La dama del lago (40 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
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Una llanura repleta de barcos naufragados. Un castillo clavado en un agudo acantilado de piedra, enseñoreándose sobre el oscuro espejo de un lago de montaña...

—¡Por allá! —Nimue lanzó un fuerte grito—. ¡Éste es el camino por el que has de seguir! ¡Ciri, hija de Pavetta! ¡Entra en el portal, sigue el camino que conduce a tu encuentro con el destino! ¡Que se cierre la rueda del tiempo! Que la serpiente Uroboros clave los dientes en su propia cola.

»¡No sigas vagando! ¡Apresúrate, apresúrate a ayudar a los tuyos! Éste es el camino verdadero, brujilla.

La yegua volvió a relinchar, otra vez golpeó con sus cascos en el aire. La muchacha en la silla giró la cabeza, mirándola consecutivamente a ella y a la imagen producida por el tapiz y el espejo. Se recogió los cabellos y Condwiramurs vio la fea cicatriz en su mejilla.

—¡Confía en mí, Ciri! —gritó Nimue—. ¡Si ya me conoces! ¡Ya me has visto antes!

—Lo recuerdo —escucharon—. Confío, gracias.

Vieron cómo la yegua, al espolearla, trotó con un paso leve y bailarín hacia la claridad del portal. Antes de que la imagen se deshiciera y se borrara, vieron cómo la muchacha de los cabellos grises las despedía con la mano, vuelta en la silla hacia ellas. Y luego todo desapareció. La superficie del lago se serenó poco a poco, el rayo de luz de luna volvió a quedarse quieto.

Había un silencio tan grande que les parecía que oían hasta la ronca respiración del Rey Pescador.

Conteniendo las lágrimas que le pulsaban en los ojos, Condwiramurs abrazó con fuerza a Nimue. Sintió cómo temblaba la pequeña hechicera. Se mantuvieron abrazadas durante algún tiempo. Sin palabras. Luego las dos se dieron la vuelta y miraron el lugar donde había desaparecido la Puerta de los Mundos.

—¡Suerte, brujilla! —gritaron a la vez—. ¡Suerte en tu viaje!

Volumen II
Capítulo 8

No lejos de aquel barrizal, lugar de aquella terrible batalla en la que casi toda la fuerza del norte se enfrentaba a casi toda la potencia del agresor nilfgaardiense, había dos aldeas de pescadores: Culos Viejos y Brenna. Mas como para entonces Brenna estaba quemada hasta los cimientos, de inmediato se comenzó a hablar de «la batalla de Culos Viejos». No obstante, hogaño nadie habla si no es de la «batalla de Brenna», y dos son las causas de ello. Primo, Brenna, hoy rehecha, es aldea grande y próspera, mientras que Culos Viejos no se repobló y hasta sus huellas se perdieron entre la ortiga, el carrizo y la bardana. Secundo, tal nombre digno no era de estar conectado con aquella famosa, epocal y al mismo tiempo trágica lucha. Porque y cómo es esto: hete aquí una batalla en la que más de treinta miles de personas dejaron la vida, y allí, no sólo Culos, sino que además Viejos. Por ello en todos los escritos históricos y militares no más que se acostumbra a hablar de la batalla de Brenna, lo mismo en los de nuestras tierras como en las fuentes nilfgaardienses, las cuales, notabene, muchas son más que las nuestras.

Reverendo Jarre de Ellander el Viejo, Annales seu Cronicae Incliti Regni Temeriae

*****

—Cadete Fitz-Oesterlen, suspenso. Siéntese, por favor. Quiero llamar la atención del señor cadete sobre que la falta de conocimiento de las famosas e importantes batallas de la historia de la propia patria es una ironiza para todo patriota y buen ciudadano, pero en el caso de un futuro oficial es simplemente una ignominia. Me permito además una pequeña consideración, cadete Fitz-Oesterlen. Desde hace veinte años, es decir, desde que soy profesor en esta escuela, no recuerdo ningún examen en el que no haya caído una pregunta acerca de la batalla de Brenna. La ignorancia de este hecho cierra prácticamente las posibilidades de una carrera militar. Pero cuando se es barón no hay ninguna obligación de ser oficial, se pueden probar las fuerzas en la política. O en la diplomacia. Lo que le deseo de todo corazón, cadete Fitz-Oesterlen. Y nosotros volvemos a Brenna, señores. ¡Cadete Puttkammer!

—¡Presente!

—Al mapa, por favor. Continúe. Desde el lugar en el que al señor barón se le fue la olla.

—¡A la orden! La razón por la que el mariscal de campo Menno Coehoorn decidió realizar una maniobra y una marcha rápida al oeste fueron los informes de los servicios secretos que hablaban de que el ejército de los norteños iba en ayuda de la fortaleza de Mayenna, que estaba sitiada. El mariscal decidió cortarles el camino a los norteños y obligarlos a una lucha decisiva. Con este objetivo se dividieron las fuerzas del grupo de ejércitos Centro. Parte de ellas las dejó junto a Mayenna, con el resto de las fuerzas se lanzó a una marcha rápida...

—¡Cadete Puttkammer! No es usted un escritor de literatura. ¡Es un futuro oficial! ¿Qué significa «el resto de las fuerzas»? Déme el correcto orden de batalla del grupo de ataque del mariscal Coehoorn. ¡Utilizando la terminología militar!

—Sí, señor capitán. El mariscal de campo Coehoorn tenía bajo su comando dos ejércitos: el IV ejército de caballería, dirigido por el general mayor Marcus Braibant, patrón de nuestra escuela...

—Muy bien, cadete Puttkammer.

—Lameculos de mierda —susurró desde su pupitre el cadete Fitz-Oesterlen.

—... así como el III ejército, comandado por el teniente general Rhetz de Mellis-Stoke. El IV ejército de caballería, que contaba con más de veinte mil soldados, estaba compuesto por la división Venendal, la división Magne, la división Frundsberg, la II brigada de Vicovaro, la VII brigada daerlana, así como las brigadas Nausicaa y Vrihedd. El III ejército se componía de la división Alba, la división Deithwen, así como... humm... la división...

*****

—La división Ard Feainn —afirmó Julia Abatemarco—. Sí, eso si no habéis errado en algo. ¿Seguro que llevaban en el confalón un gran sol de plata?

—Lo llevaban, coronel —afirmó con dureza el ojeador—. ¡Lo llevaban sin duda!

—Ard Feainn —murmuró la Dulce Casquivana—. Humm... Interesante. Esto significaría que en estas columnas que al parecer habéis visto va detrás de nosotros no sólo todo el Montado sino parte del Tercero. ¡Ja, no! ¡No me lo creo! Yo tengo que ver esto con mis propios ojos. Capitán, durante mi ausencia vos dirigiréis la bandera. Ordeno enviar un enlace al coronel Pangratt...

—Pero coronel, acaso es razonable que vos misma...

—¡Ejecutad la orden!

—¡A vuestras órdenes!

—¡Es una verdadera locura, teniente! —gritó por encima del ruido del galope el comandante de la partida de ojeadores—. Podemos caer en alguna trampa élfica...

—¡No hables! ¡Dirige!

La partida galopaba rápidamente bajando por un barranco, atravesó como un huracán el valle de un arrollo, entró en un bosque. Allí tuvieron que reducir el paso. El sotobosque les dificultaba la marcha y además les amenazaba de verdad el que pudieran encontrarse con una patrulla de reconocimiento o una avanzadilla de las que los nilfgaardianos sin duda alguna habían enviado. La partida de los condotieros se acercaba al enemigo por el flanco, cierto, no por el frente, pero de seguro que también tenían los flancos cubiertos.

De modo que la empresa era peligrosa de narices. Más a la Dulce Casquivana le gustaban tales empresas. Y no había en toda la Compañía Libre soldado que no la hubiera seguido. Aunque fuera al infierno.

—Es aquí —dijo el comandante de la patrulla—. Esta torre.

Julia Abatemarco meneó la cabeza. La torre estaba torcida, arruinada, erizada de vigas rotas, cuajada de agujeros en los que el viento que soplaba del oeste tocaba como si fuera una gaita. No se sabía quién ni para qué construyó esta torre aquí, en el desierto. Pero estaba claro que la habían construido hacía mucho.

—¿No se nos va a hundir?

—De seguro que no, teniente.

En la Compañía Libre, entre condotieros, no se usaba el «señor». Ni «señora». Sólo el rango.

Julia se encaramó a lo alto de la torre casi como si corriera. El comandante de la patrulla se le unió sólo al cabo de un minuto, y jadeaba como un toro cubriendo a una vaca. Apoyada en un torcido parapeto, la Dulce Casquivana examinaba el valle con ayuda de un anteojo, sacando la lengua por entre los labios y tensando su donoso trasero. Ante aquella vista el comandante de la patrulla sintió un escalofrío de deseo. Se controló al punto.

—Ard Feainn, no hay duda. —Julia Abatemarco se lamió los labios—. Veo también a los daerlanos de Elan Trahe, allí también hay elfos de la brigada Vrihedd, nuestros antiguos amigos de Maribor y Mayenna... ¡Aja! Están también las Cabezas de Muerto, la famosa brigada Nausicaa... Y las enseñas blancas con los aleriones negros, la señal de la división Alba...

—Los reconocéis —murmuró el comandante de la patrulla— como si fueran amigos vuestros... ¿Tanto sabéis?

—Terminé la academia militar —cortó la Dulce Casquivana—. Soy oficial de carrera. Bueno, lo que quería ver, ya lo he visto. Volvamos a la bandera.

*****

—Se dirige contra nosotros el Cuarto Montado y el Tercero —dijo Julia Abatemarco—. Repito, todo el Cuarto Montado y creo que toda la caballería del Tercero. Detrás de los pabellones que vi, la nube de polvo llegaba al cielo. Por allí, en aquellas tres columnas, van, a mi parecer, cuarenta mil a caballo. Puede que más. Puede...

—Puede que Coehoorn haya dividido el grupo de ejércitos Centro —terminó Adam «Adieu» Pangratt, caudillo de la Compañía Libre—. Tomó sólo el Cuarto Montado y la caballería del Tercero, sin infantería, para ir más deprisa... Ja, Julia, si yo estuviera en el lugar del condestable Natalis o del rey Foltest...

—Lo sé. —Los ojos de la Dulce Casquivana brillaron—. Sé lo que harías. ¿Le enviaste mensajeros?

—Por supuesto.

—Natalis es un viejo zorro. Puede que mañana...

—Puede ser —«Adieu» no la dejo terminar—. Y hasta pienso que será así. Apremia al caballo, Julia. Quiero mostrarte algo.

Se alejaron algunas varas, deprisa, saliéndose significativamente del resto del ejército. El sol casi tocaba ya las colinas del poniente, los bosques y las praderas oscurecían el valle con una larga sombra. Pero fue suficiente como para que la Dulce Casquivana se diera cuenta al punto de lo que quería mostrarle «Adieu» Pangratt.

—Aquí —le confirmó su presentimiento «Adieu», poniéndose de pie sobre los estribos—. Aquí plantearía mañana la batalla. Si yo tuviera el mando del ejército.

—Bonito terreno —reconoció Julia Abatemarco—. Llano, duro, pelado... Hay donde prepararse... Hummm... Desde aquellos montezuelos hasta aquellas lagunas, allá... habrá como tres millas... Aquella colina, oh, es una posición de mando como soñada...

—Bien hablas. Y allá, mira, en el centro, todavía hay un lago o un estanque, oh, aquél que brilla... Se puede usar... El riachuelo sirve también como línea de frente, porque aunque es pequeño es pantanoso... ¿Cómo se llama el riachuelo, Julia? Lo cruzamos por allá ayer. ¿Te acuerdas?

—Lo he olvidado. Cartelas, creo. O algo así.

*****

Quien aquellos alrededores conozca imaginar podrá descansadamente la cosa, mientras que a aquéllos que menos mundo tengan les diré que el ala siniestra del ejército real alcanzaba el lugar donde hoy se halla la villa de Brenna. En el momento de la batalla villa alguna allá no había puesto que el año precedente habíase por parte de los elfos Ardillas puesto fuego y aniquilado hasta los cimientos a ésta. Allí, en aquella ala siniestra precisamente, estaba el cuerpo real redaño, el cual por el conde de Ruyter era acaudillado. Y había en aquel corpus como unos ocho miles de personas de infantería y de a caballo.

El medio de la mesnada real estaba dispuesto siguiendo el montezuelo que después fuera llamado de las Horcas. Allá, en el montezuelo, estaban el puesto del rey Foltest y del condestable Juan Natalis, teniendo perspectiva desde aquellos altos de todo el campo de batalla. Allí estaban las fuerzas principales de nuestros ejércitos unidos: doce mil bizarros infantes temerios y redaños en cuatro tercios bien formados, guardando decenas de escuadrones de caballería, los cuales extendíanse hasta el canto septentrional del estanque que los lugareños nombraban como Dorado. Tenía a cambio agrupaciones centrales en la segunda línea del destacamento de reserva: tres mil infantes de Wyzima y de Maribor sobre los que tenía el mando el voievoda de Bronibor.

Mientras que del extremo sur del estanque Dorado hasta el villorrio de los pescadores y las revueltas del río Cautela, en las márgenes de una milla de ancho, estaba el ala derecha del nuestro ejército: compuesta por los enanos del Pelotón de Voluntarios, ocho escuadrones de caballería ligera y las banderías de la estupenda Compañía Libre de condotieros. El mando sobre el ala derecha lo tenían el condotiero Adam Pangratt y el enano Barclay Els.

Enfrente, a una legua o quizá dos, en campo pelado tras un bosque, organizaba al ejército nilfgaardiense el mariscal de campo Menno Coehoorn. Allá había gente de armadura como muro negro, regimiento tras regimiento, bandera tras bandera, escuadrón junto a escuadrón, por doquiera se miraba, no tenían final. Y por el bosque de estandartes y alabardas se podía apreciar que no sólo a la larga se extendieran, sino a lo profundo. Porque había de soldados unos cuarenta y seis mil, de lo que por aquel entonces no muchos sabían, y bien que así fuera, puesto que incluso ante la vista sola aquélla, a más de uno se le escapara la fuerza de su corazón.

Y hasta los corazones más valerosamente fuertes comenzaron a latir bajo las armaduras como si fueran martillos, porque clarísimo era que una penosa y sangrienta lucha iba a comenzar presto y que más de uno de los que allí montaban filas no vería la puesta del sol.

Jarre, sujetando las gafas que le resbalaban por la nariz, leyó otra vez todo el fragmento del texto, suspiró, se pasó la mano por la calva, después de lo cual tomó una esponjilla, la apretó un poco y borró la última frase.

El viento susurraba en las hojas de los tilos, las abejas zumbaban. Los niños, como niños, intentaban gritar el uno más que el otro.

Una pelota que rebotó contra un muro se detuvo a los pies del viejecillo. Antes de que alcanzara a inclinarse, desmañado y torpe, uno de sus nietos pasó junto a él como un lobezno, llevándose la pelota sin dejar de correr. Golpeó la mesa y ésta se tambaleó. Jarre evitó con la mano derecha que se volcara el tintero, con el muñón de la izquierda sujetó la resma de papel.

Las abejas zumbaban, pesadas por las bolitas amarillas del polen de acacia.

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