La cortesana y el samurai (38 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La cortesana y el samurai
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—El hígado, honorable señor —dijo el cocinero, presionando su cabeza contra el suelo, servilmente—. Ya sabía yo que lo pediría.

Saburo se relamió.

—Justamente lo que necesito, una gota de veneno. Sólo un toque, un poco de frío, un indicio de entumecimiento. Quiero sentir cómo la boca se me entumece y mi polla cobra vida. Esto pondrá un poco de pimienta en la velada. —Se volvió a Hana y la atrajo junto a sí—. ¡Luego podemos unirnos a los juegos.

36

En las cocinas hacía calor, estaban atestadas y reinaba el ruido. Las criadas iban y venían apresuradamente y los aprendices cortaban todo tipo de comida. Las mujeres, en cuclillas ante los fogones, soplaban sobre las brasas de carbón hasta que brillaban y desprendían nubes de humo que se alzaban hasta las vigas ennegrecidas. Con sus toscos pantalones de algodón y su chaqueta azul índigo, Yozo podía haber sido uno de los hombres que trabajaban en el Yoshiwara. Había muchos esperando por allí, inactivos, a la espera de auxiliar a los vacilantes invitados cuando se iban, cargando incluso con ellos hasta la puerta, si era necesario. Mientras tanto charlaban sobre la cantidad de sake que podrían comprar con las propinas.

—No se me ocurriría a mí probar el hígado de fugu. —Chubei se llevó a los labios una taza de sake con mano temblorosa y se la bebió de un trago, salpicando gotas sobre sus dedos gordezuelos y sobre su chaqueta blanca, ya manchada. Sus mejillas habían adquirido un tono rojo oscuro, y su calva rasurada, bajo la gruesa banda de tela, estaba reluciente y sudorosa—. Se supone que es muy emocionante. Dicen que también sabroso. Dulce, oleoso, cremoso. —Dio unos golpecitos en el borde de la bandeja con la inscripción «venenoso», en la que se apilaban trozos de pescado de aspecto siniestro y sacudió solemnemente su voluminosa cabeza—. Pero yo no soy de los que juegan con la muerte.

—Ni yo —dijo secamente Yozo—. Es un juego de ricos.

Instalado en un rincón, golpeaba el suelo de tierra con el talón y jadeaba ruidosamente, tratando de ocultar su impaciencia. No había pasado mucho rato desde que Chubei llevara el hígado del pez globo a Saburo. Éste comería probablemente lo bastante como para sentir los labios y la lengua entumecidos, de modo que disfrutaría con el escalofrío de jugar con la muerte, como la mayoría de los expertos; o bien, si deseaba mayor emoción, podía probar un poco más, para sentir también un cosquilleo en los genitales. Pero existía también la posibilidad de que pudiera excederse. Cada vez que llegaba un ruido de la sala de banquetes, Yozo se volvía bruscamente, pero nada parecía suceder.

Por encima del repiqueteo oía gritos y risas, el batir de los tambores y el rasgueo de los shamisen. Yozo hizo una mueca y apretó los puños. No podía soportar ver las manos de Saburo sobre el cuerpo de Hana. Llevaba mucho tiempo esperando la ocasión de sacarla subrepticiamente del Yoshiwara, pero ahora se percató de que había muchas probabilidades de que saliera mal. Sin embargo, el plan debía funcionar.

Pensó en la última conversación que mantuvo con Hana, y recordó sus ojos brillantes, su risa, la curva de su mejilla y la sensación de su mano suave en la suya. Una mujer como ella no debía estar en un lugar así, sin contar con que se la obligaba a acceder a los caprichos de un sujeto como Saburo. Sonrió para sí. De haber estado allí Enomoto o Kitaro, o cualquiera de sus otros compañeros de sus tiempos en Europa, le dirían que se había ablandado, que el lugar de un hombre estaba con sus camaradas y él se habría mostrado de acuerdo... hasta que conoció a Hana.

—El hígado de fugu es un poderoso afrodisíaco. —Los lóbulos de las orejas de Chubei se habían puesto purpúreos a la luz del farol—. El cuerno de rinoceronte no se le puede comparar, ni tampoco la raíz de ginseng. Deberías ver cómo se están poniendo ésos, y sólo han tomado sake con aleta de fugu. Esa vieja babosa no compartiría el hígado con nadie. Apostaría mil ryo a que le preocupa satisfacer a nuestra Hana. Probablemente tiene miedo de no ser capaz de cumplir. Rico o no, detesto la idea de que ese viejo zorro se la lleve. En eso todos estamos de acuerdo. Si algo lo detuviese, ninguno de nosotros movería un dedo.

Yozo le dirigió una mirada penetrante, preguntándose si el cocinero sospechaba algo. Todo el mundo sabía que él enviaba mensajes a Hana. Miró a los demás hombres, con sus escuálidas piernas y sus rostros curtidos, riéndose con gruñidos de alguna broma, y se preguntó cuántos de ellos también lo sabían.

—No te creerías la propina que me ha dado el viejo —iba diciendo Chubei.

El humo llenaba la cocina y las tapaderas de los cacharros traqueteaban. Por todo el barrio la gente parecía haberse vuelto completamente loca. La calle estaba llena del taconeo febril de los zuecos, de voces chillonas y alaridos, de risas salvajes, chirridos y gruñidos como si las personas estuvieran acoplándose como animales en la calle. Yozo tamborileaba el suelo con el talón y mantenía el ceño fruncido. Todo dependía de estar preparados y de aprovechar la oportunidad cuando se presentara. Hubiera sido mucho más fácil regresar al campo de batalla, pensó. Debía aplicar todas las lecciones que allí había aprendido. Pero recordó entonces las ruinas llameantes de Hakodate y el rostro del comandante en jefe surgiendo frente a él, y se estremeció.

Las puertas de la sala de banquetes se abrieron de golpe.

—¡Socorro! ¡Saburo se ha envenenado! —gritaba la gente, mientras en el lugar se desataba el caos.

Yozo se puso en pie de un salto. Apenas se había atrevido a esperar que el viejo fuera tan estúpido como para excederse en la ración de hígado de pez globo. No pudo reprimir que una sonrisa de pura exaltación destellara en su rostro. Luego frunció el ceño y comprobó que su daga estaba firmemente encajada en la faja. Era el momento de entrar en acció.

Tras él se dejó oír un gimoteo.

—No... no es culpa mía.

Chubei parecía haberse encogido dentro de su amplia chaqueta de jefe de cocina. Su rostro estaba gris, se agarraba al borde del mostrador y sus mejillas temblaban.

El padre irrumpió por la puerta principal en medio de una nube de humo de tabaco rancio, con la chaqueta de algodón medio fuera de los hombros y su vientre hinchado colgando sobre la faja. Yozo maldijo para sus adentros. No esperaba que apareciera tan pronto. Todos los demás podían estar borrachos, pero no el padre. Debía tener un ojo puesto en Hana quien, después de todo, era su más valiosa inversión.

—¿Qué has hecho? —rugió—. Nos has arruinado.

—Esto no tiene nada que ver con Chubei —replicó Yozo con brusquedad—. Saburo pidió el hígado y se lo comió. No se va a morir. Se ha dado un susto él mismo. Eso es todo.

El padre se quedó boquiabierto mirando a Yozo como si no pudiera creer que alguien osara replicarle. Yozo le devolvió la mirada. Los demás hombres corrían hacia la sala de banquetes. Con el ceño fruncido, el padre dio media vuelta.

—Volved todos aquí. Cerrad las puertas. Necesitamos mantener esto tranquilo. Tajima, tú que eres un tipo listo, ven conmigo.

—Podría ser la bebida. El alcohol agrava los síntomas del fugu.

—Sería mejor tener a mano una pala, por si acaso —gruñó el padre. Yozo se lo quedó mirando interrogativamente—. Tendríamos que cavar un hoyo y enterrarlo hasta el cuello. Es el único remedio. La frialdad del suelo echa fuera el veneno.

Sosteniendo un farol, recorrió balanceándose el oscuro vestíbulo, agachado como un luchador de sumo, jadeando ruidosamente y moviéndose con rapidez para tratarse de un hombre tan pesado. Yozo lo seguía a un par de pasos. Se detuvo a la puerta de la sala de banquetes. La fetidez del humo, los pabilos de velas consumidas, el tabaco rancio, el sake y los vómitos hacían que la atmósfera fuese espesa como un muro. La mitad de los candelabros estaban derribados. Por suerte las velas se habían apagado antes de poder ocasionar un incendio en el lugar; de otro modo la casa entera hubiera ardido como la yesca.

Manteniéndose detrás del padre, Yozo cruzó a zancadas la estancia, pisando en la oscuridad suaves carnes húmedas. Hombres y mujeres desnudos aparecían tumbados, unos encima de otros, abiertos de brazos y piernas o hechos un ovillo, desmadejados, revueltos con montones de prendas. Mirando en derredor, descubrió a Masaharu entre las sombras a un lado de la sala, vestido del todo. Por un momento sus ojos se encontraron. Yozo buscó frenéticamente a Hana, pero no se la veía por ninguna parte. La tiíta corría de acá para allá, con las manos blanqueadas apretadas contra la cabeza y su malévolo y envejecido rostro brillando a la luz de las velas como una máscara diabólica.

—¡Padre! —aulló—. Gracias a los dioses que estás aquí. ¡Haz algo, rápido! Nunca volveremos a hacer negocio si esto sale de aquí.

Voces ásperas gritaban.

—¡Estúpidos! ¿Qué estáis haciendo.

—¡Apartaos.

—¡Abrid los biombos, que le dé el aire.

—¡No, dejadlos cerrados, mantenedlo caliente.

Al otro lado de la sala, los guardaespaldas de Saburo se empujaban unos a otros, hombro con hombro, con sus libreas de seda, buscando algo en el suelo.

Cuando se abrieron paso entre ellos el padre y Yozo, éste oyó la voz de Hana exclamar entrecortadamente.

—¡Saburo-sama, Saburo-sama.

El padre levantó el farol. Yozo bajó la mirada para verlo. Despatarrado, tendido de espaldas, como una cucaracha gigante, moviendo espasmódicamente piernas y brazos, estaba el hombre al que había visto en la calle aquella noche en Batavia; el monstruo que había traficado con opio y que mantenía prisioneras a las mujeres. Los globos oculares de Saburo parecía que estaban a punto de salírsele de las órbitas, mantenía la boca abierta de par en par, y la saliva le goteaba por la papada hasta sus suntuosos cuellos de seda negra.

Sus ojos encontraron el rostro de Yozo y se estremeció visiblemente, como si también lo reconociera, y luego su cuerpo se puso rígido. Resollaba como si luchara por tomar aire.

Hana estaba arrodillada junto a Saburo, con las manos cubriéndose la boca. Levantó la vista hacia Yozo con los ojos muy abiertos. Su cara estaba blanca bajo el espeso maquillaje. Tama estaba a su lado. Guardaba una perfecta compostura, pero había un tic en su mejilla y un extraño brillo en su mirada. Yozo tuvo la súbita sospecha de que habían empujado a Saburo a comer más de lo que hubiera debido. No debía haber sido difícil.

—Yo le decía que parase —susurró Hana con voz temblorosa—. Pero no quiso. Seguía comiendo más y más. Pretendía que yo comiera también, pero me negué.

—No paraba de decir «¿Creéis que no soy un hombre?» —le explicaba Tama al padre. Evitaba mirar a Yozo—. Cada vez que le rogábamos que parase, comía más. Luego empezó a quejarse de que tenía los pies fríos.

Yozo se arrodilló junto a Saburo y le levantó la mano. Los dedos se le hundieron en la carne esponjosa. El brazo de Saburo estaba rígido, la piel húmeda y de sus poros se desprendía un hedor agrio. Cuando Yozo consiguió encontrarle el pulso a través de los pliegues de grasa, era lento y débil. Algunos de los invitados y de los guardaespaldas empezaban a gruñir y se oyeron gritos de pánico como: «¡Mis pies! ¡Tengo los pies fríos!» Yozo se preguntó si el cuchillo de Chubei habría contaminado los tres pescados, o si uno de ellos pudo haber sido particularmente potente. En ocasiones eso sucedía.

—¡Hay que enterrarlo en el suelo! —aulló el padre—. Rápido o lo perderemos. Tama, saca a Hana de aquí.

Tama tomó a Hana por el brazo y la hizo ponerse de pie. Cuando los guardaespaldas se apartaron para dejar paso a las mujeres, las piernas de Hana parecieron ceder. Yozo dio un salto adelante, pero Tama lo fulminó con la mirada, pasó el brazo alrededor de Hana y la arrastró fuera de la estancia con un crujir de sedas.

—Tajima, haz que los hombres se pongan a cavar —dijo el padre—. En la parte posterior de la casa, lejos de la calle, donde nadie pueda verlo. Y diles que guarden silencio.

Una pareja de guardaespaldas miraban de manera extraña a Yozo. Adivinó que lo habían visto moverse hacia Hana y que lo habían reconocido como participante en la pelea que habían sostenido meses antes. Lo último que necesitaba ahora era meterse en un lío.

Corrió sorteando los cuerpos y los montones de comida, chocó con Masaharu, camino de la puerta. El sureño llevaba el cuello de la camisa torcido, y la camisa le colgaba fuera de sus pantalones, pero Yozo pudo advertir que estaba completamente sobrio.

—Me voy —gruñó Masaharu.

Yozo lo miró a los ojos. Apenas advirtió las vocales abiertas de su acento meridional. Había tenido mucho tiempo para conocerlo en los meses que llevaba trabajando en el Rincón Tamaya y sabía que era un hombre en el que podía confiar.

—Buena idea.

Yozo tocó el amuleto que llevaba en la manga y rogó a los dioses que Masaharu estuviera de su lado.

37

Cuando Yozo salió a todo correr del Rincón Tamaya, casi fue a parar directamente dentro del ostentoso palanquín de Saburo. Se alzaba en medio de su camino, proyectando una gran sombra, como si el propio Saburo estuviera allí, como un feroz dios guardián, con los brazos extendidos para impedir que marchara. Parecía un mal presagio, pero apartó ese pensamiento de su mente.

Salió a la calle y miró alrededor sorprendido. Estaba atestada de gente, aplaudiendo y zigzagueando entre los cerezos, formando círculos que se entrelazaban, con gran taconeo de zuecos, como si trataran de bailar hasta caerse. Hombres con máscaras de bocas torcidas y ojos fijos se balanceaban, y sus rostros grotescos resaltaban en la oscuridad.

Yozo aguzó la mirada hasta que descubrió un movimiento en las sombras, detrás de la casa. Allí había dos figuras, embutidas en ropa de trabajo y con la cabeza y la cara envueltas en pañuelos.

Masaharu se presentó un momento después, una figura delgada, vestida de forma extravagante, con un abrigo de estilo occidental. También dirigía miradas rápidas alrededor y luego abandonó el lugar a grandes zancadas, dirigiéndose por el lado de la calle, donde la multitud clareaba, hacia la puerta situada al final de Edo-cho 1. Las dos figuras se deslizaron tímidamente desde las sombras y lo siguieron, con las cabezas bajas, como sirvientes. Iban vestidas como jóvenes, pero por la forma de caminar, con los hombros levemente inclinados, pasitos cortos con sus sandalias de paja, resultaba obvio que se trataba de mujeres. A los ojos de Yozo los tres se dejaban notar terriblemente. Anduvo un trecho detrás de ellos, sin perderlos de vista, mirando alrededor a cada momento, pero los juerguistas parecían demasiado borrachos para fijarse.

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