La concubina del diablo (11 page)

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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
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»Parecían vivir totalmente ausentes de la realidad. Eran como los personajes de alguna fantasía delirante que nunca se sabe cómo van a reaccionar, porque no se mueven dentro de los límites de lo real, ni actúan por principios conocidos o muestran sentimientos sólidos y fundamentados.

»No mantenían relaciones con el exterior, excepto para aceptar displicentemente las limosnas que se les ofrecían. Tenían una pequeña huerta y algunas gallinas, gracias a las cuales subsistían. En esta huerta gastaban la mayor parte de las horas. El resto se iba en rezar interminables y monótonas plegarias, la limpieza del convento y la preparación de las comidas. Porque todas ellas colaboraban en cada uno de estos quehaceres.

»Se reían por las cosas más absurdas, y empleaban un argot propio y bromas privadas incomprensibles para cualquiera ajeno a su grupo de locas. No dudé en que pronto acabaría en el mismo estado si había de permanecer mucho tiempo entre ellas.

»Era invierno, y en el interior de mi celda hacía un frío terrible. Encogida sobre la cama, paseando por el claustro, colaborando en las labores cotidianas o rezando las inútiles oraciones, uno solo era el pensamiento afincado en mi mente: él.

»Imagino que las monjas interpretaban mis usuales abstracciones y prolongados silencios como el especial recogimiento al que mi místico y superior espíritu conseguía acceder. Me miraban como a una santa eternamente sumergida en un éxtasis. Eso era lo que deseaban creer, y jamás indagaron en busca de cualquier otra explicación. Y yo pensaba a menudo en Dios, sí, pero no como mi Hacedor, sino como el padre injusto que hacía sufrir a mi dulce e inocente amor, y que quizá le estaba sometiendo a un horrible castigo que mi rudimentario cerebro no acertaba a imaginar. Un castigo divino al diablo salaz que se unió en concubinato con una mortal. Pero ¿por qué no había querido acabar conmigo, con la sacrílega humana que ahora osaba habitar en la morada que le había sido encomendada a Él? ¿Tal vez ése iba a ser mi castigo? ¿Vivir prisionera hasta el fin de mis días en aquella mazmorra?

»Quizá me había equivocado al encerrarme tras los gruesos y contemplativos muros de un convento. ¿Y si había algo, incomprensible y sobrenatural, que dotase a aquel lugar de rezos y meditación de una especie de escudo protector contra influencias malignas, que me ocultase de Shallem, de alguna manera, o que le impidiese a él acceder a mí?

»Pero, pronto descubrí que tal imaginaria e invisible protección divina, por desgracia, no existía.

»Ocho días habían pasado desde mi llegada al convento. Era una noche fría y estrellada; hermosa, en realidad. Tendida ya sobre mi dura cama, gozaba y sufría a la vez recordando la sobrehumana calidez del exquisitamente formado cuerpo de Shallem. Yo estaba ensoñada con el pensamiento de que su bella apariencia no era más que el pálido reflejo de ese alma superior que yo adoraba y vislumbraba a través de sus ojos, y sobre la que él tenía aún tantas cosas que explicarme.

»Y, de repente, una luz cegadora inundó la minúscula celda. Deslumbrada, no pude distinguir nada durante unos minutos. El corazón batía contra mi pecho más lleno de temor y recelo que de una prudente alegría.

»Pronto distinguí una silueta de apariencia humana, pero delineada con un lápiz de luz, que, espléndida y silenciosa, se perfilaba contra la oscuridad. Sentí que la cabeza me daba vueltas ante la increíble sospecha, más que sospecha, certidumbre, de su identidad.

»Avanzó unos pasos, majestuosos, hacia mí, hasta que pude ver, con absoluta claridad, la perfección de sus rasgos. Quedé inmovilizada, aterrada, atónita.

»—Tú aquí —dije en un hilo de voz—. ¿Cómo? ¿Por qué?

»Me contemplaba como quien estudia, al tiempo con curiosidad y desagrado, a un insecto más o menos repugnante. De pronto, sin que él hiciera el más leve movimiento físico, las mantas que me cubrían comenzaron a deslizarse sobre mi cuerpo. Lancé un grito y traté de retenerlas, pero, bruscamente, como si unas manos invisibles les hubiesen dado un violento tirón, saltaron hasta la punta de mis pies dejando al descubierto el blanco y sencillo camisón de algodón que cubría mi cuerpo.

»Él estaba desnudo, como la primera vez que le había visto, sólo que esta vez no había preparado ninguna mascarada en mi honor. Era él, simple y llanamente él.

»—Por favor —le rogué sollozando—, dime dónde está Shallem.

»Sin abrir los labios permitió que una idea atravesara mi mente.

»—¿Tú le retienes? ¿Eres tú?

»Su rostro tenía la nula expresividad de una figura de cera. Ni un solo gesto, ni una arruga, ni siquiera parecía parpadear.

»Miré el crucifijo de madera, colgado sobre mi cama, que hubiera debido proteger mi sueño.

»—Ésta es la casa de Dios —tartamudeé tontamente—. No deberías estar aquí.

»No se inmutó.

»Su ausencia de movimientos y expresión estaba a punto de volverme loca. De sobra sabía lo que quería, lo que había venido a buscar.

»De pronto, incapaz de ejecutar el menor movimiento o sonido, contemplé, espeluznada, la inmodesta forma en que su sexo se elevaba ante mis ojos, con insólita rapidez y fortaleza, como si acabase de obedecer a una orden fría y urgente.

»Me encogí sobre la cama, aterrada ante lo que me esperaba. Abrí la boca para gritar, para pedir socorro, para suplicar al Dios que me había destinado tamaña venganza, pero sólo mi jadeante respiración era capaz de cruzarla. Quise levantarme, huir, pero no podía apartar la mirada de aquellos ojos insondables e imposibles que no reflejaban el menor deseo hacia mí.

»De repente, se echó sobre mí. Sentí sus piernas desnudas sobre las mías y el intenso calor que emanaba de él. Pero no buscaba, en absoluto, la caricia de mi cuerpo, sino únicamente la entrada hacia mis órganos reproductores. Intenté impedirlo. Juro que lo hice, a pesar de la mesmérica fascinación con que me había embrujado. Pero ¿qué podía yo contra los poderes de aquella criatura?

»No me rozaba con ninguna parte de su cuerpo salvo con el órgano imprescindible para cumplir su propósito. Se mantenía en alto, lo más lejos posible de mí, con las manos apoyadas sobre el colchón y los brazos extendidos. No buscó placer físico alguno. Introdujo, costosamente, la indispensable longitud de su pene y se quedó absolutamente quieto, observándome. Me tenía alelada, incapaz de cualquier movimiento en su contra. Me limitaba a mirarle con los ojos dolorosamente abiertos, sin siquiera atreverme a rozarle, porque aquello, yo lo sabía, le hubiera repugnado. Apenas parecía real lo que estaba sucediendo en la oscuridad de aquella tenebrosa celda a la que aún no me había acostumbrado. Pero era pavorosamente cierto. Se mantuvo inerme durante unos pocos segundos, hasta que percibí inequívocamente su ardiente flujo divino, impetuoso como la lava de un volcán, acudiendo a su irrefrenable encuentro con mi óvulo humano. Entonces, rápidamente, como tras una desagradable misión cumplida, se apartó de mí y se puso en pie.

»Intenté hablar. Decir cualquier estupidez. Que le odiaba, que acabaría con su hijo sin darle siquiera la oportunidad de nacer. Pero no era capaz de articular palabra. Me quedé estupefacta al ver que había cogido mi jofaina y que se estaba apresurando a lavar en ella su pene, como si hubiese sido inficionado por las escasas secreciones que me había arrancado. Su engañoso aspecto humano me impulsaba a levantarme y lanzarme sobre él; pegarle, abofetearle. No iba a matarme, pensaba yo, ahora que por fin había consumado tan repulsivo acto con una mortal. Pero nunca fui una heroína, y aquello hubiera sido tentarle demasiado.

»Lágrimas de ira, odio e impotencia corrían a raudales por mis mejillas.

»—Ya te has vengado, canalla —acerté a murmurar—. Ahora devuélveme a Shallem.

»Se acercó al borde la cama y me miró profunda e inquietantemente.

»—Piénsalo —continué, aterrada ante mi osadía, pero con el coraje que el amor me infundía—. No podré resistir la vida sin él. Me mataré antes de que tu hijo vea la luz.

»Pienso que fue una buena estrategia por mi parte, pero, lo más que conseguí fue ver, por primera vez, cómo un irónico conato de sonrisa animaba levemente su rostro.

»Y, luego, desapareció. Me encontré mirando a la nada, con la misma tonta y asustada expresión desafiante. Pero no suspiré aliviada ante su marcha, como hubiera debido, sino que me sentí aún más sola y consternada, porque él era el único ser que conocía capaz de responder a mis preguntas y de devolverme mi vida, mi alma y mi corazón. Y me había dejado en espantosas, horribles, circunstancias.

»Pero, antes que preocuparme por mi terrorífico embarazo, lo hice por Shallem. No era Dios, como yo había supuesto, quien había lanzado su justicia sobre él, sino aquel monstruo incompasivo de poderes cuyo alcance yo ignoraba, pero superiores, sin duda, a los de Shallem. ¿Qué le habría hecho? ¿Estaría sufriendo? Y ahora yo deseaba que estuviese junto a mí como jamás lo había anhelado. ¿Conseguiría algo mi amenaza, a pesar de aquella mordaz sonrisa?

»Eonar no había dejado una sola huella en mi cuerpo que me asegurase que aquella incruenta violación había sido un hecho real. No había sentido dolor, a pesar de las contracciones musculares a las que el terror me había obligado. No tenía señal física alguna que yo pudiese ver o sentir. Pero era un hecho. Había estado en mi celda. En aquella misma pequeña y austera celda tenebrosa en la que apenas conseguían entrar los más intrépidos rayos de luna a través de su absurdamente minúsculo ventanuco enrejado. Y ahora todo estaba en paz. El mundo no había experimentado el más nimio cambio. El aire fresco de la noche continuaba oliendo a romero y a tierra húmeda, y los grillos cantaban, indiferentes a lo ocurrido. El silencio en el interior del convento era absoluto. Los ángeles del Cielo no bajaban, espeluznados, a por mí, a poner fin de inmediato a la sacrílega concepción. La idea de su posible ayuda me reconfortó. Si sus hermanos caídos lo hacían, ¿por qué no iban a poder ellos, igualmente, acudir a mí?

»Me dirigí a ellos en voz alta, imaginándolos invisiblemente reunidos en torno a mi celda tras intuir, o quizá presenciar la tragedia, y contemplándome ahora, apenados, desde aquel otro lado que no podemos ver, pero desde el que si podemos ser observados. Les recé a ellos, tan familiares y reales, en lugar de a Jesús o a la Virgen. Les supliqué que aquel embarazo no tuviese lugar, les juré que era inocente, que mi único crimen era amar el bello corazón de su hermano, al que nunca podría renunciar. Pero él no era un demonio, les dije, sino un ser tan hermoso como ellos mismos pudieran serlo. Durante más de una hora les rogué, desesperadamente, que se dejaran ver, que no podía soportar la idea de pasar por aquello en total soledad. Agucé los oídos, intentando captar su respuesta, pero allí no había presencia sobrenatural alguna capaz de atender mis súplicas o de acallar mi angustia, o, si la había, tal vez se limitaba a criticar mi osadía con enconado enojo.

»Cansada, humillada, me tumbé en la cama en busca del sueño que, gracias a Dios, No tardaría en llegar, mientras no dejaba de implorarle a Él mismo, a la Virgen y a todos los santos que aquella criatura nunca llegara a nacer.

»Pocas horas más tarde amaneció el día siguiente. Los gallos del convento me despertaron tan inmisericorde y puntualmente como solían, e, inmediatamente, mi corazón saltó desbocado con los recuerdos de la noche anterior.

»Me levanté, tambaleante, y me vestí con mi sobrio y viejo hábito. Acudí a la capilla provista de un angustiado fervor que nunca antes había sentido. Paladeé cada palabra de la misa, encontrando en ellas significados y mensajes providenciales que interpreté dirigidos a mi única persona. Tuve miedo, mucho miedo, en el momento de introducir la Sagrada Forma en mi boca. Me consideré indigna de recibirla, pensé que abrasaría mi impura lengua. Pero lo único que hizo fue permanecer pegada a ella como si se negara a penetrar en mi ser. Pero debía hacerlo, debía limpiarme por dentro, purificarme. Hubiera deseado comulgar por segunda vez, pero no me atreví a solicitarlo. Continué en la capilla, cuando ya las monjas habían ido a desayunar pues el pan ázimo era el único alimento que podía calmar mi hambre. Deseaba devorarlo a manos llenas, bloquear mi estómago con él, que se arrastrase como lava candente a través de mi interior, de forma que no quedase un solo resquicio de mí en el que no hubiese penetrado su fuego purificador. Él podía quemar cualquier mal que anidase en mi cuerpo, destruir aquel germen maligno. Me pareció un principio alentador el que no hubiese acabado conmigo nada más penetrar en mi boca. Aún no estaba totalmente perdida.

»Durante horas permanecí arrodillada implorando a todos los santos conocidos y, muy especialmente, a la Virgen María, quien mejor sabría comprenderme, y a los ángeles del Cielo.

»Sentí una mano sobre mi hombro y di un respingo. Vi la cara rechoncha y colorada de una de las monjas, que venía a por mí. Era la hora de comer, me decía, llevaba más de seis horas orando, Dios no estaría contento si no atendía las necesidades del cuerpo del que me había dotado del mismo modo en que alimentaba mi espíritu. Al darme la vuelta, vi que otras tres o cuatro monjas me observaban desde la puerta, curiosas y bobaliconas, como espiando a una santa en pleno éxtasis. Qué desgracia que todas fuesen tan estúpidas, que no hubiese ni una sola en quien poder confiar.

»Pasé los siguientes días meditando y rezando fervorosamente, y atendiendo diligentemente a mis obligaciones conventuales, esperando, tontamente, ganar con ello algún punto ante el tribunal divino. Mi fe y mi esperanza no se alterarían hasta dos semanas después del encuentro. Entonces tendría la menstruación y mi temor al embarazo se disiparía en el aire como el humo de una hoguera tras una violenta tormenta.

»Catorce, dieciséis, veinte días. Al principio me consolé con la posibilidad de un retraso debido a los nervios. Treinta días después no había consuelo posible. Estaba embarazada. Todos mis rezos y súplicas no habían servido de nada. ¡Cuánto se habría reído Dios de mí, rodeado de todos sus malditos ángeles y su corte celestial! Me estaba bien empleado, supongo. ¿Acaso no había desafiado al Cielo, primero, e implorado luego su ayuda, tras haber cometido sacrilegio? ¡Ah!, si aquel hijo fuese de Shallem, ¡qué el cielo hubiese tratado de impedir su nacimiento!

»La palabra aborto era una constante en mi pensamiento. Era la solución urgente e incuestionable. Empecé con métodos caseros que no me causaron sino insoportables malestares y vómitos. Decidí, entonces, que necesitaba la ayuda de una experta. Pero ¿cómo acceder a ella, mientras estuviera en el convento? Y no quería abandonarlo. Me había acostumbrado a él y al sereno alejamiento del mundo de los humanos que sus muros me dispensaban.

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