La colina de las piedras blancas (6 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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—¡Ay, Rodrigo! ¡Cuánto hemos sufrido en tu ausencia! No te imaginas qué cruz nos ha caído con esta familia nuestra —me dijo lloriqueando—. Nuestra tía Tecla no es mala persona, ni su hijo pequeño tampoco. Pero, Martín…

Se tapó la cara con ambas manos, para que no la viera llorar.

—Cuéntamelo todo, por favor —la animé.

—Vivíamos aquí apaciblemente y muy tranquilos. Nuestra tía nos ha tratado siempre como a iguales. Sin embargo, todo cambió cuando Martín regresó de sus viajes. Tiene aires de grandeza y no deja de recordarnos nuestra miseria.

Amelia hizo una pausa. Miró a un punto indefinido, en la lejanía, suspiró y su llanto se hizo más intenso. Luego continuó diciendo:

—Piensa que ha de cobrarse nuestra manutención —se le hizo un nudo en la garganta—. Y lo busca una y otra vez intentando aprovecharse de mí…

Apreté los dientes y los puños, de pura tensión. Tensé todos mis músculos mientras torcía el gesto, y entonces mi hermana vio en mí la cara de un hombre deshonrado, capaz de cualquier cosa para restituir el honor perdido.

—¡Maldito hijo de…!

—No, Rodrigo. ¡Por favor! Si se te ocurre ponerle la mano encima estamos perdidos para siempre —me suplicó sujetándome por los hombros—. Además, a ti te tiene siempre en la boca, y le decía a madre que te ibas a pudrir en algún canal de Flandes con las tripas fuera del cuerpo.

—¿A mí? —me extrañé—. Pues no creo que sea por envidia. Martín es oficial ¿no?

—Sí, lo es. Ha participado en varias campañas por tierras de moros y luego en las flotas de Indias, pero ahora lleva algún tiempo aquí, esperando volver a incorporarse a alguna otra misión. Creímos que podríamos librarnos de él, porque va a participar en una jornada por las costas de Berbería…

—¡Berbería! —me sorprendí.

—Eso nos ha dicho. Pero con su partida no es suficiente. Como lo rechazo una y otra vez, lleva más de un año amenazándonos para que abandonemos la casa y nos vayamos a vivir a otro sitio; pero ya sabes que no tenemos dónde dormir si no es en la calle. Por fin se ha acordado, gracias a la bondad de doña Tecla, que nuestra madre se vaya a vivir a una casa que tienen en el campo, y yo…

Amelia se echó a llorar por su desdicha. Su destino era el convento de la Concepción de Llerena, donde mi madre había negociado su acogida con la abadesa —pariente también de nuestra tía—, a cambio de una menguada cantidad que suponía los últimos caudales que había obtenido tras la venta de nuestras haciendas, después de haber pagado las deudas que heredamos de mi padre. No se trataba de que profesara en la orden de Santa Clara como novicia, sino simplemente de que fuera recogida por las monjas hasta que pudiéramos hacernos cargo de ella. Si, transcurrido el tiempo, esto no era posible, no quedaría otra solución que salir de allí y vivir de la misericordia ajena.

Durante las semanas siguientes pude comprobar por mí mismo cómo la relación entre ambas familias era tan tensa que resultaba insostenible, y enseguida sufrí en mis carnes el desprecio y el ultraje que me dedicaba Martín. Por ser un superior en el ejército de Su Majestad no me atreví a contradecirle, ni a despacharme con el mismo desprecio con que se había prodigado en el trato hacia mi hermana. Ni tampoco quise hablar de ella, una vez pactada su acogida en el convento. Amelia parecía resignada a su suerte y yo no veía mejor futuro hasta que mi propio dinero me permitiese sacarla de allí y buscarle un matrimonio a la altura de su valía.

Transcurridos varios días, cuando estábamos a punto de abandonar la casa, recibí un mensaje del capitán: no habría misión en Berbería. Por el contrario, era urgente que nos reuniésemos con él en Alcántara, pues habíamos de embarcarnos allí para descender por el Tajo hacia Lisboa y ponernos a las órdenes del marqués de Santa Cruz, capitán general de la Armada. Al fin, nuestro rey se había decidido a disponer una gran flota para ir contra Inglaterra.

Así que seguí aguantando los desplantes de Martín, a la espera de dejarlo todo atado antes de partir. Si venía contra mí, me resignaba a padecer su insoportable carácter y sus feos argumentos; pero si su altivez ofendía a mi madre o a mi hermana —con la que a veces se mostraba galante y a veces grosero—, me hervía la sangre y me contenía yo a duras penas, rezando un Avemaria antes de tomar una determinación de la que me pudiera arrepentir.

Una tarde, cuando me encontraba leyendo unos versos anónimos que me había regalado el cabo de una de nuestras escuadras en Flandes, se acercó a mí y me llevó a las traseras del caserón. Se aproximaba la Navidad y había varios pavos y capones haciendo un ruido desagradable por todo el corral, el cual habían sembrado de excrementos con los que resbalábamos a cada paso. Cuando entendió Martín que estábamos lo suficientemente apartados como para que nadie nos oyese desde la casa, me dijo:

—Sabes de sobra que no queremos mantener ni a tu madre ni a tu hermana en esta casa. Esto se ha acabado. Llévatelas hoy mismo; a tu madre a la hacienda que la mía ha tenido a bien asignarle, a mi pesar. No es justo que estéis aquí sin aportar nada a cambio.

Me habló sin aspavientos y sin elevar la voz. Sus palabras denotaban hechos objetivos y decisiones tomadas sin posibilidad de cambio alguno.

—Nos iremos. Agradeceré a vuestra madre la protección que da a la mía. Es de hidalgos compadecerse de la familia y así lo está haciendo ella. Cuando pueda compensarla, lo haré —le dije de corrido y con determinación, sosteniéndole la mirada—. Dentro de poco partiré de nuevo a una importante misión y enviaré regularmente el dinero para mantener a mi madre. Sin embargo, ella ya es mayor y necesita compañía.

Hice una pausa, por ver cómo reaccionaba a mis palabras, pero permaneció quieto, con los ojos a medio abrir y sin inmutarse. Así que continué con mi propuesta, algo temeroso de su reacción.

—Si vuestra madre accede a que vivan juntas, será mejor para las dos —le dije sin titubeos—. Y así no tendrá que abandonar esta casa.

El me miró con una media sonrisa diabólica a la vez que negaba con la cabeza, y luego dijo severamente:

—Mi madre no desea la compañía de la vuestra. No hay más que hablar. ¡Ah! Y sería una pena que vuestra hermana acabase en un convento. Tal vez a mi servicio… —hizo una pausa y luego simuló que se arrepentía de haber hablado más de la cuenta—. Bueno, ya está todo dicho. Quiero veros marchar hoy mismo.

Entonces me dio un vuelco el corazón. Me enardecí en demasía y me hirvió la sangre al presentir que mentía y que doña Tecla deseaba la compañía de mi madre con tal de que no le costase un maravedí su manutención. Si la enviaba a otra casa era por culpa del carácter de su hijo, que actuaba con despecho al verse rechazado por mi hermana.

—¡No tenéis derecho! Será vuestra madre la que decida. Y en cuanto a mi hermana… si le ponéis una mano encima sois hombre muerto —y justo antes de arrepentirme hice un gesto con mi índice por el cuello, luego lo junté al pulgar y me los llevé a los labios a la vez que decía: ¡Lo juro!

Estábamos en los establos de la casa. Miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie nos observaba, y en un movimiento muy rápido desenvainó su daga con la derecha y echó mano a mi cuello con la izquierda.

—¡Si volvéis a amenazarme así, el que tiene la muerte segura sois vos, hideputa! —me dijo apretando los dientes, con la punta de la daga hendiéndoseme en la gola—. Y en cuanto a vuestra hermana, tal vez esté buscando macho y lo vaya a encontrar ¿me oís?

Era Martín más alto que yo y más corpulento. Estaba hecho a la guerra, y con su mano me apretaba el gaznate tan fuerte que parecióme morir por falta de aire. Lo miraba fijamente a los ojos y él continuaba hablando, exhalando un insoportable olor a ajo:

—Y ahora mismo… ¿me oís bien?, ahora mismo, sin hacer mención a este incidente le explicáis a vuestra madre que os vais de aquí sin más demora. Y no quiero volver a veros, ni en mi casa, ni en Llerena. La quiero en el campo como a un perro, con esa vieja criada llena de piojos y ese lacayo loco de atar. Y en cuanto a vuestra hermana, ponedla en resguardo o dejadla aquí a mi servicio, porque tal vez necesite a alguien que le asegure el futuro que ni el mal nacido de su padre ni el cobarde de su hermano han sido capaces de asegurarle.

Entonces hice un esfuerzo que sólo mi juventud me permitía, levanté un palmo mi pierna y alcancé a sujetar con la punta de los dedos el puñal que siempre guardo bajo la piel de mi bota. Lo saqué lentamente cuando él pronunciaba las últimas palabras referidas a mi padre y, sin pensarlo dos veces, le hice un corte en el muslo que me pudo costar la vida, porque si en lugar de apartar la daga de puro dolor me la hunde en la garganta, hoy no estaría narrando esta historia. Pero así fueron las cosas. Cuando él quiso recuperar la compostura ya me había hecho yo con una hoz cubierta de herrumbre que había colgada en la pared. Lo desarmé, le apreté con rabia la hoja contra la garganta devolviéndole el gesto y le dije muy alterado:

—Voy a salir de aquí ahora mismo. Convenceré a mi madre y a mi hermana y nos marcharemos, si así lo deseáis. ¡Pero no olvidaré lo que habéis dicho de mi padre y de mi hermana! Y si algún día tengo ocasión… pagaréis por ello.

Me aparté con cuidado, sin perderle la cara, y cuando hube salido del establo me dirigí a la casa. No me seguía. Llevé a mi madre y a mi hermana a su cuarto, les conté lo acaecido con algunas omisiones para no alterarlas en demasía y las convencí de inmediato de que había que abandonar aquel caserón.

—¿Qué has hecho, por amor de Dios? ¿Y si doña Tecla no quiere ahora alojarme en su hacienda? —lloraba mi madre.

Acudimos de inmediato a los aposentos de mi tía y nos despedimos de ella. Le dijimos que había llegado la hora, que yo marchaba para Lisboa y que mi madre se instalaría definitivamente en su casa de campo. En cuanto a mi hermana, estaban esperándola en el convento de la Concepción, donde se formaría y llevaría una vida holgada mientras rezaba por mí.

Con gran resolución dejamos atrás las vetustas estancias de la casa familiar. El viejo lacayo preparó un carro para llevar a mi madre al caserío que habían acondicionado para ella. Subimos los tres y nos encaminamos al convento, enclavado en las proximidades de las puertas de Montemolín y Villagarcía. Cuando las monjas de Santa Clara recibieron a mi hermana, nos despedimos de ella. Amelia lloró tanto que me estremeció con sus lágrimas; y su inicial resignación por el encierro entre aquellas cuatro paredes se convirtió en un amargo rechazo. Ante mi madre, había estado fingiendo su conformismo y ahora afloraban sus verdaderos sentimientos.

—Te prometo que enviaré el dinero que te permitirá una vida conforme a nuestra procedencia —le dije con un nudo en la garganta—. Entonces, madre y tú podréis comprar una casa donde deseéis, y podréis vivir holgadamente y trazar vuestro propio destino.

Luego, se giró y se perdió tras unas cortinas negras, sin decir palabra. Al fin, chirriaron los goznes de la puerta y el ruido nos produjo una punzada dolorosa y profunda. Mi madre me miró con sus ojos tristes, envejecida y resignada a su suerte. Nada quedaba ya de la señora respetada y de planta imponente que fue tiempo atrás. Aunque quise acompañarla, ella se negó. Supuse entonces que lo hacía para que no viese yo el lugar adonde iba, por si no me era grato dejarla en una morada indigna.

—Cuídate, por el amor de Dios —díjome al despedirnos—. Sé fiel a la verdadera fe, defiende tu vida a costa de la de los demás, si fuera preciso, y jamás hagas a mujer alguna lo que vuestro padre hízome a mí. Sé un hombre. Ven a sacarnos de esta miseria, si puedes. Y en los momentos de dificultad, recurre siempre a estas lecturas, que son la guía de mi vida y serán en la tuya el consuelo.

Puso en mis manos un libro medio deshecho y una medalla de la Virgen de Hontanar. Abrí el libro por una página de salmos sobre la que había una marca, y pude leer unas palabras que mi madre tenía subrayadas: «
… si me olvido de ti, que la mano derecha se me seque; que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti»
. Y con sus ojos tristes anegados en lágrimas me dirigió una última mirada, como si no fuera a volver a verme en el resto de sus días.

Capítulo 8

D
espués de conocer que Ledesma sería el segundo de a bordo en el
San Marcos
, me lamenté largamente de mi desdicha y temí durante aquellos días que mi pariente viniese a ajustarme cuentas o que hiciese alguna falsa denuncia ante mis superiores. Cierto es que gozaba yo de buena fama y que don Álvaro me tenía en alta estima, pero no sabía cómo podían sucederse los acontecimientos en alta mar y qué peligros me depararía el destino durante la travesía.

Como es lógico, nos cruzamos en innumerables ocasiones, pero nunca asomaba a sus labios más que un saludo distraído, como si no me conociese. Yo le correspondía con la misma indiferencia, pero ambos sabíamos que no podía pasarse por alto el incidente de Llerena. Al respecto me preguntaba yo si habían cambiado las cosas tras mi partida y si había obrado él con el ánimo de desbaratar los ya de por sí tristes designios de mi señora madre y de mi hermana. Aunque había enviado correo por la posta, como el resto de los soldados hacía con sus familiares, no había recibido aún contestación ni sabía si los pocos dineros enviados al convento de la Concepción habían llegado a su destino. «Todo se aclarará a su debido tiempo —me decía a mí mismo—, y lo que tenga que ser será». Y me encomendaba al Altísimo para que fuese justo conmigo, pues nunca quise mal para nadie si no cruzaba la línea de mi intimidad y la de mi familia.

Como me preocupara yo en exceso por Martín, acudió a mi cara una expresión que no pude disimular, por lo que en apenas dos días mis compañeros intuyeron que algo me inquietaba:

—Desde que nos transmitieron las intenciones del duque no sois el mismo —me dijo Idiáquez una mañana de fina lluvia en que acudimos al campamento donde hacía rancho una parte de los tercios que tenían licencia para permanecer fuera de los galeones.

—¿Yo? Pues no sé…

—Vamos, no disimuléis. Hay algo que os preocupa. No podéis ocultarlo.

El asentamiento resultaba interminable. Su extensión era la de un mar de barracones, tenderetes, tiendas de campaña, fogatas y campos de entrenamiento. Había que reconocer que aquel lugar era miserable, pero se asemejaba a los campamentos de campaña, donde el bullicio protagonizaba la vida de la milicia, incluyendo las meretrices que acudían al reclamo de hombres solos y sin más ilusión que conservar la vida y disfrutarla mientras el destino decidía su suerte.

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