Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
Se concentró en el despertador situado junto a la mesilla. El LED rojo le hizo señales luminosas: las tres de la tarde. Era una tontería echarse en la cama en pleno día.
Se incorporó con un esfuerzo enorme, sintiendo el cuerpo embotado y blando como el plomo. El dormitorio empezó a dar vueltas, hasta estabilizarse un poco. Nora ahuecó la almohada y apoyó la espalda en ella, suspirando al posar involuntariamente su mirada en la grieta del techo.
Al otro lado de la ventana crujió algo metálico. Al girarse, lo único que vio fue la luz viva de una tarde de veranillo de San Martín.
Solo faltaba un día para la fecha del supuesto funeral de Bill. Llevaba varios días haciendo lo posible por estar preparada para aquel suplicio: sería doloroso, pero al menos pondría una especie de punto final, y hasta cierto punto tal vez le permitiera pasar página. Ahora, sin embargo, no podía aspirar ni a ese pequeño duelo. ¿Qué sentido tenía un funeral sin cadáver?
Cerró los ojos y gimió en voz baja.
Otro gemido (grave, gutural) se hizo eco del suyo.
Abrió los ojos. En la salida de incendios, justo detrás de la ventana, había alguien, una figura grotesca, un monstruo: pelo apelmazado, piel blanquecina cosida de cualquier manera, y sobre el cuerpo retorcido, una bata ensangrentada de hospital, pegajosa de fluidos corporales y coágulos de sangre. Una de sus manos huesudas sujetaba una porra.
La cara estaba hinchada, deformada, con grumos de sangre reseca, pero no dejaba de ser reconocible. Nora sintió una contracción de miedo en la garganta: el monstruo era su marido, Bill Smithback.
El dormitorio se llenó de un ruido extraño, algo suave y lastimero. Tardó un momento en darse cuenta de que brotaba de sus propios labios. Sentía una inmensa repugnancia, pero también un anhelo enfermizo. Bill, vivo… ¿Era posible? ¿Realmente podía ser él?
La figura cambió despacio de postura, avanzando en cuclillas. La vista de Nora empezó a llenarse de manchas blancas, mientras se apoderaba de su cuerpo una sensación de calor, como si estuviera a punto de desmayarse, o perdiendo la cordura. La figura estaba demacrada, con una horrible palidez que recordaba la de lo que había perseguido a Nora por el bosque, en los alrededores de la Ville.
¿Era Bill? ¿Existía realmente esa posibilidad? La figura volvió a avanzar un poco, sin incorporarse. Después levantó una mano y golpeó el cristal con un dedo: tap, tap, tap.
La cosa —Bill— fijó en Nora la mirada de sus ojos inyectados en sangre, llenos de legañas. La boca fláccida se abrió un poco más, con la lengua colgando. Brotaron sonidos vagos, informes. ¿Estaría intentando decirle algo? Vivo… ¿Sería posible? Tap, tap, tap.
—¿Bill? —dijo Nora, ronca, con el corazón dando mazazos en el pecho.
La figura encogida dio un respingo. Los ojos se abrieron más, poniéndose en blanco antes de enfocarse nuevamente en ella. —¿Puedes hablar? —dijo Nora.
Otro ruido, mezcla de gemido y lamento. Las manos, que parecían garras, se abrieron y se cerraron; los ojos desesperados clavaron en ella una mirada implorante. Nora le miraba fijamente, totalmente paralizada. Era repulsivo, con más aspecto de animal que de persona; pero debajo de la capa de sangre coagulada, y del pelo apelmazado, reconocía una caricatura abotargada de las facciones de su esposo. Era el hombre a quien había querido más que a nada en el mundo, el que la completaba. Era el hombre a quien había visto asesinar a Caitlyn Kidd.
—Dime algo, por favor.
Ahora salían otros ruidos por la boca destrozada, cada vez más urgentes. La figura agazapada unió las manos y las elevó hacia Nora en un gesto de súplica. A pesar de los pesares, Nora sintió una pena enorme por aquel gesto lastimoso, una añoranza, una tristeza tan profundas que podían más que ella.
—Bill… —dijo, a la vez que, por primera vez desde el ataque, rompía a llorar—. ¿Qué te han hecho?
La figura de la salida de incendios gimió. Se quedó un momento sentada, mirando a Nora fijamente, sin otro movimiento que los espasmos que agitaban de vez en cuando su cuerpo.
Luego una de sus manos, o garras, se levantó con lentitud, hasta coger el borde inferior de la ventana corrediza. Y levantarla.
Los sollozos de Nora se apagaron al ver subir despacio, muy despacio, la ventana, que quedó medio abierta. La figura se agachó y se introdujo por el marco. La bata de hospital se desgarró ruidosamente al engancharse en un clavo. El movimiento, de una sinuosidad inesperada, hizo pensar a Nora en un zorro penetrando por una conejera. Ya estaban dentro la cabeza y los hombros. La boca se abrió otra vez, dejando caer un hilillo de baba por el labio inferior. Una mano se tendió hacia Nora.
Nora retrocedió por puro instinto, sin pensar conscientemente.
El brazo quedó en el aire. Smithback la miró, medio dentro y medio fuera. Por la boca embarrada emergió otro gemido. Levantó otra vez el brazo, pero esta vez con más fuerza.
El gesto hizo llegar como un hedor de osario a la nariz de Nora, que se encogió en la cama con un nudo de pánico en la garganta, pegando las rodillas al mentón.
Los ojos enrojecidos se entornaron. El gemido se convirtió en un gruñido. De pronto la figura se abalanzó por la ventana medio abierta y penetró del todo en la habitación. Se oyó un ruido de madera astillada y cristal roto. Nora gritó, y al echarse hacia atrás se enredó con las sábanas y se cayó al suelo. Se soltó rápidamente y se puso de pie. Bill estaba con ella, en la habitación.
El monstruo aulló de rabia, echándosele encima con la porra en alto.
—¡No! —exclamó ella—. ¡Soy yo, Nora…!
Fue una embestida torpe, que Nora esquivó cruzando de espaldas la puerta de la sala de estar. El la siguió, levantando otra vez la porra. De cerca, sus ojos eran blancuzcos, con una superficie seca y arrugada. Se le abrió mucho la boca, cuarteando los labios, y brotó una espantosa fetidez, mezclada con el olor penetrante de formol y alcohol metílico.
—¡Nnnnggaaaaaaa!
Nora retrocedió por la sala de estar. Él la seguía a trompicones, contrayendo espasmódicamente los dedos de su mano; una mano que intentaba tocarla, cada vez más cerca, cada vez más cerca…
Al siguiente paso, Nora sintió chocar sus omoplatos con la pared. Era como si la figura amenazase e implorase al mismo tiempo: su mano izquierda buscaba tocarla, y su mano derecha, golpearla con la porra. Su cabeza, al levantarse, dejó a la vista enormes cortes en carne viva, cosidos con hilo, y una piel gris y muerta. —¡Nnnngggaaaaaa!
—No —susurró ella—. No. No te acerques.
Temblando, la mano se acercó a su pelo, que tocó y acarició; su olor de muerte envolvió a Nora.
—No —dijo ella, ronca—. Por favor.
La boca se abrió más, dejando salir un chorro de aire piitrido.
—¡Vete! —dijo ella, chillando cada vez más.
La mano temblorosa recorrió su mejilla con un dedo sucio, hasta llegar a los labios, que también acarició. Nora se arrimó a la pared.
—Nnngah… Nnngah… Nnngah…
La figura empezó a jadear, mientras el dedo sufría convulsiones al frotar los labios de Nora.
En un momento dado quiso introducirle el dedo en la boca.
Ella tuvo una arcada, y giró la cabeza.
—No…
Se oyeron golpes en la puertarSus gritos debían de haber alertado a alguien.
—¡Nora! —dijo una voz sorda—. Eh, ¿te encuentras bien? ¡Nora!
La mano que levantaba la porra empezó a temblar, como si reaccionase a la voz.
—¡Nnngah! ¡Nnngah! ¡Nnngah!
Los jadeos se convirtieron en gruñidos urgentes y lascivos.
Nora estaba paralizada, muda de terror.
La mano derecha se abatió en un movimiento espástico, que hizo chocar la porra contra el cráneo de Nora, y el mundo se acabó.
D'
Agosta iba de copiloto en el coche patrulla, sin que quisiera disiparse el pésimo humor que se había apoderado de él; más bien daba la impresión de empeorar cuanto más se acercaban a la Ville. Al menos no tenía que ir detrás, con el molesto criollito francés, o lo que narices fuera. Le miró de reojo por el retrovisor, apretando los labios de desaprobación. Ahí estaba, sentado al borde del asiento, con su frac que le daba aires de portero de Upper East Side.
El conductor frenó en la confluencia de Indian Road y la calle Doscientos catorce, seguido por la furgoneta de la brigada científica, que traqueteó hasta detenerse. D'Agosta echó un vistazo a su reloj: las tres y media. El conductor abrió el maletero. D'Agosta bajó, sacó el cortapernos e hizo saltar el candado, dejando la cadena por el suelo. Guardó el cortapernos en el maletero, lo cerró de golpe y se metió en el coche.
—Hijos de puta —dijo, a nadie en especial.
El conductor arrancó a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos del Crown Vic.
—Conductor —dijo Bertin, inclinándose—, sea usted tan amable de no dar estos saltos.
El conductor (un detective de homicidios, de apellido Pérez) puso los ojos en blanco.
Volvieron a pararse ante la verja de hierro de la tela metálica.
También esta vez D'Agosta se dio el pequeño gusto de cortar el candado y arrojarlo al bosque. Luego, para asegurarse de hacer las cosas bien, cortó las dos bisagras, echó la verja abajo a patadas y arrastró los dos trozos hasta la cuneta. Volvió al coche jadeando un poco.
—Vía pública —dijo para explicarse.
El Crown Vic se puso en marcha con otro chirrido de neumáticos, zarandeando a sus pasajeros. Subió y bajó por un bosque oscuro, crepuscular, hasta salir a un campo abandonado. Delante estaba la Ville, bañada por la luz cristalina de una tarde de otoño. A pesar del sol, presentaba un aspecto oscuro y tortuoso, lleno de sombras: campanarios y tejados aglutinados sin orden ni concierto, como un pueblo de pesadilla del doctor Seuss.
Toda la edificación había ido surgiendo en torno a una iglesia monstruosa, medio de madera, de una vejez inverosímil. La parte frontal estaba rodeada por una empalizada de gran altura, en la que se abría una sola puerta de roble, con bandas y remaches de hierro.
Los vehículos aparcaron junto a la puerta de roble, en una explanada de tierra destinada al efecto. En un lado había algunos coches destartalados, y la camioneta que había visto D'Agosta. Solo de verla se le despertó otra vez toda la rabia.
No parecía haber nadie. Miró a su alrededor y se giró hacia Pérez.
—Tú trae el ariete y la Halligan, que yo llevo la caja de pruebas.
—Sí, teniente.
Volvió a abrir la puerta y bajó. La furgoneta había aparcado detrás. Salió el agente de control de animales, un hombre tímido, con un bigote rubio que le quedaba fatal, la cara roja, los brazos delgados y la barriga salida; extremadamente nervioso, por ser la primera vez que ejecutaba una orden de registro. D'Agosta intentó acordarse de su nombre. Pulchinski.
—¿Hemos avisado por teléfono? —preguntó Pulchinski con voz temblorosa.
—Con este tipo de órdenes de registro no se avisa por teléfono. Lo que menos conviene es que alguien tenga tiempo de destruir pruebas. —D'Agosta abrió el maletero y sacó la caja—.
¿Tiene los papeles en regla?
Pulchinski se dio unas palmadas en un bolsillo de mucha cabida. Ya sudaba.
D'Agosta se giró hacia Pérez. —¿Detective? Pérez levantó el ariete. —Estoy en ello.
Mientras tanto, Pendergast y su estrambótico ayudante, el pequeño Bertin, se habían apeado del coche patrulla. Pendergast estaba tan inescrutable como de costumbre, sin ninguna expresión en sus ojos plateados, pero lo más increíble era que Bertin se dedicaba a oler flores.
Literalmente.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Un magnífico ejemplar de
Agalinis acuta
«Permell»! ¡Una especie en peligro de extinción! ¡Y hay todo un prado!
Se puso una flor en la palma, y aspiró ruidosamente. Pérez, fornido y compacto, se colocó frente a la puerta, cogió con fuerza la parte delantera y el mango trasero del ariete, lo equilibró un momento a la altura de la cadera, lo balanceó hacia atrás y lo lanzó gruñendo hacia delante.
La herramienta, de casi veinte kilos, hizo retumbar la puerta de roble, que tembló en el montante. Bertin saltó como si le hubieran pegado un tiro. —¿Qué pasa? —dijo con voz chillona.
—Estamos ejecutando una orden judicial —dijo D'Agosta. Bertin se apresuró a refugiarse detrás de Pendergast, y a asomarse como un duende.
—¡No me había dicho nadie que sería violento! ¡Bum! Otro golpe, y después el tercero. Los remaches de la vieja puerta empezaron a aflojarse. —Un momento.
D'Agosta cogió la barra Halligan y encajó las dos puntas debajo de un remache, haciendo palanca. El remache se soltó con un chasquido. También se desprendió una banda de hierro, que hizo un ruido metálico al chocar contra el suelo. En el roble apareció una larga fisura vertical, que hizo saltar astillas.
—Yo creo que un par más y listo —dijo D'Agosta.
¡Bum! ¡Bum!
De repente sintió una presencia tras ellos que le hizo girarse. Diez pasos por detrás les observaba un hombre, un personaje de lo más llamativo, con una larga capa gris, cuello de terciopelo y una gorra peculiar, de estilo medieval, con orejeras. Tenía el pelo blanco, largo y abundante, recogido en una trenza. Era muy alto (no menos de dos metros), de unos cincuenta años, delgado, musculoso y de mirada inquietante. Tenía la piel clara, casi tanto como Pendergast, pero no los ojos, negros como carbones. Facciones bien dibujadas, nariz fina y aguileña… D'Agosta reconoció enseguida al conductor de la camioneta.
El hombre le observaba con ojos como canicas. De dónde salía, y cómo se había acercado sin ponerles sobre aviso, era un misterio. Metió sin decir nada la mano en el bolsillo, y sacó una gran llave de hierro.
D'Agosta se giró hacia Pérez.
—Parece que tenemos llave.
La llave volvió a desaparecer en la túnica.
—Primero enséñenme la orden de registro —dijo el hombre, acercándose, con el rostro impasible.
En cambio su voz era como de miel. Era la primera vez que D'Agosta oía hablar a alguien con un acento remotamente parecido al de Pendergast.
—Por supuesto —se apresuró a decir Pulchinski, metiendo la mano en el bolsillo, del que sacó un buen fajo de papeles. Rebuscó un poco—. Aquí tiene.
El hombre lo cogió con una mano grande.
—«Orden de registro e incautación» —leyó en voz alta, con voz sonora.