La educación de Oscar Fairfax (25 page)

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Authors: Louis Auchincloss

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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Gordon se levantó y caminó hacia la ventana. Tras contemplar el cementerio de la iglesia de la Trinidad, se volvió hacia mí.

—Bien. Suponiendo que aceptara tu observación acerca del chivatazo, ¿crees que puedo ser el consejero de unos albaceas que han ocultado maliciosamente la destrucción de un documento vital?

—¿Albaceas?

—James Stairs es un albacea.

—Uno de cuatro. El Banco Central es el principal. Puedes estar seguro de que ellos no albergan sospecha alguna acerca de lo que pueda o no haber pasado.

—Pero aun así...

—Bien, si tu conciencia es tan delicada, puedo encargarme de que no intervengas en las herencias. Un asociado no es responsable de las decisiones de la firma.

—Cierto. Pero esta herencia estará administrándose al menos durante tres años. Y si se me hace socio a primeros de enero, seré responsable, legal y moral, de todo lo que suceda en adelante, incluida la preparación de la declaración del capital de los Stairs, que incluirá la falsificación testamentaria de un hecho material.

—Entonces, ¿qué propones?

—Renuncio a la sociedad. Y para ser totalmente consecuente, abandono la firma.

Me recogí las manos tras la cintura e incliné la cabeza hacia delante para entregarme a un momento de profunda meditación. Cuando hablé, lo hice despacio y con gravedad.

—Quieres decir que, debido a especulaciones privadas hechas con arreglo a tu propia curiosidad y no de acuerdo a las instrucciones de tu cliente, y sin haber tenido noticia de cualquier mala fe ni estando obligado a hacer una declaración que tú consideras falsa, rechazas ser miembro de una empresa ninguno de cuyos miembros ha tenido nada que ver con un delito que, por otra parte, tú sólo supones. Máxime cuando el delito, si es que existió, no fue más que la rectificación del estúpido acto de un viejo loco.

Gordon me sonrió.

—Me gusta el modo en el que lo planteas. Sí, así es. Si la empresa representa el capital de los Stairs, no formaré parte de ella.

Yo moví la cabeza.

—Deja que te pida un favor. Tómate una semana de vacaciones y dedica el tiempo a pensar sobre esta decisión. Con mucho, mucho cuidado. No puedo sugerirte que consultes a los amigos, ya que eso conllevaría que revelaras sospechas que podrían ser perjudiciales para un cliente. Pero conociéndote, dudo que necesites consultar a nadie. Siempre te has valido por ti mismo.

—Quiero hablar con Elvira.

—Habla con Elvira, no faltaba más. Ella siempre ha sido realista.

—¡Ah! Pero hay diferentes formas de serlo.

Con esto me dejó, y como no le vi cuando pasé por su oficina a la mañana siguiente (siempre estaba sentado en su mesa muy pronto), supuse que estaba haciendo lo que le había sugerido. Fue una semana muy triste para mí. Quería discutir la crisis con Constance, pero temía que su carácter combativo y la pobre opinión que la abogacía le merecía pudieran inducirla a ponerse del lado de Gordon, y no quería añadir a mis problemas una disputa con ella.

Cuando habían pasado seis días de la semana que le di, llamé al apartamento de Gordon. Contestó Elvira, y me dijo que estaba en la biblioteca del Colegio de Abogados leyendo casos de ética jurídica. En mi desesperación le pregunté si podía dar un paseo conmigo por Central Park, y ella, muy educada, accedió. Una hora después estábamos paseando por la orilla del lago. Le pregunté si él había tomado una decisión.

—No me lo ha dicho pero creo que sé cuál será. Dejará la empresa.

Como en el paseo con su tía el año anterior, tenía agua adonde mirar. Agua y docenas de gaviotas posadas en el banco de arena que cortaba la superficie en dos. La voz de Elvira, siempre contenida y baja, estaba desprovista de la más mínima emoción o ansiedad. Todo lo que hiciese Gordon estaría bien para ella.

—¡Oh, querida, pero piensa en lo que supondrá! No sólo estará renunciando a convertirse en socio. También perderá la posibilidad de convertirse, un día, en socio principal. ¡Y de la firma fundada por su abuelo! Sé que siempre lo hará bien como abogado fiscal tributario, pero nuestra empresa, después de todo, no es algo que despreciar, y su decisión de abandonarnos, sin razón aparente, puede añadir a su reputación una cierta excentricidad. ¡Eso es lo que temo, Elvira! Gordon ya es conocido por lo que algunos abogados consideran una escrupulosidad excesiva, por no ser «uno de los muchachos» del mundo de la ciudad. Búrlate si quieres, pero esas cosas cuentan. Mientras esté con nosotros, está con hombres que aprecian profundamente el verdadero valor de su extraordinario carácter y personalidad. ¡Con la empresa tras él, no hay límites a sus ambiciones!

—Usted habla de su verdadero valor, señor Fairfax. Pero su verdadero valor es precisamente aquello a lo que sus «chicos» de Wall Street están poco acostumbrados. Gordon no puede aliarse con el mal.

—¿El mal? ¿No estás siendo un poco melodramática?

—Llamo mal a defraudar al Gobierno para llenarse los bolsillos.

—¡Pero Gordon no estaría haciendo eso!

—Estaría lucrándose gracias a aquellos que lo hacen.

—No estaría violando ningún canon ético.

—Ningún canon de la abogacía, querrá decir.

—Pero querida muchacha, nadie puede ejercer el derecho bajo tales principios. ¡Cada vez que sospechases que un cliente te está ocultando algo, tendrías que dejar el caso!

—Gordon diría que habría que hacerlo.

—¿Y tú estás de acuerdo con él?

—Claro que sí. Dirá que es contrario al sentido común. Pero el sentido común nunca ha salvado al mundo de la locura. —Hizo una pausa para ir a la barandilla y mirar las gaviotas—. He visto al mundo volverse loco. Destruyó mi fe en la gente. Y en Dios. Y en los dioses.

—Sé, querida, los horrores por los que has atravesado y lo que...

—No, no lo sabe, señor Fairfax —me interrumpió con firmeza, y se volvió para mirarme. —Perdóneme, pero usted no lo sabe. Crecí no creyendo en nadie ni en nada. Solamente las formas me hicieron continuar. Me agarré a ellas porque me tenía que agarrar a algo. Y lo que fue peor, no quise a nadie. Hasta que su hijo llegó y tomó en sus manos cada onza de amor inútil que tenía en mí. Algunas veces incluso me pregunto si quedará lo suficiente para los niños, si los tenemos. Pero eso puede esperar. Lo que digo ahora es que los principios de Gordon son mis principios. Que su ética es mi ética. Usted cree que su ética no es práctica. Pero es práctica para mí. ¡Es lo único práctico que he encontrado en mi vida!

Vi y acepté mi derrota en el repentino fulgor de su mirada. Sin decir ni una palabra más volvimos a casa.

Cuando Gordon volvió a la oficina al día siguiente, no me llamó y hasta el mediodía no bajé al pasillo para ver si estaba libre para la comida. Levantó alegremente la vista de la revista
Law Reporter
que tenía abierta ante él.

—¡Buenos días, papá! Iba a llamarte para la comida, pero creo que será mejor pedir que me traigan un sándwich. Tanta prisa es porque es viernes.

—¿Quieres decir que tienes muchas cosas que terminar antes de irte?

—No, no me voy.

—¿Quieres decir que seguirás como empleado pero no como socio?

—¿Es que tienen nuevas intenciones sobre mi entrada en la sociedad?

Coloqué una mano en el respaldo de la silla que estaba frente a su mesa.

—No, pero ¿y tú?

—Apenas. Tengo muchas ganas de ser socio.

Me pasé una mano por los ojos.

—Gordon, no juegues conmigo. ¿Entonces que era todo eso de tu conciencia y la herencia de los Stairs?

Sonrió y movió la cabeza, como si recordase una locura de juventud.

—Estaba equivocado. Me convenciste. Fui un bruto.

Mi mente rebobinó.

—No me digas que trabajarás en la herencia de los Stairs.

—Incluso prepararé la declaración a Hacienda. Y ahora, papá, si no te importa, tengo que continuar con este informe.

Salí deprisa y cerré la puerta tras de mí, como si no quisiera que mi hijo se me escapara.

***

No volví a discutir con Gordon las razones de este cambio —tenía demasiado miedo de jugar con mi buena suerte— pero en una comida de domingo con invitados en casa, me permití, después de la comida, acercarme a Elvira, que se había quedado sola con su café.

—Tengo que decirte lo feliz que soy por el rumbo que han tomado las cosas.

—Me alegro, señor Fairfax. —No había ligereza en su tono de voz, pero ¿cuándo la había habido? Al menos conmigo.

—¿Y tú no lo estás? ¿Al menos un poco? El mundo práctico no es tan malo ¿no?

—Creo que es malo. Pero sé que yo quiero el mundo que Gordon quiere.

—Y él quiere este mundo.

—Él quiere lo que usted quiere, señor. — Y recibí al instante esa mirada suya tan firme—. Gordon no podría soportar herirle. Gordon le quiere, señor Fairfax. Creo que le envidio ese amor. O quizá sería más sincero decir que le envidio a él. Me hubiera gustado haber sentido hacia mis padres ese tipo de amor que Gordon siente por usted.

Allí estaba. ¿El momento más feliz de mi vida? ¿El sentimiento de que una emoción pura y perfecta había sido dada y recibida? No el amor tumultuoso y competitivo que tenía con Constance, ni la gratitud que sentí por mi propio padre, sino una comprensión mutua, una fe mutua, una ayuda mutua. Algo por encima de cualquiera de mis amistades. ¿Y qué es lo que había hecho yo, sino usarlo para convencerle de que renunciara a sus principios y transigiera? Pero ¡sus normas eran absurdas! Lo que había hecho por Gordon fue la mejor acción de mi vida, sin duda. Y sin duda su esposa no pensaba lo mismo. ¡Pero ella era una fanática! ¿No? Por supuesto que lo era. ¿Y yo, qué era yo?

Espero poder vivir muchos años para poder pensarlo.

¿Reduction ad absurdum?

Cuando en 1873 el joven Henry James guió a Ralph Waldo Emerson, antiguo amigo de su padre, por las galerías del Louvre, se sorprendió preguntándose si alguna vez la vida habría sobornado al que todo lo ve para que no contemplara nada más que el espíritu. James escribió: «Me llamó la atención lo anómalo de que a un hombre tan refinado e inteligente le dijesen tan poco las obras de arte».

El arte en nuestro tiempo se ha convertido para muchos en un sustituto de la religión, pero con la edad yo he llegado a compartir lo que imagino que habrían sido los recelos de Emerson acerca del nuevo papel del arte en nuestras vidas. A mí algunas veces me aburre lo que el mismo James llamó «el desgaste del criterio». Me preocupa con qué frecuencia el gran arte de otros es denigrado por los artistas que han sido mis favoritos. James subestimó a los novelistas rusos; sus obras eran para él «pudins líquidos». Edith Wharton encontraba las novelas de la «época importante» de James casi ilegibles; para ella carecían del jugo de la humanidad. Anatole France pensaba que la vida era demasiado corta para un Proust demasiado largo; a Bernard Berenson no le gustaba Picasso... y así hasta el infinito. Lo que es evidente, al menos para mí, es que es la creación del arte, más que su recepción, lo que salva el alma del artista. ¿Qué es entonces lo que salva al simple espectador o lector, como yo, que no hace nada sino recibir?

Yo me he divertido imaginando que, en mi observación de las personas, era una especie de artista. Siempre he querido analizar a la gente, «describirla», algunas veces tan sólo en mi propia mente, otras veces sobre el papel, y en otras ocasiones incluso me he visto a mí mismo, atrevidamente, atravesando el umbral de sus vidas y suponiendo que yo hacía de personaje secundario. Pero últimamente he llegado a la conclusión de que he hecho excesivo hincapié en los aspectos dramáticos de gente dramáticamente interesante. Está muy bien preferir el arte bueno al malo, pero la gente es la gente. Fue Gordon, hace diez años, en 1965, el primero que me llamó la atención acerca de esto. Él y Elvira vivían algo más abajo de nuestra calle en Mount Kisco, Wetchester County, a una hora de ferrocarril de la ciudad. Cuando me retiré del ejercicio de la abogacía (pasé a ser «consejero» e iba al bufete tres veces a la semana), mi esposa me convenció para vender nuestra casa en la ciudad y comprar una casa de campo cerca de nuestro hijo y nuestra nuera. Había sido un acierto, y Gordon, que era ya un veterano habitante de las afueras, se divertía informándome sobre las características y los puntos flacos de nuestros nuevos vecinos.

—Ya es hora, papá, de que te mezcles con la gente corriente.

—¿Eso es lo que son tus amigos? Pensaba que se consideraban triunfadores. Dudo que el adjetivo que les aplicas les hiciera gracia en una cena en el Club de Tenis y de Golf.

—¡No sería tan bruto como para usarlo allí! Hablo de gente que comparte un «denominador común». Tú siempre has tendido en tu vida a concentrarte en un puñado de personajes altamente individualistas. Aquí, los de mi edad —aproximadamente entre los treinta y cinco y cuarenta y cinco años— forman un grupo bastante autosatisfecho. Están lanzados. Los abogados tienen sociedades; los banqueros son vicepresidentes. Los asesores financieros y los agentes de bolsa tienen clientes firmes, y algunos aseguradores de compañías incluso han hecho fortunas. Todos pertenecen a un club de campo y sus hijos van a colegios privados. La mayoría son protestantes y republicanos, pero a los demócratas y católicos se les considera respetables. A los judíos algo menos, pero cuando son agradables y no ortodoxos, pueden incluso pertenecer al club. Por supuesto no hay negros en el grupo, pero es que no hay negros aquí, excepto en el mismo pueblo. Las reglas de la conformidad no son duras, pero hay unas normas mínimas con las que estar de acuerdo.

—¿Y cuáles son? Nada de motonieves, supongo, ni de motocicletas. Y no se pueden tener pitbulls.

—Claro que no. Nada de eso. Estas personas son demasiado ecologistas y buenos vecinos para eso. Salvan los bosques renunciando a las felicitaciones de Navidad y protestando por la pavimentación de los senderos. Mi «denominador común» es financiero. Si tus niños no van al colegio preparatorio o a una facultad reconocida o si no puedes pagar el club, o si no cumples tus obligaciones sociales, poco a poco desapareces del grupo. Eres tan sólo alguien que no se ha podido mantener. Y eso es el infierno. Henry y Amelia Sigourney, por ejemplo. Son la típica pareja que nunca llama la atención.

—Dime algo de ellos. Tan sólo me los han presentado.

—Henry es un tipo decente. Tranquilo, honesto, serio. Bastante aburrido, de hecho. Trabaja en un despacho de derecho bursátil de la ciudad del que no es socio. Es de buena familia, de una familia de Nueva York de toda la vida, pero está tieso. Y eso aquí no es muy frecuente, casi todo el mundo viene de familias más ricas. Henry tiene que pasarle una pensión a su anciana madre. Los orígenes de Amelia son menos distinguidos, una de esas pequeñas familias humildes que se las arreglan para estar en el
Social Register
durante años sin hacer nada, sin tener ni siquiera dinero del que hablar. Se pegan como lapas. La rama de ella, finalmente, fue a menos, y Amelia tuvo que enseñar en un jardín de infancia hasta que se las arregló, a los veintisiete años, para pescar a Henry, un licenciado en Letras. Ella pensó que terminaría sacándose el título de abogado, pero no fue así. Y ahora, a los cuarenta, está desesperada ante la idea de que sus dos hijos tengan que quedarse en el colegio público hasta que vayan a la facultad y de que Henry termine dejando el Club de Golf y Tenis si su tío cumple sus amenazas y les cierra el grifo de su regalo anual de Navidad.

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