La dama del lago (26 page)

Read La dama del lago Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
7.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Geralt! ¡Soy yo! ¡Aquí!

No la ve. Y tampoco la oye, entre los aullidos del viento huracanado.

—¡Geraaalt!

Es un muflón, dice Geralt. Sólo un muflón. Regresemos. Los jinetes desaparecen, se desvanecen en la ventisca.

—¡Geraaalt! ¡Nooo!

Se despertó.

*****

Lo primero que hizo por la mañana fue dirigirse a las caballerizas. Sin desayunar siquiera. No quería encontrarse con Avallac'h, no le apetecía tener otra charla con él. Aunque tuviera que esquivar las miradas inoportunas, inquisitivas y pegajosas de otros elfos. Si en cualquier otro asunto se mostraban claramente indiferentes, en lo referente a la alcoba real los elfos no sabían disimular su curiosidad, y las paredes de palacio —Ciri no tenía ninguna duda— oían.

Encontró a Kelpa en una cuadra, junto con la silla y los arreos. Antes de que le diera tiempo a ensillar a la yegua, ya habían acudido a ayudarla unas sirvientas: eran aquellas elfas grises y menudas, a las que cualquier Aen Elle sacaba una cabeza. Ellas se ocuparon de la yegua, entre reverencias y sonrisas amables.

—Gracias —dijo—. Lo habría hecho yo misma, pero gracias. Sois un encanto.

La muchacha que estaba más próxima le sonrió, y Ciri se estremeció. La dentadura de la chica tenía colmillos.

Se acercó a ella a toda prisa, tanto que la chica casi se cae al suelo del susto. Le apartó el pelo de la oreja. Una oreja que no terminaba en punta.

—¡Tú eres un ser humano!

La chiquilla —y lo mismo las otras— cayó de hinojos sobre el suelo recién barrido. Agachó la cabeza. Esperando el castigo.

—Yo... —Ciri trataba de hablar, mientras manoseaba las riendas—. Yo...

No sabía qué decir. Las chicas seguían arrodilladas. Los caballos bufaban y pateaban inquietos en sus cuadras.

Al aire libre, montada, al trote, tampoco fue capaz de aclarar sus ideas. Jóvenes humanas. Como sirvientas, pero eso no era lo más importante. Lo más importante era que en ese mundo había dh'oine...

Personas, rectificó. Ya estoy pensando como ellos.

Un potente relincho y un brinco de Kelpa la arrancaron de sus reflexiones. Levantó la cabeza y vio a Eredin.

Iba montado en su semental bayo oscuro, desprovisto en esta ocasión de su diabólico bueráneo y de casi toda su parafernalia de combate. El jinete, sin embargo, llevaba puesta una cota de malla bajo una capa cuyo color cambiante incluía múltiples matices del rojo. El semental le saludó con un relincho ronco, sacudió la cabeza y exhibió ante Kelpa unos dientes amarillos. Kelpa, fiel al principio de que las cuestiones hay que ventilarlas con los señores, y no con los criados, acercó su dentadura al muslo del elfo. Ciri sujetó con firmeza las riendas.

—Ten cuidado —dijo—. Mantén la distancia. A mi yegua no le gustan los desconocidos. Y sabe morder.

—A los que muerden —la repasó de arriba abajo con una mirada hostil— hay que ponerles bocado de hierro. Y que sangren. Es el método más indicado para corregir vicios. Con los caballos, también.

Dio un tirón tan fuerte de las riendas que el semental bufó y reculó varios pasos, mientras le caía espuma del hocico.

—¿Y esa cota de malla? —Ahora era Ciri la que repasaba al elfo con la mirada—. ¿Te preparas para la guerra?

—Todo lo contrario. Ansío la paz. Tu yegua, aparte de vicios, ¿tiene también alguna virtud?

—¿De qué tipo?

—¿Medirías tus fuerzas conmigo en una carrera?

—Si quieres, ¿por qué no? —Se puso de pie sobre los estribos—. Por allí, yendo hacia aquellos cromlechs...

—No —la cortó—. Por ahí no.

—¿Por qué no?

—Es terreno prohibido.

—Para todos, por supuesto.

—Para todos no, por supuesto. Tu compañía, Golondrina, es muy valiosa para nosotros, y no podemos arriesgarnos a vernos privada de ella, por tu propia iniciativa o por iniciativa ajena.

—¿Por iniciativa ajena? ¿No estarás pensando en los unicornios?

—No quiero aburrirte con mis pensamientos. Ni frustrarte, al comprobar que no los captas.

—No entiendo.

—Ya sé que no lo entiendes. La evolución no te ha proporcionado un cerebro con suficientes pliegues como para poder entenderlo. Mira, si quieres que echemos una carrera, te propongo que vayamos a lo largo del río. Por allí. Hasta el Puente de Porfirio, el tercero que veremos. Después, cruzando el puente, seguiremos río abajo, por la otra orilla. La meta, donde veas un arroyo que vierte sus aguas al río. ¿Estás lista?

—Siempre.

Con un grito, el elfo arreó al semental, que salió disparado como un huracán. Antes de que Kelpa hubiera arrancado, ya le había cobrado mucha ventaja. Pero, aunque la tierra temblaba a su paso, el semental no podía igualar a Kelpa. La yegua le dio alcance muy pronto, justo antes de llegar al Puente de Porfirio. El puente era estrecho. Eredin dio un grito y el semental, de forma inverosímil, aceleró. Ciri comprendió de inmediato dónde estaba la clave. En el puente no había sitio, de ninguna manera, para dos caballos. Uno de ellos estaba obligado a frenar.

Ciri no tenía intención de frenar. Se aferró a las crines, y Kelpa se lanzó hacia delante como una flecha. Pasó rozando el estribo del elfo y entró en el puente. Eredin vociferó, el semental se puso de manos, golpeó con el costado una figura de alabastro y la derribó de su pedestal, haciéndola añicos.

Ciri, riéndose solapadamente como un vampiro, atravesó el puente al galope. Sin volver la vista.

Al llegar al arroyo, desmontó y se quedó esperando.

El elfo llegó poco después, al paso. Sonriente y tranquilo.

—Mi reconocimiento —dijo lacónicamente, mientras desmontaba—. Tanto para la yegua como para la amazona.

Aunque estaba hinchada como un pavo real, Ciri resopló indiferente.

—¡Ajá! Ya no piensas ponernos un bocado de hierro hasta hacernos sangrar.

—Puede, siempre que sea con el debido permiso. —Sonrió de forma ambigua—. A algunas yeguas les gustan las caricias fuertes.

—Hace muy poco —le miró orgullosa— me comparabas con el estiércol. ¿Y ahora hablamos de caricias?

Eredin se acercó a Kelpa, le frotó y le palmeó la frente, y puso cara de sorpresa al comprobar que la yegua estaba seca. Kelpa retiró la cabeza con brusquedad y soltó un chillido prolongado. Eredin se volvió hacia Ciri. Como me dé también a mí una palmadita, pensó ella, lo va a lamentar.

—Haz el favor de acompañarme.

A lo largo del arroyo, que bajaba desde una ladera escarpada y densamente poblada de árboles, unas escaleras, construidas con bloques de arenisca recubiertos de musgo, subían hacia la cima. Eran unas escaleras muy antiguas, y estaban agrietadas y levantadas por las raíces de los árboles. Ascendían en zigzag, y en distintos puntos se hacía preciso cruzar el arroyo por puentes. Alrededor todo era bosque, un bosque primigenio, donde abundaban los viejos fresnos y los carpes, los tejos, los arces y los robles; a sus pies se enredaban los arbustos de avellanos, tamariscos y groselleros. Olía a ajenjo, a salvia, a ortiga, a piedras mojadas, a primavera y a moho. Ciri caminaba en silencio, sin apresurarse y regulando su respiración. También tenía los nervios bajo control. No tenía ni idea de lo que Eredin podía querer de ella, pero sus presentimientos no eran los mejores.

Junto a una cascada que caía con estrépito desde una hendidura en la roca había una plataforma de piedra, en ella, a la sombra de un arbusto de saúco, se levantaba un cenador, envuelto en hiedra y en amor de hombre. Desde allí se divisaban las copas de los árboles, la cinta del río, los tejados, peristilos y terrazas de Tir ná Lia. Estuvieron un rato callados, contemplando el panorama.

—Nadie me ha dicho —Ciri fue la primera en romper el silencio— cómo se llama ese río.

—Easnadh.

—¿Suspiro? Un nombre muy bonito. ¿Y este arroyo?

—Tuathe.

—Susurro. También es bonito. ¿Por qué nadie me había dicho que en este mundo hay seres humanos?

—Porque esa información no es esencial y para ti no tiene ninguna importancia. Entremos al cenador.

—¿Para qué?

—Entremos.

La primera cosa que vio Ciri al entrar fue una yacija de madera. Notó cómo le palpitaban las sienes. Está claro, pensó, ya lo decía yo. Esto me recuerda a aquella obra que leí cuando estaba el templo, escrita por Anna Tiller. Sobre un anciano rey, una reina joven y un príncipe sediento de poder, que aspiraba al trono. Eredin es implacable, ambicioso y decidido. Sabe que quien tiene a la reina es el verdadero rey, el verdadero soberano. El verdadero hombre. Quien poseía a la reina poseía el reino. Ahí, en esa yacija, dará comienzo el golpe de estado...

El elfo se sentó en un asiento de mármol y le señaló a Ciri otro asiento. Parecía más interesado en el paisaje que se veía por la ventana que en la muchacha. En ningún momento dirigió la mirada al lecho.

—Aquí te quedarás para siempre —le dijo de sopetón—, amazona mía, ligera cual mariposa. Hasta el final de tu vida de mariposa.

Ella no dijo nada. Le miró a los ojos fijamente. No había nada en esos ojos.

—No te permitirán marcharte de aquí —insistió—. No están dispuestos a admitir que, a pesar de la profecía y del mito, tú no eres nadie, no eres nada, tan sólo una criatura sin importancia. No lo querrán creer y no te dejarán marchar. Te han calentado los cascos con promesas para asegurarse tu sumisión, pero nunca han tenido intención de atenerse a lo prometido. Nunca.

—Avallac’h —dijo con un hilo de voz— me ha dado su palabra. Por lo visto, dudar de la palabra de un elfo es una ofensa.

—Avallac'h es un sabio. Los sabios tienen su propio código de honor, en el que la mitad de los artículos recuerdan que el fin justifica los medios.

—No entiendo por qué me cuentas todo eso. A menos que... A menos que quieras algo de mí. Que yo tenga algo que tú deseas. Y que quieras negociar. ¿Qué dices, Eredin? Mi libertad a cambio... ¿A cambio de qué?

Él la miró largamente. Y ella buscó en vano en sus ojos algún indicio, alguna señal, alguna pista. La que fuera.

—Seguramente —empezó despacio el elfo—, ya habrás tenido tiempo de conocer un poco a Auberon. Y habrás advertido, sin duda, que es de una ambición absolutamente inconcebible. Hay cosas que jamás podrá aceptar, de las que nunca querrá darse por enterado. Antes se moriría. —Ciri callaba, mordiéndose los labios y mirando de reojo la yacija—. Auberon Muircetach —prosiguió el elfo— nunca emplea la magia ni otros medios capaces de modificar la situación. Pero esos medios existen. Medios de calidad, potentes, con garantías. Mucho más eficaces que esos atrayentes que las siervas de Avallac'h añaden a tus cosméticos.

Rápidamente, puso la mano encima de un tablero con nervaduras oscuras. Cuando la retiró, sobre el tablero había un pequeño frasco de nefrita, de color verde grisáceo.

—No —dijo Ciri con la voz quebrada—. De ningún modo. No estoy de acuerdo con esto.

—No me has dejado terminar.

—No me tomes por tonta. No le voy a dar lo que hay en ese frasco. No cuentes conmigo para esas cosas.

—Sacas conclusiones muy precipitadas —dijo él con calma, mirándola a los ojos—. Te esfuerzas por superarte a ti misma, yendo cada vez más deprisa. Y eso siempre lleva a la caída. Una caída muy dolorosa.

—Ya te lo he dicho: no.

—Piénsatelo bien. Independientemente de lo que contenga este recipiente, tú siempre saldrás ganando. Siempre saldrás ganando, Golondrina.

—¡No!

Con un movimiento tan vivo como el anterior, digno en verdad de un prestidigitador, hizo desaparecer el frasco de la mesa. Después guardó un largo silencio, mientras contemplaba el río Easnadh, que resplandecía entre los árboles.

—Morirás aquí, mariposa —dijo por fin—. No te dejarán marcharte. Pero tú eliges.

—Ya he llegado a un acuerdo. Mi libertad a cambio de...

—Libertad —resopló—. No haces más que hablar de tu libertad. Y, ¿qué harías si por fin la obtuvieras? ¿Adonde ibas a ir? A ver si entiendes de una vez que en este momento no te separa de tu mundo únicamente el espacio, sino también el tiempo. Aquí el tiempo transcurre de un modo distinto al de allí. A quienes conociste allí como niños son ahora unos ancianos decrépitos, los que tenían tu edad hace mucho que han muerto.

—No me lo creo.

—Recuerda vuestras leyendas. Leyendas sobre personas que desaparecieron furtivamente y regresaron al cabo de los años, sólo para contemplar las tumbas de sus allegados cubiertas por la hierba. ¿No me irás a decir que eran pura fantasía, cosas sacadas de la manga? Te equivocas. Durante siglos enteros, la gente fue raptada, arrebatada por jinetes, en lo que llamabais la Persecución Salvaje. Raptados, explotados y arrojados después como la cáscara de un huevo una vez consumido. Pero a ti ni siquiera te espera esa suerte, Zireael. Tú morirás aquí, no se te permitirá contemplar ni los sepulcros de tus amigos.

—No me creo lo que estás diciendo.

—Lo que tú creas es asunto tuyo. Pero tu suerte la has elegido tú sola. Regresemos. Quiero pedirte una cosa, Golondrina. ¿Te parece bien que comamos juntos algo ligero en Tir ná Lia?

Durante el tiempo que tardó el corazón en latirle varias veces, el hambre y una loca fascinación lucharon en el interior de Ciri contra la rabia, el miedo a ser envenenada y, en definitiva, la antipatía.

—Con mucho gusto. —Bajó la mirada—. Gracias por la propuesta.

—Gracias a ti. Vamos.

Mientras salía del cenador, Ciri le echó un último vistazo a la yacija. Y pensó que Anna Tiller era al fin y al cabo una boba y exaltada grafómana.

*****

Despacio, en silencio, entre el olor a menta, a salvia y a ortiga, descendieron hacia el río Suspiro. Escaleras abajo. Por la orilla de un arroyo llamado Susurro. Aquella noche, cuando entró perfumada en los aposentos reales, con los cabellos aún húmedos tras el baño aromático, encontró a Auberon en un sofá, inclinado sobre un grueso libro. Sin palabras, con un simple gesto, la invitó a sentarse a su lado. Era un libro ricamente iluminado. A decir verdad, lo único que había en él eran ilustraciones. Aunque Ciri presumía de tener mucho mundo, se puso colorada como un tomate. En la biblioteca del templo, en Ellander, había visto algunas obras semejantes. Pero ninguna de ellas podía competir con el libro del rey de los Alisos, ni en riqueza y variedad de las posiciones, ni en calidad de las representaciones. Estuvieron un buen rato observándolas en silencio.

Other books

The Value Of Rain by Shire, Brandon
Amanda's Eyes by Kathy Disanto
Murder in the Afternoon by Frances Brody
Gravedigger's Cottage by Chris Lynch
Coming Clean by C. L. Parker
Never Coming Back by Tim Weaver
Amethyst Moon by Brandywine, Julia
An Indecent Longing by Stephanie Julian
The Monster of Florence by Douglas Preston, Mario Spezi