Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
El portero se irguió en todo su metro sesenta de estatura y adoptó un tono de solemne dignidad.
—Si no me cree, solo le digo una cosa: mire la cinta. El hombre que sale es Colin Fearing. —
Retó a Pendergast con la mirada, en silencio—. Me da igual lo que hayan encontrado en el río.
El asesino es Colin Fearing. Estoy seguro.
—Gracias, señor Mosquera —dijo Pendergast.
D'Agosta carraspeó.
—Le avisaremos si tenemos más preguntas.
El portero asintió, mirando con recelo a Pendergast.
—El asesino es Colin Fearing. Encuentren a ese hijo de puta.
Salieron a la calle y el aire frío de octubre les refrescó del ambiente cerrado y agobiante del apartamento. Pendergast señaló un RollsRoyce Silver Wraith del 59 que esperaba junto a la acera. D'Agosta vio al volante la robusta silueta de Proctor, el chófer del inspector.
—¿Quiere que le lleve a la parte alta?
—Pues no le digo que no. Ya son más de las tres y media. Esta noche no duermo.
D'Agosta penetró en el fragante olor a cuero del automóvil, seguido por Pendergast.
—Echémosle un vistazo a la grabación de seguridad.
El inspector pulsó un botón en el apoyabrazos e hizo bajar una pantalla LCD del techo.
D'Agosta sacó un DVD de su maletín.
—Tenga, una copia. El original ya se lo han llevado a comisaría.
Pendergast lo introdujo en el lector. Al poco rato apareció en pantalla el vestíbulo del 666 de West End Avenue, en gran angular. El objetivo ojo de pez abarcaba desde el ascensor hasta la puerta de la calle. El reloj aparecía en una esquina, con precisión de segundos. Debía de ser la décima vez que D'Agosta veía salir al portero con un inquilino. En el momento en que estarían parando un taxi, empujaba la puerta otra persona. Su forma de caminar tenía algo inefable que daba escalofríos: un extraño desgarbo, unos andares pesados y casi sin dirección, que no indicaban prisa alguna. Miraba a la cámara una sola vez, con los ojos vidriosos, como si no viera nada. Iba vestido de manera extraña, con una prenda de lentejuelas sobre la camisa: dibujos de colores sobre fondo rojo, con arabescos, corazones y huesos en forma de sonajero. Tenía la cara hinchada, deformada.
Pendergast aceleró la cinta hasta la aparición de otra persona en el campo de la cámara: Nora Kelly, con una gran caja de pastel. Iba al ascensor y desaparecía. Otro avance rápido y Fearing salía dando tumbos del ascensor. Estaba desquiciado, con la ropa rota y manchada de sangre, y empuñaba un gran cuchillo de submarinista, de unos veinticinco centímetros. El portero se acercaba e intentaba sujetarle, pero Fearing le amenazaba con el cuchillo y, con su paso arrastrado, cruzaba la doble puerta y se perdía en la noche.
—Hijo de la gran puta… —dijo D'Agosta—. Le arrancaría los huevos y se los serviría en una tostada.
Miró de reojo a Pendergast. El agente parecía absorto. —Tendrá que reconocer que la candad de la cinta es bastante buena. ¿Seguro que el cuerpo del Harlem es el de Fearing?
—Lo identificó su hermana. Había un par de marcas de nacimiento y tatuajes que coincidían. El forense que se encargó de todo es un poco especial, pero de confianza.
—¿De qué murió?
—Suicidio.
D'Agosta gruñó.
—¿No tenía más parientes?
—Su madre vive en una residencia, pero no está en posesión de sus facultades mentales. No hay nadie más.
—¿Y la hermana?
—Volvió a Inglaterra después de identificar el cadáver. —Pendergast enmudeció, hasta que D'Agosta le oyó murmurar algo—: Curioso, muy curioso.
—¿El qué?
—Querido Vincent, si ya es desconcertante el caso en sí, hay algo en la cinta que me causa especial perplejidad. ¿Se ha fijado en lo que hace al entrar en el vestíbulo desde la calle?
—¿Qué hace?
—Mirar a la cámara.
—Porque sabía dónde estaba. Vivía en el edificio.
—Justamente.
El agente del FBI volvió a sumirse en un silencio contemplativo.
C
aitlyn Kidd desayunaba en su RAV4, con un bocadillo del Subway en una mano, un gran café solo en la otra y el
Vanity Fair
apoyado en el volante. Fuera se oía el molesto
ostinato
de bocinas de la calle Setenta y nueve Oeste en hora punta matinal.
Se oyó crepitar la radio policial incorporada al tablero de mandos. Caitlyn bajó inmediatamente la vista.
«… Central a 2527, acuda a un 1050 en Ciento ochenta esquina Tres…»
El interés de Caitlyn se desvaneció de golpe, como había surgido. Dio otro mordisco al bocadillo mientras pasaba las páginas con la punta de un dedo libre.
Como reportera de sucesos en Manhattan, pasaba largas horas de espera en su coche.
Muchos delitos se producían en zonas apartadas de la isla y, para quien supiera orientarse, era muchísimo más rápido el coche que el metro o el taxi. Era un trabajo centrado en la exclusiva, donde cada minuto valía su peso en oro. El receptor de frecuencias policiales era su manera de no perderse lo más interesante. Una exclusiva de verdad: esa era su gran esperanza, una exclusiva de las gordas.
En el asiento de al lado empezó a sonar el móvil como loco. Lo cogió y se lo puso entre la barbilla y el hombro, procediendo a complicados juegos malabares con el bocadillo, el teléfono y el café.
—Kidd.
—¿Dónde estás, Caitlyn?
Reconoció la voz: Larry Basington, redactor de necrológicas del
West Sider,
el periódico basura para el que ambos trabajaban. Siempre intentaba ligársela. Caitlyn se había dejado invitar a comer, más que nada por falta de dinero, y porque no cobraba hasta finales de semana.
—Estoy de ronda —dijo Kidd.
—¿Tan temprano?
—Las mejores llamadas las recibo hacia el amanecer. Es cuando encuentran los fiambres.
—No sé por qué te esfuerzas tanto. El
West Sider
no es precisamente el
Daily News.
Oye, no te olvides…
—Un segundo.
Volvió a prestar atención a la radio de la policía.
«… Central a 3133, aviso de 1053 en Broadway 1579, responda, por favor…»
«3133 a central, 104…»
La apagó y se puso otra vez al teléfono.
—Perdona, ¿qué decías?
—Decía que no te olvides de la cita.
—No es una cita. Es una comida.
—Bueno, déjame soñar. ¿Adonde quieres ir?. —Decide tú, que eres el que invita.
Una pausa.
—¿Qué te parece el vietnamita de la calle Treinta y dos?
—Mmm… No, gracias. Es donde comí ayer y me arrepentí toda la tarde.
—¿Pues en el Alfredo's, entonces?
Pero Kidd volvía a estar atenta a la radio.
«… Central, central, aquí 7477. Aviso sobre el homicidio 1029: la víctima, William Smithback, va de camino al laboratorio forense. El supervisor abandona el lugar.»
«104,7477…»
Casi se le cayó el café.
—¡Me cago en la leche! ¿Lo has oído?
—¿Qué tenía que oír?
—Acaban de decirlo por el canal interno. Han asesinado a alguien, y conozco a la víctima: Bill Smithback, el tipo que escribía en el
Times.
Le conocí el mes pasado en la conferencia de periodistas de la Columbia.
—¿Cómo sabes que es el mismo?
—¿Conoces a muchos Smithback? Bueno, Larry, me tengo que ir.
—Caray, pobre hombre… Oye, sobre la comida…
—Déjate de comidas.
Cerró el teléfono con la barbilla, lo dejó caer en su regazo y puso el motor en marcha.
Embragó y se mezcló con el tráfico, bajo una lluvia de trozos de lechuga, tomate, pimientos verdes y huevos revueltos.
Tardó cinco minutos en llegar a la esquina de West End Avenue con la calle Noventa y dos.
Era una experta en conducción urbana y su Toyota tenía las suficientes abolladuras y arañazos como para dar a conocer que no le venía de uno más. Encajó el coche al lado de una boca de incendios. Con algo de suerte tardaría menos en conseguir los datos que un guardia de tráfico en ver la infracción. Si no… pues a la mierda; ya debía más en multas de lo que valía el coche.
Caminó deprisa por la acera y sacó una grabadora digital de su bolsillo. A la altura del número 66jS de West End Avenue había varios vehículos en doble fila: dos coches patrulla, un Crown Vic sin identificar y una ambulancia. En aquel momento se iba un furgón del depósito de cadáveres. En el último escalón de la entrada del edificio había dos polis de uniforme que solo dejaban entrar a los vecinos aunque abajo, en la acera, un grupo susurraba nervioso. En todas las caras se advertía la misma mueca de crispación. «Ni que hubieran visto un fantasma», se dijo irónicamente Kidd.
Se coló en el grupo con la eficacia de una experta y empezó a prestar oídos a media docena de conversaciones simultáneas, cribando hábilmente lo que viniera al caso y enfocando su atención en quienes parecieran saber algo. Se giró hacia un hombre calvo y robusto, con la cara roja como una granada y que a pesar del frío del otoño, sudaba mucho.
—Perdone —dijo, acercándose—. Caitlyn Kidd, periodista. ¿Es verdad que han matado a William Smithback?
El hombre asintió con la cabeza.
—¿El reportero?
Volvió a asentir y añadió:
—Una tragedia. Era muy simpático. Siempre me traía periódicos gratis. ¿Es usted su colega?
—Trabajo en sucesos para el
West Sider.
¿Le conocía bien?
—Vecinos de rellano. Ayer mismo le vi —dijo y sacudió la cabeza.
Justo lo que Caitlyn necesitaba.
—¿Qué ha pasado exactamente?
—Fue anoche. Un tío le pegó unos buenos tajos con un cuchillo. Lo oí todo. Horrible.
—¿Y el asesino?
—Le vi y le reconocí. Era uno que vive en el edificio, Colin Fearing.
—Colin Fearing —repitió despacio Kidd para la grabadora.
La expresión del hombre adquirió un nuevo matiz que Caitlyn no supo interpretar.
—Aunque hay algo que no cuadra.
Kidd era todo oídos.
—¿Ah, no?
—Parece que Fearing murió hace casi dos semanas.
—¿En serio? ¿Cómo?
—Encontraron su cadáver flotando cerca de Spuyten Duyvil. Ya se lo han hecho todo: la identificación, la autopsia…
—¿Está seguro?
—Se lo dijo la policía al portero, y él a nosotros.
—No lo entiendo —dijo Kidd.
El hombre sacudió la cabeza.
—Yo tampoco.
—Pero ¿está seguro de que la persona que vio anoche también era Colin Fearing?
—Completamente. Pregúnteselo a Heidi, que también le reconoció. —Señaló a una de las personas de su lado, una mujer asustada, con cara de ratón de biblioteca—. También le vio el portero. Se pelearon. Mire, es el que sale del edificio —dijo y señaló la puerta por la que estaba saliendo un hispano bajo y de aspecto pulcro.
Caitlyn anotó rápidamente sus nombres y algunos detalles relevantes. Ya se hacía una idea de cómo lo enfocaría el encargado de titulares del
West Sider.
Otros periodistas empezaron a abatirse como buitres, discutiendo con los policías que, tras salir de su inmovilidad, estaban metiendo a los vecinos en el edificio. Al llegar al coche, Caitlyn se encontró una multa debajo de uno de los parabrisas.
Le daba igual. Ya tenía su exclusiva.
N
ora Kelly abrió los ojos. Era de noche y todo estaba en silencio. Por la ventana de la habitación del hospital se filtraba algo de brisa urbana que hacía susurrar la cortina de la cama vacía de al lado.
Se había disipado la bruma de los analgésicos. Al comprender que ya no dormiría, se quedó muy quieta, intentando contener la marea de horror y tristeza que pretendía ahogarla. El mundo era cruel y caprichoso. El mero hecho de respirar parecía un sinsentido. Aun así, se esforzó por dominar su tristeza y concentrarse en el dolor sordo de su cabeza vendada y en los ruidos del gran hospital. Al poco rato sus brazos y sus piernas dejaron de temblar. Bill —su marido, su amante, su amigo— estaba muerto. Además de haberlo visto, lo sentía en sus huesos. Había una ausencia, un vacío. Bill había desaparecido de la tierra.
El impacto, el horror de la tragedia, parecían aumentar a cada hora. Los pensamientos de Nora tenían una claridad angustiosa. ¿Cómo podía haber pasado algo así? Era una pesadilla, la acción brutal de un dios despiadado. La noche anterior celebraban su primer aniversario de boda… Y ahora… ahora…
Hizo otro esfuerzo para no sucumbir a los embates de un dolor insoportable. Su mano se acercó al botón de llamada para pedir otra dosis de morfina, pero la frenó a tiempo. No era la solución. Cerró los ojos con la esperanza de poder refugiarse en el sueño pero con la certeza de que no lo lograría. Quizá nunca volviese a dormir.
Oyó un ruido y una sensación fugaz de
deja vu
le indicó que era el mismo que la había despertado. Abrió los ojos. Era un gruñido, y procedía de la otra cama de la habitación doble.
Se le pasó la punzada de pánico. Debían de haber puesto a alguien en la cama mientras ella dormía.
Giró la cabeza, buscando con la vista al paciente detrás de la cortina. Ahora se oía una respiración, un estertor irregular. Se movió la cortina. Nora se dio cuenta de que no era por la circulación del aire dentro de la habitación sino por un cambio de postura del ocupante de la cama. Un susurro de sábanas almidonadas. Las cortinas semitraslúcidas recibían la luz de la ventana por detrás. Nora entrevió una silueta oscura que, justo entonces, empezó a incorporarse despacio, con otro suspiro y un gemido sibilante de cansancio.
Se levantó un brazo, que rozó la cortina desde el otro lado. Nora vio la sombra imprecisa de una mano que se deslizaba por los pliegues de la gasa imprimiendo un balanceo a la cortina.
La mano encontró una abertura e, introduciéndose por ella, se agarró al borde de la tela.
No podía apartar la vista. Era una mano sucia, salpicada de manchas húmedas y oscuras, con aspecto de sangre. Cuanto más escudriñaba la penumbra, más se convencía de que realmente era sangre. Tal vez el paciente acabara de salir del quirófano, o se le hubieran abierto los puntos. Debía de estar muy grave.
—¿Se encuentra bien? —preguntó con una voz que en el silencio parecía más fuerte y ronca.
Otro gruñido. La mano empezó a apartar la cortina muy despacio. La lentitud con que se deslizaban las anillas de acero por la barra tenía algo horrible. Chocaban entre sí con una cadencia fría, de tullido. Nora volvió a buscar a tientas el botón de la baranda de la cama.