La cruz invertida (24 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: La cruz invertida
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—En el recinto sagrado se aglomeraban jóvenes de ambos sexos... fumando... gritando —prosiguió Tardini con voz herida por las lágrimas que ahogaban su laringe.

Carlos Samuel comprimió su entrecejo. El Obispo sabía que jamás ocurrió nada vejatorio, que antes de cada reunión profana se retiraba al Santísimo. El Obispo utilizaba un lenguaje sibilino y equívoco.

—He recurrido a la persuasión —su voz era más dramática aún—. Con pena tuve que advertir, incluso amenazar —sus ojos se tornaron vidriosos y enseguida un hilo de agua corrió por su mejilla—. ¡Nuestra Iglesia se expone al ludibrio! —exclamó rápidamente y escondió su cara en el pañuelo abollonado.

Varias cabezas giraron hacia Torres y Buenaventura. En un extremo del salón se produjo súbitamente un murmullo. Aún el Obispo permanecía encogido, sin poder recuperar la voz. Un sacerdote de mediana edad, robusto, severo, se puso de pie y partió el aire con su inesperada y bronca demanda.

—¡Que se les haga juicio eclesiástico!

Los potenciales reos se irguieron involuntariamente. Era un terremoto: se partieron las columnas. El techo se derrumbaba pesadamente con fragor dantesco.

Desde otro ángulo rugió otra voz:

—¡Juicio eclesiástico!

La frase retumbó como tambor de guerra. Batía desde la derecha y la izquierda.

—¡Juicio eclesiástico!

—¡Juicio eclesiástico!

—¡Juicio eclesiástico! ¡Juicio eclesiástico!

Era un coro de potentes bocas exaltadas las que repetían y repetían la exigencia. Temblaba el aire. Buenaventura miró a Torres. Torres bajó los ojos, resignadamente. De sus labios empezó a brotar la plegaria, rumorosa, humilde, como una vertiente cristalina en la montaña bajo el oscuro y tronante nubarrón.

69

Jesús se detuvo en el Monte de los Olivos. Jerusalén refulgió como un brillante. Podía contemplar gran parte de sus murallas ciñendo un montón de edificios desparejos que subían y bajaban tapizando las colinas, confluyendo siempre hacia el Templo.

Sus discípulos trajeron el pollino que mandó a buscar. Jesús le acarició la cerviz. Éste era su corcel soberbio. Con él haría su aparición en la capital, sorprendería al Procurador, a los Príncipes y a los Sacerdotes.

Los mantos raídos de sus hombres fueron tendidos uno tras otro sobre el lomo del animal. Jesús se sentó sobre ellos e inició la entrada triunfal. Los discípulos le rodearon. Se acercaron los niños y detrás de ellos corrieron sus madres. Quienes no pudieron tender su manto sobre el lomo del burro, lo extendieron en el suelo, para que sirviera de alfombra.

El pollino pisó blandamente. El regocijo aumentaba. Hubiera deseado tener dos capas, para colocar otra. Pero muchos no tenían ni una. Algunas mujeres se arrancaron un trozo de sus anchas túnicas y los niños corrieron a traer hojas. Y las hojas parecieron pocas. Los hombres buscaron palmas. El camino se tapizó de vegetales. La multitud crecía. Brotaron gritos de júbilo y alabanza por el Maestro. El contagio prendió con fuerza inusitada. Las palmas llegaban enarboladas desde todas las direcciones.

Una calle verde se abría delante de Jesús. Los pobres de Israel saludaban a su esperanza con la vegetación que rodeaba a Jerusalén. Ésa era la esmeralda de todos, que aún los romanos no le habían quitado, porque la consideraba mísera. Pero jamás un rey pisó un tapiz más mullido y fragante, bordado en pocos minutos por centenares y quizá millares de corazones entusiastas.

La felicidad del pueblo se reflejaba en el rostro de Jesús. Éste era su pueblo, al que tenía que llevar hacia la salvación. Los extramuros hervían de entusiasmo. Las palmas que continuaban llegando desde otras colinas, seguían agitándose como banderas, intentando aproximarse a Jesús. El espacio se estrechaba. El pórtico de la ciudad estaba cerca y los soldados controlaban su acceso. Se pusieron en tensa guardia contra ese gentío frenético. Tejieron un cordón y amenazaron con sus espadas.

Jesús siguió avanzando, lenta y majestuosamente. Atravesó el pesado pórtico y sintió en su rostro el aire denso de la ciudad amurallada donde no corretea el cierzo ni se huelen las flores silvestres. Las callejuelas sinuosas estaban atestadas de peregrinos. Siguieron andando.

Jesús estaba ansioso por llegar a la Casa de su Padre. Le embargaba el gozo de aproximarse al lugar santo. Las multitudes le rodeaban por doquier, esa multitud que él venía a redimir. El ascenso fatigaba las piernas, pero aligeraba al corazón. Se cruzó con los soldados romanos, los detentadores del poder, esos pobres seres que inmolaban sus vidas y el contenido de su vida para que la lejana Roma dominara la Tierra.

Jesús apretó su paso, impelido por la alegría. Un cortejo de ciegos y rengos le seguía a tumbos. Mendigos y prostitutas salieron de sus madrigueras para verle, mientras su imagen se recortaba entre la luz y las sombras de la calleja irregular. En su extremo apareció un trozo de Templo como un fragmento del sol. La reverberación de su rosado mármol alcanzó el rostro de Jesús. Fue un contacto, un beso entre Él y su Padre.

La calleja desembocó súbitamente en la inmensa plaza. Al frente, soberbia, única, se alzaba la Mansión de Dios. Durante varios minutos se paralizó el Universo. Jesús y su cortejo quedaron quietos y extasiados, sumergidos en ese diálogo sublime entre el asombro y la felicidad. Sus ojos descendieron como caricias por los capiteles y las columnas y los frisos de oro y cedro. Los ojos fueron poco a poco arrancados de ese encantamiento por el sordo rumor que horadaba los oídos. Los ciegos no alcanzaron a Dios, en ese breve instante de arrobamiento y los sordos tardaron más en alejarse de Él. Jesús recorrió con su mirada la plaza que ululaba de mercaderes y soldados. Era el primer día de la semana después del Sábado. Corrían las monedas de mano en mano y se voceaban las mercancías. Los peregrinos incautos creían en la bondad de los productos que se ofrecen junto al santuario. La grosería, la ambición y la mentira hirieron al manso corazón de Jesús. Se abalanzó contra los mostradores, los alzó en vilo y aplastó contra los comerciantes. Hizo volar los géneros de lino y púrpuras, volcó los cestos de frutos, cayeron las guirnaldas de flores. Su voz se había transformado en un trueno que partía los muros. Una tempestad de violencia hizo triza a la repulsiva exposición.

Los mercaderes huyeron a protegerse, otros corrieron tras los soldados para exigirles protección. Las multitudes que siguieron a Jesús quedaron mudas de espanto, quietas como estatuas paganas. Y Jesús luchó solo. Solo. El pueblo tuvo miedo. Sus discípulos guardaron distancia. Los mendigos y las prostitutas observaron el espectáculo con curiosidad, sin ánimo solidario. Nadie entendía el fuego sagrado de rebelión que se había encendido en las profundidades más sensibles de Jesús. Las palmas enarboladas cayeron avergonzadas y medrosas. Las madres alejaron a sus niños. Los hombres recogieron sus capas.

Jesús luchó solo contra la estafa y la profanación.

Hizo un bollo con las hojas y las arrojó nerviosamente al cesto. Esto es la teología de la violencia. Estoy equivocado. Mi desesperación me lleva hacia allí. Pero ¿dice otra cosa la Biblia? Carlos Samuel cruzó los antebrazos sobre su escritorio y apoyó en ellos su frente.

70

Ministerio de guerra (PLA y AP). La reunión convocada por el Comandante en Jefe tuvo por objeto estudiar la exagerada represión cometida contra los estudiantes el jueves de la semana pasada. Aunque el hermetismo ha sido casi total, se pudieron obtener algunas impresiones que señalan un franco malestar en numerosos oficiales. El hecho de que el Jefe de la Policía sea un Coronel del Ejército Nacional y se haya atribuido la planificación y dirección de las acciones callejeras como asimismo la sorpresiva irrupción en una iglesia, compromete —según dichas versiones— al prestigio del arma.

Es altamente probable que el coronel Donato Francisco Pérez sea relevado.

71

Hice en ocho meses más que algunos de mis predecesores en años. Reorganicé esta Sección, le inyecté nueva vida, dinamismo, eficacia. Combiné la acción del personal policial con un mínimo aporte castrense: sólo armas y vehículos. Sin recurrir ni siquiera a un soldado, pude establecer un control de hierro sobre todos los elementos subversivos identificables o encubiertos. Liquidé la primera manifestación estudiantil de mi gestión, transformándola —mientras yo dure— en la última. Destruí el foco hipócrita de la Encarnación, desfachatado comunismo vestido con piel de cordero. Por primera vez la mayoría de los delincuentes —ladrones, comunistas y prostitutas— yacen en el formol de las cárceles, listos para ser sometidos a un prolijo estudio anatomopatológico. Por primera vez se abre en esta ciudad y quizás en el país, un círculo de tranquilidad y de paz. Tendrían que galardonearme... Pero no. No. Están discutiendo mi relevo. Fui demasiado brutal... Dicen por ahí que padezco reacciones sádicas. Me están poniendo rótulos, examinan mi conducta. ¿Por qué? ¿No querían esto? ¿Se fijan en sentimentalismos vergonzosos y no aprecian los frutos de mi labor, la que ellos mismos me encomendaron? ¿Estoy aquí para liquidar la subversión o para brindarle apoyo? ¿Los revoltosos deben ser metidos en la cárcel o invitados a tomar el té? Siempre se paga con la misma pobre moneda a los benefactores del país. Lo decía papá. Papá... ¡Qué garbo! ¡Qué violencia! ¡Así debo aparecer...! ¡Que tiemblen de sólo verme! ¡Maricas! Tienen años y tienen méritos de escritorio. Ellos me sacarán. Sí, es casi seguro que me sacarán de aquí. No importa... Llegará el momento de mi desquite. Esos oficiales que sólo sirven para lucir el uniforme, sabrán que conmigo no se juega sucio. ¡Les haré quebrarse de dolor! Y para llegar a eso recurriré a cualquier camino y me aliaré con cualquier cerdo. Yo logro los objetivos, y los medios sólo valen cuanto más rápido conduzcan a él. Me humillaré si es preciso, buscaré alianzas con el hombre fuerte de turno. Me brindaré a él. ¡Le obedeceré ciegamente, hasta la vesania! Comprenderá que le soy útil, que valgo y junto con él me mantendré. Luego me elevaré. Registro bien las venganzas y no perdonaré la afrenta más leve. Les demostraré que mi estrategia no sólo sirve para los combates callejeros.

Apretó varios botones. Respondió el aparato. Aparecieron dos guardias. Distribuyó mensajes, impartió órdenes. Empezaba una nueva guerra y él sabía que la iba a ganar.

72

EPÍSTOLA

Querido tío:

Estás equivocado. No huyo: me debato. El que huye eres tú. Huyes tras las fortalezas del conformismo y empuñas un escudo de caridad convencional. Yo, en cambio, peleo. Peleo sin armas como Jacob con el ángel —es decir conmigo mismo para liberarme de mis propias dudas. Él no conocía el desenlace de su lucha. Tampoco lo sé yo. Me asusta otra derrota, porque ya fui derrotado muchas veces: en el Seminario, olvidándome del hombre; en Europa, repudiando al Seminario; en San José, descubriendo con rubor a mis semejantes más nobles e íntegros que yo, su pedante aconsejador; en la Encarnación frenándome ante la calculadora muralla de mi Obispo. Estoy en plena batalla, con heridas, contusiones y hemorragias muy profundas. Pero no huyo ni claudico (es lo mismo): sería la muerte.

Tú crees poder asesorarme, guiarme. Pero nunca te has acercado desprejuiciadamente a mi dolor. Me has advertido y amonestado como desde una cátedra. Has endilgado adjetivos con cruel prodigalidad; dirás mientras lees esto que padezco una crisis de fe... ¿Explicas así mis lágrimas vertidas en secreto? ¿Mi perplejidad ante la cuestión social? Te consideras un ser extraterreno, incontaminado e incontaminable, que mira desde la cúspide de un tolmo. Si estás incontaminado es del dolor que hierve en este mundo. Si miras desde arriba, es para no ver bajo el techo de las chozas ni bajo el equívoco lustre de la piel: te espantaría. Te has aislado dentro de una espesa costra de resignación, que prescinde de la honestidad y que se narcotiza con fraseología oportunista. ¿Qué has hecho de tu vida además de portarte bien, es decir, "bien" como te inculcaron en el Seminario? ¿En qué has beneficiado a ti y a tus semejantes, que son parte de Cristo, además de quemar tus días con ritos mecanizados, ordenar oraciones mecanizadas y predicar una conducta mecanizada? ¿Qué valores humanos profundos, riesgosos, espontáneos, has realizado? ¿No te pareces acaso a esos escribas y fariseos que cumplían con centenares de mandamientos para sentirse en paz consigo mismo y con Dios —huyendo de ellos y huyendo de Dios— hasta que Jesús los cuestionó, confiriendo ante sus oídos atónitos más importancia a un enfermo y a un réprobo, que a toda esa farragosa legislación? En el fondo ¿tus consejos no me orientan hacia esa legislación secundaria, hacia la disciplina eclesial, hacia la indiferencia del cenobita, o sea hacia el olvido de la injusticia, de los enfermos, los réprobos y los infelices que excitan mi sangre y trastornan mi mente?

Me has invitado a las sierras —para ti las sierras son retiro espiritual, meditación y arrepentimiento— porque esperas hacerme retornar al pasado, a un pasado inocente, inmaduro y penumbroso. Ya es tarde, tío: cuando la conciencia abre los párpados, es como si se encendiera un estanque con gasolina: arde hasta su consumición total. Crees puerilmente que allí me orientaste hacia la buena senda —el Seminario— y yo después me crucé a la mala. Ahora pretendes hacerme retornar. Eso es simplón y falso, tío. No hubo cambio de sendas, sino una dolorosa toma de conciencia.

Crees que en el desierto inspira Dios, como le ocurrió a Moisés y a Jesús. Mas ¿qué es esa inspiración divina sino una incontenible concientización? Después de permanecer en el desierto, Moisés se lanzó temerariamente contra el poder egipcio y Jesús inició su prédica revolucionaria, aunque el primero no pudo gozar la Tierra Prometida y el segundo terminó en el Gólgota.

Tío Fermín: debo aclararte que mi permanencia en el desierto ya ha pasado los cuarenta días. No necesito más aislamiento. Vivo en él desde que ingresé en el Seminario, sintiéndome profundamente solo, recibiendo la afectividad en migajas, como si fueran los escasos alimentos —raíces, cactus, salamandras— que tacañamente cede el páramo. No tengo familia, ni amigos, desde antes que falleció mamá. Mamá merece un párrafo. Sé que sufrió cuando ingresé en el Seminario, porque ella me perdió a mí y yo la perdí a ella. Tu elocuencia no fue emoliente. Mamá presentía lo que yo descubrí mucho más tarde—, no ingresé al servicio de Dios, es decir del hombre, de mi semejante, de mí mismo: ingresé al servicio de una poderosa organización que usa el nombre de Dios y a la que Dios contempla partirse porque sabe que su meollo es bueno y que luego de la tempestad volverá a crecer con hojas frescas y frutos limpios. Mamá murió cuando llegué a Innsbruck. Tú la consolabas exagerando mis éxitos europeos y ella seguramente hacía esfuerzos para que tu palabra anestesiante diera resultado. Yo, entretanto, sufría en Austria otra enorme desilusión como si una guillotina me hubiera abierto por el medio. Después quedaste tú, más que tío, tutor, más que pariente, centinela. Pero ya no tenías autoridad sobre mí. Sí el respeto que debía a tus años y a tus buenas intenciones. No me sirves como ejemplo. Tu bondad estereotipada no me conmueve; tu soledad estéril no me entusiasma; tu cosmovisión rígida no me convence; tu conducta poiquiloterma no me ilumina. ¿Soy un blasfemo, un malvado, un irresponsable... y otras cosas más? Sí, tío. No soy perfecto según moldes antiguos. Soy un perfecto hombre imperfecto, que lo reconoce. Y lo confiesa.

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