La dama del Nilo (39 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

BOOK: La dama del Nilo
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Nehesi regresó al atardecer del tercer día, portando el cadáver chamuscado y casi irreconocible de Wadjmose.

Hatshepsut lo observó con incredulidad y espanto y ordenó que también él fuera enterrado en la arena. No quedaba mucho de su cuerpo para preservar, pero le resultó difícil creer que, nada más que por ese hecho, ese hombre tan valiente no tuviera un lugar entre los dioses. Ella haría tallar su nombre muchas veces sobre las piedras y las rocas y en las laderas de los acantilados para brindarle una oportunidad, pues si su nombre permanecía, los dioses podrían encontrarlo.

Envió a las tropas de Zeserkerasonb de vuelta al fuerte, prometiéndole recompensas a cada uno.

A la mañana siguiente emprenderían el regreso, pero esa perspectiva tampoco la llenaba de júbilo ni de impaciencia.

La noche del desierto y la soledad de su carpa le resultaron agradables, pero su mente siguió funcionando con una actividad febril y le impidió conciliar el sueño.

Mientras Hatshepsut se quedó sentada en su silla esperando que desmantelaran su tienda de campaña y las tropas estuvieran listas para la marcha, Nehesi se le acercó y se sentó en el suelo junto a ella. Parecía disfrutar de su compañía, a pesar de que en ocasiones permanecían juntos mucho tiempo sin intercambiar palabra. Hatshepsut le preguntó si en su hogar de Tebas no le aguardaba una esposa; tomado por sorpresa, lo primero que hizo fue sonreír.

—No, Majestad. No tengo esposa ni tampoco concubinas. No necesito el amor de las mujeres, y tampoco el de los hombres. Egipto y el ejército son mis amores, y la lucha es mi entretenimiento favorito. Prefiero mi propia compañía a la de los demás salvo, desde luego, la vuestra. Reflexiono mucho y leo mucho.

En ese momento fue Hatshepsut la sorprendida.

—¡Qué extraño que un soldado sepa leer!

—Así es. Mi madre fue quien me enseñó a hacerlo, aunque jamás pude averiguar dónde lo aprendió ella. He leído acerca de las guerras libradas por vuestro padre y vuestros antepasados y sus luchas con los hicsos, pero no creo que en el futuro me quede mucho tiempo libre para seguir leyendo.

—¿Por qué no? ¿Acaso piensas que ahora que le he tomado el gusto a la guerra te obligaré a participar en una campaña tras otra? —le dijo sonriendo, y él le devolvió la sonrisa.

—Tal vez. Pues sin duda habéis heredado el corazón guerrero de vuestra noble antepasada la gran reina Tetisheri, que tramó la caída de los invasores hicsos, y es para mí un verdadero orgullo ser vuestro general.

Hatshepsut sacudió la cabeza con aire categórico.

—La guerra es algo a lo que no le encuentro sentido, a menos que se trate de una acción defensiva o de una escaramuza de frontera como la que acabamos de librar. Pero tienes razón cuando afirmas que de ahora en adelante no te quedará mucho tiempo libre, pues tengo pensado nombrarte Guardián del Sello Real.

Nehesi se quedó inmóvil y un momento después la miró.

—Ya es suficiente con haberme hecho general, Majestad… —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.

—¡No lo es! Necesito tener a mi lado a un hombre fuerte, alguien a quien sólo puedan arrebatarle el Sello Real por la fuerza. El faraón no necesita el sello, pero yo sí. ¿Lo llevarás colgado de tu cinto, Nehesi, y permanecerás junto a mí en todo momento? Eso no te impedirá cumplir con tus obligaciones como general; lo que es más, creo que también te pondré al mando del ejército de Su Majestad. No cabe duda de que eres la persona ideal para ser mi escolta personal.

—Soy un hombre rudo, Majestad, tosco y poco habituado a la vida de las cortes —respondió, pero en los labios le jugueteaba una sonrisa burlona—. Sin embargo no puedo pedir honor más grande que estar a vuestro servicio… y al del faraón. Estoy convencido de que sois el Dios, pues sólo él podría encarnarse en el cuerpo de una mujer y, no obstante, luchar como Vos lo habéis hecho; y todos los hombres lo saben. Me habéis concedido un enorme privilegio.

—Tal vez en este momento pronuncies esas palabras con facilidad y algo de ligereza, Nehesi, pero te pido que las recuerdes siempre en los años venideros —dijo ella—. No creo haber nacido para ser sólo reina, pero ignoro lo que me depara el futuro. Es posible que debas volver a empuñar las armas en mi defensa.

Nehesi asintió bruscamente, aceptando sin más preguntas esa confianza que se le brindaba. Después que él hubo partido, Hatshepsut se sintió satisfecha, segura de haber tomado una decisión acertada.

Cuando llegaron al río, Hatshepsut por fin pudo darse su anhelado baño. Pero no se demoraron demasiado, pues Asuán se encontraba a una jornada de marcha ya los heraldos habían partido hacia allá con las noticias de la victoria. Hatshepsut abrió su estuche de viaje de marfil y extrajo la peluca, la corona y las pulseras de oro y, cuando se formó la procesión triunfal, se instaló con su carro impecable y resplandeciente en primer lugar, detrás de los portaestandartes.

Entraron lentamente en Asuán por entre un aluvión de personas que lloraban, reían, arrojaban flores a su paso y corrían a ofrecerles vino y manjares dulces. Tutmés los aguardaba frente a las puertas de la ciudad, sentado en su trono, con todas sus galas reales. Hatshepsut lo saludó y fue a sentarse a su lado mientras los generales desfilaban uno a uno frente a él, depositaban sus bastones de mando y besaban sus pies pintados antes de recibir sus recompensas.

El jefe nubio apareció en último término, sujeto fuertemente con las riendas de un caballo muerto y tambaleándose de cansancio, pues durante toda la marcha los soldados no habían cesado de fustigarlo con sus látigos, así que tenía la espalda descarnada, llena de sangre y cubierta de moscas. Nehesi lo condujo ante el faraón y lo arrojó bruscamente al suelo; Tutmés apoyó uno de sus pies enjoyados sobre su nuca, y el populacho lanzó un bramido de aprobación, como una fiera que olfatea sangre.

Pen-Nekheb presentó un informe de los acontecimientos de las últimas semanas que todo el mundo escuchó con suma atención y que hizo que Tutmés sonriera y asintiera con entusiasmo. Cuando el viejo guerrero concluyó su relato, Tutmés se puso de pie y sostuvo en alto el cayado y el desgranador con aire triunfal.

—¡Así son derrotados todos los enemigos de Egipto! —gritó, y los soldados respondieron golpeando los cabos de sus lanzas sobre el pavimento de piedra del patio—. Todos habéis escuchado cómo murió mi hermano, el noble Wadjmose, y cómo fue vengado. ¡Agradezcámosle ahora a Amón y llevémosle esta víctima a su templo de Tebas para ofrecérsela allí en sacrificio, a fin de que el Dios sepa que su confianza ha recibido una recompensa!

El nubio fue levantado en vilo y arrastrado de allí y Tutmés y Hatshepsut se dirigieron juntos al salón de banquetes, donde se celebraría una fiesta en su honor y el de todos los oficiales antes de su regreso a Tebas.

—¿Fue muy terrible? —le preguntó Tutmés con cierta vacilación, mientras observaba con un dejo de envidia cómo el sol había oscurecido su piel aterciopelada hasta volverla casi negra como la del nubio, y cómo sus brazos y piernas habían adquirido un aspecto firme y musculoso.

Ella le sonrió con indulgencia.

—Sí, fue terrible… y también maravilloso —le respondió—. Me apena muchísimo lo de Wadjmose, pero me alegra sobremanera haber llegado a conocer bien a mis oficiales, y que ellos me hayan conocido a mí.

Eso no era lo que él deseaba oír, y ella lo sabía, pero igual siguió mortificándolo, dedicándole esa sonrisa tan enigmática y exasperante. Tutmés se encogió de hombros y tomó asiento, esperando con impaciencia que todos los generales hubiesen entrado en el salón antes de golpear las manos para que la celebración comenzara.

Realmente, Hatshepsut era exasperante. Durante su ausencia, Tutmés la imaginó volviendo a él temblorosa y sumida en un mar de lágrimas, terriblemente necesitada de su consuelo; pero en cambio allí estaba, tan retozona como una gacela joven y tan necesitada de su apoyo como las piedras del templo. Pero Tutmés también sabía que, aunque por momentos lo pusiera frenético, la amaba tanto como sus hombres, los soldados y los nobles de Egipto: con una suerte de desesperanzado anhelo.

—Te he extrañado, Hatshepsut.

No pensaba decirlo, así que giró la cabeza, furioso consigo mismo.

—También yo te he extrañado —respondió ella con tono cortés—. ¿Qué es esto?

Un hombre había llegado al recinto y los saludaba, abrazado a un tambor. Salvo por un taparrabos, estaba completamente desnudo; alrededor de la cabeza usaba una cinta azul atada en la parte posterior, cuyos extremos le llegaban a los hombros. Detrás de él apareció una mujer, y al verla Tutmés lanzó un suspiro de satisfacción y se acomodó en los almohadones.

Mientras ella se postraba, Tutmés le dijo a Hatshepsut:

—Ésta es Aset, mi nueva bailarina. Trabaja aquí, en el palacio del gobernador, pero estoy contemplando la posibilidad de llevármela a Tebas, a mi harén: realmente me gusta muchísimo.

Era una muchachita alta y de piernas largas, bastante distinta, por cierto, de las criadas voluptuosas y risueñas que a Tutmés solía gustarle llevarse a la cama. Mientas Aset aguardaba, con una de sus piernas largas flexionada, con gracia, Hatshepsut se sintió recorrida por un extraño y desagradable escalofrío, como si al levantar las mantas de su cama hubiese descubierto una serpiente enroscada.

Se quedó mirándola bailar: en esa mujer anidaba un fuego reprimido y oculto, una promesa llena de atractivos y de pasión. Tutmés la contemplaba fascinado, con la respiración acelerada y los ojos brillantes por el deseo.

¿Por qué me molesta tanto?, se preguntó Hatshepsut. No es la primera bailarina que Tutmés ha favorecido por un tiempo. Observó atentamente el baile hasta el final, y la mano que apoyó sobre el brazo de Tutmés cuando estallaron los aplausos estaba helada.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó él con ansiedad, los mofletes arrebolados y un brillo especial en la mirada—. ¿No es increíble? No necesita música para bailar, sólo el tambor. Su cuerpo es toda la música que un hombre podría desear.

Hatshepsut lo miró con cariño.

—No es tan hermosa como yo —se apresuró a acotar—, pero reconozco que tiene cierto encanto, sobre todo tratándose de una bailarina del montón.

—Bueno, pues a mí me gusta —dijo Tutmés, molesto—. Y pienso llevármela a Tebas.

—No he dicho que me disgustara —aclaró Hatshepsut con calma—, aunque lo cierto es que la encuentro un poco… fría debajo de tanto fuego. Pero, si te hace feliz, decididamente tómala.

Su aceptación inmediata de Aset le molestó; había abrigado la vaga esperanza de que su hermana tuviera un arranque de celos. Cuando vio que no era así, que ella seguía bebiendo su vino con una sonrisa exasperante, Tutmés se paró ásperamente.

Aset aguardaba debajo del estrado a que le dieran permiso de irse, enfrentada a la pareja real con una perezosa sonrisa en su cara de zorra, con los ojos entornados.

—¿Te vas tan pronto, Tutmés? ¿No vendrás a mi alcoba esta noche?

—¡No, no lo haré! Oh, no sé, Hatshepsut. Tal vez, si. Bueno, quizá vaya si me lo pides.

Y volvió a dejarse caer junto a ella y la rodeó con un brazo, y la sonrisa desapareció del rostro de Aset. Tutmés le arrojó una joya y le sonrió, pero aunque se inclinó y luego se alejó tan respetuosamente como Hatshepsut habría deseado, en cada milímetro de su espalda desnuda y erguida se percibían rastros del despecho y la ira que luchaba por reprimir.

Creo que es una mujer peligrosa, pensó Hatshepsut mientras su hermano la abrazaba. No puedo imaginarme de qué manera. Tal vez he estado viviendo demasiado tiempo al filo del peligro y en este momento no hago más que asustarme de una sombra. ¿Acaso puedo culpar a Tutmés porque me resulta un tonto agradable? Pero de pronto, en un inmenso e inexplicable estallido de pasión, deseó su cuerpo casi con voracidad.

—Vayámonos de una vez —le susurró al oído—. Ya no puedo contener mis deseos.

Tutmés, azorado, dejó el vino y se puso de pie.

—¡Quedaos, comed y disfrutad de una buena noche! —les dijo a los presentes.

Y, mientras todos caían de bruces, se encontró empujado y arrastrado hacia la puerta, y luego por el corredor, por una mujer que le murmuraba cosas que lo excitaban más y más. Hatshepsut no esperó a llegar a sus aposentos sino que lo condujo al jardín, bajo las copas de los árboles, y fue allí mismo donde la poseyó, con premura y precisión, como un soldado toma una esclava recién capturada, y ambos permanecieron un rato juntos sobre el césped, jadeando, mientras en el aire de la noche resonaban lo ecos tenues de la música de la fiesta.

Llegaron a Tebas dos días después, ambos transportados en literas; Hatshepsut llena de repugnancia y odio, tanto hacia sí misma como hacia Tutmés. La ciudad los recibió con los brazos abiertos. Antes de dirigirse al palacio fueron a rendirle homenaje a Amón y, mientras ella avanzaba lentamente por entre ese enorme atrio con su selva de pilares, vio a Senmut, de pie junto a Benya y User-amun. La mirada de Hatshepsut quedó prendida de los ojos de Senmut y él comenzó a sonreír, y la sonrisa se le desparramó por todo el rostro hasta llenarle los ojos oscuros; una sonrisa llena de aprobación y de firme y sana alegría, y ella se la retornó mientras sentía que una sensación de alivio y de angustia comenzaba a inundaría. Allí, postrada sobre el suelo de Amón junto a Tutmés, envuelta en un manto de incienso, no podía pensar en otra cosa que en ella y Tutmés unidos debajo de los árboles, y luego en la sonrisa franca de Senmut, y elevó sus plegarias con profundo fervor, implorando a su Padre que la protegiera de algo que ni ella misma sabía bien qué era.

A continuación se sentaron en sus tronos, frente al áureo Dios. Extendieron al nubio sobre el suelo y, en una breve y salvaje ceremonia, Menena le propinó una serie de golpes en la cabeza con un garrote de oro hasta hacerle saltar los sesos. Hacía mucho que no se le ofrecía al Dios un sacrificio semejante, y Tutmés estaba perturbado, pero Hatshepsut y los generales contemplaron el rito impasibles, con el recuerdo todavía fresco del cuerpo carbonizado de Wadjmose y los cadáveres enterrados en el desierto.

Cuando los estertores de ese cuerpo renegrido cesaron, Hatshepsut se le acercó y se quedó mirándolo.

—¡Egipto vivirá eternamente! —exclamó, y los presentes murmuraron su asentimiento.

Entonces caminó con sus sandalias doradas sobre el charco de sangre y se encaminó al aire libre y la luz del sol.

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