amor más fuerte que el que los hombres sienten normalmente por los otros hombres. Y aun así, nunca tanto como para haberlo tocado. Quizá nunca quisiese hacerlo siquiera. Algunas personas llaman a eso sublimación. Eso no es malo. Por aquí, algunas mujeres decentes y cabales deciden vivir juntas, a menudo para siempre. A tales uniones se las llama «matrimonios bostonianos». El señor Sayre ha elegido vivir cerca del director. La señora Ames le trata como a un hermano, y los niños de Ames le llaman tío Philemon. Pero es absolutamente correcto que te preocupe lo que puedan comentar las lenguas maliciosas de un hombre que siente algo parecido por otro hombre. Por eso resulta vital proteger al señor Sayre de sus relatos acerca de sus entusiasmos. Si alguna vez se enterara de que hemos tenido esta conversación, su viejo corazón se le rompería.
—¿Qué hará usted entonces, señor?
—Le enseñaré estas páginas al señor Ames. No te preocupes. No se mencionará tu nombre. El director, que a pesar de su profunda fe es un hombre de mundo, sabrá qué hacer. Sospecho que, sencillamente, le preguntará al señor Sayre si le deja leer el manuscrito que todo el mundo sabe que está escribiendo. Una vez que haya leído el escrito, el doctor Ames actuará en beneficio de todos. Y del señor Sayre también.
—¿No será demasiado severo con él?
—El doctor Ames nunca actúa como un director con sus amigos. Puede ser extraordinariamente amable.
Y de hecho, yo mismo pude ser testigo de esa faceta del director solamente una semana más tarde, cuando apareció sin anunciarse y con una amplia sonrisa durante mi siguiente sesión con el señor Sayre.
—No me disculpo, mi querido Philemon, por interrumpirte en el trabajo con tu joven amanuense. Al contrario, vengo a presentar una queja. Es la comidilla de la ciudad que estás escribiendo un libro acerca de la fundación del colegio. Y ¿puedo preguntarte por qué no has buscado consejo en tu amigo más antiguo y cofundador? ¿No sé nada de estos temas? ¿O es que no tengo nada que ver con estos temas?
—¡Alcott, mi querido compañero, por supuesto, claro que sí! ¿De qué trata mi libro sino de ti y de tus maravillosos sueños? ¿Cómo iba a ser de otra manera? —Recuperándose de la sorpresa de la repentina intrusión del amigo, el señor Sayre se puso de pie algo inseguro y dio unos cuantos pasos para abrazarlo—. Mi única duda para dejarte el borrador era que sabía que podían no gustarte mis quejas acerca de algunos de tus últimos programas. Pero eso sólo es una nimiedad. Claro que vamos a compartir todo lo que he escrito hasta ahora. Fairfax te dará ahora todo lo que ha pasado a máquina. ¡Tú estás excusado hoy, Oscar, pero vuelve la semana próxima y verás cómo el director ha mejorado mi humilde comienzo!
Pero cuando volví el miércoles siguiente, fue para encontrar a un autor bastante distraído. Mascullaba cosas de un modo que yo no podía entender. Estaba enredado con todos los utensilios de su mesa y evitaba mi mirada. Poco a poco, comencé a darme cuenta de que estaba despidiendo a su ayudante. Al parecer, el doctor Ames le había dado algunas ideas estupendas sobre las que tendría que pensar y, por ahora al menos, no necesitaría ayuda editorial o mecanográfica. Pero quería, por supuesto, que supiese que había sido de una gran utilidad para él y que apreciaba enormemente todo lo que había hecho. Y se explayó durante un buen rato. Yo estaba seguro de que no me llamaría nunca más.