—No tengo inconveniente, Lucio Cornelio —dijo Pompeyo Rufo, cuadrándose de hombros—. Te agradezco la encomienda.
Al día siguiente, el Senado promulgaba un
senatus
consultum
por el que Cneo Pompeyo Estrabón quedaba relevado del mando y lo sustituía Quinto Pompeyo Rufo. Tras lo cual, éste abandonaba Roma sin dilación, sabiendo que ninguno de los condenados había sido aprehendido y contento de no mancharse las manos.
—Tú mismo puedes hacer de correo —dijo Sila, entregándole el decreto del Senado—. Y hazme un favor, Quinto Pompeyo. Antes de dar a Pompeyo Estrabón el documento senatorial, entrégale esta carta mía y dile que la lea antes.
Pompeyo Estrabón se hallaba en aquel momento en Umbría con sus legiones, acampado ante Ariminum, y por ello el segundo cónsul viajó por la Vía Flaminia, la gran carretera que iba hacia el norte, cruzando los Apeninos entre Assissium y Cales. Aunque aún no era invierno, en aquellas alturas hacía mucho frío, por lo que Pompeyo Rufo efectuó el viaje cómodamente instalado en un coche de dos ruedas cerrado y con abundante equipaje cargado en un carro tirado por una mula. Como sabía que iba a un destino militar, sólo llevaba como escolta a sus lictores y un grupo de esclavos propios. La Vía Flaminia era una de las que comunicaban directamente con Roma, así que no tuvo necesidad de detenerse en posadas durante el viaje, pues conocía a muchos romanos que tenían mansiones a lo largo de ella y podían alojarle.
En Assissium, su anfitrión, a quien conocía hacía tiempo, se creyó obligado a excusarse por las condiciones de alojamiento.
—¡Los tiempos han cambiado, Quinto Pompeyo! —dijo con un suspiro—. ¡He tenido que vender muchas cosas! ¡Y por si eso fuera poco, padezco una invasión de ratones!
Así, Quinto Pompeyo Rufo se acostó en una habitación que él recordaba mucho mejor amueblada y menos fría, dado que las contraventanas habían sido arrancadas por un ejército de paso que necesitaba leña. Durante un buen rato, permaneció despierto, escuchando ruidos de roedores y crujidos, pensando en los acontecimientos de Roma y amedrentado por considerar que Lucio Cornelio había ido demasiado lejos. Y algún día le pedirían cuentas; porque eran muchas generaciones de tribunos de la plebe actuando activamente en el Foro para que la plebe aguantara el insulto que el primer cónsul les infligía, derogando sumariamente todas sus leyes. Y serían hombres como él, Quinto Pompeyo Rufo, quienes recibirían los reproches… y las condenas.
Se levantó al amanecer, llenando con su hálito el frío ambiente del cuarto, y buscó su ropa sin dejar de tiritar y con los dientes castañeteándole. Unos calzones para cubrirse desde la cintura a las rodillas, dos túnicas calientes encima y dos tubos de lana sin desengrasar para abrigarse los pies y las piernas hasta las rodillas.
Pero cuando cogió los calcetines y se sentó en el borde de la cama para ponérselos, vio que, durante la noche, los ratones habían devorado del todo la sabrosa punta. Con carne de gallina, los examinó horrorizado a la luz grisácea de la desguarnecida ventana: como supersticioso picentino que era, sabía lo que significaba. Los ratones eran precursores de muerte y los ratones le habían comido los pies. Caería y moriría. Era un presagio.
Su criado le buscó otro par de calcetines y se arrodilló para ponérselos, alarmado por aquel Pompeyo Rufo enmudecido sentado en el borde de la cama. El hombre, que conocía perfectamente el presagio, rezó porque no se cumpliese.
—
Domine
, no hay por qué preocuparse —dijo.
—Voy a morir —replicó Pompeyo Rufo.
—¡Tonterías! —se apresuró a decir el esclavo, ayudándole a ponerse en pie—. ¡Yo soy griego y sé más que los romanos sobre los dioses de ultratumba! Apolo Smintheus es un dios de vida, luz y curación y tiene por sagrados a los ratones. No, yo creo que es un presagio de que, de vuestra mano, el norte sanará de sus heridas.
—Significa que moriré —replicó Pompeyo Rufo, sin que nadie pudiera sacarle de sus trece.
Tres días después llegaba al campamento de Pompeyo Estrabón, más o menos resignado a su suerte, encontrándose a su primo lejano instalado en una especie de casona rural, en una finca.
—¡Vaya sorpresa! —dijo Pompeyo Estrabón afable, tendiéndole la mano derecha—. ¡Pasa, pasa!
—Traigo dos cartas —dijo Pompeyo Rufo, sentándose en una silla y aceptando el mejor vino que degustaba desde su salida de Roma—. Lucio Cornelio dice que leas primero la suya —añadió, entregándole los dos rollos—. La otra es del Senado.
Se advirtió un cambio en Pompeyo Estrabón ante la simple mención del Senado, pero no dijo nada ni hizo gesto alguno que diera a entender sus sentimientos, y se limitó a romper el sello de la carta de Sila.
Me apena, Cneo Pompeyo, verme obligado por decisión del Senado a enviarte a tu primo Rufo en estas circunstancias. Nadie aprecia mejor que yo los numerosos servicios que has rendido a Roma. Y nadie sabe mejor que yo que puedes rendirle a Roma otro gran servicio de indecible importancia para nuestras carreras.
Nuestro mutuo colega, Quinto Pompeyo, es un hombre muy afectado. Desde la muerte de su hijo —mi yerno y padre de mis dos nietos— nuestro pobre amigo ha experimentado un alarmante decaimiento. Como su presencia en Roma es un grave inconveniente, me he visto obligado a enviarle fuera. Sucede que no se aviene a aprobar las medidas que me he visto obligado —obligado, repito— a adoptar en defensa del
mos maiorum
.
Como sé, Cneo Pompeyo, que tú apruebas plenamente estas medidas, dado que te he mantenido informado y nos hemos comunicado asiduamente, considero muy sinceramente que Quinto Pompeyo necesita urgentemente un prolongado descanso. Y espero que lo tenga ahí en Umbría a tu lado.
Espero que me perdones por haberle contado a Quinto Pompeyo tus fervientes deseos de ser relevado del mando antes de licenciar a tus tropas. Para él ha sido un desahogo saber que le recibirías con los brazos abiertos.
Pompeyo Estrabón dejó en la mesa la carta de Sila y rompió el sello oficial de la del Senado. No dejó que se reflejara en su rostro la reacción ante lo que iba leyendo. Concluida la lectura, puso el documento en la mesa, miró a Pompeyo Rufo y le dirigió una amplia sonrisa.
—¡Bien, Quinto Pompeyo, cuánto me alegro de que hayas venido! —dijo—. Será un placer quedar relevado del servicio.
Pese a lo que le había dicho Sila, Pompeyo Rufo se esperaba una reacción indignada por parte de Pompeyo Estrabón.
—¿De verdad es lo que decía Lucio Cornelio? ¿No te importa?
—¿Importarme? ¿Por qué iba a importarme? Estoy encantado —contestó Pompeyo Estrabón—. Mi bolsa empieza a resentirse.
—¿Tu bolsa?
—Tengo diez legiones en pie de guerra, Quinto Pompeyo, y pago de mi bolsa más de la mitad.
—¿Ah, sí?
—Roma no puede —contestó Pompeyo Estrabón, levantándose del escritorio—. Ya es hora de desmovilizar a los soldados que no son míos, y es una tarea que no me atrae. A mí me gusta combatir, no escribir cosas. Para empezar, no tengo muy buena vista. Aunque tengo a mi servicio a un cadete que es excelente en eso de escribir. ¡Y le encanta! Supongo que es cosa del carácter —añadió Pompeyo Estrabón, pasando el brazo por los hombros de Pompeyo Rufo—. Bien, voy a presentarte a mi legado y a mis tribunos. Todos han servido conmigo mucho tiempo, así que no hagas caso si les notaras incomodados, porque yo no les he dicho nada.
La sorpresa y decepción que Pompeyo Estrabón no había mostrado era evidente en los rostros de Bruto Damasipo y Gelio Poplicola cuando su general les dio la noticia.
—¡No, no, muchachos, es estupendo! —exclamó Pompeyo Estrabón—. Y a mi hijo le vendrá bien servir bajo el mando de quien no es su padre. Todos nos abandonamos un poco cuando el viento sopla en la misma dirección. Así todo el mundo se desperezará.
Aquella tarde, Pompeyo Estrabón hizo formar el ejército para que el nuevo general pasara revista.
—Sólo hay cuatro legiones de soldados míos —le dijo, mientras le acompañaba recorriendo la formación—. Las otras seis están por ahí, fundamentalmente limpiando y ganduleando. Dos en Camerinum, una en Fanum Fortunae, una en Ancona, una en Iguvium, una en Arretium y otra en Cingulum. Tendrás que viajar bastante para desmovilizarlas. No creo que convenga reunirlas a todas para darles los papeles.
—No me importa viajar —dijo Pompeyo Rufo, que ya se sentía mejor. Quizá su criado tuviera razón y el presagio no era de muerte.
Aquella noche, Pompeyo Estrabón celebró un modesto banquete en su cálido y cómodo caserón. Estaba también su joven y atractivo hijo y otros cadetes, los legados Lucio Junio Bruto Damasipo y Lucio Gelio Poplicola y cuatro tribunos militares de cargo no electo.
—Me alegro de no ser ya cónsul y tener que tratar con esa gente —dijo Pompeyo Estrabón, refiriéndose a los tribunos electos de los soldados—. Me dijeron que se negaron a ir a Roma con Lucio Cornelio. Lo clásico. ¡Serán patanes! Se lo tienen creído.
—¿De verdad que apruebas la marcha sobre Roma? —inquirió Pompeyo Rufo sin acabar de creérselo.
—Desde luego. ¿Qué otra cosa podía hacer Lucio Cornelio?
—Aceptar la decisión del pueblo.
—¿Un revés inconstitucional al
imperium
del cónsul? ¡Vamos, Quinto Pompeyo! No fue Lucio Cornelio quien actuó ilegalmente, sino la Asamblea plebeya y ese
cunnus
traidor de Sulpicio. Y Cayo Mario. El viejo gruñón codicioso. Ha pasado su época, pero ni siquiera le queda seso para darse cuenta. ¿Por qué a él se le consiente actuar inconstitucionalmente sin que nadie le diga nada, mientras que al pobre Lucio Cornelio, que defiende la constitución, todos le hacen reproches?
—La Asamblea del pueblo nunca ha querido a Lucio Cornelio, pero ahora menos que nunca.
—¿Y eso le preocupa? —inquirió Pompeyo Estrabón.
—No lo creo. Pero sí que me parece que debería preocuparle.
—¡Tonterías! ¡Anímate, primo! Tú ya has salido del lío. Cuando den con Mario, Sulpicio y el resto, a ti no te reprocharán nada por la ejecución —dijo Pompeyo Estrabón—. Bebe más vino.
A la mañana siguiente, el segundo cónsul decidió recorrer el campamento para ver las instalaciones. Se lo había sugerido Pompeyo Estrabón, quien no quiso acompañarle.
—Mejor será que los soldados te vean a ti solo —dijo.
Aturdido aún por el cálido recibimiento, Pompeyo Rufo fue de un lado para otro, y por doquier fue aclamado con gran afabilidad, tanto por parte de los centuriones como de la tropa. Le preguntaban su opinión sobre esto o lo otro y le mostraban toda clase de deferencias. Sin embargo, fue lo bastante inteligente para no desvelar lo que no le parecía bien hasta que se hubiera marchado Pompeyo Estrabón y él hubiera asumido el mando. Entre las deficiencias que encontró estaba la falta de higiene en las instalaciones sanitarias; los pozos negros y las letrinas estaban muy dejadas y demasiado próximas al pozo de donde se sacaba el agua. Era característico de los hombres de tierra adentro, se dijo Pompeyo Rufo; cuando consideraban que un asentamiento estaba contaminado, recogían los bártulos y se iba a otra parte.
Cuando el segundo cónsul vio un nutrido grupo de soldados que se dirigían hacia él, no sintió miedo ni túvo ninguna premonición, pues llegaban sonrientes, como con ganas de dialogar. Se animó, pensando que quizá sería la ocasión para hablarles de la higiene del campamento. Por eso, mientras le rodeaban les miró no menos sonriente y no sintió la primera espada que le atravesó la cota de cuero, penetró entre dos costillas y se hundió aún más. Siguieron otras espadas a gran velocidad y no tuvo tiempo ni de gritar, ni de pensar en los ratones y los calcetines. Estaba muerto antes de caer al suelo. Los soldados se esfumaron.
—¡Qué desagradable! —exclamó Pompeyo Estrabón a su hijo, incorporándose—. ¡Está muerto, el pobre! Habrá recibido treinta cuchilladas. Y mortales. Debieron ser espadachines selectos.
—Pero ¿quiénes? —inquirió otro cadete, ya que Pompeyo hijo no decía nada.
—Soldados, desde luego —contestó Pompeyo Estrabón—. Me imagino que la tropa no quería el cambio de general. Algo había oído yo por Damasipo, pero no lo había tomado en serio.
—¿Qué vas a hacer, padre? —inquirió el joven Pompeyo.
—Devolverle a Roma.
—¿Y no es ilegal? A las bajas de guerra se les da entierro donde caen.
—Se ha acabado la guerra y es el cónsul —dijo Pompeyo Estrabón—. Creo que el Senado debe ver el cadáver. Cneo, hijo, encárgate tú de ello. Que Damasipo dé escolta al cadáver.
Se hizo con gran repercusión. Pompeyo Estrabón envió un correo para que se convocase una reunión del Senado y luego hizo llegar el cuerpo de Quinto Pompeyo Rufo a las puertas de la Curia Hostilia. No se dieron otras explicaciones más que las expresadas por boca de Damasipo, que fue sencillamente que el ejército de Pompeyo Estrabón se negaba a tener otro comandante que no fuera él. A Cneo Pompeyo Estrabón se le requirió humildemente si, dado que había muerto su designado sucesor, tenía inconveniente en continuar al mando del sector norte.
Sila leyó a solas la carta de Pompeyo Estrabón.
Bien, Lucio Cornelio, ¿no es lamentable? Mucho me temo que no va a saberse quién lo hizo. Y no estoy dispuesto a castigar a cuatro buenas legiones por algo que sólo es obra de treinta o cuarenta hombres. Mis centuriones no tienen ninguna pista. Y tampoco mi hijo, que suele estar muy bien relacionado con la tropa y suele enterarse de todo. Verdaderamente es culpa mía por no haberme dado cuenta del afecto que me tienen mis hombres. Al fin y al cabo, Quinto Pompeyo era picentino y no pensé que les importase lo más mínimo que asumiera el mando.
En fin, espero que el Senado vea la conveniencia de prorrogarme el mando en el norte. Si la tropa no ha querido a un picentino, difícil sería que aceptasen a un extranjero, ¿no crees?
Quiero expresarte mis mejores deseos para lo que proyectes, Lucio Cornelio. Eres un adalid de los buenos tiempos, aunque con un interesante estilo nuevo. Hay mucho que aprender de ti. Te ruego sepas que cuentas con mi más sincero apoyo, y no dudes en hacerme saber si en algo más puedo ayudarte.
Sila se echó a reír y quemó la carta; era una de las pocas buenas noticias que recibía. Que había descontento en Roma por las modificaciones que estaba efectuando en la constitución, lo sabía él más que de sobra, pues la Asamblea plebeya se había reunido para elegir a diez nuevos tribunos de la plebe, y todos los elegidos eran adversarios suyos y partidarios de Sulpicio. Entre ellos estaban Cayo Milonio, Cayo Papirio Carbón Arvina, Publio Magio, Marco Virgilio, Marco Mario Gratidiano (el sobrino adoptivo de Mario) y nada menos que Quinto Sertorio. Cuando Sila supo que Quinto Sertorio se presentaba candidato, le envió recomendación de no hacerlo si estimaba su carrera. Advertencia de la que Sertorio había hecho caso omiso, alegando que ya tanto le daba al Estado que fuese elegido tribuno de la plebe.