La conjura (48 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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Si le molestó tener que quedarse de pie mientras yo estaba sentado, no dijo nada.

—De si es factible o no, no creo que haya duda. No pretendo pedir nada que no podáis darme, y no necesito explicaros las consecuencias de una negativa.

—Olvidémonos de las consecuencias por el momento y vayamos a lo que pedís.

—Vaya, veo que queréis ir al grano. Os habéis olvidado de vuestros aires y vuestras pelucas. ¿Pensabais que nadie os reconocería si os acicalabais? Pues yo os reconocí enseguida, sí. Tal vez podáis engañar a la gente común con esos adornos, pero yo soy demasiado perspicaz. Os he visto por la ciudad demasiadas veces, siempre con vuestras muecas de desprecio para un hombre como yo, que solo hace su trabajo.

Me incliné hacia delante en mi silla.

—Hacéis unos discursos muy bonitos, pero a nadie le interesan. Podéis volver a vuestra casa y echaros las flores que queráis, Miller. Pero no me hagáis perder el tiempo. Y ahora, decidme qué pedís.

Si se sintió insultado no dio muestras de ello.

—Bien, entonces, lo que pido son las doscientas sesenta libras de la deuda del señor Melbury, como me habíais prometido, y otras… digamos, doscientas cuarenta por mi buena voluntad, lo cual sumarían quinientas libras.

Tuve que poner toda mi fuerza de voluntad para no reaccionar como merecía semejante demanda.

—Quinientas libras es mucho dinero, señor. ¿Qué os hace pensar que lo tengo a mi disposición?

—Solo puedo especular sobre lo que tenéis, pero, puesto que estabais dispuesto a pagar doscientas sesenta por Melbury, tengo que pensar que esa suma, por muy grande que sea, solo es una parte de lo que poseéis. En cualquier caso, he visto en los periódicos que el señor Evans se ha labrado una buena reputación. No dudo que un hombre de vuestra posición no tendrá la menor dificultad para encontrar fondos poniendo como garantía las ganancias de vuestra plantación.

—¿Queréis que pida dinero prestado a caballeros confiados y deje que sufran las consecuencias?

—No puedo deciros cómo conseguir el dinero, señor. Solo digo que debéis conseguirlo.

—¿Y si me niego?

Él se encogió de hombros.

—Siempre puedo volver a exigir al señor Melbury que pague su deuda, señor. De una forma u otra pagará, puesto que no puede permitirse pasarse lo que queda de las elecciones en prisión por unas deudas. Y en cuanto a vos, si no me dais esas doscientas cuarenta libras, al menos puedo conseguir las ciento cincuenta que ofrece el rey. No sé si me entendéis.

Bebí un trago.

—Entiendo que sois muy mala persona —dije.

—Podéis pensar lo que queráis, señor, pero un caballero debe procurar siempre por sus intereses, y es exactamente lo que he hecho. Nadie puede decir lo contrario, ni criticarme.

—No seré yo quien haga tal cosa —dije—. Y en cuanto a la cantidad, debéis saber que es muy elevada y no puedo disponer de tanto dinero con facilidad. Necesito una semana.

—Eso no puede ser. No es muy amable por vuestra parte pedírmelo.

—Entonces, ¿cuánto tiempo os parece adecuado para que pueda reunir el dinero?

—Volveré dentro de tres días, señor. Tres días. Si no tenéis mi dinero, me temo que me veré obligado a emprender ciertas acciones que ambos preferiríamos evitar.

La señora Sears había visto entrar a aquel bellaco en mis habitaciones. ¿Se daría cuenta, me pregunté, si no volvía a salir? Pero, por muy tentador que fuera, no estaba dispuesto a cometer un crimen atroz para proteger una identidad que ya estaba condenada. Miller me había reconocido. Tarde o temprano alguien más me reconocería. Y tal vez esa persona no tendría la amabilidad de acudir a mí con aquellas exigencias e iría directamente a los guardias. No tenía más remedio que dejar marchar a Miller y utilizar los tres días que me quedaban como mejor pudiera.

Permanecí inusualmente callado mientras meditaba mis opciones; sin duda Miller intuyó cuáles eran, pues se puso muy pálido e inquieto.

—Debo partir enseguida —dijo dirigiéndose apresuradamente hacia la puerta—. Pero tendréis noticias de mí dentro de tres días. Podéis estar seguro.

Así pues, se fue, y supe que tenía que moverme. No disponía de tanto tiempo como hubiera querido, pero esperaba que sería suficiente.

Llegué al monumento un cuarto de hora antes de lo acordado, pero Miriam ya estaba allí, envuelta en una capa con capucha. Llevaba la capucha echada, para preservar su identidad, o tal vez la mía. Pero incluso así, la reconocí enseguida.

Ella no me vio acercarme, así que me detuve un momento para observarla, mientras los copos de nieve caían sobre ella y se derretían al contacto con la lana de su capa. Hubiera podido ser mi esposa si… pero no había ningún «si». Había empezado a entenderlo con una dolorosa claridad. El único «si» que se me ocurría era «si ella hubiera querido», pero no quiso, y era el «si» más doloroso imaginable.

Miriam se volvió al oír mis pasos amortiguados sobre la nieve recién caída. Tomé su mano enguantada.

—Espero que estéis bien, señora.

Ella me permitió tomarle la mano lo justo para no mostrarse brusca, y entonces retiró aquel preciado premio. Toda nuestra relación reflejada en un gesto.

—Gracias por venir —dijo.

—¿Cómo no iba a hacerlo?

—No puedo decir lo que os parece mejor. Solo sé que sentí la necesidad de hablar con vos, y vos habéis tenido la bondad de aceptar.

—Y siempre lo haré —le aseguré—. Vamos, ¿os apetece tomar un chocolate, o un vaso de vino?

—Señor Weaver, no soy la clase de mujer que visita libremente tabernas o casas de chocolate con un hombre que no sea su marido —dijo muy severa.

Yo traté de no ser hiriente.

—Entonces demos un paseo y hablemos —dije—. Con esa capucha, todo el mundo pensará que sois mi amante, pero supongo que no hay nada que hacer.

La capucha me evitaba ver la expresión de disgusto que sin duda ella manifestó.

—Lamento que vierais al señor Melbury perder los nervios ayer noche.

—Lamento que sucediera. Pero, si tenía que pasar, no lamento haber estado presente. ¿Pierde los nervios con frecuencia con vos?

—No, no con frecuencia —dijo ella con voz queda.

—Pero ¿ha sucedido otras veces?

Ella asintió bajo la capucha, y por la manera en que movió la cabeza supe que estaba llorando.

¡Oh, cuánto odié a Melbury en aquel momento! Podría haberle arrancado los brazos del cuerpo. ¿Acaso no había sufrido aquella dama toda su vida, pasando de una familia a otra, de un tutor a otro, hasta que un suceso fortuito la convirtió en una mujer económicamente independiente? Difícilmente hubiera podido sorprenderme más cuando sacrificó esa independencia por un hombre como Melbury, pero ella había aceptado el riesgo, como debemos hacer todos en esta vida. Era una terrible tragedia que hubiera de sufrir por su osadía.

—¿Se muestra violento con vos? —pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—No, conmigo no.

Había algo que no decía, pero yo sabía que podía sacárselo.

—Decídmelo.

—Rompe cosas —dijo—. Las tira. Espejos, jarrones, platos y vasos. A veces las arroja en mi dirección. No es que me las tire a mí, entendedme, pero las tira en mi dirección. Es muy desagradable.

Yo cerré mis manos en dos puños.

—No puedo tolerarlo —dije.

—Pero debéis hacerlo. Veréis, por eso quería veros. Sabía que no descansaríais hasta que descubrierais la verdad, por eso he querido contároslo. Pero no debéis molestarnos más. Griffin no es un hombre perfecto, pero es bueno. Quiere hacer cosas importantes por este país, y deshacer ese entramado de corrupción que tiene atado a nuestro gobierno.

—Me importa un comino el entramado de corrupción —dije—, solo vos me importáis, Miriam.

—Por favor, no os dirijáis a mí con tanta familiaridad, señor Weaver. No está bien.

—¿Y está bien que sufráis los tormentos de un tirano?

—No es un tirano. Solo es un hombre con debilidades, como las que podáis tener vos. Aunque en su caso algunas son muy acentuadas.

—Como la afición por el juego —dije—. Y las deudas.

Ella asintió.

—Sí, también tiene esas debilidades.

—Entonces, está bien que pusierais vuestras propiedades a vuestro nombre, para que sus deudas no destruyan vuestra fortuna.

Miriam no dijo nada, y supe entonces lo que ya sospechaba.

—Ha dilapidado vuestra fortuna, ¿no es cierto?

—Necesitaba dinero para conseguir su escaño en la Cámara. Perdió tanto en el juego que no podía permitirse presentarse para el Parlamento como hacía tanto tiempo planeaba, y como otros del partido esperaban. Pero había deudas. Me aseguró que cuando fuera elegido habría muchas oportunidades para recuperar el dinero. De modo que, como veis, es imprescindible que consiga ese escaño, pues de lo contrario estaremos en la ruina.

—¿Es ese el hombre bueno y virtuoso que piensa desentrañar la maraña de corrupción?

—No es el único hombre de esta ciudad que ha sucumbido al mal de las apuestas.

—Cierto, pero si fuera un ratero, tampoco sería el único hombre de la ciudad culpable de ese delito. Y no por eso sería más virtuoso.

—¿Y quién sois vos para hablar de virtud?

Me volví hacia ella, pero ella desvió la mirada.

—Perdonadme, Benjamin. Señor Weaver. Eso ha sido cruel y falso. Por muchas otras cosas que se digan de vos, sé que sois un hombre que ama lo que es correcto por encima de todo. Pero aunque os esforcéis por hacer lo mejor, a veces obráis sabiendo que lo que hacéis está mal. No creo que eso os convierta en un mal hombre, del mismo modo que no lo hace con Melbury.

—La diferencia es que esas cosas que hago y os parecen censurables las hago para cumplir con lo que considero mi deber. Dudo que el señor Melbury considere su deber dilapidar su fortuna y la de su esposa jugando al whist.

—Sois injusto.

—¿Lo soy? Habéis hablado de ruina. ¿Qué queréis decir con eso?

—Lo que he dicho. No tendremos ni dinero, ni crédito. Si no consigue el escaño en la Cámara y recibe la protección de que gozan sus miembros, y si los acreedores insisten en cobrar, no tendremos donde vivir. Los padres de Melbury murieron hace mucho. No tiene hermanos, y ha presionado a parientes más lejanos tanto como le era posible. Necesita entrar en el Parlamento. Hará mucho bien desde su puesto. Y… —Hizo una pausa—. Solo el Parlamento puede salvarnos. No sé qué necesitáis o esperáis de él, o qué esperáis conseguir convirtiendo a Evans en su gran amigo, pero debéis saber que también estáis jugando con mi vida. Tiene que conseguir ese escaño. Tiene que conseguirlo.

—¿Y pensáis que yo quiero evitarlo? Miriam, debéis saber que lo he invertido todo en la elección de vuestro esposo. Soy enemigo de Dogmill, no de Melbury. No puedo decir que me guste estar en semejante posición, pero lo cierto es que yo también deseo que consiga el escaño en la Cámara.

—¿Por qué queréis tal cosa?

—Porque cuando sea elegido, tengo la esperanza de que utilizará su influencia para ayudarme.

Miriam me dio la espalda.

—No lo hará —dijo con voz queda.

—¿Cómo? ¿Cómo lo sabéis? No tiene ni idea de quién soy. No puede saber que no soy Matthew Evans, ¿no es cierto?

Ella meneó la cabeza.

—No, podéis estar seguro de que no lo sabe. Pero no os ayudará, más aún cuando descubra que le habéis engañado.

—Sin duda comprenderá la necesidad…

—No entenderá nada —dijo en un siseo—. ¿Es que no veis que os odia? No a Matthew Evans, sino a Benjamin Weaver. Odia a Benjamin Weaver.

No podía entenderlo.

—¿Por qué iba a odiarme?

—Porque sabe… sabe que en otro tiempo significamos algo el uno para el otro. Y está celoso. Porque somos de la misma raza. Teme que vuelva al judaísmo. Cada vez que se menciona vuestro nombre, hierve de rabia. No puede perdonar que le estéis dando votos, que vos, por bien que involuntariamente, hayáis colaborado en su campaña, pues de esa forma habéis entrado en nuestras vidas y en nuestro hogar.

—No hay necesidad de ser tan poco generoso con vuestras vidas y vuestro hogar.

—Para Melbury sí. Tiene la idea de que me escabulliré en plena noche para huir con vos.

—Yo tengo esa misma idea.

—Por favor, ¿no podéis fingir cierta seriedad?

—Lo siento. Pero ¿por qué tuvisteis que hablarle de nosotros?

—Quería saber si había tenido pretendientes entre la muerte de mi primer marido y mi casamiento con él. No quería decírselo, pero tampoco quería mentirle, así que descubrió lo que significasteis para mí. Jamás quise contarle tales asuntos, pero sabe cómo hacer que la gente le cuente lo que no quiere contar.

—Sí, por ejemplo, tirándoos cosas. ¿Es que no veis que es un hombre cruel, Miriam? ¿No veis que tiene el corazón negro? Tal vez no tenga inclinación a la maldad, pero no hay cosa que degrade más a un hombre que las deudas. Habláis del bien que puede hacer en la Cámara, pero si pensáis que un hombre que se enfrenta a la ruina votará según su conciencia y no según su bolsillo, estáis muy engañada.

—¿Cómo podéis decir eso? —exclamó.

—¿Cómo podría no decirlo? Melbury habla del Parlamento como su salvación, pero sabéis muy bien que un hombre no gana nada por ocupar ese puesto. Si consigue algún dinero en la Cámara será vendiendo favores o haciendo amistades entre los poderosos y los crueles.

—Podéis destruir al señor Melbury por principios, pero ¿me sacrificaríais también a mí por vuestros principios?

—Jamás —dije—. Me quitaría el pan de la boca por vos. Pero debéis saber que, debido a lo que he visto, no vacilaría en dejar que destruyeran a Melbury. No me apartaré de mi camino para perjudicarlo, me tragaré mi ira y haré lo que me pedís, pero tampoco lo protegeré, ni le serviré.

—Entonces no tenemos nada más que decirnos —afirmó.

—¿Cómo podéis decir eso?

—¿Estáis loco? Es mi esposo. Le debo toda la lealtad del mundo. Me habláis como si no fuera más que un rival para vos. Por favor, entendedlo, para mí ya no podéis ser más que un amigo, y rechazáis ese papel. Podéis hacer lo que os plazca para satisfacer vuestro sentido del bien, pero no perjudicaréis solo a Melbury, también me perjudicaréis a mí.

—Entonces, ¿qué me pedís que haga?

—Debéis prometerme que no haréis nada que lo perjudique.

—No puedo. Ya os he dicho que no lo perjudicaré voluntariamente, pero no lo protegeré, y si tengo ocasión de sacrificarlo para proteger mis intereses, sabiendo lo que sé de él, la aprovecharé.

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