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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (34 page)

BOOK: La conquista del aire
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—En los últimos años —dijo— el país está volviéndose cada vez más sentimental. Por ahí no iremos a ningún sitio. Mientras uno sepa que al enterarse de un atentado lo que tiene que hacer es sentir rabia, odio, y el calor multitudinario que da arroparse con otros que sienten como uno, ¿para qué va a molestarse en pensar? ¿Para qué va a intentar concebir una solución que supere el conflicto?

—Una parte del conflicto está hecha de sentimientos —dijo Marta.

—Pero esa parte no puede llevar el timón.

Marta volvió la cabeza. El camarero recogía las sillas ostensiblemente.

—Van a cerrar —dijo Guillermo.

—¿Tú no te cansas? —dijo Marta.

Se levantaron, eran los últimos clientes. Guillermo miró el local vacío un momento mientras seguía a Marta, quien había echado a andar muy deprisa aunque, poco a poco, fue aminorando el paso.

—He venido en coche —dijo ella en la puerta—. ¿Quieres que tomemos algo o te acerco a algún sitio?

—Vamos a tomar algo, si quieres. En Moncloa han puesto un quiosco tranquilo.

Marta conducía como si en vez de café con hielo hubiera bebido coñac; el aire formaba en torno al coche cornisas redondeadas. Durante las últimas semanas había estado preguntándose por qué una vez le dijo a Manuel Soto que preferiría que su hermano Bruno fuera como Carlos, y no como Guillermo. ¿Lo hizo sólo para defenderse de las críticas de Manuel, lo hizo para avalar ante sí misma sus desacuerdos con Guillermo, o lo pensaba de verdad? No lo pensaba de verdad, o al menos no recordaba haber estado pensándolo antes ni en el transcurso de aquella conversación sino haberse ido moviendo casi siempre por instinto, para defenderse o conquistar. Sólo recientemente se lo había planteado. El sábado del vermut en el hotel había cogido el coche y se había ido a Navacerrada. Después de comer algo, se internó a pie por un camino entre arbustos. El camino estaba abandonado. Cuando las jaras le cerraron el paso, Marta se sentó en una piedra y ese año sin Guillermo se le apareció como si fuera tinta sobre tinta; sería legible sólo cuando se lo contara, o quizá ni siquiera hiciera falta contárselo, escribírselo, como diría Santiago. No haría falta porque ella no buscaba en Guillermo redención sino reconocimiento. Le miró ahí a su lado. Llevaba una camisa de manga corta color teja, bien planchada, sus manos morenas descansaban sobre el pantalón azul.

—Es ahí a la izquierda —dijo luego Guillermo—. Si vemos un sitio, puedes aparcar.

De entre las mesas vacías, escogieron la más alejada del quiosco. Marta encontró algo concreto que decir.

—El otro día vi a Carlos. Quedé con él y con Santiago.

—¿Cómo estaba?

—No demasiado mal, creo. Tampoco bien, la separación es muy reciente.

—Yo tenía ayer un mensaje suyo en casa. He estado llamándole hoy, pero no le he encontrado.

—Será por lo de Esteban —dijo Marta—. A mí también me ha llamado.

—¿Esteban?

—Un chico que estaba en Jard, el más joven. En julio se queda sin trabajo. A mí me llamaba por si podía meterle en algún proyecto de la Comunidad Europea para gente de formación profesional.

—¿Y has encontrado algo? —preguntó Guillermo.

—Por ahora no. Hay una posibilidad en un sitio que están montando en Guadalajara, pero no creo que acaben antes de final de año.

—Me imagino cómo se debe de sentir Carlos al ver que, después de toda su odisea, ha acabado siendo el señorito que le hace a Esteban el favor de conseguirle un trabajo —dijo Guillermo.

—Si se lo consigue —dijo ella.

—Aquí no viene nadie.

—¿Buscamos otro sitio?

—No, no importa. Estoy cansado, Marta. Pero no cansado en abstracto, no cansado del mundo. Estoy cansado de lo concreto.

Se habían sentado en ángulo y hablaban sin mirarse. Desde su sitio, Guillermo veía el suelo de hierba, gente andando por la acera y, muy al fondo, los coches que entraban y salían de Madrid.

—Voy a intentar apartarme —dijo.

Marta vio en ese momento al camarero y le llamó al tiempo que cogía su tabaco.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó después de encender un pitillo.

—De momento, dejo la consultora. No estudié sociología por dinero, ya tengo un trabajo. Quería adquirir una visión analítica de la realidad, y ahora quiero usarla libremente. Ya sé que es un detalle menor, pero voy a ver qué pasa con lo menor.

El camarero era un hombre viejo. Marta pidió un granizado de limón y Guillermo una horchata. Cuando se marchó, Marta dijo:

—Ahora gano más. Podríamos buscar una casa aunque dejes la consultora.

—Ya no quiero una casa. Marta, no veas ingenuidad en esto. Sé bien que las necesidades no se crean en el vacío. Tienen su contrapartida en la amenaza. Tú se lo decías a Segundo Velasco, el deseo de un coche no es nada si además no se construye la dificultad de vivir sin él.

En cada extremo de la terraza había un globo de luz. Marta miró a Guillermo, no podía creer que esa cita fuera una despedida.

—Quiero estar contigo —dijo.

El camarero trajo las bebidas. Guillermo, sin tocar la suya, contestó:

—Mi madre dice que el problema es la falta de madurez de los sueños. Creo que es algo que le contó mi padre. Sueños, ni siquiera proyectos. Marta, yo ahora no tengo ninguna de las dos cosas. Sólo intuyo lo que no quiero hacer.

Ella no dijo nada, pero acercó la silla. Por la noche, el cuerpo de Marta le parecía a Guillermo cubierto por una capa de agua y aire. En la cama, en penumbra, a veces él pasaba la mano por encima y era como sacarla por la ventanilla, como aferrar el viento, y al llegar a la uva de los labios Guillermo notaba un agua condensada. De noche, a veces Marta respiraba como después del placer. Guillermo podía ver esa respiración, la estaba viendo ahora. Pensó que si otra vez Carlos fuera a su apartamento, él le hablaría de Marta: la conozco, le diría, la conozco, no ves que yo he visto su respiración. Marta acercaba el rostro, él iba a besarla.

Miró hacia el suelo de hierba. El color verde ondulaba bajo las sombras de las farolas. Marta no cambiaría; se haría tal vez más paciente en sus deseos. Quizá por eso estaba ahí. Quizá, se dijo, besarla no fuera sólo un gesto sentimental sino que Marta estaba ahí y había escuchado que él no tenía proyecto ni sueño porque para tenerlo necesitaba salir del área de influencia de los proyectos impuestos. Sacar más de lo que pusimos, irse con el botín antes de que los demás tomaran su parte, si sólo pudiera librarse de ese afán que no era suyo.

Anochecía. Estaba cansado, sí, cansado de lo concreto, porque odiaba ser quien pierde la recompensa ganada mientras otros se crecen a su costa. Cansado y no admitía que en el derrotismo hubiera épica. No cantéis la derrota, compadeced al vencido pero sin halagarle. Cantad el comportamiento en la lucha y los motivos justos. Se dijo que perder al fin era ponerse al servicio del vencedor. Dónde hallar, en cambio, un espacio antagónico, qué lugar tenían para no volver, qué sitio si quisieran dar los pasos hacia algún sitio. Guillermo entró en la respiración de Marta. Allá lejos las luciérnagas de los coches continuaban su marcha idéntica y distinta. Cerró los ojos. Ninguno de los dos cambiaría. Empeñándose quizá lograran vivir unos metros más alejados del imán. Unos metros más que los padres de Marta, unos centímetros más que los suyos. Apenas unos centímetros, pensaba, o es que no sé que somos gente sola.

Marta había metido las manos por las mangas, anchas y cortas, de la camisa de Guillermo.

Llegó julio. El día 3, por la tarde, el aire trajo ozono. Una tormenta avanzaba hacia Fuencarral y su aparato eléctrico producía pequeñas cantidades del gas azul pálido, explosivo, y dejaba un fuerte olor a salitre, a mar agitado sobre la calzada.

A las cinco y cuarto, en Electra, Carlos se levantó para cerrar la ventana situada a su espalda. Gruesas gotas de lluvia rebotaban en una balda metálica cubierta de carpetas y papeles. Estaba de pie cuando vio la luz blanca de un relámpago. Esperó la llegada del trueno. Ese amago de rotura de la superficie celeste nunca le había asustado. No cabía la posibilidad de una grieta en el trueno, no cabía la imprevisión, un pastor carbonizado, un hijo tan lejos. El ruido colmó la tarde y Carlos quiso que durase más, que se abrieran los cimientos del cielo, lo quiso pues sabía que no iba a suceder. Luego tiró de la ventana de báscula y se quedó mirando las rayas inclinadas de la lluvia, la explanada del aparcamiento, los coches y, en las plazas ya vacías, los huecos del asfalto oscurecido. Nada, se dijo, una tormenta de verano. Probablemente cuando saliera la lluvia habría cesado y él, después de pasar un trapo por el asiento de la moto, volvería a casa bajo el sol.

Nada, nunca pasaba nada, y Carlos volvió a su mesa recelando una vez más de sí mismo, de la normalidad con que había organizado su nueva vida en la calle Calvo Asensio y de cómo su tendencia a hacer planes no se había visto apenas afectada por la marcha de Ainhoa. Quedaba con gente, se le ocurrían actividades para hacer con Diego, incluso le llevaba de excursión sin que le aterrara la soledad, esos momentos en el tren cuando Diego se quedaba dormido y él veía la imagen de su propia vida deslavazada.

Carlos consultó su archivo de datos sobre ordenadores industriales. Tenía proyectos para el departamento de Electra, siempre que no se confirmara su plaza en Bilbao. No había caído, no le habían derribado como creyó al principio. La venta de Jard, la marcha de Ainhoa, el paro de Esteban habían resultado ser heridas de superficie, y se dijo que era ahí donde quería llegar. Si hubiese tenido que afrontar un crimen, o la ruina absoluta, entonces sí habría pasado algo. Pero había una mansedumbre fatal en el lento fluir de las semanas. En cada plan de viernes por la noche, y cuando se negaba a pensar en los motivos de Ainhoa, cuando evitaba a Lucas, cuando le leía cuentos a Diego, cuando conducía la moto, cuando miraba una tormenta desde la cuarta planta, mes a mes, y siempre, él se estaba jugando su vida y lo sabía. Porque pasarían veinte años y su vida sería lo que hubiera hecho con ellos y con los treinta y cuatro anteriores. Lo sabía, pero esa lluvia torrencial le aliviaba, Dios, cómo le aliviaba pensar que se abriría el mar Rojo y cuando volviera a cerrarse él estaría al otro lado, esos últimos meses, esos años locos quedarían atrás, clausurados en el tiempo.

A las seis y veinticinco se había trazado un esquema con los próximos proyectos que esperaba presentar. Quedaban grandes zonas vírgenes en el mundo de los ordenadores industriales. Zonas, se dijo, que conducían al software. Él había querido permanecer cerca del
jardware
, el
jardware
era un recordatorio de la carne, de la materia, era lo contrario del idealismo. Sin embargo, el hardware se regía por la progresión aritmética y Electra pedía progresiones geométricas. Ya no llovía. Carlos empezó a recoger.

Cuando llegó a la moto, dejó la cartera en el suelo y se puso a secar el asiento. Una piedra de grava rebotó contra la rueda delantera. Levantó la cabeza, pero no vio nada extraño y volvió a bajarla. Había guardado el trapo, estaba desatando el casco cuando otro guijarro golpeó en la raya roja de la Suzuki. Carlos miró con más atención esta vez y, detrás de un coche, distinguió la silueta que tiraba la gravilla. Esteban no estaba escondido, simplemente un tanto ladeado con respecto a la trayectoria de sus proyectiles, por eso no le había visto la primera vez.

—¿Me llevas a Madrid? —le dijo acercándose.

Carlos asintió de un modo casi reflejo:

—¿Adónde vas?

—A mi barrio —dijo Esteban—. Batán, te queda lejos, ¿no?

—Puedo acercarte —dijo.

Arrancó la moto y esperó a que Esteban subiera. Salió luego con prisa del aparcamiento. Le perturbaba ir con Esteban detrás como si se le hubiera subido a la chepa. El tercer día de paro del chico y ahí le tenía: cabeza afeitada, camiseta blanca, pantalones vaqueros. Una carga con veinte años de vida pasada y cuántos por delante.

En realidad, él había aceptado esa carga, se dijo en la carretera. Llevaba alrededor de un mes moviéndose para ver si le encontraba un trabajo y aunque todavía no lo había conseguido, estaba pendiente de una gestión que podía salir bien. Esteban se le había adelantado, pensó. A lo mejor había ido a recoger algo a Electra y después, para ahorrarse el transporte y porque le resultaría violento usar el autocar de la empresa, después Esteban le había esperado. Al llegar a una curva notó la espalda de Esteban sobre la suya, el cuerpo que se inclinaba con el suyo y con la moto. Redujo la velocidad para preguntarle cuál era el mejor camino. Esteban le dijo que fueran a la Casa de Campo, su casa no estaba demasiado lejos y allí podrían hablar un rato.

Carlos aceleró de nuevo. Hablar, pero si ya habían hablado. En junio, él mismo le había dado la noticia, adelantándose a la comunicación de la empresa. Le había dicho que iba a intentar encontrarle un trabajo, habían blasfemado los dos y Carlos había visto en los ojos de Esteban rencor y furia. Lo aguantaría otra vez. Seguramente era su obligación, pero esa obligación debía terminar en algún momento. Carlos condujo en silencio hasta la Casa de Campo.

—¿Aquí te vale? —preguntó.

—Un poco más lejos.

Siguiendo sus indicaciones llegaron al comienzo del lago.

—Podemos quedarnos aquí —dijo Esteban.

Carlos frenó. Mientras ataba la moto con el casco, Esteban le esperaba medio sentado en un pequeño promontorio.

—Bueno, tú dirás —le dijo Carlos.

—¿Yo?

—¿No querías antes que habláramos?

—Creo que no —contestó Esteban—. ¿Te he dicho eso? No. Quería estar contigo un rato. —Tras un silencio de ambos, dijo—: Como no tengo nada que hacer.

—La semana que viene —empezó a contar Carlos, pero Esteban se había levantado y estaba junto a la orilla.

Tiró una piedra, haciéndola brincar cuatro veces seguidas en el agua. Tiró varias más, algunas botaron hasta seis veces. Carlos no sabía si acercarse o seguir ahí, mirando. De pronto Esteban hizo como que iba a tirar la piedra a donde estaba él. Luego volvió a tirarla al lago. Carlos se acercó.

—Me lo ha enseñado mi padre —dijo Esteban.

—Lo haces muy bien.

—Carlos, ¿tú sabías que el paro te vuelve maricón? Me desespero —dijo Esteban, y tiró otro guijarro que dio tres saltos—. Lloro. Hostia, tío, lloro y no han pasado ni tres días.

Carlos se sentía absurdo ahí de pie, con las manos colgando. No tenía ni idea de cómo hacer brincar las piedras en el agua. Lo había intentado alguna vez, pero nunca le había salido.

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