Holly se levanta y se dirige al depósito de agua. Se encuentra al final de un plan aerobico de ocho semanas y es importante mantenerse hidratada. Coge un vaso de plástico, lo llena, echa la cabeza hacia atrás y bebe hasta no dejar ni una gota. Cuando deja el vaso, ve que Roger pasa a su lado, mirándole el pecho. Sus ojos suben un momento a su cara y guiña un ojo.
—Holly.
—Roger.
Roger se aleja y Holly tira el vaso. Eso es algo a lo que no consigue acostumbrarse: a la desvergüenza de los ejecutivos. No pretende hacer leña del asunto, pero no entiende cómo es posible que unos capullos blandengues, panzudos y desgarbados crean que pueden tener alguna oportunidad con ella. Pero ahí estriba el problema: que dentro de la empresa
son
importantes, o al menos más importantes que ella. Por esa razón, cualquier feo y baboso director de Tramitación de Pedidos se cree con el derecho a flirtear con ella. No es que vengan directamente a hacerle proposiciones —eso sería una grave violación de la política de la empresa con respecto a las relaciones entre empleados (en pocas palabras, están prohibidas)—, pero eso no mejora las cosas. Holly siempre tiene que tomárselo todo como una broma inocente, cuando en otras circunstancias que permitieran una respuesta más honesta por su parte les diría que se fueran a tomar por el culo.
Si se encontrase en un grado más alto del escalafón empresarial, no le sucederían esas cosas, pues sería demasiado importante como para que los hombres se atreviesen a flirtear con ella. Si los hombres fuesen más apuestos (o en el caso de Roger, no tan gilipollas), puede que no le importase tanto. Pero al parecer todos creen que la mejor forma de combatir la barriga no es pasar treinta minutos al día en la cinta de correr, sino tapársela con una camisa y un traje. (Algunas veces la barriga parece querer echar a un lado la corbata; otras la corbata está prácticamente horizontal). Si ellos optan por no preocuparse de su aspecto, ¿por qué se creen con derecho a gozar del suyo? Hay muchas cosas que Holly no entiende de la Corporación Zephyr, pero las reglas del arte del flirteo corporativo son lo que más le irrita. Simplemente no puede aceptarlas. Por esa razón, la gente cree que no es una persona muy cordial.
Holly regresa a su escritorio y saca un par de folios de su bandeja de entrada. Parece que Elizabeth ha pasado por allí. Quiere que Holly prepare un resumen del resumen que redactó para Sydney hace un par de horas. Holly presiente que va a sufrir una migraña. Se pregunta qué pasaría si se olvidara de todo y se fuese al gimnasio el resto del día.
Freddy llega y se deja caer en la silla. Holly lo mira, esperando una explicación, pero él se limita a mirar el teclado de su ordenador.
—¿Qué sucede?
—¿Acaso no viste mi nota? —dice despegándola del monitor y rompiéndola en tiras.
—Lo pregunto en serio.
Freddy no responde.
—¿De verdad has estado en Recursos Humanos? —pregunta Holly, poniéndose derecha—. ¿Cómo es? ¿Qué hacen? ¿Tienen cubículos?
—No quiero hablar de eso.
—O vale. Si quieres ponerte así…
Freddy permanece callado.
—Vamos, venga. Dime
algo.
Freddy niega con la cabeza.
—Oh, pues muy bien —responde Holly, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia su ordenador.
Jones da unos cuantos pasos sobre el tejado, no sin antes apoyar cuidadosamente la puerta en el marco para que no se cierre. Se encuentra de pie sobre una superficie de cemento gris cubierta por los excrementos de algo así como un millón de palomas, buena parte de las cuales le observan en estos momentos desde antenas o respiraderos. A un lado, se ve la parte superior de media docena de rascacielos especialmente altos o construidos sobre una colina o ambas cosas, cuyas ventanas tintadas ofrecen minúsculos atisbos del mundo corporativo. Se dirige hasta la barandilla del extremo del tejado y mira el tráfico que repta por First Avenue. A esta altura reina un silencio sorprendente. Jones se queda mirando el tráfico mientras el viento le revuelve el pelo y enfría el sudor de su espalda.
Transcurre un minuto antes de que su cerebro se ponga a funcionar y le indique que si se da prisa puede bajar hasta la segunda planta antes de que lleguen los de seguridad. Puede volver al plan original, con la única modificación menor de añadir a su lista de preguntas para Dirección General por qué la oficina de Daniel Klausman es el tejado. Jones se apresura a volver a la puerta. Mientras lo hace se da cuenta de que hay un ascensor de servicio al lado. También oye ruidos sospechosos procedentes de la escalera y cuando abre la puerta se da de frente con dos guardias de seguridad de uniforme azul y rostro sudoroso.
—Tú —dice uno de ellos. Jones presiente que eso es el comienzo de una frase de tan sólo dos palabras, pero no espera a conocer el desenlace. Da un portazo y echa el cerrojo. Aporrea el botón para llamar al ascensor (un botón rojo, de goma) y espera.
—Señor Jones —dice uno de los guardias a través de la puerta—. Si no deja usted en paz al señor Klausman, las repercusiones serán muy serias.
El ascensor llega a su destino. Jones se mete dentro y aporrea el número dos: Dirección General. Aliviado, ve cómo se cierran las puertas.
Jones suelta aire. Se ajusta los puños de la camisa, se arregla la corbata y levanta la barbilla. Puede que en ese momento esté quebrantando un buen número de reglas de Seguridad y de Recursos Humanos, pero no hay duda de que la empresa está practicando algún tipo de engaño a gran escala a los trabajadores, así que están en paz. Jones espera a que suene el ding y se abran las puertas.
Pero no se abren. Jones levanta los ojos y ve el número 4 en la pantalla del ascensor, y mientras mira pasa al 5. Alarmado, presiona el 2 de nuevo, pero se da cuenta de que no se ha iluminado. Lo presiona y se enciende, pero se vuelve a apagar. Prueba con el 5 y el 6, y luego pasa la mano por toda la hilera de botones. Ninguno se ilumina más de un segundo. Jones se apoya en la pared del ascensor para no perder el equilibrio. ¿Va el ascensor cada vez más rápido? De repente se da cuenta de que así es como se desprende Zephyr de los empleados que ya no le son útiles: el ascensor les traslada en caída libre hasta el sótano.
Jones nota que el ascensor empieza a reducir la velocidad. O puede que no. La pantalla señala el 11. Se apaga y aparece el 12. Al parecer va derecho a la decimocuarta planta; es decir, a la suya: Ventas de Formación. Suspira irritado. Probablemente Seguridad le esté esperando con todas sus pertenencias en una caja de cartón.
El número 12 desaparece y el ascensor se detiene por completo. Hay una misteriosa y prolongada pausa. Luego suceden dos cosas al mismo tiempo: suena el
ding
y aparece el 13 en la pantalla.
Jones mira el panel de botones por si acaso se le ha ido la olla. Pero no. Tal como pensaba, no hay botón 13.
Las puertas se abren.
Lo primero que le llama la atención es la iluminación. No es fluorescente, ni de esas que hieren la retina, sino suave, matizada, como si surgiera de recovecos invisibles del techo. Segundo: la moqueta no es de ese violento naranja que predomina en la empresa, sino de un azul claro y agradable. Tercero: el ascensor da a un pasillo —lo cual no es ninguna sorpresa—, pero es un pasillo de cristal, y a través del cristal Jones puede ver oficinas con paredes acristaladas por todas partes, oficinas con paredes. Esas son las cosas que más le llaman la atención. Sólo cuando se recupera del impacto que le han producido se percata de otros detalles menores, como por ejemplo el grupo de personas que tiene delante. En el centro se encuentra el ordenanza y, a su lado, Eve Jantiss.
—Señor Jones —dice el ordenanza—. Soy Daniel Klausman. Bienvenido al Proyecto Alpha.
—El procedimiento estándar, por supuesto, es ponerle de patitas en la calle —dice Klausman.
Aún lleva puesto el mono gris, pero Jones no puede dejar de mirar su mechón de pelo grisáceo. Es más que suficiente para convencerle de que ese hombre es, en realidad, el Consejero Delegado de la Corporación Zephyr: tiene pelo de directivo. Klausman pone una mano en el brazo de Jones y lo conduce por el pasillo.
—Haremos correr la noticia de que le hemos sorprendido robando un ordenador y eso será el final de su carrera. No será la primera vez.
Jones mira a Eve, que le devuelve una sonrisa radiante. Ver todos esos dientes brillantes le hace inquietarse aún más.
Klausman se detiene y los demás hacen lo mismo, obedientes.
—Sin embargo, creo que usted tiene algo, señor Jones. Algo especial que notamos desde el principio, ¿verdad que sí?
Mira a Eve. Ella asiente y, cuando Klausman se da la vuelta, guiña un ojo.
—Pero lo del tejado ha sido demasiado. Nadie antes había llegado tan lejos. Es usted muy curioso, ¿verdad que sí? Eso nos gusta, señor Jones. Nos gusta mucho. Nos habría gustado estudiarle, pero como no es posible… le vamos a hacer una oferta.
—Usted se hace pasar por ordenanza —dice Jones.
Se da cuenta de que el comentario no resulta especialmente penetrante, pero necesita establecer algunos hechos sobre los que todos estén de acuerdo.
—Algunos ejecutivos creen que es muy importante estar en primera línea. ¿No ha visto a esos directores de McDonald's? Venden hamburguesas un día al año, tomándose descansos cada cinco minutos con la excusa de que tienen que regresar a su oficina y así creen que adquieren una experiencia de primera mano. Yo, señor Jones, vivo en primera línea. Nadie está más cerca de sus empleados que yo.
Klausman sonríe, como si esperase que Jones dijera algo halagador.
—Y Eve tampoco es realmente una recepcionista.
—Ella es tan recepcionista como yo un ordenanza —responde Klausman con una sonrisa en la comisura de los labios.
—Es decir,
es
una recepcionista, pero también algo más.
—Siga, siga.
Jones mira alrededor. A través de los cristales observa el conjunto de monitores que muestran distintos departamentos de la empresa.
—Ustedes observan. Observan todo lo que sucede dentro de la empresa.
—Casi lo tiene. ¿Va a ser capaz de sacarlo solo?
Jones toma aliento.
—El propósito de la Corporación Zephyr es…
Duda antes de continuar. Si se equivoca, todos los presentes se van a tronchar de risa. Eve asiente para animarle. Finalmente se decide:
—Zephyr es un banco de pruebas. Un laboratorio donde se ponen en práctica técnicas de gestión y se observan los resultados. Zephyr es un experimento.
Nadie se ríe. Klausman mira alrededor.
—¿Qué os dije?
—Ha vuelto a acertar, señor —dice uno de los tipos trajeados.
Klausman extiende las manos.
—Yo soy Alpha y Omega.
Todos se ríen. Al final, Jones entiende:
—El Sistema de Gestión Omega. Usted fue quien lo creó. Y aquí es donde usted desarrolla las técnicas.
En Ventas de Formación, algo horrible le está sucediendo a Elizabeth: le está empezando a gustar Roger. Debe ser una broma planeada por su traicionero cuerpo y sus hormonas, disparadas por el embarazo. A Elizabeth, sin embargo, no le hace ni la más mínima gracia. ¿
Roger
? Cualquiera que pretenda juntarla con Roger es que no sabe nada de ella. Elizabeth está consternada por la opinión que tiene su cuerpo de ella.
Todavía no ha decidido qué hacer respecto a su situación. Al principio parecía obvio: no hay lugar para un bebé en su carrera. Sin embargo, esa reacción inicial ha ido perdiendo fuerza. Una parte furtiva y oculta de su cerebro, la misma que vetó el condón, está ganando peso por momentos. Ya casi la domina del todo. Y Elizabeth empieza a dudar. Es un proceso sorprendente, o lo sería de no ser tan anestésico. Sólo se da cuenta del verdadero alcance de su poder en momentos como ése, cuando se descubre mirando a Roger a través del pasillo con la boca abierta.
Roger la sorprende y parpadea sorprendido. Elizabeth cierra la boca y regresa a su mesa. Cierra los puños con fuerza. «¡No! Por favor eso no.»
—No comprendo por qué la gente se sorprende tanto —dice Klausman.
Está sentado detrás de la mesa de despacho más grande que Jones haya visto jamás. Dos de las paredes de su oficina son cristaleras y unas nubes bajas se deslizan frente a ellas. Jones siente como si el edificio estuviera a punto de caerse. Se da cuenta de que está inclinado hacia la izquierda, como si pretendiera hacer contrapeso.
—Sencillamente estoy aplicando métodos científicos de investigación en un ámbito empresarial. Por lo general no se espera que los científicos experimenten con seres humanos vivos. Utilizan laboratorios y experimentan en condiciones controladas. Es exactamente el mismo concepto.
—Pero usted experimenta con seres humanos vivos —dice Jones.
—No, no, no, la Corporación Zephyr es una empresa completamente artificial, sin verdaderos clientes. Ah, ya veo, usted se refiere a la plantilla. Sí, es cierto. Son seres vivos, pero no les hacemos ningún daño. Les ofrecemos un trabajo, normalmente trabajos sin sentido, pero ellos no lo saben. Sin embargo, si lo piensa bien, la mayoría de los trabajos carecen de sentido. Escoja cualquier puesto de la empresa y elimínelo, verá como el resto de la plantilla encuentra la forma de cubrir su función. Es cierto. Lo comprobamos en Logística.
—Aún así… ¿no le parece que desde el punto de vista ético…?
—De hecho, los empleados de Zephyr tienen la
ventaja
de no tener que tratar con clientes.
—¿Qué tienen de malo los clientes?
Klausman se ríe. Los tipos del traje ahogan risitas por detrás de Jones.
—Perdonadle, es joven —dice Klausman inclinándose hacia adelante—. Los clientes son alimañas, señor Jones. Infectan a las empresas de enfermedades —su tono al decirlo es totalmente serio y solemne—. Una empresa es un sistema diseñado para realizar una pequeña serie de acciones una y otra vez con la mayor eficacia posible. El enemigo de los sistemas es la variación, y eso es lo que generan los clientes. Quieren productos especiales. Sus circunstancias son únicas. Pretenden hacer pedidos con servicio postventa y presentan sus quejas en Ventas de Formación. Mi mayor logro, y soy del todo honesto con usted, señor Jones, no es el Sistema de Gestión Omega y su correspondiente flujo de ingresos, que, dicho sea de paso, es sumamente lucrativo. Mi mayor logro es Zephyr. Una empresa libre de clientes. Escuche bien lo que le digo:
una empresa libre de clientes
, señor Jones. Al principio tratamos de simular los clientes, pero fue un desastre. Echó abajo todo el proyecto. Cuando comenzamos de nuevo, eliminé todos los departamentos que tenían clientes externos. Fue como matar a una jauría de perros rabiosos. Con eso no quiero decir que ahora Zephyr sea una empresa perfecta, pero lo estamos consiguiendo, señor Jones, lo estamos consiguiendo.