La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (22 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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La primera vez que aboné mis tierras hice transportar en carretillas los estiércoles y demás inmundicias que había ido apilando en los corrales de mi casa, y juntarlos en montones para extenderlos después por parejo. El ladrón Chiruyu y su gente debieron creer que allí se ocultaba algún artificio, y, se apresuraron a robarme cuanto les fue posible; para formar también montones en su haza; desde la creación de los canales toda la basura de la ciudad iba agua abajo, y nadie la tenía en reserva, y es posible que, aunque la tuvieran, fuese preferida la mía por estar más a la mano y por parecer impregnada del influjo de mi persona. A imitación mía, el ladrón Chiruyu extendió después las pilas de estiércol, dio un riego abundante, removió un poco la tierra, y, por último, sembró maíz, como ya lo había hecho con buen resultado el verano anterior. La cosecha fue asombrosa, más la suya que la mía, y por primera vez se habló largamente en la corte de cosas agrícolas, y hubo peregrinación al haza del ladrón Chiruyu para ver las gigantescas matas de maíz y las colosales mazorcas, grandes, según la opinión general, como los pechos de la gorda y malograda Mcazi. La vanidad del ladrón Chiruyu saltó por encima de sus deseos de reservarse el secreto de aquel curioso fenómeno, y bien pronto se supo que la causa de él, así como de la prosperidad de mi hacienda, no era otra que el empleo de la basura que todo el mundo arrojaba a los canales.

Preparado el camino con tan buena fortuna, muy poco quedaba por hacer; un edicto apareció sin dilación estableciendo el estercolado obligatorio en esta forma: cada jefe de familia debía presentarse en el palacio real para recibir el regalo de una canoa de tierra (así llamaban a los volquetes y carretones), y desde el día siguiente, en este vehículo sería conducida al mismo palacio toda la basura que en cada hogar se recogiera, no sólo de los establos, sino también de las cocinas y retretes, y de los sitios públicos inmediatos. Cuando llegara el momento oportuno, una proclama sería publicada para anunciar el comienzo del estercolado de las tierras, y cada colono recibiría por ensi de cultivo cuarenta carretillas de abono, mediante la entrega al rey de una vaca los labradores ricos, y de una cabra los pobres. El abono, depositado en uno de los patios del palacio de Mujanda, quedaba bajo la custodia de los siervos del rey, y sometido a varias manipulaciones litúrgicas, dirigidas por mí con ayuda de Rubango.

A varios puntos se encaminaba este notable edicto: a asegurar el apoyo del rey por medio de un estímulo eficaz; a conseguir la alianza de ideas tan heterogéneas como el amor dinástico, la fe religiosa, la higiene pública y el uso de los abonos, y a sanear por completo las casas y las ciudades. En los edificios, las inmundicias estaban localizadas en los establos y en los retretes, pues de éstos los había diurnos y nocturnos, aunque muy elementales. Pero los ganados no estaban siempre en sus cuadras, ni los hombres siempre en sus hogares. En la práctica, los retretes eran sólo para el servicio de las mujeres, y los hombres hacían sus necesidades donde a bien lo tenían. Los canales de Rubango sirvieron mucho para que la limpieza interior fuera más frecuente y para que la suciedad exterior disminuyera de un modo sensible; pero la higiene no triunfó por completo hasta la promulgación de la ley sobre estercolado obligatorio.

Acaso se creerá que Mujanda y su numerosa familia se sentirían incomodados por la proximidad de los nada bien olientes depósitos; mas en realidad no fue así por carecer, como ya se dijo, del importante sentido del olfato los mayas de alta y baja categoría. Y tal hombre era Mujanda, que hubiera soportado cualquier molestia, incluso la de tapiarse las narices, si en ello iba el bien de sus súbditos y la prosperidad del erario nacional. La nueva institución no producía más que bienes: para el rey, una renta preciosa; para los labradores, una fuente de riquezas; para todos los ciudadanos en general, un mejoramiento sanitario, que no por poco apreciado dejaba de ser muy digno de estima. No era tampoco demasiado íntima la vecindad del estercolero, por haber dispuesto yo que se aislara con una empalizada de las otras piezas del palacio. Éste era inmenso. En tiempo del cabezudo Quiganza había dentro del circuito cerrado por la verja exterior, tres largos andenes, unidos por sus extremos, según la costumbre arquitectónica maya, y formando un enorme triángulo, en cuyo interior se contaban más de treinta tembés, destinados a diversos usos; en tiempo de Mujanda, después de la invención de los rujus, se fueron agregando nuevos tembés, y, por último, se amplió la verja y quedaron incorporados por la espalda varios edificios particulares, uno de ellos del dentudo consejero Menu. La expropiación no exigía más formalidad que entregar al expropiado una casa en cambio de la que se le quitaba, y el rey siempre tenía algunas vacías, procedentes de confiscaciones. Uno de los edificios incorporados, que ocupaba ahora casi el centro del palacio, fue separado del resto por medio de dos largas vallas; le derribaron los tembés interiores, y el largo patio que quedó libre, abierto por el Norte y por el Sur, fue convertido en depósito y pudridero, donde todos los ciudadanos debían venir a vaciar sus carretillas o hacer sus diligencias si les venía en deseo.

La importancia moral de la reforma estaba en la parte litúrgica, de donde nacieron notables progresos sociales y jurídicos. En las dos ceremonias religiosas del día muntu apareció un nuevo elemento: la carretilla sagrada, llena de estiércol recogido en los establos reales; en el afuiri, además de la carretilla, introduje otro más importante: la vaca, predestinada a sustituir, por un hábil escamoteo, a los reos humanos. En el ucuezi, la innovación se redujo a colocar la caja de los abonos sobre el ara mientras el gallo o pollo simbólico, suspendido de la polea, subía, bajaba y danzaba. En el afuiri, la carretilla ocupó el centro del cadalso, entre los reos y la vaca: después del juicio, los mnanis degollaban la vaca, cuidando que parte de la sangre cayera sobre el estiércol, e inmediatamente después decapitaban a los reos sobre el mismo receptáculo. Al día siguiente, muy de mañana, los abonos, consagrados por Igana Nionyi y regados con la sangre de las víctimas de Rubango, eran esparcidos por todo el estercolero, y la vaca (cuya provisión quedó a mi cargo, como muestra de que no me guiaba el interés) era distribuida, en pequeñas raciones, entre todas las familias de la ciudad. En las localidades, sin embargo, el suministro de las vacas recayó sobre los reyezuelos, porque los auxiliares del Igana Iguru eran muy pobres; y no todas las ciudades aceptaron los nuevos usos desde el primer momento, porque unas carecían de tierras laborables y no necesitaban abonos, y otras andaban muy escasas de ganados y no tenían recursos para adquirirlos.

CAPÍTULO XVI

La reforma religiosa.—Supresión de los sacrificios humanos.—Cómo fue iniciado el nuevo afuiri, y cómo nació de él un segundo día muntu y una fiesta genuinamente nacional.

Aunque la religión maya me pareciera irreformable en lo substancial, la experiencia me había descubierto en ella algunos puntos flacos donde, sin ofensa para las buenas costumbres, se podía romper con la tradición. Tamaña empresa hubiera sido descabellada en los primeros días de mi gobierno, mas ahora sería facilísima; porque el hombre se habitúa a los cambios continuos con tanto gusto como a la inmovilidad, y una vez extendido el contagio reformador, no hay peligro en innovar a diario. El peligro estará en que las innovaciones no arraiguen, en que los naturales apetitos, no satisfechos con lo nuevo y privados de lo viejo, se inquieten, se indisciplinen y se desborden; y este peligro a mí no me amedrentaba, porque jamás concebí idea tan torpe como la de privar a un pueblo de sus más legítimos desahogos.

En un punto estaba yo conforme con los mayas: en la necesidad de conservar los sacrificios humanos; ellos los apetecían por puras exigencias de su naturaleza, y yo los aceptaba sin gran dificultad. La historia maya no registraba un afuiri sin efusión de sangre, y los mayas, que no estudian casi nada, aprenden, como sabemos, la historia nacional de boca de sus pedagogos. Pero, dada la precisión de matar, hay muchas formas de hacerlo, las cuales reflejan distintos estados sociales; en bien de los mayas creía yo llegado el momento de transformar la matanza grosera sobre el cadalso, en algo más noble y artístico. Todos los pueblos bárbaros han pasado desde la barbarie a la cultura por grados intermedios que se caracterizan por la aparición de nuevos elementos artísticos. Los juegos públicos no han sido otra cosa que transformaciones de las crudas escenas de la vida en cuadros bien combinados, mediante elección de tipos y asuntos. Un pueblo que se recrea en la contemplación de estos cuadros está muy bien encaminado para crear otros superiores a los de la realidad, y para mejorarse tomándolos por guía y modelo.

En el pueblo maya habían ya aparecido los juegos públicos, los combates navales y las carreras de velocidad y resistencia; pero los juegos más bonitos, los coreográficos y mímicos, eran puramente domésticos. En general, la vida pública, reducida al comercio de los hombres, carecía de interés; sólo era digno de estudio el día muntu, único en que los mayas vivían socialmente; pero aun este día, como era uno solo cada mes, no creaba hábitos sociales, y sólo servía para dar suelta a las malas pasiones; no quedaba tiempo para que el contacto de sexos y clases produjera frutos variados; éstos eran siempre los mismos, los que produce el primer choque de los instintos contenidos: primero el encogimiento y la acción torpe y embarazada, después la desvergüenza y el desenfreno.

El detalle de los afuiris que más me molestaba, era, cuando se trataba de juicios extraordinarios, ir sobre el pacienzudo hipopótamo a las ciudades a administrar alta justicia. En tan perniciosa costumbre veía yo un riesgo constante para mi persona y una pérdida lamentable de tiempo para los graves menesteres de mi cargo; pero era muy difícil eludir este penoso deber, porque la justicia tenía un carácter marcadamente territorial, y los juicios debían celebrarse allí mismo donde el crimen era cometido. Sólo tratándose de reos ordinarios era corriente que se los prestasen unas ciudades a otras, para que nunca faltaran víctimas. No era posible delegar mis atribuciones en mis auxiliares; así como yo era el primer personaje después del rey, mis auxiliares eran de ínfima categoría, y estaban muy menospreciados de todo el mundo, porque en lo antiguo sirvieron también para recaudar los impuestos y para azotar a los delincuentes, y se habían hecho odiosos. Además, la suspensión de mis viajes hubiera irritado a los pueblos, y en particular a las mujeres, deseosas de verme, siquiera fuese de tarde en tarde, de recibir los dones a que yo consuma ligereza las acostumbré, y de gozar de un día de asueto fuera del muntu, que por tardío les parecía insuficiente.

Muy dolorosa me era también la asistencia a los afuiris ordinarios de la corte, obligado como me veía a condenar siempre por lo menos a una pareja de criminales y a presidir las degollaciones. El primer afuiri a que asistió la reina Mpizi con el príncipe Yosimiré, el mismo en que se consagró por primera vez la carretilla con los abonos, fue el vigésimo séptimo de los dirigidos por mí, incluido el que presidí antes de la revolución, y según aparecía de los rujus conservados en mi archivo, las víctimas sacrificadas eran ciento treinta, a las que debía agregar veinticinco de mis excursiones judiciales desde la famosa de Ancu-Myera, en que pereció el infeliz Muigo. Cierto es que en un día muntu, durante el reinado del fogoso Viaco o en diez días de gobierno provisional del dentudo Menu, el número de víctimas había sido doble del que arrojaba mi balance; pero de todas suertes me remordía la conciencia y me aguijoneaba el deseo de hacer algo contra estos cruentos sacrificios, de quitarles siquiera sus rasgos más horribles. Peor aún que las decapitaciones me parecía el entusiasmo popular que las acompañaba y el lúgubre epílogo que las ponía término; para que nada faltase al triste cuadro, los despojos de los afuiris no eran, como los demás, arrojados en lo hueco de los árboles, sino que quedaban sobre el cadalso, expuestos a la voracidad de las bestias necrófagas. Conforme se extendía, por mi acertada gestión, el bienestar público, se acentuaban más los instintos feroces y la afición a los sacrificios humanos. La naturaleza de estos hombres, exuberante de energías, no queriendo desfogarse en el trabajo ni pudiendo calmarse en la guerra, buscaba su expansión en las escenas fuertes. No he visto jamás alegrías tan puras y tan espontáneas como las de los mayas ante el cadalso cubierto de sangre caliente y de despojos palpitantes. Sin duda la civilización modifica la naturaleza humana, borrando estas tendencias innobles, que en los pueblos cultos quedan hoy reducidas a esa alegre e inocente curiosidad con que las masas se agolpan para ver cómo desciende la majestuosa guillotina sobre la cabeza del reo, cómo gira el tornillo que estrangula suavemente al condenado.

La brutalidad de los hombres tiene sobre la de los animales la ventaja (aparte de la de ser en éstos cuantitativamente superior) de poder variar de forma; de ello hay ejemplos en los mismos anales mayas; los antiguos pedagogos y soldados conquistaban sus puestos en combates singulares; desde Usana, los pedagogos ingresaron mediante la prueba de los loros, y fueron soldados los que se distinguían en la caza; bajo el gobierno de Mujanda, la creación de los escalafones dio aún aspecto más suave a la lucha por la vida. ¿Por qué no había de intentarse algo semejante en las ceremonias religiosas, purgándolas de la parte cruel? Con gran sentido político, el rey, aconsejado por mí, había ideado la degollación simultánea de los hombres y de la vaca. Si antes no era posible suprimir los reos, porque sin ellos faltaba al afuiri el principal atractivo, el derramamiento de sangre, ahora debía intentarse la prueba para ver si los indígenas se conformaban con la sangre de la vaca. No es que se pretenda poner aquí en irrespetuoso parangón, la sangre humana y la sangre de los rumiantes; pero sí cabe alegar que la diferencia entre una y otra, no era tan grande en Maya, como lo es entre nosotros, porque allí el precio de un hombre era muy poco superior al de una vaca. De ordinario se permutaba, el ruju de hombre por una vaca y una cabra, y el de mujer por dos vacas; éste fue siempre más apreciado por la belleza del dibujo y porque a la mujer iba aneja la idea de fecundidad, de que el hombre desgraciadamente carece.

No había, sin embargo, que pensar en la supresión de los sacrificios humanos, digno remate de la legislación penal maya. Si se conseguía reducirlos a las exigencias del buen orden social, y embellecerlos algún tanto, no era pequeño el triunfo; a las generaciones venideras correspondía perfeccionar nuestra obra cortándolos de raíz. Fue instituido, pues, el segundo afuiri. Después del primero, celebrado cuando el sol se colocaba sobre nuestras cabezas, no había más ceremonias sagradas; había, sí, bailes y banquetes, y más adelante baños y diversiones acuáticas. El nuevo afuiri tuvo lugar hacia las tres de la tarde, y fue una improvisación. Las ceremonias habían seguido su curso regular, y los concurrentes las presenciaban con muestras de impaciencia, deseosos de contemplar a sus anchas a la sultana Mpizi y al tierno príncipe Yosimiré, que, por un extraño fenómeno de precocidad, dejaba ver aquel día sus blancos dientecillos en número de cuatro. Llegó el momento critico del afuiri, y sobre el cadalso estaban la carretilla de los abonos en el centro, la vaca a la izquierda y tres reos a la derecha: un acca y una mujer indígena acusados de adulterio, y otra mujer cogida en el acto de robar una túnica del consejero mímico Catana. Ambos delitos eran de los más comunes; el de adulterio era muy frecuente en los días muntus, en que hombres, y mujeres se hallaban en contacto, y según la nueva jurisprudencia establecida por mí, se penaba con la muerte de los dos culpables sólo cuando el adúltero era enano. Tal disposición se enderezaba a proteger la pureza de la raza indígena. Los robos de ropas también menudeaban, y hubo que castigarlos con gran rigor en bien de la existencia y prosperidad del lavadero. Las dos mujeres habían confesado su delito, y el acca lo había negado, porque entre las virtudes de los enanos no se contaba la veracidad. Tres mnanis hablaron en defensa de los reos; limitándose, como de costumbre, a conmoverme, seguros de que no me conmoverían. Siguió la degollación de la vaca sobre la carretilla de los abonos, y con gran extrañeza de los verdugos, yo no pronuncié por segunda vez la palabra afuiri. Me dirigí al concurso para manifestarle que, antes de dar muerte a los culpables, era preciso someterlos a una segunda prueba, por exigírmelo así el severo Rubango.

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