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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (14 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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—¡Enfrena la lengua y acorta el cuento —le gritó al punto Rodrigo—, porque llevas camino de no acabar en dos días!

Francisco, que hablaba para mí, había olvidado que no se hallaba en un elegante salón de baile sino entre lobos y hienas, las cuales, por su propia naturaleza y falta de discreción, no podían contener la risa al escuchar sus finas expresiones.

—Cada uno ha de hablar de su menester cuando se le requiere —protestó mi magnífico criado.

—Y yo te agradezco mucho tus buenos oficios —dije con premura para distraerle de los regocijos de las hienas—. Mas, ¡silencio!, que aquí llegan nuestros invitados.

Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a cubierta los cinco nobles sevillanos y con ellos llegó el desagradable hedor de la sentina, que, por fortuna, sólo duró un momento y, luego, desapareció raudamente con la brisa de la mar. Traían las ropas negras y podridas, con tantas suciedades de feos nombres que daban lástima de ver. También sus cabellos y barbas provocaban bascas y me arrepentí de no haberlos obligado a lavarse antes de presentarse ante mí. Entretanto se allegaban, Rodrigo hizo una seña a Juanillo y a Francisco y conversó con ellos en voz tan baja que no se me alcanzó ningún sonido. Los dos muchachos echaron a correr y desaparecieron por la escotilla de proa.

—Señores condes, duques y marqueses —principió a decir Rodrigo cuando aquellos desgraciados se nos pararon delante—, os hemos hecho llamar para pediros que nos refiráis con todo detalle y sin poner ni quitar nada las razones de vuestro viaje al Nuevo Mundo.

Los cinco aristócratas sevillanos, todos a una, me miraron derechamente para, luego, bajar los ojos hacia las tablas de la cubierta y permanecer en silencio.

—¡Ahí lo tienes, muchacho! —exclamó el señor Juan, henchido de satisfacción—. ¡No necesitamos sus palabras para conocer que tú eras la razón de tal viaje!

El joven don Miguel de Conquezuela, marqués de Olmedillas, alzó airadamente su rostro hacia el señor Juan.

—¿Qué majaderías decís, bellaco villano, ignorante y maldiciente? ¿Ese engendro de la naturaleza, hombre y mujer al tiempo, la razón de nuestro viaje? ¡Deja de beber, borracho!

No pudo decir más. Rodrigo se adelantó dos pasos hacia él y le espetó tal bofetón que le partió la cara por varios sitios.

—¡Habla con más respeto, hideputa, que ese viejo es un hombre benemérito y ese monstruo, una dama ante la que te inclinaste solícito en los palacios de Sevilla!

Don Miguel escupió abundante sangre sobre la cubierta y se echó hacia atrás, buscando la protección de sus iguales. El sol se iba hundiendo en la mar, dejando grandes manchas doradas y pardas en el cielo, entretanto la noche se cernía sobre el golfo muy despaciosamente. A tal punto, regresaron Juanillo y Francisco cargados con mudas limpias de ropa. Ambos se quedaron sin pulsos al ver el bofetón de Rodrigo a don Miguel.

—¡Vosotros dos! —les dijo Rodrigo—. Quitadles los atavíos y todo lo que lleven encima y dejadlo ahí, en un montón, y dadles la ropa limpia después de que se hayan remojado en el agua.

El duque de Tobes, por nombre don Luis de Vascos y Alija, denegó con la cabeza. Era también bastante joven mas tan gordo como un buey cebado y con dos o tres papadas bajo la perilla.

—Me niego a desnudarme y a separarme de mis ropas.

—Obedeced, don Luis —le dije yo—, que ya habéis advertido cómo se las gasta mi compadre.

Mas él siguió denegando. Los otros, por sí o por no, principiaron a desvestirse para proveerse del remedio antes de que llegara el mal.

—Don Luis —porfié—, mirad que, si no os desnudáis, será peor para vos de lo que ha sido para don Miguel.

—¿Desde cuándo debe un duque obedecer a un villano y no al revés? —quiso saber, ofendido.

—Desque ese duque se halla en poder del susodicho villano —repuso Rodrigo, allegándosele— y no al revés.

Y, diciendo esto, le propinó un bofetón con el doble de pujanza con que había golpeado al marqués de Olmedillas. El duque cayó a tierra como un saco de harina, sin conciencia, y Francisco hincó la rodilla a su lado para soltarle el jubón y las calzas.

Los otros cuatro nobles ya estaban en cueros, honestándose sus partes con las manos. A don Miguel, por más, principiaba a hinchársele el rostro allí donde Rodrigo le había golpeado.

—¡Al agua! —ordenó el señor Juan con grande regocijo.

—¿Cómo? ¿Desde aquí? —preguntó asustado el conde de La Oda.

—¿Qué sucede, don Carlos? —me reí—. ¿Os espanta un salto de nada? No temáis, que hay suficientes brazas de mar como para que ninguno se rompa el cuello.

—Pero es que no sabemos nadar, don Martín —objetó él, muy respetuosamente y con aflicción en la voz.

—No hay de qué preocuparse —repuse—. La mayoría de mis hombres tampoco sabe y se tiran con cuerdas atadas a la cintura. Ahí tenéis los cabos. Ya están ligados a las jarcias.

—¡Venga, por la borda! —les apremió Rodrigo, dándoles el trato apropiado a sus altas personas—. ¡Y presto! —el conde y los tres marqueses echaron a correr, muertos de miedo y, tras sujetarse las sogas al cuerpo, saltaron al agua—. ¡Juanillo, coge un arcabuz! Vigílalos, que ni se ahoguen ni se escapen, a ver si nos han mentido y van a saber nadar.

—¿Y qué hacemos con éste? —preguntó Francisco que ya había terminado de desnudar al orondo don Luis.

—Con el agua despertará. Átale el cabo alrededor de esa enorme barriga y échalo abajo.

—¡Yo solo no puedo! —protestó el pobre Francisco.

—Te ayudaremos —le animé y, entre los cuatro (el señor Juan, Rodrigo, Francisco y yo), no sin sufrir y sudar lo mismo que si hubiéramos tenido que levantar a un novillo de buen año, logramos tirarlo por la borda. Preocupada, pues no tenía en voluntad que ninguno muriera, me asomé para ver si don Luis despertaba y suspiré con grande alivio cuando le vi sacar la cabezota del agua y resoplar echando agua por la boca al tiempo que braceaba con desesperación. Los otros, que ya habían aprendido a mantenerse sujetos a las cuerdas, le auxiliaron y sosegaron cuanto pudieron.

—Bien, pues ahora —declaró Rodrigo—, vamos a revisar sus ropas.

—¡Qué dices! —me horroricé—. Antes morir que meter las manos en ese montón de estiércol.

—¡Pardiez, Martín, que se te vuelven a ver las femeniles costuras!

—A mí se me verán las femeniles costuras —repuse sulfurada—, mas a los hombres os preocupa demasiado poco la pulcritud y el aseo.

Rodrigo y el señor Juan se miraron entre sí, muy sorprendidos. Francisco, en cambio, me dio la razón con la mirada.

—¿Quién se preocupa de la pulcritud y el aseo? —se extrañó el señor Juan—. ¿Es que, acaso, hay que alarmarse por esas cosas?

—Venga vuestra merced conmigo, señor Juan —le pidió Rodrigo adelantándose hasta el montón de ropa que, por demandar, no demandaba ya ni agua sino sólo un buen fuego—, que hay cerca dueñas tan delicadas como la misma seda o, quizá, tan listas como para usar sus peores mañas y trazas cargando a otros con los oficios sucios.

No le repliqué, aunque hubiera podido decirle que mejor para nosotras, las dueñas, si éramos delicadas y listas, que ya nos maltrataba la vida en otras cosas.

—¿Y qué esperas encontrar —ironicé— en esas mugrientas calzas, jubones y coletos que los ingleses no hayan tomado ya?

—Algo que nos diga para qué están aquí —repuso desgarrando y haciendo jirones las ropas—. Cosas como cartas, papeles...

El señor Juan, que también despedazaba jubones aunque con un cuchillo, fue quien lo encontró:

—¿Y mapas?

—¿Mapas? —me extrañé, arrimándome.

—Bueno, tengo para mí que esto debe de ser un mapa, aunque con dibujos de indígenas.

Haciendo una delicada pinza con los dedos, le arranqué el supuesto mapa de entre las manos sucias y pringosas y Francisco, leyéndome el pensamiento, se allegó hasta él con un balde lleno de agua y una pella de jabón.

—Friéguese bien vuestra merced las manos con el jabón y el agua —le exhorté, examinando por mi cuenta los dibujos— o pillará alguna dolencia terrible que se lo llevará por delante.

Por el hedor conocí que Rodrigo me acechaba desde cerca.

—Y dígale a mi compadre el de Soria que se las friegue también o tendré que matarle antes de que se me arrime más.

—¡Debo ver el mapa! —protestó Rodrigo.

—¡Y yo debo pedirte que te laves! —gruñí, apartándome.

El dicho mapa estaba toscamente dibujado sobre un extraño lienzo que, aunque en todo semejante a un gran pañuelo, no era de tela aunque lo pareciera, pues por ningún lado se veía que aquello hubiera sido tejido ni con hilo ni con lana, y no tenía trama ni urdimbre y, si alguna tenía, con tanta pintura de colores y la poca luz que ya quedaba en el cielo, no se adivinaba. Aquel admirable paño de tres palmos por lado, plegado y oculto entre dos capas de cuero del hermoso coleto de don Luis, duque de Tobes, se había salvado de la mugre y de la fetidez de la sentina y, así, podían advertirse sin dificultad los dibujos de casas rosadas, soles amarillos, caminos blancos llenos de huellas negras, una pirámide roja, muchos cauces de agua azul, un castillo español gris y dos volcanes de color ocre escupiendo fuego rojo, todo ello muy sencillamente pintado en el centro y con otros muchísimos dibujos menudos a su alderredor, por arriba, por abajo y por los costados.

—Tiene algo escrito detrás —dijo el señor Juan, inclinándose para mirar.

Le di la vuelta y, allí, en una esquina, garabateado con letra florida y en buen castellano, podía leerse: «Id con Dios, mis leales caballeros. Aguardaré con impaciencia las nuevas de vuestra gloriosa empresa» y lo firmaba un tal «Don Pedro», sin más señas.

—¿Qué demonios...? —empezó a decir a Rodrigo.

—¡Un batel, se acerca un batel! —gritó Juanillo.

Tomando en consideración que habíamos dejado a casi treinta hombres en isla Sacrificios con tres bateles, las voces de Juanillo se hallaban fuera de toda medida.

—¿Y qué? —pregunté disgustada.

—Diles a los condes y los marqueses que ya pueden subir —le ordenó Rodrigo—, que ya están bastante limpios.

Mas Juanillo porfió en sus gritos:

—¡Que el batel no viene de la isla, que viene de tierra!

Alcé la cabeza, sorprendida. Nuestra bandera amarilla nos salvaguardaba de la intrusión de las autoridades españolas y de la de cualquier invitado imprevisto, o eso suponía yo.

—¿De Veracruz?

—¡No! —gritó Juanillo—. ¡Derechamente de tierra, en recto!

—Imposible —afirmó Rodrigo—. No hay nada frente a nosotros. Sólo playa y selva.

—¿Viene solo? —pregunté.

—¡Viene solo, mas con muchos hombres a bordo!

—¡Que suban los condes! —ordenó Rodrigo—. ¡Echadles todas las escalas y que suban a matacaballo, que en la tardanza está el peligro!

—Francisco —dije yo—, hazles señas con el farol a los hombres de la isla para que acudan presto y reúne a todos los que se hallen a bordo y que se pertrechen con arcabuces y espadas antes de acudir.

—¿A los yucatanenses también?

—No, a los yucatanenses no los llames, sólo avísales de lo que acontece para que estén a la mira. Y que encadenen a los sevillanos en el sollado en cuanto se hayan vestido.

Antes de que el dichoso batel topara con nuestro costado de babor, ya nos hallábamos todos preparados y dispuestos: seis hombres con arcabuces apostados en la banda, tres —dos y una dueña, para mejor decir— con espadas y dagas en el centro de la fila, y uno listo para tirarse sobre el suelo de la toldilla y taparse la cabeza con los brazos.

—¡Ah de la nao! —gritó una voz familiar desde el agua—. ¡Busco a don Martín Ojo de Plata!

Ya era noche cerrada, de cuenta que me fui hasta el farol del palo mayor y, con él en la mano, me asomé por la borda. Estaba bastante cierta de conocer la voz.

—¿Carlos...? —pregunté—. ¿Carlos Méndez...?

Tres rostros iguales al de Alonso e iguales entre sí, con gentiles sonrisas en los labios, se alzaron hacia la luz.

—En nombre sea de Dios —nos saludó fray Alfonso, apareciendo detrás de sus hijos.

Lo cierto y verdad es que resultaba cuando menos extraño ver al tiempo tanta cabeza de cabello rubio reunida en tan pequeño espacio junto a los largos cabellos negros de los indios que bogaban en el batel.

—¡Bajad las armas! —dijo Rodrigo—. Son amigos. Echad la escala.

—¡No! —gritó Cornelius—. ¡Estamos en cuarentena!

—Entonces, ¿es cierto? —se sorprendió fray Alfonso—. Tenía para mí que se trataba de alguna estratagema del muy famoso y buscado Martín Ojo de Plata.

—¡Pues no es ninguna estratagema! —replicó Cornelius, asomando su extraña barba por la borda—. Treinta indios se nos murieron en apenas seis días de unas calenturas pestilentes que inficionan todo el Yucatán.

—¿Sólo indios? —preguntó fray Alfonso, que estaba un poco más calvo que la última vez que le vimos—. Sea, entonces nosotros cuatro podemos subir. Los hombres que nos han traído se marcharán de inmediato hacia la costa pues a ellos sí que podría afligirlos la calentura.

Miré a Cornelius Granmont y me hizo un gesto de asentimiento.

A no mucho tardar, fray Alfonso, aderezado con un flamante y compuesto hábito de franciscano en el que no se veían manchas ni remiendos, saltó sobre la cubierta de la
Gallarda
luciendo una cuidada barba que acopiaba todo el pelo que le faltaba en la cabeza. Hizo una leve inclinación ante mí (conocía de sobra las costumbres profanas de nuestra pequeña familia, de la que a él no le cabía esperar la menor reverencia por su condición) y, luego, saludó a Rodrigo y a los demás. Todos nos alegramos mucho de tornar a verlos. Carlos, Lázaro y Telmo repitieron los gestos de su señor padre aunque el pequeño Telmo, por más de la inclinación, me quiso dar un fuerte abrazo al que yo correspondí.

—Antes de nada, doña Catalina, deseo ver a mi hijo Alonso —solicitó su padre, acabadas las salutaciones del feliz reencuentro.

—Nosotros también —añadió Carlos, mucho más crecido y barbado.

—Por supuesto —les dije—. Nuestro cirujano os guiará y responderá a todo cuanto deseéis conocer.

No me correspondía acompañarlos ni estar presente cuando la familia al completo se reuniera, pues yo no formaba parte de ella e imponer mi presencia hubiera sido una muy grande falta de respeto.

—No nos demoraremos mucho —agregó fray Alfonso—. Hay asuntos muy urgentes que debemos resolver cuanto antes, doña Catalina.

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