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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (34 page)

BOOK: La dama número trece
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Los miró, buscando que participaran. La muchacha, arrellanada en el tresillo, tenía la vista fija en el techo y se mostraba completamente indiferente, como si no estuviera escuchando. Ballesteros, atrapado en mitad de un sorbo —ya era su tercer vaso— asintió con su voluminosa cabeza varias veces.

—Cierto, ése es un punto importante.

—Admitamos que ha sido Lidia... Es decir, Akelos. Es lo más probable. Ella era la número once, «la que Adivina», ¿no es cierto...? Sabía que iba a ser sentenciada por ayudarte y lo organizó todo para lograr nuestra colaboración después de que el grupo la anulara... Lo cual significa que quizá todavía podamos hacer algo. No se habría tomado la molestia de advertirnos tantas cosas si no hubiese sabido desde el principio que podíamos resultar útiles...

—Pero, según me dijiste —interrumpió Ballesteros—, erais realmente útiles. Fuisteis los encargados de sacar esa figura de la pecera y ocultarla...

Rulfo se quedó pensando. Miró a la muchacha otra vez, pero le pareció evidente que no iban a poder contar con su opinión. Debía sacar sus propias conclusiones.

Los sueños. La casa. La figura. ¿Estaba todo hecho, tal como sugería Ballesteros? No. En aquella secuencia había algo que se le escapaba, una pieza importante que no lograba encajar, una tarea aún pendiente. Movió la cabeza, irritado con su propia incapacidad para concentrarse. Los acontecimientos del día habían sido excesivos, se encontraba al borde del agotamiento. Se llevó los dedos a los párpados y se los frotó. Entonces, en medio de aquella breve oscuridad, oyó su voz.

—¿Sabes lo que le hicieron?

La pregunta.

La que tanto había temido. La que soñaba que ella le hacía una y otra vez. Abrió los ojos: la muchacha lo contemplaba con abrumadora frialdad.

—¿Sabes lo que ese verso le
hizo
?

Acércate y mira.

No contestó. Se limitó a desviar la vista.

Recordaba vagos fragmentos de aquella horrible noche, lo cual —pensaba— era una manera como cualquier otra de mantener la cordura. Pero, a ratos, relámpagos a todo color cruzaban su memoria y veía de nuevo el cenador al aire libre, las mariposas, Raquel atada a las flores...
Ouroboros... La adolescente del vestido de lentejuelas...

... La estaca clavada en el césped...

... y otras imágenes probablemente irreales, como un mal viaje producido por alucinógenos.

Oh, sí. El peor de los viajes.

—Sé que te escribieron una filacteria en el rostro para drogarte, Salomón... Saga ha preferido mantenerte con vida, igual que a mí, sin duda para averiguar lo que aún no sabe: si alguien más nos ayuda... Pero fuimos la única
excepción
. —Sus labios no temblaban al hablar. Su semblante desordenado y salvaje brillaba de sudor, pero su tono era sereno—. ¿Quieres que te lo cuente todo, y luego decides si me quitas de en medio o no ...? ¿Sabes
cuánto tiempo
me obligó a mirar...? ¿Puedes comprender, siquiera,
todo lo que le hizo...
?

El silencio casi se convirtió en oscuridad. Fue un silencio muy largo y muy hondo, como si el mundo hubiese dejado de existir.

Un objeto

Las lágrimas fluyeron una a una, como renuentes, mientras ella hablaba.

Un objeto, otro.

—¿Lo sabes?

un objeto, otro, todos

—¿Sabes todo
lo que le hizo a mi pequeño...
?

Un objeto, otro, todos los que veía.

Sentía el impulso irrefrenable de destrozar cosas. Detrás de su vaso de whisky arrojó otro. Luego tiró un soporte de servilletas de papel. Su dolor no amainaba.

Apenas se percató de que Ballesteros entraba como una exhalación en la cocina y lo sujetaba de los brazos.

—¿Te has vuelto loco?

Se había hecho de noche en algún momento. La casa y todo el vecindario se encontraban sumidos en el silencio, lo cual incrementaba aún más la sensación de estrépito de su reacción. Él mismo comprendía que era un desahogo inútil, pero tenía que hacerlo, no podía parar. Había estado aguardando hasta comprobar que ella se dormía, pero ya no podía soportar más aquella rabia.

—No te preocupes —jadeó—, los he contado: te debo dos vasos y un adorno de metal. —Se apropió de uno de los platos del fregadero y lo arrojó al suelo—. A lo que hay que sumar ahora...

—¡Estás borracho...!

Rulfo quiso replicar, pero de pronto se dobló sobre sí mismo, presa de un llanto que casi le pareció una hemorragia de agua salobre.

—¡Vas a despertarla, estúpido! —exclamó Ballesteros, intentando no alzar la voz—. Se ha dormido por fin, y vas a despertarla... ¡Cálmate de una vez...! ¡Estás completamente borracho...! —Era cierto que él no había bebido mucho menos y también sentía que todo daba vueltas a su alrededor. Y no era menos cierto que, después de las últimas revelaciones, la actitud de Rulfo le parecía comprensible. Sin embargo, consideraba que era preciso hacer todo lo posible para reducir la situación a términos muy simples, o de lo contrario ellos también enloquecerían—. ¡Escúchame de una puñetera vez! —Lo cogió de los brazos, obligándolo a mirarle—. ¡Qué vas a conseguir con esto...? Así no vamos a poder ayudarla... Y yo quiero ayudar... ¡Quiero ayudaros...! No estoy seguro de si fue mi mujer o no quien se me apareció en sueños y me ordenó que os ayudara... A estas alturas, lo mismo podría ser Julia que la bruja de Hansel y Gretel... Pero algo sí que sé: no voy a desobedecer esa orden. ¡Os quiero ayudar, coño...! De modo que trata de calmarte y déjame pensar qué es lo que podemos hacer...

Descender.

Obedeció. De repente se calmó por completo. No recordaba haber llorado tanto desde la muerte de Beatriz, pero no le avergonzaba que Ballesteros lo hubiese visto. De hecho, agradecía aquel llanto: había horadado un espacio muy profundo en su interior.

Descender. Descendamos más.

Se asomaba a ese agujero en el fondo de sí mismo y sentía vértigo.

—Ante todo, debemos pensar en ella —decía Ballesteros—. Es una... una pobre mujer que ha sido torturada por medio de su hijo... Veámoslo de esta forma... Así lo entenderemos mejor... El problema es que no podemos...

Descendamos por ahí.

A fin de cuentas, ¿no les había dicho eso? Por supuesto. Ahora lo recordaba. Les había dicho lo que iba a sucederles, lo que él iba a hacerles si ellas dañaban a sus amigos. Y ellas se habían limitado a ponerle una mano en la cabeza y acariciarle la pelambre sonriendo con triste condescendencia, como si dijeran: «Solo eres un pobre cachorro, de modo que no abuses de tu suerte».

—... no podemos acudir a la policía, porque ni siquiera sabemos quiénes, o qué, son las culpables... Pero, para mí, eso es secundario...

Comprendió algo mientras Ballesteros hablaba: ciertas cosas no pueden meditarse, carecen de explicación, de meta, de sentido, pero son las más importantes de todas. Un ciclón. Un poema. Un amor repentino. Una venganza.

Descendamos del todo.

—¡Me da igual que sea brujería, poesía o psicopatía...! Lo más importante, lo prioritario ahora, es intentar que Raquel...

—Acabemos con ellas.

—... pueda... ¿Qué has dicho?

—Acabemos con ellas, Eugenio —repitió Rulfo. Se volvió hacia el grifo del fregadero, lo abrió y se lavó la cara. Luego arrancó un papel del rollo de la pared y se secó.

Ballesteros lo miraba fijamente.

—¿Con... ellas?

—Con esas brujas. Con su jefa, sobre todo. Vamos a darles lo que merecen.

Ballesteros abrió la boca y la cerró. Luego volvió a abrirla.

—Eso... Eso es lo más tonto que he oído jamás... Es más tonto que tu conducta de hace un momento. ¿Qué te parece si te ayudo a romper platos? Prefiero eso a...

—Yo conocí a ese niño —interrumpió Rulfo—. No era ningún poema, ninguna invención imaginaria. Era un chaval de seis años. Tenía el pelo rubio y los ojos grandes y azules. Nunca sonreía. —Ballesteros, de repente, parecía haber descolgado todos los músculos que mantenían viva la expresión de su rostro. Escuchaba a Rulfo con los ojos entrecerrados—. Susana era una buena chica. Fue mi novia y mi mejor amiga durante un tiempo. Luego, solo mi amiga. A ella la obligaron a comerse a sí misma únicamente porque me siguió hasta ese almacén, preocupada por mí... Cosas extrañas, ¿verdad, doctor...? Cosas que hay que dejar fuera, tú lo decías... Pero ¿sabes...? De vez en cuando esas cosas entran en ti, y no puedes eludirlas. Son tan incomprensibles como la poesía, pero ahí están. Suceden todos los días, a nuestro alrededor, en todos los lugares del mundo. Quizá las producen ellas o quizá no, quién sabe, quizá ellas también son víctimas y las únicas culpables son las palabras, las cadenas de versos... Pero yo he presenciado dos de esas cosas, mejor dicho, tres, contando con Herbert Rauschen. —Elevó tres dedos de la mano izquierda frente a Ballesteros—. Y voy a devolverles la experiencia adquirida.

Cuando Rulfo calló, Ballesteros pareció despertar de un trance.

—Ya te voy conociendo... Salomón Rulfo, el impulsivo. El apasionado Rulfo. El caballero vengador... ¡Escúchame, zoquete! —Se plantó frente a él—. ¡Todo esto nos supera, a ti y a mí, y puede que a esa pobre chica también...! Bueno, quizá a ella no. Quizá ella esté muy acostumbrada a ver cómo los tejidos orgánicos se vuelven indestructibles, pero yo no, y tú tampoco... Llámalo poesía, brujería o física cuántica, todo esto supera mi modesto entender de médico general... De modo que, incluso admitiendo que tuvieras razón... Y no creas que te reprocho ese sentimiento... Si alguno de mis hijos... —Se detuvo, sin saber muy bien cómo continuar. He bebido más de la cuenta, pensaba—. En fin, comprendo y, en cierto modo, comparto tu ... Pero, incluso si pudieras remediar algo con eso, ¿qué ibas a hacer...? ¿Comprar una pistola y marcharte a esa mansión de Provenza...? ¿Qué íbamos a hacer...?

—Hay una posibilidad. Acabo de recordarla.

Ballesteros lo miró.

—¿A qué te refieres?

Rulfo iba a decir algo cuando escucharon el grito.

Sabía que necesitaba dormir. Sin embargo, al igual que la muerte, el sueño también parecía estarle vedado.

La habitación se hallaba a oscuras y apenas podía distinguirse la forma de los muebles. Aquella pequeña tiniebla le trajo a la memoria recuerdos insoportables: lo vio de nuevo encerrado en el cuarto y llevando una vida inhumana, pero al menos vivo, al menos junto a ella, al menos...

No pienses más en él. Intenta olvidarle. Ha muerto.

Por un momento se preguntó de dónde procedía aquel odio feroz, abismal, que Saga le demostraba. Intentaba adentrarse en la oscuridad de su pasado, pero solo hallaba vacío. Era incapaz, por supuesto, de resumir sus vidas anteriores. La dama número doce ocupaba ahora el cuerpo menudo de una mujer de pelo corto llamada Jacqueline, pero antes había sido otras muchas, igual que las demás. Ella no creía haberle dado motivos para aquella espantosa furia. La recordaba sonriente, inclinándose con humildad en su presencia durante las ceremonias...

Un ruido. Muy cerca. Dentro de la habitación.

Alzó la cabeza, alarmada, pero no vio otra cosa que las difusas siluetas de los objetos reveladas por la débil claridad que llegaba de la persiana: una puerta, un armario, una silla.

Tranquilízate. Intenta descansar.

Creía recordar que Akelos sí había sabido lo que la nueva Saga ocultaba.

Akelos y ella habían hablado mucho y «la que Adivina» la había prevenido en varias ocasiones contra su subalterna. En verdad, nunca había llegado a decirle claramente lo que iba a suceder, pero ahora se preguntaba si lo había sabido y había preferido callar. De ser así, ¿por qué había
callado
?

Se removió inquieta. Como procedentes de otro mundo, llegaron a sus oídos un clamor de objetos rompiéndose y los retazos de una discusión entre los dos hombres. Estaban peleándose. Sospechó que el motivo era ella, y no le gustó. Sabía que intentaban ayudarla de buena fe, pero pensaba que era como si, hallándose en el fondo de un pozo que llegara al centro de la Tierra, ellos le mostraran unos trozos de cuerda asegurándole, esperanzados, que con un esfuerzo lograrían salir. Se mostraban muy preocupados, siempre pendientes de todo lo que podía necesitar: había tenido que fingir que dormía para que el hombre de cabello blanco, el médico, decidiera dejarla sola después de ayudarla a trasladarse a la cama.

Eran buenos hombres, hombres fuertes, hombres inteligentes.

Lástima que solo fueran hombres.

Otro ruido extraño. Volvió a mirar a su alrededor. Se engañaba: nada parecía haber cambiado en la habitación. Sin embargo, estaba casi segura de haber percibido el roce de unos pequeños pies descalzos contra el suelo.

No pienses. No recuerdes. Resistir. Debes resistir.

Una de las cosas que Rulfo había dicho aquella tarde había quedado grabada en su mente: los sueños que Akelos les había provocado. ¿Qué era lo que había pretendido conseguir con...?

—Raquel.

Esta vez no se equivocaba. La voz había sonado junto a ella. Abrió los ojos y la vio, de pie en la oscuridad. Era la niña rubia. Baccularia. La persiana dibujaba líneas de luz sobre su cuerpo y el símbolo de hojas de laurel destellaba en su pecho.

—Ya tenemos la imago. Estaba donde tú habías dicho. Te lo agradecemos. Ahora falta lo más importante. ¿Quién te ha ayudado...? ¿Por qué has recobrado la memoria...? ¿Quién más te ayuda dentro del grupo...?

—¡No lo sé! ¡Déjame...!

Se tapó los oídos, dio la vuelta en la cama y apretó los dientes. La pequeña y cantarina voz, sin embargo, atravesó todos los obstáculos como si le hablara directamente en el cerebro.

—Tienes de plazo hasta la próxima reunión para decírnoslo, Raquel. Cuando destruyamos la imago de Akelos, tú también serás destruida si no has abierto tu silencio para nosotras... Y, contigo, todos los que te ayudan, sean ajenos o no.

Silencio.

Continuó recostada de cara a la pared con las manos en los oídos. Tras un tiempo indeterminado, inhaló profundamente, reunió valor, giró y miró hacia la oscuridad. La niña parecía haberse esfumado. Cerró los ojos un instante, intentando calmarse, y en ese momento oyó la otra voz.

—Mamá.

Ya no era Baccularia quien estaba frente a ella.

Se encontraba tal como lo recordaba la última vez, retorciéndose vivo bajo los efectos del verso de Juan de la Cruz y ensartado en aquella estaca como un animal recién cazado. Pero ahora la miraba y sonreía. Su sonrisa era como si la locura tuviera rostro de niño.

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