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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (21 page)

BOOK: La doctora Cole
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—¡Aún es demasiado pronto para que nieve!

—Aquí arriba, no -replicó David.

A la hora de marcharse, había unos cuantos centímetros de nieve en la carretera. Los limpiaparabrisas mantenían el cristal despejado y el descongelador estaba en funcionamiento, pero ella condujo despacio y con precaución porque aún no había mandado colocar los neumáticos para la nieve.

Durante todos sus inviernos en Boston, R.J. había disfrutado de los breves y misteriosos momentos en los que todo se hallaba blanco y silencioso después de una nevada, pero casi al instante empezaban a rugir las máquinas quitanieves, los camiones, coches y autobuses, y el mundo blanco no tardaba en convertirse en un sucio y desagradable revoltijo.

En las colinas era distinto.

Cuando llegó a la casa de Laurel Hill encendió la chimenea, apagó las luces y se sentó cerca del fuego en la penumbra de la sala. Por las ventanas se veía una creciente blancura azulada que había cubierto bosques y campos.

Pensó en los animales silvestres que se acurrucaban en sus agujeros en el suelo bajo aquella capa de nieve, en las cuevecitas de los riscos, en los árboles huecos, y les deseó que sobrevivieran.

Lo mismo que deseaba para sí.

Había sobrevivido a sus ocho primeros meses como médica de Woodfield, a la primavera y el verano.

Ahora la naturaleza le enseñaba los dientes, y R.J. confió en estar a la altura del desafío.

Cuando la nieve llegaba a las tierras altas, ya no se iba. La línea de la nieve terminaba a unas dos terceras partes de la larga cuesta que la gente del lugar denominaba la montaña de Woodfield, de manera que cuando R.J. bajaba en su coche al valle de Pioneer para ir al hospital, al cine o a un restaurante, se encontraba con un paisaje sin nieve que por unos instantes le parecía tan extraño como la cara oscura de la luna. Hasta la semana siguiente al día de Año Nuevo no cayó sobre el valle una nevada tan intensa como para cuajar en el suelo.

A R.J. le gustaba dejar atrás unas tierras sin nieve e internarse de nuevo en el mundo blanco de las colinas. Aunque cada vez había menos granjas lecheras, el pueblo estaba habituado a una antigua tradición según la cual había que mantener abiertas las carreteras para que los camiones cisterna pudieran recoger la leche, y no le resultaba difícil llegar hasta sus pacientes en las visitas a domicilio.

Una noche de principios de diciembre en que se había ido a la cama temprano, la despertó a las once y veinte el timbre del teléfono.

—¿Doctora Cole? Soy Letty Gates, de Pony Road. Estoy mal.

—¿Qué le ocurre, señora Gates?

—A lo mejor tengo un brazo roto, y las costillas, no sé... Me duele el pecho al respirar. Me ha dado una buena.

—¿Quién? ¿Su marido?

—Sí, Phil Gates.

—¿Está ahí?

—No, se ha ido a beber más.

—Pony Road está en la ladera de la montaña de Henry, ¿no es verdad?

—Sí.

—Bien, de acuerdo. Voy enseguida.

Primero llamó al jefe de policía. Descolgó el teléfono Giselle McCourtney, la mujer del jefe.

—Lo siento, doctora Cole, pero Mack no está en casa. Un camión remolque se ha salido de la autopista en ese trozo helado que hay nada más pasar el vertedero municipal, y él lleva allí desde las nueve, dirigiendo el tráfico.

No creo que tarde mucho en llegar.

R.J. le explicó por qué necesitaba a su marido.

—¿Querrá decirle que suba a casa de los Gates en cuanto esté libre?

—Se lo diré, naturalmente, doctora Cole. Intentaré localizarlo por radio.

No tuvo que conectar la tracción a las cuatro ruedas hasta que emprendió la subida de Pony Road.

A partir de allí la pendiente era pronunciada, pero la nieve compacta permitía circular con más suavidad que en verano, cuando el suelo era de tierra.

Letty Gates había encendido la potente luz instalada sobre la puerta del cobertizo, y R.J. empezó a distinguirla por entre los árboles cuando aún se hallaba bastante lejos. Metió el Explorer en el patio y paró junto a los escalones de atrás. Acababa de salir del coche y estaba recogiendo el maletín del asiento posterior cuando la primera detonación, seca y ruidosa, le hizo dar un respingo, y algo levantó una salpicadura de nieve junto a su bota.

Divisó al instante la figura de un hombre justo en la entrada del cobertizo, en el interior a oscuras. La luz del exterior se reflejaba en la nieve y brillaba mortecina sobre el cañón de lo que R.J.

imaginó que sería un rifle de caza mayor.

—¡Largo de aquí, joder! -Se tambaleó mientras gritaba, y alzó el arma.

—Su esposa está herida, señor Gates. Soy la doctora Cole, y voy a entrar en su casa para atenderla. -Se arrepintió nada m[s decirlo. No quería darle ideas; no quería que volviera a la casa en busca de la mujer.

El hombre disparó de nuevo, y el faro derecho estalló en una lluvia de cristales.

R.J. no tenía dónde esconderse. Su atacante estaba provisto de un arma potente, y ella no. Tanto si se escondía detrás del coche como si lo hacía en su interior, él sólo tenía que avanzar unos pasos y podría matarla, si era eso lo que deseaba.

—Sea razonable, señor Gates.

No represento ninguna amenaza para usted. Sólo quiero ayudar a su esposa.

Hubo un tercer disparo, y el vidrio del faro izquierdo se desintegró. Un nuevo disparo arrancó un pedazo del neumático delantero izquierdo.

Estaba convirtiendo su coche en chatarra.

R.J. se sentía agotada, falta de sueño y tan aterrorizada que ya no le importaba nada. De repente salió fuera todo lo que llevaba en su interior, las tensiones acumuladas en el proceso de desmantelar su vida y volvería a construir en un sitio nuevo.

—Basta ya. Basta ya. Basta ya. Basta ya.

Había perdido el control de sí misma, había abandonado la razón, y dio un paso hacia él.

El hombre le salió al encuentro, apuntando el rifle hacia el suelo pero con el dedo en el gatillo. Iba sin afeitar, vestido con un mono sucio, un chaquetón de trabajo marrón manchado de estiércol y una gorra a cuadros con la leyenda Piensos Plaut en la parte delantera.

—Yo no tenía ninguna necesidad de venir aquí. -Escuchó con asombro su propia voz. Era modulada y razonable.

Él puso cara de perplejidad y levantó el arma. En aquel momento oyeron un coche.

Mack McCourtney hizo sonar la sirena, ruidosa y grave como el rugido de un animal gigantesco.

A los pocos instantes apareció el automóvil bamboleándose por el camino de acceso, y McCourtney estuvo con ellos.

—No seas gilipollas, Phillips. Si no dejas el rifle lo vas a tener muy mal. Acabarás muerto o en la cárcel para el resto de tus días, sin posibilidad de emborracharte nunca más. -El jefe de policía habló en tono firme y sereno, y Gates dejó el rifle apoyado contra la pared del cobertizo.

McCourtney lo esposó y lo metió en la parte de atrás del jeep, reforzada con una gruesa rejilla metálica y tan segura como una celda.

Con mucho cuidado, como si caminara sobre una frágil capa de hielo, R.J. entró en la casa.

Letty Gates tenía numerosas magulladuras producidas por los puños de su marido, y lo que resultaron ser fisuras en el cúbito izquierdo y en la novena y décima costillas del lado izquierdo.

R.J. llamó a la ambulancia justo cuando volvía de transportar el camionero al hospital.

Le entablillaron el brazo a la señora Gates, se lo pusieron en cabestrillo y lo sujetaron contra el pecho con un fular ancho para inmovilizar las costillas. Cuando la ambulancia se la llevó por fin, Mack McCourtney ya había montado la rueda de recambio en el coche de R.J. El Explorer sin faros estaba ciego como un topo, pero fue siguiendo al jeep de la policía en un lento descenso por la ladera.

Al llegar a casa, R.J. sólo consiguió desvestirse a medias antes de sentarse en el borde de la cama para llorar desconsoladamente.

Al día siguiente tuvo toda la jornada ocupada, pero Dennis Stanley, uno de los colaboradores de McCourtney a tiempo parcial, se encargó de llevar el Explorer a Greenfield. Le compró un neumático de recambio, y el concesionario Ford sustituyó los dos faros y la instalación eléctrica del izquierdo. Dennis se trasladó a continuación a la cárcel del condado para entregarle las facturas a Phil Gates, y le explicó que quizás el juez se sentiría más inclinado a ponerlo en libertad bajo fianza si podía decir que estaba arrepentido y que ya había reparado los daños.

Dennis le llevó a R.J. el automóvil y un cheque de Gates, con el consejo de que lo cobrara inmediatamente, como así hizo.

En diciembre aflojó el trabajo, lo que para ella fue un alivio. Su padre había decidido pasar la Navidad con unos amigos que vivían en Florida, y le preguntó a R.J. si podría hacerle una visita de cuatro días a partir del 19 de diciembre, para celebrar las fiestas por adelantado.

Esta celebración temprana hacía coincidir Navidad con la Hanuka, y David y Sarah le dijeron que tendrían mucho gusto en asistir a una cena festiva.

R.J. cortó complacida un arbolito de su propio bosque, y preparó una buena cena para los cuatro.

Después de cenar intercambiaron regalos. R.J. le regaló a David una pintura que había comprado, con la puerta de una cabaña que le recordaba a la de él, y un paquete grande de grageas de chocolate M M. Para su padre había comprado una jarra del jarabe de arce que hacían los Roche, y un tarro de miel Estoy enamorado de ti. Para Sarah tenía una colección de novelas de Jane Austen. Su padre le regaló una botella de coñac francés, y David un libro de poemas de Emily Dickinson. Sarah le trajo unos guantes que había tejido ella misma con hilo crudo, y una tercera piedra corazón. Al darle los regalos, le dijo que en cierto modo también eran de Bobby Henderson.

—La lana proviene de las ovejas que cría su madre, y la piedra corazón la encontré en su patio.

El padre de R.J. se hacía mayor. Estaba más indeciso de lo que ella recordaba, un poco más callado y algo nostálgico. Había traído la viola da gamba. Tenía las manos tan artríticas que le resultaba doloroso tocar, pero insistió en que debían interpretar una melodía. Después de abrir los regalos, R.J. se sentó al piano e interpretaron una serie de dúos que parecía que no iba a terminar jamás. Fue mejor aún que la cena perfecta de Acción de Gracias; fue la mejor Navidad que R.J. había conocido.

Cuando David y Sarah se hubieron marchado a casa, el padre de R.J. abrió la puerta y salió al porche.

Hacía un frío cortante que daba a la superficie de la nieve un brillo helado, y la luna llena proyectaba sobre el prado un camino de luz, como si fuera un lago.

—Escucha -dijo su padre.

—¿Qué he de escuchar?

—Toda esta calma.

Permanecieron juntos en el porche, respirando el aire helado durante un largo minuto. El viento había amainado y reinaba un silencio total.

—¿Siempre hay tanta tranquilidad? -quiso saber él.

R.J. esbozó una sonrisa.

—Casi siempre -contestó.

27

La estación del frío

David fue a casa de R.J. una tarde en que ella no estaba.

Calzado con sus raquetas para la nieve, pasó tres veces por el sendero que habían abierto en el bosque, apisonando la gruesa capa de nieve para que pudieran recorrerlo los dos con esquís de montaña. El sendero era demasiado corto, un esquiador lo cubría muy pronto, y estuvieron de acuerdo en que tendrían que terminarlo a tiempo para poder esquiar mejor el invierno siguiente.

Durante la estación fría el bosque se transformaba en un lugar muy distinto. Vieron huellas de animales que en verano habrían cruzado el bosque sin dejar ninguna señal: huellas de ciervo, visón, mapache, pavo salvaje, gato montés.

Una hilera de huellas de conejo terminaba bruscamente en un montón de nieve revuelta al lado del camino. David apartó la nieve con un bastón de esquí y descubrió sangre congelada y trozos de piel blanca de un conejo devorado por un búho.

La nieve representaba una enorme dificultad para la vida cotidiana en las colinas. A sugerencia de David, R.J. compró un par de raquetas para andar por la nieve y practicó con ellas hasta que llegó a desenvolverse de un modo razonable. Las llevaba siempre en el coche, «por si acaso». En realidad, aquel invierno no tuvo necesidad de utilizarlas. Pero a comienzos de enero hubo una tormenta que incluso a los veteranos del pueblo les pareció una gran nevada. Tras un día y una noche en los que no cesaron de caer gruesos copos de nieve, el teléfono de R.J. sonó justo cuando se disponía a desayunar.

Era Bonnie Roche.

—Doctora Cole, tengo un dolor muy fuerte en el costado, y tantas náuseas que no he podido acabar de ordeñar.

—¿Tiene fiebre?

—Estoy a treinta y ocho. Pero me duele muchísimo el costado.

—¿Qué costado?

—El derecho.

—¿Arriba o abajo?

—Arriba... Bueno, no sé. Hacia el medio, me parece.

—¿Le han extraído el apéndice?

—No. ¡Ay, doctora Cole! No puedo ir al hospital, ni pensarlo.

No tenemos dinero.

—No demos nada por sentado.

Salgo hacia ahí ahora mismo.

—Sólo podrá llegar hasta el desvío de la carretera. Nuestro camino particular está bloqueado por la nieve.

—Procure aguantar y espéreme -dijo R.J. con voz resuelta-.

Llegaré.

Su camino particular medía más de dos kilómetros. R.J. llamó al servicio de ambulancia del pueblo, que tenía una unidad de rescate provista de motos para la nieve.

Fueron a esperarla a la entrada del camino de los Roche con dos vehículos, y poco después R.J. se encontró sentada detrás de Jan Smith y abrazada a él, con la frente contra su espalda mientras se deslizaban por la pista de tierra cubierta de nieve. Nada más llegar comprobó que el problema de Bonnie era una apendicitis. En condiciones normales, R.J. nunca habría elegido una moto para la nieve como transporte idóneo para una paciente con apendicitis, pero las circunstancias se lo imponían.

—No puedo ir al hospital, Paulie -le dijo Bonnie a su marido-.

No puedo, maldita sea. Tú ya lo sabes.

—No te preocupes por eso. Déjalo en mis manos -respondió Paul Roche. Era un hombre alto y huesudo, de veintitantos años que aún parecía demasiado joven para beber alcohol legalmente. Todas las veces que R.J. había acudido a su granja lo había encontrado trabajando, y siempre lo había visto con su preocupado rostro juvenil surcado por un ceño de adulto.

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