La dama del lago (65 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
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—Castigo divino —sentenció con tono autoritario una de las más viejas del lugar—. Por tanto escándalo como han dado en ese templo...

—Bien decís, señora. ¡Tenía que ocurrir!

El calor se dejaba sentir entre el rugido de las llamas del teatro, apestaba a orines de caballo evaporados de los charcos, silbaban las chispas. De pronto saltó el viento, no se sabía en qué dirección.

—¡Auxiiiliooo! —bramaba Houvenaghel como un salvaje, viendo que el luego pasaba a la fábrica de cerveza y al granero—. ¡Vecinooos! ¡Traed ubos! ¡Cubooos!

No faltaron voluntarios. Claremont tenía incluso su propio cuerpo de bomberos, dotado y mantenido por Houvenaghel. Hicieron todo lo que estaba en su mano para apagar el fuego. Pero fue inútil.

—No damos abasto... —se lamentaba el jefe de los bomberos, limpiándose el rostro cubierto de ampollas—. No es fuego corriente... ¡Es algo diabólico!

—Magia negra... —Otro de los bomberos se ahogaba con el humo.

Procedente del interior del anfiteatro, se oía el tremendo crujido de los cabrios, caballetes y pilares al resquebrajarse. Hubo estampidos, estallidos, chasquidos, bramidos, y una enorme columna de fuego se elevó hacia el cielo. El tejado implosionó, cayendo sobre la arena del anfiteatro. El edificio entero se inclinó: podría decirse que estaba saludando al público, al que había dado diversión por última vez, ofreciéndole un espectáculo impactante, de una fogosidad extraordinaria.

Y después las paredes se vinieron abajo.

Los esfuerzos de los bomberos y de los equipos de socorro permitieron salvar de las llamas medio granero y una pequeña parte de la fábrica de cerveza.

Amanecía un día maloliente.

Houvenaghel estaba sentado en medio del barro y las cenizas, con el gorro de noche tiznado y la delia de abortón. Lloraba amargamente, hacía pucheros como un crío.

Naturalmente, tenía asegurados el teatro, la fábrica de cerveza y el granero. El problema estaba en que la compañía de seguros también era propiedad de Houvenaghel. Nada, ni siquiera el fraude fiscal, le podría compensar mínimamente por las pérdidas.

*****

—Y ahora, ¿adonde? —preguntó Geralt, contemplando la columna de humo que empañaba con su suciedad el sonrosado cielo matinal—. ¿A quién más quieres visitar, Ciri?

Ella le miró, y él no tardó en arrepentirse de habérselo preguntado. De repente, le entraron ganas de abrazarla, soñó con estrecharla en sus brazos, dándole su calor, acariciándole el cabello. Para protegerla. Para impedir que nunca, nunca más, volviera a estar sola. Para que no volviera a sufrir ningún mal. Para que no volviera a ocurrir nada que le hiciera ansiar la venganza.

Yennefer callaba. Yennefer callaba muy a menudo últimamente.

—Ahora —dijo tranquilamente Ciri— vamos a ir a una aldea llamada Licornio. El nombre se debe a un unicornio de paja que protege la localidad. Un pobre y ridículo monigote. Me gustaría que, como recuerdo de lo que allí ocurrió, los habitantes tuvieran... bueno, si no uno más valioso, sí por lo menos un tótem de mejor gusto. Cuento contigo, Yennefer, porque, sin magia...

—Muy bien, Ciri. ¿Y después?

—Los cenagales de Pereplut. Confío en que seré capaz de... de encontrar esa cabaña en mitad de los pantanos. En ella encontraremos los restos de un hombre. Quiero que esos restos descansen en una tumba decente.

Geralt no decía nada. Y no apartaba la mirada.

—Después —prosiguió Ciri, aguantándole la mirada sin la menor dificultad— pasaremos por la aldea de Dun Dáre. La posada, seguramente, la habrán quemado, y no me extrañaría que hubieran asesinado al posadero. Por culpa mía. Me cegaron el odio y el afán de venganza. Intentaré agradecérselo de algún modo a la familia.

—Eso —intervino Geralt— ya no tiene remedio.

—Lo sé —respondió de inmediato, con dureza, casi con rabia—. Pero me presentaré ante esa gente con toda humildad. Siempre recordaré la expresión de sus ojos. Tengo la esperanza de que ese recuerdo pueda preservarme de errores semejantes. ¿Lo entiendes, Geralt?

—Sí que lo entiende, Ciri —dijo Yennefer—. Los dos te entendemos, hija. Créeme. Vamos.

*****

Los caballos volaban, como arrastrados por el viento. Por un remolino mágico. Un trotamundos que marchaba por la carretera, alarmado por el paso vertiginoso de los tres jinetes, levantó la cabeza. Levantó también la cabeza un comerciante que viajaba en su carro cargado de mercancías, un malhechor que huía de la justicia, un colono que se había echado al camino: los políticos le habían forzado a abandonar las tierras que había colonizado en su día, fiándose de las palabras de otros políticos. Levantaron la cabeza un vagabundo, un desertor y un peregrino con su bordón. Levantaron la cabeza asombrados, asustados. Sin dar crédito a sus ojos.

En Ebbing y Geso empezaron a circular historias. Sobre la Persecución Salvaje. Sobre los Tres Jinetes Fantasmas.

Historias pensadas y urdidas en los atardeceres, en estancias que olían a manteca fundida y a cebolla frita, en salas de reuniones, en posadas llenas de humo, en fondas, en chozas, en pegueras, en alquerías en medio del bosque y en puestos fronterizos. Historias en las que se contaba mucho, se inventaba mucho, se disparataba mucho. De la guerra. Del heroísmo y la caballería. De la amistad y la enemistad. De la villanía y la traición. Del amor fiel y sincero, del cariño que siempre se impone. Del crimen y del castigo, que siempre aguarda a los criminales. De la justicia, que siempre es justa.

De la verdad, que, como el aceite, siempre sale a flote.

Se inventaban patrañas, y se disfrutaba de esas fábulas. Se gozaba con la pura fantasía. Porque fuera, en la vida real, todo funcionaba justo al revés.

La leyenda crecía. Los oyentes, en auténtico trance, se quedaban embobados con las enfáticas palabras del cuentista que les narraba la historia del brujo y la hechicera. La historia de la Torre de la Golondrina. De Ciri, la bruja de la cicatriz en la cara. De Kelpa, la yegua mora hechizada.

De la Dama del Lago.

Eso vino más tarde, al cabo de los años. Al cabo de muchos, muchos años.

Pero, por el momento, como la semilla empapada por una lluvia tibia, la leyenda germinaba y crecía entre las gentes.

*****

Sin darse ni cuenta, había llegado mayo. Lo notaron primero por las noches, brillantes y resplandecientes con los lejanos fuegos de Belleteyn. Cuando Ciri, con rara excitación, saltó a lomos de Kelpa y galopó en dirección a las hogueras, Geralt y Yennefer aprovecharon aquellos momentos de intimidad. Tras quitarse la ropa estrictamente necesaria, se amaron sobre una zamarra extendida en el suelo. Se amaron con premura, enajenados, en silencio, sin palabras. Se amaron deprisa, de cualquier manera. Deseosos de más y más.

Y, cuando llegó la calma, los dos, temblorosos y besándose las lágrimas, se asombraron mucho al comprobar cuánta dicha les había traído aquel amor hecho de cualquier manera.

*****

—¿Geralt?

—Dime, Yen.

—Cuando yo... Cuando no estábamos juntos, ¿estuviste con otras mujeres?

—No.

—¿Ni una vez?

—Ni una sola.

—Ni siquiera te ha temblado la voz. No entiendo por qué no te creo.

—Siempre pensaba solamente en ti, Yen.

—Ahora ya te creo.

*****

Sin darse ni cuenta, había llegado mayo. También lo notaron de día. Las cerrajas moteaban de amarillo los prados. En los huertos los árboles se volvían afelpados y se iban cuajando de flores. Los robledales, demasiado augustos para andarse con prisas, seguían estando oscuros y desnudos, pero ya se cubrían de una neblina verde, y en las lindes del bosque relucían las manchas verdosas de los abedules.

Cierta noche, estando acampados en una hondonada llena de sauces, el brujo tuvo un sueño inquietante. Una pesadilla, en la que se veía paralizado e inerme, mientras una enorme lechuza gris le arañaba el rostro con sus garras y le buscaba los ojos con su pico curvo y afilado. Se despertó. Pero no estaba seguro de si no había pasado de una pesadilla a otra pesadilla.

Surgió sobre su campamento un torbellino de luz, que puso nerviosos a los caballos, haciéndolos revolverse y bufar. En esa luz se podía ver una especie de interior, algo cuya forma recordaba a una sala de un castillo sostenida por una columnata negra. Geralt vio una gran mesa, en torno a la cual había diez personas sentadas. Diez mujeres.

Escuchó sus palabras. Retazos de palabras.

... tienes que traerla hasta nosotras, Yennefer. Te lo ordenamos.

No podéis darme órdenes. ¡No podéis darle órdenes a ella! ¡No tenéis ningún poder sobre ella!

No les tengo miedo, madre. No pueden hacerme nada. Si así lo desean, me presentaré ante ellas.

...se reúne el primero de junio, con la luna nueva. Os ordenamos a las dos que os presentéis. Os advertimos de que castigaremos la desobediencia.

Allí estaré sin falta, Filippa. Que ella siga un poco más a su lado. Que él no esté solo. Sólo por unos días. Yo acudiré de inmediato. Como rehén, en señal de buena voluntad.

Atiende mi ruego, Filippa. Te lo pido por favor.

La luz empezó a latir. Los caballos resoplaron enloquecidos, patearon con fuerza con los cascos.

El brujo se despertó. Esta vez de verdad.

Al día siguiente Yennefer confirmó sus aprensiones. Tras una larga charla por separado con Ciri.

—Me marcho —dijo secamente, sin más preámbulos—. Tengo que hacerlo. Ciri se quedará contigo. Por un tiempo. Después la llamaré, y ella también se vendrá. Y más tarde volveremos a encontrarnos los tres.

Geralt asintió con la cabeza. De mala gana. Ya estaba harto de asentir en silencio. De estar de acuerdo con todo lo que le comunicaba, con todo lo que decidía. Pero asintió. La quería, pasara lo que pasara.

—Es un imperativo —le explicó con dulzura— al que no hay modo de oponerse. Tampoco es posible aplazarlo. Hay que limitarse a cumplirlo. Por otra parte, también lo hago por ti. Por tu bien. Y sobre todo por el bien de Ciri.

Geralt asintió con la cabeza.

—Cuando volvamos a encontrarnos —siguió con más dulzura aún—, te compensaré por todo esto, Geralt. Ha habido demasiados silencios, demasiadas medias palabras entre nosotros. Y ahora, en lugar de asentir con la cabeza, abrázame y bésame.

La obedeció. La quería, pasara lo que pasara.

*****

—Y ahora, ¿adonde? —preguntó Ciri secamente, muy poco después de que Yennefer desapareciera dentro del resplandor del teleportal ovalado.

—Este río... —Geralt se aclaró la voz, tratando de sobreponerse al dolor en la boca del estómago que le dejaba sin aliento—. Este río que estamos remontando es el Sansretour. Lleva hasta un país que quiero enseñarte sin falta. Porque es el país de los cuentos.

Ciri se entristeció. Geralt vio cómo apretaba los puños.

—Todos los cuentos —dijo entre dientes— terminan mal. Y el país de los cuentos no existe.

—Sí que existe. Ya lo verás.

*****

Era el primer día después del plenilunio cuando divisaron Toussaint, bañado en el verdor y los rayos del sol. Cuando divisaron las colinas, las laderas, los viñedos. Los tejados de las torres y de los castillos, brillantes tras la llovizna matinal.

La vista no les decepcionó. Les causó impresión. Como siempre.

—¡Qué preciosidad! —dijo Ciri entusiasmada—. ¡Caray! Esos castillos parecen de juguete... Son como las figuritas de azúcar de las tartas... ¡Dan ganas de chuparlos!

—El arquitecto es el mismísimo Faramond —le informó Geralt, con tono erudito—. Espérate a ver de cerca el palacio y los jardines de Beauclair.

—¿El palacio? ¿Vamos a palacio? ¿Conoces al rey de este país?

—Es una condesa.

—Y esa condesa —preguntó mordaz, mirándole detenidamente a través del flequillo—, ¿no tendrá ojos verdes? ¿O una melenita morena?

—No —la cortó, apartando la mirada—. No se parece en nada. No sé de dónde te has sacado...

—Déjalo, Geralt, ¿vale? Entonces, ¿cómo es esa condesa que manda aquí?

—Como ya te he dicho, la conozco. Un poco. Pero no demasiado bien... ni de demasiado cerca, si es eso lo que quieres saber. En cambio, conozco muy bien al conde consorte, o aspirante a serlo. Tú también lo conoces, Ciri.

Ciri espoleó a Kelpa, haciéndola danzar por la calzada.

—¡No me hagas sufrir!

—Jaskier.

—¿Jaskier? ¿Con la condesa? ¿Cómo es posible?

—Es una larga historia. Le dejamos aquí, en compañía de su amada. Le prometimos que pasaríamos a verle, ya de vuelta, cuando...

Se calló y se puso muy serio.

—Ya no hay nada que hacer —dijo Ciri en voz baja—. No te tortures, Geralt. No es culpa tuya.

Sí es culpa mía, pensó. Mía. Jaskier me preguntará. Y yo tendré que contestar.

Milva. Cahir. Regis. Angouléme.

La espada es un arma de dos filos.

Ah, por todos los dioses, ya basta. Ya basta. ¡Hay que acabar con esto de una vez por todas!

—Vamos, Ciri.

—¿Con estos vestidos? —protestó—. ¿A palacio?

—No veo nada indecoroso en nuestros vestidos —la interrumpió—. No vamos a presentar nuestras credenciales. Ni a un baile. Y a Jaskier podemos verle en las cuadras, si hace falta... Además —añadió, viendo que Ciri estaba de morros—, tengo que ir primero a la ciudad, al banco. Saco algo de dinero, y en la plaza, en el mercado de paños, hay un montón de sastres y de modistas. Te compras lo que quieras y te arreglas a tu gusto.

—¿Tanto dinero tienes? —preguntó en tono de broma, torciendo la cabeza.

—Cómprate lo que quieras —repitió—. Como si quieres un manto de armiño. O unos zapatos de basilisco. Conozco a un zapatero al que le deben de quedar existencias.

—¿Cómo has ganado tanto?

—Matando. Vamos, Ciri, no perdamos el tiempo.

*****

En la sucursal del banco de los Cianfanelli, Geralt solicitó una transferencia y una asignación de crédito, cobró un cheque bancario y sacó algo de efectivo. Escribió unas cartas que debían añadirse al correo urgente con destino a la otra orilla del Yaruga. Declinó cortésmente la invitación a comer con la que quería agasajarle el servicial y hospitalario banquero.

Ciri le esperaba en la calle, vigilando los caballos. La calle, vacía poco antes, estaba ahora abarrotada de gente.

—Se ve que hemos coincidido con alguna fiesta. —Ciri señaló con la cabeza a la multitud que se dirigía hacia la plaza—. Igual es día de mercado...

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