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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

La comunidad del anillo (17 page)

BOOK: La comunidad del anillo
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—Bueno, si tenemos que luchar con pantanos y zarzas, partamos en seguida —dijo Pippin.

 

Hacía casi tanto calor como en la víspera, pero unas nubes comenzaron a levantarse en el oeste. Parecía que iba a llover. Los hobbits descendieron por una verde barranca empinada, ayudándose con pies y manos y se intemaron en la espesura de la arboleda. El itinerario que habían elegido dejaba Casa del Bosque a la izquierda y atravesaba oblicuamente los bosques en la falda oriental de la colina hasta las planicies del lado opuesto. Luego podrían seguir en línea recta hasta Balsadera, a campo abierto, aunque cruzando unos pocos alambradas y zanjas. Frodo estimó que tendrían que caminar dieciocho millas en línea recta.

No tardó en comprobar que el matorral era más espeso y enmarañado de lo que parecía. No había sendas en la maleza y no podrían ir muy rápido. Cuando llegaron al fin al pie de la barranca, se encontraron con un arroyo que bajaba de las colinas; el lecho era profundo, los bordes empinados y resbaladizos, cubiertos de zarzas y cortaba de modo muy inoportuno la línea que se habían trazado. No podían saltarlo, ni tampoco cruzarlo sin empaparse las ropas, cubrirse de arañazos y embarrarse de pies a cabeza. Se detuvieron buscando una solución.

—¡Primer inconveniente! —dijo Pippin con una sonrisa torva.

Sam Gamyi miró atrás. Entre un claro de los árboles alcanzó a ver la cima de la barranca verde por donde habían bajado.

—¡Mire! — dijo, tomando el brazo de Frodo. Todos miraron y vieron allá arriba, recortándose en la altura, contra el cielo, la silueta de un caballo. Junto a él se inclinaba una figura negra.

Abandonaron en seguida toda idea de volver atrás. Guiados por Frodo se escondieron rápidamente entre los arbustos espesos que crecían a orillas del agua.

—¡Cáspita! —le dijo Frodo a Pippin—. ¡Los dos teníamos razón! El atajo no es nada seguro, pero nos salvamos a tiempo. Tienes oídos finos, Sam, ¿oyes si viene algo?

Se quedaron muy quietos, reteniendo el aliento mientras escuchaban; pero no se oía ningún ruido de persecución.

—No creo que intente traer el caballo barranca abajo —dijo Sam—, pero quizá sepa que nosotros bajamos por ahí. Mejor es que sigamos.

Seguir no era nada fácil; tenían que cargar los fardos y los arbustos y las zarzas no los dejaban avanzar. La loma de atrás cerraba el paso al viento y el aire estaba quieto y pesado. Cuando llegaron al fin a un lugar más descubierto, estaban sofocados de calor, cansados, rasguñados y ya no muy seguros de la dirección que seguían. Las márgenes del arroyo se hacían más bajas en la llanura, se separaban y eran menos profundas, desviándose hacia Marjala y el río.

—¡Pero éste es el arroyo Cepeda! —dijo Pippin—. Si queremos retomar nuestro camino, tenemos que cruzarlo en seguida y doblar a la derecha.

Vadearon el arroyo y salieron de prisa a un amplio espacio abierto, cubierto de juncos y sin árboles. Poco más allá había otro cinturón de árboles, en su mayoría robles altos y algunos olmos y fresnos. El suelo era bastante llano, con poca maleza, pero los árboles estaban demasiado juntos y no permitían ver muy lejos. Unas ráfagas súbitas hacían volar las hojas y las primeras gotas comenzaron a caer del cielo plomizo. Luego el viento cesó y la lluvia torrencial se abatió sobre ellos. Caminaban ahora penosamente, tan a prisa como podían, sobre matas de pasto, atravesando montones espesos de hojas muertas y alrededor de ellos la lluvia crepitaba y empapaba el suelo. No hablaban, pero no dejaban de mirar atrás y a los costados.

Media hora más tarde Pippin dijo:

—Espero que no hayamos torcido demasiado hacia el sur y que no estemos cruzando el bosque de punta a punta. No es muy ancho, no más de una milla me parece, y ya tendríamos que estar del otro lado.

—No serviría de nada que comenzáramos a zigzaguear —dijo Frodo—. No arreglaría las cosas. Sigamos como hasta ahora. No estoy seguro de querer salir a campo abierto todavía.

 

Recorrieron otro par de millas. Luego el sol brilló de nuevo entre desgarrones de nubes y la lluvia decreció. Ya había pasado el mediodía y sintieron que era hora de almorzar. Se detuvieron bajo un olmo de follaje amarillo, pero todavía espeso. El suelo estaba allí seco y abrigado. Cuando empezaron a preparar la comida, advirtieron que los elfos les habían llenado las botellas con una bebida clara, de color dorado pálido; tenía la fragancia de una miel de muchas flores y era maravillosamente refrescante. Pronto comenzaron a reír, burlándose de la lluvia y de los Jinetes Negros. Sentían que pronto dejarían atrás las últimas millas.

Frodo se recostó en el tronco de un árbol y cerró los ojos. Sam y Pippin se sentaron cerca y se pusieron a tararear y luego a cantar suavemente:

¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! A la botella acudo

para curar el corazón y ahogar las penas.

La lluvia puede caer, el viento puede soplar

y aún tengo que recorrer muchas millas,

pero me acostaré al pie de un árbol alto

y dejaré que las nubes naveguen en el cielo.

—¡Ho!¡Ho!¡Ho!
—volvieron a cantar, esta vez más fuerte. De pronto se interrumpieron. Frodo se incorporó de un salto. El viento traía un lamento prolongado, como el llanto de una criatura solitaria y diabólica. El grito subió y bajó, terminando en una nota muy aguda. Se quedaron como estaban, sentados o de pie, paralizados de pronto y oyeron otro grito más apagado y lejano, pero no menos estremecedor. Luego hubo un silencio, sólo quebrado por el sonido del viento en las hojas.

—¿Qué crees que fue? —preguntó por fin Pippin, tratando de parecer despreocupado, pero temblando un poco—. Si era un pájaro, no lo oí nunca en la Comarca.

—No era pájaro ni bestia —dijo Frodo—. Era una llamada o una señal, pues en ese grito había palabras que no pude entender. Ningún hobbit tiene una voz semejante.

No dijeron nada más. Todos pensaban en los Jinetes Negros, aunque ninguno los mencionó. No sabían ahora si quedarse o continuar; pero, tarde o temprano, tendrían que cruzar el campo abierto hacia Balsadera. Era preferible hacerlo cuanto antes, a la luz del día. Instantes más tarde ya habían cargado otra vez los bultos y echaban a andar.

 

Poco después el bosque terminó de pronto. Unas tierras anchas y cubiertas de pastos se extendían ante ellos. Comprobaron entonces que se habían desviado, en efecto, demasiado hacia el sur. A lo lejos, dominando la llanura, podían entrever la colina baja de Gamoburgo, del otro lado del río, que ahora estaba a la izquierda. Se arrastraron con muchas precauciones fuera de la arboleda y atravesaron el claro lo más rápido posible.

Al principio estaban asustados, fuera del abrigo del bosque. Lejos, detrás de ellos, se alzaba el sitio donde habían desayunado. Frodo casi esperaba ver allá arriba la figura pequeña y distante de un jinete, recortada contra el cielo, pero no descubrió nada. El sol, escapando de las nubes desgarradas mientras descendía a las lomas que habían dejado atrás, brillaba de nuevo. Pronto perdieron el miedo, aunque todavía se sentían intranquilos. El paisaje era cada vez más ordenado y doméstico. Llegaron así a praderas y campos bien cuidados, en los que había cercos, portones y zanjas de desagüe. Todo parecía tranquilo y apacible, un rincón de la Comarca como tantos otros. A cada paso iban sintiéndose más animados. La línea del río se acercaba, y los Jinetes Negros comenzaban a parecerles fantasmas de los bosques, muy lejanos ahora.

Bordearon un enorme campo de nabos y llegaron a la puerta de un cercado; más allá, entre setos bien cuidados y de poca altura, corría una senda hacia un distante grupo de árboles. Pippin se detuvo.

—¡Conozco estos campos y esta puerta! — dijo —. Esto es el Habar, las tierras del viejo Maggot. Mirad la granja, allá entre los árboles.

—¡Dificultad tras dificultad! —dijo Frodo; parecía casi tan asustado como si Pippin le hubiese dicho que la senda llevaba a la guarida de un dragón. Los otros lo miraron con sorpresa.

—¿Qué ocurre con el viejo Maggot? —dijo Pippin—. Es un buen amigo de todos los Brandigamo. Por supuesto, es el terror de los intrusos, pues tiene perros feroces. Después de todo, la gente de aquí está muy cerca de la frontera y ha de estar prevenida.

—Lo sé —dijo Frodo y rió avergonzado—, pero lo mismo me aterrorizan él y sus perros. Evité esta granja durante años y años. Cuando yo era joven en Casa Brandi y venía aquí en busca de hongos, me pescó varias veces. La última me castigó, me mostró los perros y les dijo: "Miren, muchachos, la próxima vez que éste pise mis tierras, pueden comérselo; ahora, ¡échenlo!" Me persiguieron hasta Balsadera. Nunca me recobré del miedo, aunque he de decir que esas bestias conocían bien sus obligaciones y ni siquiera me tocaron.

Pippin rió diciendo:

—Bien, es tiempo de saldar cuentas. Especialmente si vas a vivir de nuevo en Los Gamos. El viejo Maggot es realmente un buen tipo, si dejas sus setas en paz. Sigamos la senda y no podrán decir que somos intrusos. Si lo encontramos, yo le hablaré. Es amigo de Merry y yo solía venir aquí con él muy a menudo en otro tiempo.

 

Siguieron la senda hasta que vieron los techos bardados de una casa grande y los edificios de la granja que asomaban entre los árboles al frente. Los Maggot y los Barroso de Cepeda y la mayoría de los habitantes de Marjala habitaban en casas. La granja estaba sólidamente construida con ladrillos, rodeada por un muro alto. Un portón ancho de madera se abría en el muro sobre el camino.

Se acercaron y unos aullidos y ladridos temibles estallaron de pronto y una voz gritó.

—¡Garra! ¡Colmillo! ¡Lobo! ¡A callar, muchachos!

Frodo y Sam se detuvieron en seco, pero Pippin se adelantó unos pasos. La puerta se abrió y tres perros enormes salieron al camino y se precipitaron sobre los viajeros ladrando fieramente. Pasaron por alto a Pippin; Sam se encogió contra la pared mientras dos perros con aspecto de lobos lo husmeaban con desconfianza y le mostraban los dientes cada vez que se movía. El mayor y más feroz de los tres se detuvo frente a Frodo, erizado y gruñendo. En la puerta apareció un hobbit macizo de cara redonda y roja.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Quiénes pueden ser y qué pueden desear? —¡Buenas tardes, señor Maggot! —dijo Pippin.

El granjero lo miró detenidamente.

—¡Ah, si es el señor Pippin; mejor dicho, el señor Peregrin Tuk! —exclamó, trocando su mueca por una amplia sonrisa—. Hace mucho tiempo que no viene por aquí. Es una suerte para usted que lo conozca. Yo ya estaba a punto de azuzar a mis perros. Pasan cosas raras últimamente. Por supuesto, de vez en cuando hay gente extraña rondando. Demasiado cerca del río —dijo, moviendo la cabeza—. Pero ese sujeto era el más extraño que yo haya visto nunca. No volverá a cruzar mi tierra sin permiso, si puedo impedirlo.

—¿A qué sujeto se refiere? —preguntó Pippin.

—¿Entonces no lo vieron? —dijo el granjero—. Tomó el camino ala calzada no hace mucho. Era un parroquiano raro, que hacía preguntas raras. Entre y hablaremos de las últimas novedades. Tengo una pizca de buena cerveza de barril, si usted y sus amigos están de acuerdo, señor Tuk.

Era evidente que el granjero les diría algo más si le daban oportunidad y tiempo, de modo que todos aceptaron la invitación.

—¿Y los perros? —preguntó ansiosamente Frodo.

El granjero rió.

—No le harán daño, a menos que yo lo ordene. ¡Aquí, Garra! ¡Fuera, Colmillo! ¡Lobo! —gritó.

Los perros se alejaron, para alivio de Frodo y Sam.

Pippin presentó sus amigos al granjero.

—El señor Frodo Bolsón —dijo—. No lo recordará, pero vivió en Casa Brandi.

Al oír el nombre de Bolsón, el granjero se sobresaltó y echó a Frodo una mirada penetrante.

Durante un momento Frodo pensó que Maggot había recordado de pronto las setas robadas y que les diría a los perros que lo echasen fuera. Pero el granjero lo tomó por un brazo.

—Bien, ¿no es esto todavía más extraño? —exclamó—. El señor Bolsón, ¿eh? ¡Entren! Tenemos que hablar.

Entraron en la cocina de la granja y se sentaron junto a la amplia chimenea. La señora Maggot trajo cerveza en una enorme jarra y llenó cuatro picheles. Era una buena cerveza y Pippin se sintió más que compensado por no haber ido a
La Perca Dorada.
Sam sorbió su cerveza con recelo. Tenía una desconfianza natural hacia los habitantes de otras partes de la Comarca y no estaba dispuesto a hacer amistad rápidamente con nadie que hubiese golpeado a su señor, aunque fuera largo tiempo atrás.

Luego de breves observaciones sobre el tiempo y las perspectivas agrícolas, que no eran peores que otras veces, el granjero Maggot dejó su pichel y los miró a uno por uno.

—Ahora, señor Peregrin —dijo—, ¿de dónde vienen y hacia dónde van? ¿Vienen a visitarme? Pues si es así, podrían haber pasado por mi puerta sin que yo los viera.

—Bueno, no —respondió Pippin—. A decir verdad, puesto que lo ha adivinado, hemos llegado al sendero por la otra punta, atravesando los campos de usted, pero fue sólo por accidente. Perdimos el camino en el bosque, cerca de Casa del Bosque, tratando de encontrar un atajo hacia Balsadera.

—Si tienen prisa, les hubiera convenido más tomar el camino —dijo el granjero—. Pero no era esa mi preocupación. Pueden ustedes andar por todas mis tierras, si así lo desean, señor Peregrin. Y usted también, señor Bolsón, aunque supongo que todavía le gustan las setas. —Se rió. — Sí, reconocí el nombre. Recuerdo la época en que el joven Frodo Bolsón era uno de los peores pilluelos de Los Gamos. Pero no estaba pensando en setas. Oí el nombre, Bolsón, poco tiempo antes que ustedes llegaran. ¿Qué creen que me preguntó el extraño parroquiano?

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