La concubina del diablo (55 page)

Read La concubina del diablo Online

Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
7.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Durante unos segundos me miró con furia contenida y luego dio media vuelta con intención de abandonar la habitación.

»Me levanté, rabiosamente, tras él.

»—¡No! —exclamé—. ¡Quiero respuestas!

»De súbito, giró sobre sus talones y me cogió por el cuello con su mano derecha.

»—Lo que ocurrió entonces —dijo en un fiero susurro—, está ocurriendo ahora, necia.

»—¿Y qué es? —balbucí, ahogada, pero sin arredrarme—. Dímelo de una vez por todas.

»—¡Tus cambios están llevando a Shallem al abismo! —gritó, incrementando la presión sobre mi cuello.

»Le clavé mis largas uñas sobre las manos con todas las fuerzas que pude y conseguí que me soltara, más por asombro ante mi atrevimiento que por otra causa.

»—¿Y quién es el culpable? —prorrumpí fuera de mí—. ¿Quién me ha arrastrado, inmisericorde, a este perpetuo estado de febril desasosiego, a esta falta de conciencia, escrúpulos y sentimientos? He matado y no siento la menor emoción. Me has forjado a tu imagen y semejanza. Mi humanidad ha muerto.

»—Gracias a Dios —musitó.

»—No a Él, eres tú quien la ha asesinado. Me has sumergido en la vorágine del horror y esto no puede acabar bien. Debe tener un fin.

»—Yo diré cuando ha llegado el fin.

»—¿Tú? ¿Y por qué tú y no Shallem? ¿Alguna vez cuentas con él para algo, a riesgo de que se interponga en la consecución de tus fines?

»—¿Ya no recuerdas las veces que te has arrojado a mis brazos, suplicante, implorando un nuevo cuerpo, una nueva vida?

»—Tú me indujiste a ello. Me guiaste al horror, a la enfermedad espiritual, a sabiendas de lo que acabaría sucediéndome.

»—Y Shallem no tuvo nada que ver, no pudo negarse —ironizó.

»—Utilizaste sus sentimientos como utilizas todo mi ser. ¿Por qué? —grité—. ¿Cuál es la finalidad de que continúe existiendo?

»—No puedo decírtelo —masculló furibundo.

»—¿Por qué no? —volví a gritar.

»—Porque es un secreto que debo ocultar a los ojos de Shallem y tu alma es tan transparente como ese cristal.

»Me quedé mirándole como si de pronto hubiera perdido todo mi coraje y ya no supiera qué decir. Agaché la cabeza. Sabía que no iba a sacar nada en claro. Di media vuelta y me derrumbé en el sofá. Oí que se acercaba, lentamente, por detrás, y luego sentí que me rodeaba la cabeza con sus brazos, delicadamente, cruzándolos bajo mi cuello. No encontré ánimos para rechazarle.

»—Quisiera decírtelo —susurró sobre mi oído, y cada fibra de mi ser se estremeció—. Quisiera compartir contigo mi carga. Pero eso sería malo para todos. Te advertí que Shallem no debía verte matar jamás, que debías ser tierna y dulce como siempre, que debías controlarte.

»—Tú no lo entiendes —murmuré—. No soy yo quien actúa, no me reconozco. Es una zona escondida, un yo que no soy yo y cuyos impulsos no puedo dominar.

»Aún vuelvo a estremecerme cuando revivo sus labios paseándose desde mi sien hasta la comisura de los míos. Cerré mis ojos y suspiré sin poder evitarlo.

»—Hablas de tu humanidad perdida. ¿Es que alguna vez has sido humana? —susurraba él sobre mi piel—. Tu espíritu era un ente atormentado y sin lugar en la Tierra hasta que Shallem se cruzó en su camino y lo rescató. Detestabas a la humanidad entera, renegabas de ella. ¡Si me atreviese a explicarte lo que tu alma había vívido antes de volver al mundo en Saint–Ange! ¿Por qué crees que Shallem te eligió?

»—Dímelo —susurré, mientras mis labios parecían buscar por sí mismos la caricia de los suyos.

»—No puedo —continuó, negándome su beso—. Es tabú para Shallem.

»—También lo era lo que me hiciste —seguí, capturando su rostro entre mis manos y buscando desesperadamente su boca sin conseguirla—. Y ello no te detuvo.

»—Pero el fin justifica los medios, dicen los mortales. —Y huyó de mi beso dirigiendo sus labios de nuevo hacia el lóbulo de mi oreja—. Y no hay fin que justifique el que yo haga lo que me estás pidiendo. Además, algún día me lo echarías en cara, como hacéis con todo lo que yo hago por vosotros. Parece que ése es mi destino, ¿no?

»—Cannat —susurré, concentrando mis fuerzas en crear el deseo de apartarme de él, mientras las lágrimas nublaban mi vista—, ¿no lo ves? Carezco incluso de la más débil voluntad. Trato de luchar y no lo consigo. Mis deseos me arrastran con ellos.

»—No te preocupes. Esto es natural, y a Shallem no le importa en absoluto. No son las pasiones de tu cuerpo las que debes dominar, sino las de tu alma.

»Luego levantó mi mano derecha y contempló el enorme zafiro que me había regalado, y que yo siempre llevaba en el dedo índice.

»—Porque, si no lo haces —continuó en un susurró—, será mi pasión la que te destruya. Me gustaría esta sortija para mi mano izquierda…, contigo dentro.

»Y, de pronto, me soltó y rodeó el sofá hasta quedar delante de mí.

»—Se lo que Shallem quiere que seas —me amenazó—, o no serás ninguna otra cosa.

La mujer había tomado la maltrecha Biblia y jugaba con sus arrugadas hojas distraídamente.

—Cambié de cuerpo enseguida —explicaba ahora—, por si algún testigo había presenciado lo sucedido, y, además, nos trasladamos a vivir a un lugar más hermoso y tranquilo, y de nombre sugerente. ¿Lo adivina? Los Ángeles. Mi tumba.

—Aún no está muerta —dijo el sacerdote.

La mujer se detuvo y le miró sorprendida durante unos segundos, como tratando de encontrar un oculto significado a la evidencia de aquellas simples palabras. Luego sonrió y de nuevo, muy erguida y expectante, ocupó su lugar en la silla frente a la de él.

—Pero mi sentencia ya está firmada —dijo quedamente.

El sacerdote agachó la cabeza, como si aquella realidad fuese culpa de su propia negligencia.

—Sí —susurró.

—En Los Angeles adquirimos un apartamento en un lugar sobre el que no voy a darle ninguna pista —continuó ella—, para evitar tentaciones que acarrearían su muerte segura.

—¿Quiere decir que ellos están aquí? —pareció emocionarse el sacerdote.

—¿Lo ve? —dijo ella sonriéndole—. No debe conocer más de lo estrictamente necesario, por su propio bien.

»Al poco de llegar, caí en uno de mis estados letárgicos que resultó aún más intensamente agudo que los anteriores. Durante esas temporadas me volvía indefensa y mimosa, y Shallem era incapaz de negarme el menor capricho. Por ello, no bien me recuperaba, se apresuraba a concederme un nuevo cuerpo donde mi espíritu recuperaría la alegría largo tiempo dormida.

»Pero mis letargos eran cada vez más largos y profundos que los anteriores. A veces pasé casi medio año en un estado poco menos que vegetal. Como el de esos ancianos que dormitan constantemente, pasando más tiempo en el lado de la muerte que en el de la vida, y, cuando despiertan, parecen extrañados y a veces enojados por su vuelta, y confundidos primero y luego decepcionados por el lugar en que se hallan.

»Pero yo no me enojaba por haber regresado, sino por haberme ido. Lo hacía sin darme la menor cuenta. A veces, cuando me despertaba tumbada en mi cama, no tenía la más mínima noción de cómo había llegado allí. Mi último recuerdo podía ser un paseo por la playa, una cena en un restaurante, una película en un cine cuyo final no podía recordar… Y cuando volvía en mí, me quedaba desconcertada al no estar donde yo suponía. En ocasiones era incapaz de soportar el horror de lo que me ocurría y estallaba en gritos al recuperar la conciencia. Shallem corría a mi lado y, a pesar de mí misma, comenzaba a atormentarle con mis preguntas.

»—¿Pero qué me pasa, Shallem? ¿Qué es esto? ¿Es que nunca va a cesar? ¿No hay nada que podamos hacer?

»Pero no había nada que pudiese ser hecho, ningún remedio esotérico que pudiese ser aplicado, ninguna pócima sobrenatural. Se abrazaba a mí durante horas, en un desconsuelo que me hacía aborrecerme por no haber sabido controlarme; y entonces era yo quien acababa tranquilizándole a él, diciéndole que todo iría bien, que acabaría superando aquel trance. Pero ninguno de los dos lo creíamos.

»En 1985 la situación se había hecho completamente insoportable. Pero, aun así, sobrevivía. ¡Y a costa de cuántas vidas, Dios mío, que nada me importaban! Shallem no podía más. Lo leía en sus ojos húmedos de dolor, en su expresión eternamente consternada. Sufría continuamente. Incluso cuando éramos felices podía ver en él el sutil velo del dolor cubriendo su rostro, nunca olvidado, nunca dejado de lado.

»Recorrimos de nuevo los lugares hermosos: cada rincón de mi añorado Mediterráneo; la querida Florencia, en la que poco había cambiado; el hermoso París, donde poco resultaba reconocible; incluso Egipto, donde paseé mis ojos con una visión distinta.

»Fue… como una melancólica despedida.

IX

»Al regreso de aquellos viajes no fui yo, sino Shallem, quien cayó en uno de sus estados contemplativos. Cannat se pasaba el día detrás de él, del mismo modo que si fuera su amante. Se sentaba junto a él y le estrechaba entre sus brazos, mudos los dos durante horas. Le besaba, le traía regalos, le contaba historias, le hacía reír, le animaba con sus zalamerías. Lo mismo hacía yo. Pero todo era inútil esta vez.

»—¿Es por mi culpa? —le preguntaba yo desesperada—. ¿Estás tan triste por mi causa? Si es así, quisiera desaparecer…

»—No, mi amor, no tiene nada que ver contigo —me contestaba.

»—Estás pensando en Dios, entonces… ¿Ha hablado contigo?

»Él negó silenciosa, dolorosamente. Me senté sobre él y le besé en la mejilla.

»—Y, ¿estás seguro de que puede oírte cuando le hablas? —le pregunté, reteniendo su rostro entre mis manos.

»—Tan seguro como de que me oigo yo —susurró—, porque yo, soy Él.

»Hubiera dado cualquier cosa por poder decir algo que le consolara, pero no encontraba qué.

»—Yo también rezo cada día por ti, Shallem. Ya sé que, a mí, qué caso me va a hacer…, pero Cannat también se lo pide, él me lo dijo.

»—¿Lo hizo? —me preguntó, mirándome asombrado—. Él también Le desea; tanto que ni siquiera se atreve a manifestarlo. Incluso a mí procura ocultarme sus sentimientos, y no se atreve a rogarle a Él porque no podría soportar Su rechazo.

»—Pero lo ha hecho —apunté yo, aspirando la fragancia que se desprendía de su cabello—. Le ha rogado, al menos por ti.

»—Le quiero tanto… —susurró, apoyando su cabeza contra mi pecho.

»—Lo sé, mi amor, sé lo mucho que le quieres —le respondí con un nudo en la garganta.

»—… tanto que tengo miedo de que sufra por mi causa, de que no sepa comprender, de que piense que le amo menos que a Él, y no es así…, no es así. No quiero estar donde él no esté como no quiero existir si él no existe, pero he de intentar recuperar Su Amor, he de intentarlo aunque Cannat trate de disuadirme, aunque me llame iluso como hace siempre…

»Shallem se interrumpió abruptamente y levantó su cabeza de mi pecho, alarmado. La puerta de entrada se acababa de abrir, Cannat regresaba.

»—Nunca le había visto tan mal, Cannat, lleva así demasiado tiempo. Está ausente todo el día, ¿adónde se va?, ¿qué hace? —le acucié yo unos días después, aprovechando un baño de Shallem.

»Cannat, sentado en el sofá, me miraba con apatía absoluta.

»—¿No me vas a responder? —insistí desesperada—. Tú debes saberlo. Está tramando algo, algo que me asusta, algo que quiere y no quiere hacer. ¿Qué es?

»—Eres muy aguda para ser mortal —me respondió, y su voz, baja y serena, incrementaba la ironía de sus palabras—. Sólo has tardado cuatrocientos años en darte cuenta.

»—Dime qué es, te lo suplico. Intuyo que es algo que no debería hacer. ¿Es posible que haya algo peligroso para él? ¿Lo hay?

»—Pregúntaselo a él —me contestó sin ninguna emoción.

»—Él no quiere hablar más de ello. Sufre si lo intento.

»—Yo también.

»—¿No me vas a contestar? Siempre hemos hablado de él, nos hemos aliado para intentar ayudarle, y lo hemos hecho bien juntos. ¿Por qué esta vez no?

»—Porque ya no hay nada que yo pueda hacer sin matarle de pena. Es inútil.

»—¿Inútil el intentarlo? ¿Te rindes? ¿Le dejas solo cuando más te necesita?

»Cannat se levantó del sofá y me miró a través del palpitante fuego de sus ardientes zafiros.

»—Esta vez —me susurró—, el no interferir es la gran prueba de amor.

»En 1994 Cannat me sacudió con la noticia.

»Llevaba unos días que le encontraba extraño, asustado, triste y circunspecto. Su furia siempre dispuesta a estallar, su perpetua alegría, sus lances de seducción, todo había desaparecido. Aproveché que Shallem no estaba, para hablar con él. Le encontré en su habitación, tumbado sobre la colcha de seda de su cama, completamente desnudo. No importaba; yo también estaba medio desnuda. Siempre lo estábamos, en realidad.

»—¿Qué quieres? —profirió, cuando aparecí en el umbral.

»No hice caso de su acritud. Penetré en el dormitorio y cerré la puerta tras de mí. Durante unos instantes simplemente permanecí de pie, contemplando su áspera pero triste mirada. Su cuarto era muy impersonal, como todo el resto de habitaciones de aquel apartamento que ninguno habíamos encontrado el gusto ni el ánimo de redecorar. No había mucho allí que le perteneciera realmente. Parecía un mero lugar de tránsito que supiese que habría de abandonar en cualquier momento. Un suelo de moqueta verde claro, un par de esas láminas modernas de diseños geométricos enmarcadas, una pequeña butaca y un teléfono.

»Cannat seguía mirándome de muy mala manera, pero no me importó. Me acerqué a la cama y me tumbé junto a él, contemplando su cuerpo aunque quería evitarlo, pero procurando no dejarme llevar por el prodigio de su aspecto.

»—Dímelo —le pedí, en un apagado y temeroso susurro.

»La hostilidad desapareció de su rostro y su expresión se tornó brusca y simplemente, apenada.

»—Estamos unidos por el dolor —le dije—, como nunca lo hemos estado.

»Retiré tiernamente un ligero mechón de su rubio cabello que se había enzarzado entre sus largas pestañas.

»—Sé que el fin se aproxima —proseguí, con un fuerte dolor en la garganta—. Pierdo a Shallem, y no hay nada que pueda hacer para remediarlo.

ȃl me miraba con sus ojos azules desbordantes de luz, pero tristes, silenciosos.

»—Los dos lo perdemos —susurró, con una involuntaria inflexión en la voz. Y su rostro era una máscara de tranquila amargura.

»—¿Tú? —pregunté—. ¿Por mi culpa?

»Negó con un suave movimiento de su cabeza.

Other books

The Last of the Angels by Fadhil al-Azzawi
What He Craves by Tawny Taylor
The Black Rood by Stephen R. Lawhead
The Bishop's Wife by Mette Ivie Harrison
The Devil's Light by Richard North Patterson
The Trail Master's Bride by Maddie Taylor
Earthling Ambassador by Liane Moriarty