Estos problemas son básicamente económicos, lo mismo que otro que es casi igual de grave. Me refiero a las dificultades para encontrar vivienda, a consecuencia de la concentración de población en las grandes ciudades. En la Edad Media, las ciudades eran tan rurales como lo es ahora el campo. Los niños aún cantan la canción infantil que dice:
En el campanario de San Pablo crece un árbol
todo cargado de manzanas.
Los niños de Londres vienen corriendo
con palos para tirarlas.
Y corren de seto en seto
hasta llegar al puente de Londres.
El campanario ha desaparecido, y no sé cuándo desaparecieron los setos que había entre San Pablo y el puente de Londres. Han pasado muchos siglos desde que los niños de Londres podían gozar de las diversiones que describe la canción, pero hasta hace poco la gran masa de la población vivía en el campo. Los pueblos no eran muy grandes, era fácil salir de ellos y no era nada raro que muchas casas tuvieran huertos. En la Inglaterra actual, la preponderancia de la población urbana sobre la rural es absoluta. En Estados Unidos esta preponderancia no es aún tan grande, pero va aumentando con rapidez. Ciudades como Londres y Nueva York son tan grandes que se tarda mucho tiempo en salir de ellas. Los que viven en la ciudad suelen tener que conformarse con un piso que, por supuesto, no tiene ni un centímetro cuadrado de tierra al lado, y la gente con pocos medios económicos tiene que conformarse con un espacio mínimo. Si hay niños, la vida en un piso es dura. No hay espacio para que los niños jueguen, ni hay espacio para que los padres escapen del ruido que hacen los niños. Como consecuencia, los profesionales tienden cada vez más a vivir en los suburbios. Indudablemente, esto es mejor desde el punto de vista de los niños, pero aumenta considerablemente la fatiga del padre y disminuye mucho su participación en la vida familiar.
Sin embargo, no es mi intención comentar estos graves problemas económicos, ya que son ajenos al problema que nos interesa: qué puede hacer el individuo aquí y ahora para encontrar la felicidad. Nos aproximaremos más a este problema si consideramos las dificultades psicológicas que existen actualmente en las relaciones entre padres e hijos. Dichas dificultades forman parte de los problemas planteados por la democracia. En los viejos tiempos, había señores y esclavos; los señores decidían lo que había que hacer, y en general apreciaban a sus esclavos ya que estos se ocupaban de su felicidad. Es probable que los esclavos odiaran a sus amos, aunque esto no era, ni mucho menos, tan universal como la teoría democrática quiere hacernos creer. Pero aunque odiaran a sus señores, los señores ni se enteraban, y en todo caso los señores eran felices. Todo esto cambió con la aceptación general de la democracia: los esclavos que antes se resignaban dejaron de resignarse; los señores que antes no tenían ninguna duda acerca de sus derechos empezaron a dudar y a sentirse inseguros. Se produjeron fricciones que ocasionaron infelicidad en ambas partes. Todo esto que digo no debe entenderse como un argumento contra la democracia, porque problemas como los mencionados son siempre inevitables en toda transición importante. Pero no tiene sentido negar el hecho de que el mundo se vuelve muy incómodo durante las transiciones.
El cambio en las relaciones entre padres e hijos es un ejemplo particular de la expansión general de la democracia. Los padres ya no están seguros de sus derechos frente a sus hijos; los hijos ya no sienten que deban respeto a sus padres. La virtud de la obediencia, que antes se exigía sin discusión, está pasada de moda, y es justo que así sea. El psicoanálisis ha aterrorizado a los padres cultos, que temen hacer daño a sus hijos sin querer. Si los besan, pueden generar un complejo de Edipo; si no los besan, pueden provocar ataques de celos. Si ordenan a los hijos hacer ciertas cosas, pueden inculcarles un sentimiento de pecado; si no lo hacen, los niños pueden adquirir hábitos que los padres consideran indeseables. Cuando ven a su bebé chupándose el pulgar, sacan toda clase de aterradoras inferencias, pero no saben qué hacer para impedírselo. La paternidad, que antes era un triunfal ejercicio de poder, se ha vuelto timorata, ansiosa y llena de dudas de conciencia. Se han perdido los sencillos placeres del pasado, y eso ha ocurrido precisamente en un momento en que, debido a la nueva libertad de las mujeres solteras, la madre ha tenido que sacrificar mucho más que antes al decidirse a ser madre. En estas circunstancias, las madres conscientes exigen muy poco a sus hijos, y las madres inconscientes les exigen demasiado. Las madres conscientes reprimen su cariño natural y se vuelven tímidas; las inconscientes buscan en sus hijos una compensación por los placeres a los que han tenido que renunciar. En el primer caso, la parte afectiva del niño queda desatendida; en el segundo, recibe una estimulación excesiva. En ninguno de los dos casos queda nada de aquella felicidad simple y natural que la familia puede proporcionar cuando funciona bien. En vista de todos estos problemas, ¿es de extrañar que disminuya la tasa de natalidad? El descenso de la tasa de natalidad en la población en general ha alcanzado un punto que índica que la población empezará pronto a decrecer, pero entre las clases acomodadas este punto se superó hace mucho, no solo en un país, sino en prácticamente todos los países más civilizados. No existen muchas estadísticas sobre la tasa de natalidad en la clase acomodada, pero podemos citar dos datos incluidos en el libro de Jean Ayling antes mencionado. Parece que en Estocolmo, entre los años 1919 y 1922, la fecundidad de las mujeres profesionales era solo un tercio de la de la población general, y que entre 1896 y 1913, los cuatro mil licenciados de la Universidad estadounidense de Wellesley solo tuvieron unos tres mil hijos, cuando para evitar un descenso de la población tendrían que haber tenido ocho mil, y que ninguno de ellos hubiera muerto prematuramente. No cabe duda de que la civilización creada por las razas blancas tiene esta curiosa característica: a medida que los hombres y las mujeres la adoptan, se vuelven estériles. Los más civilizados son los más estériles; los menos civilizados son los más fértiles; y entre los dos hay una gradación continua. En la actualidad, los sectores más inteligentes de las naciones occidentales se están extinguiendo. Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan con inmigrantes de zonas menos civilizadas. Y en cuanto los inmigrantes absorban la civilización de su país adoptivo, también ellos se volverán relativamente estériles. Está claro que una civilización con esta característica es inestable; si no se la puede inducir a reproducirse, tarde o temprano se extinguirá y dejará sitio a otra civilización en que el instinto de paternidad haya conservado la fuerza suficiente para impedir que la población disminuya.
En todos los países occidentales, los moralistas oficiales han procurado resolver este problema mediante exhortaciones y sentimentalismos. Por una parte dicen que el deber de toda pareja casada es tener tantos hijos como Dios quiera, independientemente de las expectativas de salud y felicidad que dichos hijos puedan tener. Por otra parte, los predicadores varones no paran de hablar de los sagrados gozos de la maternidad, tratando de hacer creer que una familia numerosa llena de niños enfermos y pobres es una fuente de felicidad. El Estado contribuye con el argumento de que se necesita una cantidad suficiente de carne de cañón, porque ¿cómo van a funcionar como es debido todas estas exquisitas e ingeniosas armas de destrucción, si no hay suficientes poblaciones para destruir? Por extraño que parezca, el padre individual puede llegar a aceptar estos argumentos aplicados a los demás, pero sigue haciendo oídos sordos cuando se trata de aplicárselos a él. La psicología de los sacerdotes y los patriotas ha fracasado. Los curas pueden tener éxito mientras puedan amenazar con el fuego del infierno y les hagan caso, pero ya solo una minoría de la población se toma en serio esta amenaza. Y ninguna amenaza de este tipo es capaz de controlar la conducta en un asunto tan privado. En cuanto al Estado, su argumento es simplemente demasiado feroz. Puede haber quienes estén de acuerdo en que otros deban proporcionar carne de cañón, pero no les atrae la posibilidad de que se utilice a sus hijos de ese modo. Así pues, lo único que puede hacer el Estado es procurar mantener a los pobres en la ignorancia, un esfuerzo que, como demuestran las estadísticas, está fracasando visiblemente excepto en los países occidentales más atrasados. Muy pocos hombres y mujeres tendrán hijos movidos por su sentido del deber social, aunque estuviera claro que existe dicho deber social, que no lo está. Cuando los hombres y las mujeres tienen hijos, lo hacen porque creen que los hijos contribuirán a su felicidad o porque no saben cómo evitarlo. Esta última razón todavía influye mucho, aunque su influencia va disminuyendo rápidamente. Y no hay nada que el Estado y las Iglesias puedan hacer para evitar que esta tendencia continúe. Por tanto, si se quiere que las razas blancas sobrevivan, es necesario que la paternidad vuelva a ser capaz de hacer felices a los padres.
Si consideramos la condición humana prescindiendo de las circunstancias actuales, creo que está claro que la paternidad es psicológicamente capaz de proporcionar la mayor y más duradera felicidad que se puede encontrar en la vida. Sin duda, esto se aplica más a las mujeres que a los hombres, pero también se aplica a los hombres mucho más de lo que tienden a creer casi todos los modernos. Es algo que se da por supuesto en casi toda la literatura anterior a nuestra época. Hécuba se preocupa más de sus hijos que de Príamo; MacDuff quiere más a sus hijos que a su esposa. En el Antiguo Testamento, hombres y mujeres desean fervientemente dejar descendencia; en China y Japón esta actitud ha persistido hasta nuestros días. Se dirá que este deseo se debe al culto a los antepasados, pero yo creo que ocurre precisamente lo contrario: que el culto a los antepasados es un reflejo del interés que se pone en la persistencia de la familia. Volviendo a las mujeres profesionales de las que hablábamos hace poco, está claro que el instinto de tener hijos debe de ser muy fuerte, pues de lo contrario ninguna de ellas haría los sacrificios que son necesarios para satisfacerlo. En mi caso personal, la paternidad me ha proporcionado una felicidad mayor que ninguna otra de las que he experimentado. Creo que cuando las circunstancias obligan a hombres o mujeres a renunciar a esta felicidad, les queda una necesidad muy profunda sin satisfacer, y esto provoca una sensación de descontento e indiferencia cuya causa puede permanecer totalmente desconocida. Para ser feliz en este mundo, sobre todo cuando la juventud ya ha pasado, es necesario sentir que uno no es solo un individuo aislado cuya vida terminará pronto, sino que forma parte del río de la vida, que fluye desde la primera célula hasta el remoto y desconocido futuro. Como sentimiento consciente, expresado en términos rigurosos, está claro que esto conlleva una visión del mundo intelectual e hipercivilizada; pero como vaga emoción instintiva es algo primitivo y natural, y lo hipercivilizado es no sentirla. Un hombre capaz de grandes logros, tan notables que dejen huella en épocas futuras, puede satisfacer esta tendencia por medio de su trabajo, pero para los hombres y mujeres que carezcan de dotes excepcionales, el único modo de lograrlo es tener hijos. Los que han dejado que se atrofien sus impulsos procreativos se han separado del río de la vida, y al hacerlo corren grave peligro de desecarse. Para ellos, a menos que sean excepcionalmente impersonales, con la muerte se acaba todo. El mundo que habrá después de ellos no les interesa y por eso les parece que todo lo que hagan es trivial y sin importancia. Para el hombre o la mujer que tiene hijos y nietos y los quiere con cariño natural, el futuro es importante, por lo menos hasta donde duren sus vidas, no solo por motivos morales o por un esfuerzo de la imaginación, sino de un modo natural e instintivo. Y el hombre que ha podido extender tanto sus intereses, más allá de su vida personal, casi seguro que puede extenderlos aún más. Como a Abraham, le producirá satisfacción pensar que sus descendientes heredarán la tierra prometida, aunque esto tarde muchas generaciones en ocurrir. Y gracias a estos sentimientos, se salva de la sensación de futilidad que de otro modo apagaría todas sus emociones.
La base de la familia es, por supuesto, el hecho de que los padres sienten un tipo especial de cariño por sus hijos, diferente del que sienten entre ellos y del que sienten por otros niños. Es cierto que algunos padres tienen muy poco o ningún amor paterno, y también es cierto que algunas mujeres son capaces de querer a los niños ajenos casi tanto como quieren a los suyos propios. No obstante, sigue en pie el hecho general de que el amor de los padres es un tipo especial de sentimiento que el ser humano normal experimenta hacia sus propios hijos, pero no hacia ningún otro ser humano. Esta emoción la hemos heredado de nuestros antepasados animales. En este aspecto, me parece que la visión de Freud no era suficientemente biológica, pues cualquiera que observe a una madre animal con sus crías puede advertir que su comportamiento para con ellas sigue una pauta totalmente diferente de la de su comportamiento para con el macho con el que tiene relaciones sexuales. Y esta misma pauta diferente e instintiva, aunque en una forma modificada y menos definida, se da también en los seres humanos. Si no fuera por esta emoción especial, no habría mucho que decir sobre la familia como institución, ya que se podría dejar a los niños al cuidado de profesionales. Pero, tal como son las cosas, el amor especial que los padres sienten por sus hijos, siempre que sus instintos no estén atrofiados, tiene un gran valor para los padres mismos y para los hijos. Para los hijos, el valor del amor de los padres consiste principalmente en que es más seguro que cualquier otro afecto. Uno gusta a sus amigos por sus méritos, y a sus amantes por sus encantos; si los méritos o los encantos disminuyen, los amigos y los amantes pueden desaparecer. Pero es precisamente en los momentos de desgracia cuando más se puede confiar en los padres: en tiempos de enfermedad e incluso de vergüenza, si los padres son como deben ser. Todos sentimos placer cuando somos admirados por nuestros méritos, pero en el fondo solemos ser bastante humildes para darnos cuenta de que esa admiración es precaria. Nuestros padres nos quieren porque somos sus hijos, y esto es un hecho inalterable, de modo que nos sentimos más seguros con ellos que con cualquier otro. En tiempos de éxito, esto puede no parecer importante, pero en tiempos de fracaso proporciona un consuelo y una seguridad que no se encuentran en ninguna otra parte.