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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (54 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—Se les ha reventado el generador. —Forzamos la vista tratando de distinguir la orilla opuesta, pero Guampu estaba oscuro... sólo jungla y los puntos de cal de los bungalows blancos—. Nos estaba engañando, Mamá —dije.

Le conté lo que nos había dicho Emily sobre Baltimore y Norteamérica.
Qué idiotez
.

—No importa —dijo Madre.

—¡Norteamérica sigue igual, Madre! ¡No pasa nada!

—Él la odiaba tal como era. Por eso se fue. Por eso estamos aquí. No volverá nunca.

—Yo no me quedo aquí —dijo Jerry.

—Yo tampoco —dije yo.

—No hay otra salida —dijo ella—. Tenemos que hacer lo que dice.

—¡Estamos cometiendo un espantoso error... tú misma lo dijiste!

Cuando Madre respondió, su voz era triste y derrotada.

—Nunca debí decirte eso. Es cierto, pero tenemos que vivir con ello. Esto es ahora nuestra vida.

Quería seguir hablando, pero el llanto acalló sus palabras... un sollozo corto, como los de Clover.

—Podemos irnos, Mamá. Hay un jeep aparcado bajo aquellos árboles, en este lado del río. —Le mostré las llaves y le dije de dónde las había sacado—. Puedes conducir tú —dije—, podemos irnos los cinco... antes de que vuelva.

—¿Quieres decir abandonar a Padre? No puedo creer que lo digas en serio.

—Podría ser nuestra última oportunidad —dije—. Mamá, por favor. Despierta a las gemelas y vámonos. Date prisa o nos lo impedirá.

—¿Quieres que Papá vuelva a esta barca y se encuentre con que hemos huido de él? Eso es horrible, Charlie.

—¡Quiero volver a casa! —Agarré a Madre por los hombros y la sacudí.

—¿Y yo? —dijo ella—. ¿No crees que saltaría a la primera oportunidad de irme que tuviera? Pero mira qué oscuro está todo. Papá no está aquí. Siempre tengo miedo cuando él no está...

No me apartó las manos, pero temblaba de tal forma que la solté. Si se negaba a conducir, no teníamos forma de escaparnos en el jeep. Sin embargo, notaba que empezaba a ceder. Su voz sonaba como si estuviera a punto de aceptar. Pero tenía miedo. Padre estaba ahí fuera, en la oscuridad... en la piragua o en tierra.

—A lo mejor nos ha dejado —dije.

—No podemos hacer nada sin él.

—¡Podría no volver!

—¡Por favor, Mamá! ¡Por favor! —dijo Jerry.

—No puedo pensar bien en la oscuridad —Su voz temblaba —Mañana será demasiado tarde. Spellgood andará buscando sus llaves. Verá nuestra barca ¡Nos detendrán!

Una luz estalló en Guampu mientras hablaba. Ahora se veían claramente los perfiles de los bungalows. Detrás de éstos, algo ardía como la fogata del amanecer. Las llamas se elevaban tiñendo los árboles cercanos de verde y oro, empapándolos de luz y proyectando sombras de zambus frenéticos. El fuego despertó los graznidos agitados de los pájaros, y los gritos humanos me alcanzaron al mismo tiempo que el hedor de la gasolina quemada.

—Fuego —dijo Jerry—. Las llamas iluminaron su rostro.

El generador fue lo siguiente en estallar. Los depósitos estallaron con estruendo, lanzando el cobertizo entero lateralmente sobre el río. Los estanques de fuego y los palos ardiendo se movieron veloces, danzando en la corriente. La gente de Guampu gritaba, y la jungla entera se despertó plena de ruidos de monos y aleteos de pájaros sobre las ramas de los árboles.

—¡Dios mío! —exclamó Madre.

Las gemelas se despertaron y empezaron a gritar en el camarote.

Jerry emitió unos gruñidos bajos y temerosos con la garganta.

Y Madre lloriqueaba, golpeando la barandilla de la barca con la palma de la manó mientras decía:

—Dios mío, Dios mío, nunca debimos parar aquí. ¿Por qué no hemos seguido nuestro camino?

—Jerry, agarra a las gemelas —dije—. ¡Vamos, Mamá, salgamos de aquí!

—¡Sentaos!

Era la voz de Padre. Apareció en el río, de pie en la piragua enmarcado en las llamas, el rostro espesamente sombrío y amenazador.

—Vosotros no vais a ningún lado.

Se debatía en la piragua. Hundió el remo en los reflejos del fuego y se arrimó a un costado de la barca.

—Allie ¿qué pasa?

—El fuego está controlado. No hay heridos. No echarán de menos ese avión. Menos mal que lo vi... les he hecho un favor. Cortando por lo sano. Hala, dispersaos... nos vamos.

—¡Eres un mentiroso! —dijo Jerry, lanzándose sobre Padre como un loco—. ¡Nos mentiste en todo! ¡Dijiste que Norteamérica había sido destruida!

—Tenía razón —dijo Padre—. Mira esas llamas.

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —gritó Jerry.

—Charlie, llévate a este chillón a proa. Nos largamos.

—No vamos contigo —dije—, no después de las mentiras que nos has contado. Nos has hecho sufrir para nada.

—¡A proa!

—Allie, escúchale. Tiene un plan.

—¡Tú! —dijo Padre, empujando a Madre contra la cabina—. Tú siempre has estado contra mí. Siempre poniéndome trabas. ¡Eres tan inútil como estos críos!

El fuego de Guampu y el avión ardiendo le enrojecían el rostro, destacando las hebras de su cabello y abriéndole agujeros vacíos en los ojos. Su cara me aterró tanto que, mientras las gemelas lloraban en el camarote, cogí a Jerry y lo arrastré a proa.

La barca aún oscilaba, sostenida por el ancla. Y había dos cabos sujetos a la barandilla y amarrados a un árbol que se inclinaba sobre la orilla opuesta a Guampu. Se oía la confusión de los Spellgood y las llamas batiendo como velas al viento.

—Matémosle —dijo Jerry—. Podemos atarle y partirle la cabeza con un martillo. Así no podrá detenernos. Se lo merece.

—Muy bien —dije.

—Hazlo tú.

—¿Cómo?

—Con un martillo —susurró—. Pártele la cabeza.

Nunca me lo había imaginado con esas palabras. Al oírle repetirlas se me antojaba imposible. Las palabras eran ásperas y brutales (
martillo, partir
) y la sangre me asustaba. Los gritos de Guampu eran como alaridos de mi conciencia herida.

—No puedo.

—Si no lo hacemos vendrá por nosotros. Nos matará.

—No hables... no digas...

—Nos ha mentido —dijo Jerry—. Es peligroso. Les ha incendiado el avión y reventado el generador. Ha pegado a Mamá. A partir de ahora, si nos quedamos con él todo será así... probablemente peor.

—¡Subid el ancla! —chilló Padre—. ¡Soltad el cabo del árbol!

—No lo hagas —dijo Jerry—. Quiere irse. Nos llevará río arriba. Y nos retendrá allí. Se ha metido en un lío al provocar esos fuegos. ¡Nunca volveremos a casa!

—¡El ancla! ¡Deprisa!

—Vámonos —dije—. Podemos saltar a la orilla y escaparnos. Vamos, Jerry.

—Matará a Mamá y a las gemelas. Sé que lo hará.

Padre ya estaba detrás nuestro, y gritaba.

—¿Qué diablos os pasa? Charlie, échame una mano con estos cabos. Jerry, coge un bambú y empuja, deprisa. Si esos salvajes nos ven, se nos echarán encima como una tonelada de ladrillos.

Puso los pies en el círculo del escandallo, enrollado en cubierta. Sin pensar lo que hacía, incapaz de evitarlo, tiré de un extremo y lo enrollé en sus piernas. Trató de moverse y tropezó. Cayó pesadamente y se golpeó la cabeza en la barandilla. No perdió el sentido, pero se quedó atontado, sonriendo.

—¡Lo siento! —dije. Estaba aterrorizado. Repetí varias veces que lo sentía y me acerqué a ayudarle. Pero Jerry ya estaba atándole las manos enrollando la cuerda sobre muñecas y dedos.

—Átale los pies —dijo Jerry—. ¡Ayúdame!

Le enrollé el resto del escandallo por los tobillos.

—No voy a desnucarle —dije—. No voy a matarle.

—Entonces átale fuerte —dijo Jerry, y siguió maniatándole. Madre nos había enseñado a hacer nudos.

—¡Allie, ya vienen! —gritó Madre desde proa.

Padre pareció comprender, pero siguió tumbado de espaldas, dándonos tiempo a hacerle nudos dobles en las manos y pies. Murmuraba y babeaba de forma incoherente, como drogado, mientras yo me disculpaba por lo que le estábamos haciendo.

—Tienen luces —dijo Madre—. No nos veía. —Allie ¿qué quieres que haga?

El avión seguía ardiendo detrás de los bungalows, pero la jungla había apagado el fuego del generador. En la oscuridad de la orilla opuesta vimos luces temblorosas —linternas y reflectores.

Madre seguía gritando. Su voz espabiló a Padre, que abrió los ojos y se lanzó sobre nosotros. Pero los nudos le sujetaron y le hicieron caer. Se golpeó otra vez la cabeza. Se puso de rodillas y trató de soltarse las manos. Jerry cogió un tubo de hierro que había sobre cubierta y lo levantó sobre su cabeza. Se lo arranqué de la mano y lo tiré por la borda. Padre no había levantado la cabeza. Gruñó algo sobre los nudos y emitió un sollozo de cólera y vergüenza al ver que no podía romper las cuerdas de un poderoso tirón.

—Eh —dijo, como un borracho, y empezó a morder las cuerdas de las muñecas.

Yo no quería estar ahí cuando se liberase. Jerry y yo corrimos a popa. Llevé la piragua a nuestro costado de la barca, el opuesto a Guampu, y le dije a Madre que subiera. Estaba abrazada a las gemelas, agachada en la oscuridad, mirando hacia la orilla de Guampu, donde las pequeñas luces oscilaban en la oscuridad y el avión ardía en la distancia.

Llegó un grito procedente de la orilla. Era Spellgood, gritando en español y también en idioma indio, quizá twakha. Su voz resonaba como en un túnel, como si gritara por un cuerno o un megáfono.

—Sube a la piragua, Mamá. ¡Date prisa, por favor!

Se oyó un disparo, no muy fuerte. Pero tenía la malicia de un dardo envenenado. Algo silbó y pegó,
paf
, en los árboles de nuestra orilla, justo detrás nuestro.

—¿Dónde está Papá?

—No viene.

Otro disparo y más chillidos en indio de Spellgood.

—¡Allie! —llamó Madre mientras metía a April y Clover en la piragua. Se tapaban la cara. Estaban tan asustadas que no les quedaba aliento para chillar. Subió Jerry, después Madre, que seguía gritando.

—¡Allie! ¡Allie!

Subí de un brinco y aparté la piragua de un empujón. Sólo estábamos a veinte pies de la orilla opuesta a Guampu, pero antes de haber recorrido la mitad de la distancia —un golpe de remo—, una luz se posó en la cabina de la barca, iluminándola desde atrás. Estábamos ocultos por la barca, mirando hacia arriba.

Padre se puso en pie mirando a la luz, y cuando trató de taparse la cara vi que aún tenía las manos atadas.

—¡Comunistas!
—chilló Spellgood—.
¡Satanás!

—¡Allie! ¡Aquí! —dijo Madre—. ¿Qué le pasa?

Padre golpeó el techo de la cabina con sus manos atadas, rascando los nudos contra la madera.

—¡Satanás! ¡Diablos!

—Echadme una mano aquí —dijo Padre, con voz serena y natural.

Mientras hablaba se oyó otro disparo. Un segundo antes del lejano estampido se oyó un ruido más leve, casi inocente, como una ciruela madura cayendo en un suelo nevado.

Y Padre cayó de rodillas, diciendo:

—¡Estoy bien! ¡No ha sido nada! ¡Estoy vivo!

Habíamos alcanzado la orilla. Los críos bajaron, pero Madre se quedó en proa.

—¡Allie!

—No me dejes aquí —dijo. Levantó sus manos atadas—. Estoy sangrando, Madre.

Madre me arrancó el remo de la mano y lo hundió rápidamente en el río, remando hasta la barca. Me quedé donde estaba.

—¿Quién anda ahí? —dijo Spellgood con su megáfono desde el otro lado del río. Trató de encontrarnos con la luz—. ¿Quién ha dicho eso?

Padre gimió de nuevo.

—No puedo moverme.

Sosteniéndonos de pie en la piragua en el costado seguro de la barca, pudimos hacer rodar a Padre por cubierta y volcarle en la piragua. Soltó un prodigioso alarido, como si le hubiéramos roto la columna vertebral, pero no vacilamos. Con una de sus piernas arrastrando por la superficie del río y el agua entrando a raudales por ambos lados, llegamos hasta la orilla, donde los críos esperaban.

—Deprisa —dijo Madre.

—¡Voy a por vosotros! —gritó Spellgood.

—No puedo salir de esta cosa —dijo Padre.

Madre le arrastró hasta la orilla, donde, aún ocultos de Guampu por la sombra de nuestra barca-cabaña, desatamos los nudos de Padre. Pero ni siquiera con los brazos y las piernas libres podía moverse. Levantaba la cabeza, pero el resto de su cuerpo yacía pesadamente en el suelo.

—Ayúdame, Charlie —dijo Madre—. Todos vosotros ¡cogedle! —Le metió entre los arbustos mientras nosotros le empujábamos por las piernas.

En la orilla opuesta había más gente que antes. Debieron oír los disparos. Parecían docenas de voces. Nos llamaban, y una o dos veces me pareció oír la voz de Emily pronunciando mi nombre. Pero el río era ancho y la orilla de Guampu estaba a cincuenta metros. Avanzamos, sin pronunciar palabra, hasta encontrar el jeep. Seguían oyéndose voces en la otra orilla. Como si estuvieran perdidos y heridos y pidiendo socorro en la oscuridad... ellos, no nosotros.

30

Bajando por la carretera oscura y frondosa, alargada como una manga, con la noche oprimiendo nuestro techo, las veintiocho millas de pista cubierta de rodadas hasta Awawas nos parecieron casi cien. Madre conducía tan rápido como le era posible, derrapando y cambiando de marchas ruidosamente. Los demás permanecíamos sentados sin decir palabra. Veíamos pájaros posados en la carretera, y las bolas de pelo de los quicayús de ojos como bombillas paralizados por nuestro estruendoso avance. Madre solo abría la boca para decirle a Padre «te vas a poner bien» o «no te abandonaré, Allie».

Padre no respondía. Estaba en el asiento de atrás, con los ojos entreabiertos. El barro que se le había pegado al cuerpo cuando le arrastramos por la orilla apestaba a muerte.

De pronto, cuando aún estaba oscuro, la carretera se acabó. Nos encontramos en un callejón sin salida de árboles, helechos, arbustos pegados a los faros, el ruidoso estómago de la jungla. Madre paró el motor del jeep y accionó el freno de mano. Trepó por encima de su asiento y puso cómodo a Padre, hablándole en voz baja como si estuviera dormido.

—Vivirás, Allie.

Con los faros apagados veíamos estrellas, el agujero de la luna en la manta del cielo. La luna bajó y las ramas la estriaron. Durante un rato no se vio el sol, sino únicamente una luz gris que se elevaba y penetraba entre los árboles como el agua creciendo en un río, encerrándolos con un paño de niebla que los rayos del sol, cada vez más espesos y cegadores, cortaron al romper el alba. La jungla circundante había cambiado segundo a segundo, de oscura a acuosa, después neblinosa, encerada, gris, y por último, progresivamente, desnuda de sombras... una marea creciente de luz con un espejo detrás. Fue como si desde el principio hubiéramos cabalgado de la oscuridad a la luz, avanzando, como gentes asustadas en una canoa, hasta penetrar en algún lugar resplandeciente.

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