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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (42 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—Es demasiado tarde —dijo él—. Nosotros hemos visto la teoría. Ahora la tenemos en nuestras cabezas.

Monique siguió mirando el fuego.

—No te he enseñado todas las ecuaciones —dijo ella—. Y mi memoria no es tan buena como la tuya. Cuando destruyamos la memoria USB, deberíamos entregarnos al FBI. Nos interrogarán, pero no podrán obligarnos a decir nada. Prefiero vérmelas con ellos antes que con los terroristas.

David torció el gesto al recordar el interrogatorio del FBI en el complejo de la calle Liberty.

—No será tan fácil. Mira, por qué no…

Un grito lejano los interrumpió. Era la voz de Graddick. Venía corriendo al claro, sudoroso y con los ojos desorbitados.

—¡No está en el coche! —gritó—. ¡Elizabeth se ha ido!

¡Joder, aquí no hay nada más que árboles!, pensó Beth. Descalza, caminaba a tropezones por la carretera de tierra, intentando encontrar el camino de vuelta a la autopista estatal. El bosque era tan espeso que no podía ver nada, sólo retazos de luz de luna aquí y allá, y no dejaba de golpearse los dedos de los pies con las raíces y las rocas. Se había dejado los zapatos en la ranchera del jodido gordo y ahora tenía las plantas de los pies llenas de cortes, pero le daba igual. Lo que necesitaba ahora era un buen colocón de metanfetamina, y aunque llevaba trescientos dólares en los pantalones, estaba segura de que no iba a encontrar ningún camello en medio del maldito bosque.

Finalmente vio una luz que parpadeaba entre las hojas. Corrió hacia ella y llegó a la Ruta 69, una franja de asfalto de un carril que relucía débilmente a la luz de la luna. Muy bien, pensó, de vuelta al curro. Tarde o temprano algún tipo con ganas de marcha pasará por aquí. Se quitó a manotazos el polvo de los pies, se apartó el pelo de los ojos y se metió la camiseta por dentro de los pantalones para marcar más las tetas. Pero la carretera estaba vacía. No pasaba ni un jodido coche. Diez minutos después se puso a caminar por la carretera con la esperanza de encontrar una gasolinera. No hacía demasiado frío pero los dientes le empezaron a castañar. «¡Mierda!», gritó a los árboles. «¡Necesito colocarme!». Pero la única respuesta que oyó fue el enardecido canto de las cigarras.

Beth estaba a punto de desfallecer cuando, al doblar una curva, vio un edificio largo y bajo. Era un pequeño centro comercial: había una tienda de regalos, una oficina de correos, un proveedor de propano, cosas así. ¡Aleluya, civilización al fin!, pensó. Ahora lo único que necesitaba era un camionero que quisiera llevarla a la ciudad más cercana. Pero mientras corría hacia el edificio advirtió consternada que todas las tiendas estaban cerradas y el aparcamiento, vacío. Empezó a sentir náuseas y se llevó la mano al estómago. Y entonces la vio, delante de la oficina de correos: una cabina de teléfonos BellSouth.

Al principio se limitó a quedarse ahí, paralizada. Tenía un número al que llamar, pero no movió un músculo. De todas las personas en el mundo, ese cabrón era la última con la que quería hablar. Pero le había dicho tiempo atrás que siempre podía contar con él en caso de emergencia, y había memorizado su número de teléfono móvil por si acaso.

Beth se acercó al teléfono. Con dedos temblorosos marcó el número de la operadora y solicitó una llamada a cobro revertido. Poco después, oyó la voz del cabrón al otro lado de la línea.

—Elizabeth, querida. Qué sorpresa más agradable.

Gracias a Dios, Jonah se había quedado finalmente dormido. Durante las últimas tres horas, Karen lo había visto forcejear con las cuerdas que le ataban los tobillos y las muñecas. Ese monstruo de Brock también lo había amordazado para amortiguar sus gritos, cosa que, claro está, había conseguido asustar a Jonah todavía más. Karen también estaba atada y amordazada, pero podía notar cómo temblaba su hijo, que yacía tumbado a su lado en el suelo de la camioneta de Brock. Lo que peor llevaba, sin embargo, era no poder consolarlo, no poder rodearlo con sus brazos y susurrarle «no pasa nada, todo va a salir bien». Lo único que podía hacer era acariciarle la frente e intentar hacer un susurro tranquilizador a través del trapo húmedo que le tapaba la boca.

Después de viajar así durante cientos de kilómetros, Jonah dejó de gritar. El cansancio venció al terror y se quedó dormido con la cara mojada apoyada contra el cuello de su madre. En cuanto se quedó dormido, Karen se puso de lado para poder ver algo a través del parabrisas de la camioneta. Vio una señal de tráfico: Salida 315, Winchester. Ya estaban en Virginia, se dirigían al sur por la I-81. No tenía la menor idea de adónde diablos iban, pero hubiera apostado lo que fuera a que no se trataba de la oficina central del FBI.

Brock iba en el asiento del conductor, comiendo patatas fritas de una bolsa de tamaño familiar y escuchando una reposición del programa de Ruch Limbaugh. Incluso la parte posterior de su cabeza era fea, con ronchas rosas debajo del nacimiento del pelo y detrás de las orejas. Karen cerró un momento los ojos, recordando la fría sonrisa del agente antes de disparar a Gloria Mitchell y apuntarles con su arma a Jonah y a ella. Luego volvió a abrir los ojos y los entrecerró, mirando con furia silenciosa al feo hijo de puta. Estás muerto, susurró bajo su mordaza. Antes de que esto termine, voy a matarte.

Enfadada, Lucille golpeó con el puño una de las esferas transparentes del laboratorio de Simulación de Combate Virtual. Después de dieciséis horas diseccionando los servidores y terminales del laboratorio, un equipo de expertos informáticos del Departamento de Defensa había concluido que la información almacenada en el software del juego de guerra se había perdido irremisiblemente. Ahora eran las ocho en punto de la mañana y Lucille estaba más histérica que un jabalí en un campo de melocotones. El ejército la había cagado a base de bien en la búsqueda de los sospechosos; después de dejarlos escapar de la base, el comandante había tardado dos horas en alertar a la policía estatal de Georgia y Alabama. La Fuerza Delta había instalado controles en algunas de las carreteras más importantes de salida de Columbus, pero al menos en la mitad de las carreteras de la zona no había vigilancia alguna. La pura verdad era que no contaban con tropas suficientes. Los militares habían enviado tantos soldados a Iraq que ahora no podían defender su propio patio trasero.

Lucille se apartó de las esferas y se desplomó en una silla que había detrás de la terminal. Mientras los friquis informáticos del Pentágono recogían su equipo, ella se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un paquete de Marlboro. Afortunadamente, quedaban dos cigarrillos y no estaban demasiado torcidos. Cogió uno y empezó a buscar su Zippo, pero no lo encontró ni en los pantalones ni en la chaqueta. ¿Joder, dónde diablos está? Pensó. Era su encendedor favorito, el que tenía la bandera de Texas en relieve.

—¡Maldita sea! —gritó, y asustó a los friquis informáticos.

Iba a pedir perdón cuando el agente Crawford entró en el laboratorio con la misma apariencia chulesca de siempre. Fue directamente hacia la silla en la que ella estaba sentada para poder hablarle al oído.

—Siento interrumpirle, señora, pero he recibido algo de Washington.

Lucille frunció el ceño.

—¿Ahora qué? ¿El secretario de Defensa quiere reasignar el caso a los Marines?

Crawford le mostró una grabadora digital del tamaño de la palma de su mano.

—Alguien le ha dejado un mensaje de voz en su contestador de la oficina central. Uno de nuestros asistentes administrativos me lo ha reenviado.

Ella se irguió en el asiento.

—¿Otro avistamiento? ¿Han reconocido a alguno de los sospechosos?

—No, todavía mejor —sonriendo, señaló un despacho privado contiguo al laboratorio—. Vayamos a esa habitación para poder escucharlo.

Lucille se puso en pie de un salto y siguió a Crawford hacia el despacho. Una oleada de energía renovada había revitalizado sus cansados miembros, como le sucedía siempre que tenía un golpe de suerte. Crawford cerró la puerta del despacho.

—Creo que reconocerá la voz —dijo. Presionó un botón de la grabadora digital y unos segundos después se oyó el mensaje:

«Hola, Lucy. Soy David Swift. He leído en los periódicos que me estás buscando. Supongo que quieres continuar con la conversación que empezamos en Nueva York. He estado un poco liado estos últimos dos días, pero creo que esta mañana podría tener un hueco para ti. Dejaré encendido mi teléfono móvil para que puedas encontrarme. Sólo tengo una petición: no vengas con soldados. Si veo un solo helicóptero o un Humvee, haré pedazos lo que cogí en Fort Benning. Estoy dispuesto a cooperar, pero no quiero ningún comando de gatillo fácil apuntándome con sus armas, ¿está claro?».

A esta cordillera de montañas la llamaban
Great Smokies
[21]
a causa del vapor de agua que emanaba de sus laderas cubiertas de árboles. Mezclado con los hidrocarburos que exudaba el bosque de pinos, el vapor se espesaba formando una niebla azulada que cubría el escarpado paisaje. Esta mañana, sin embargo, una fuerte brisa había despejado la niebla y David podía ver kilómetros y kilómetros de colinas y valles iluminados por el sol, extendiéndose hasta el horizonte como una gran sábana arrugada.

Estaba de pie en lo alto de Haw Knob, mirado hacia la carretera de un carril que serpenteaba a lo largo de la empinada ladera oriental, unos doscientos metros por debajo. Todavía no había visto ningún todoterreno negro por la carretera, pero era pronto. El FBI necesitaría algo de tiempo para obtener las coordenadas GPS de su teléfono móvil, que habían sido transmitidas a la torre más cercana cuando encendió el aparato. Y luego los agentes tenían que formular su plan de asalto y reunir a sus equipos de asalto. Desde la cumbre David tenía unas vistas excelentes del camino que más probablemente utilizarían los agentes, un sendero que salía de la carretera a medio kilómetro hacia el sur. Los vería venir mucho antes de que llegaran.

Graddick había dejado su ranchera en una carretera de tierra, a unos pocos kilómetros hacia el oeste. Los había llevado a Haw Knob y tenía planeado regresar al coche antes de que los agentes se abalanzaran sobre ellos, pero ahora que se acercaba la hora parecía renuente a marcharse. Permanecía de pie delante de Michael, con sus grandes manos sobre la cabeza del muchacho y murmurando palabras ininteligibles, seguramente una bendición. Las pilas de la
Game Boy
se habían agotado pocas horas antes, pero el adolescente había aceptado el hecho con ecuanimidad y era mejor así: parecía estar más alerta de lo habitual, volviéndose de un lado a otro, aunque totalmente indiferente al hecho de que su madre ya no estuviera con ellos. Mientras tanto, Monique miraba con inquietud a David, a la espera de que diera la orden. Aunque ya se habían deshecho del portátil y habían tirado sus restos en el río Tellico, ella todavía guardaba la memoria USB en el puño.

David le estuvo dando muchas vueltas la noche anterior. La
Einheitliche Feldtheorie
era uno de los mayores logros de la ciencia, y borrar sus ecuaciones parecía un acto gratuito, un crimen contra la humanidad. La desaparición de Elizabeth, sin embargo, les había dejado claro que no se podrían esconder para siempre. Tarde o temprano algo más saldría mal y los soldados los encontrarían. Entonces el Pentágono conseguiría la teoría y nada en el mundo impediría que la utilizaran. En pocos años el ejército construiría aparatos que dispararían neutrinos estériles a las dimensiones adicionales y destruirían todos los escondites terroristas de Oriente Medio. Durante un tiempo los generales conseguirían mantener en secreto la teoría, esa nueva arma secreta en la guerra contra el terror. Pero ninguna arma podía permanecer en secreto demasiado tiempo. Al final, el secreto se propagaría de Pekín a Moscú, pasando por Islamabad, y las semillas de la destrucción del mundo se habrían plantado. No, David no podía permitir que eso sucediera. Tendría que romper la promesa que le había hecho al doctor Kleinman y eliminar hasta el último rastro de la teoría. Hasta ahora se había resistido a tomar ese paso irrevocable, pero no podía demorarlo mucho más.

Dio un paso hacia un afloramiento irregular, gris y semicircular que sobresalía de la cumbre como una tiara gigante. Estiró el brazo hacia el saliente de roca y cogió un trozo suelto de cuarcita. Una herramienta de piedra, pensó, lo que hubiera utilizado un hombre de las cuevas prehistórico. Se volvió hacia Monique.

—Muy bien, estoy preparado.

Ella se acercó a él y sin decir una sola palabra colocó la memoria USB sobre el saliente, que era prácticamente plano. Tenía la cara tensa, casi rígida. Apretaba los labios con tanta firmeza que a David le dio la impresión de que intentaba no gritar. Debía de ser insoportable sacrificar aquello que se había pasado buscando toda la vida. Y sin embargo era su decisión. Si Einstein hubiera podido ver el futuro y comprobar el espantoso inicio del siglo XXI, hubiera hecho lo mismo.

David levantó la pesada roca. Mientras la sostenía sobre la memoria USB, volvió a mirar las deslumbrantes montañas verdes que los rodeaban, plegadas y replegadas en una miríada de formas, como arrugas espacio-temporales. Luego dejó caer el brazo y golpeó el cilindro plateado con la roca tan fuerte como pudo.

La carcasa de plástico se hizo añicos y la placa de circuitos que había dentro se rompió en una docena de pedazos. El segundo golpe de David alcanzó directamente el chip de memoria y el silicio se desintegró en cientos de fragmentos negros, cada uno de los cuales era más pequeño que la punta de un lápiz. Lo siguió golpeando hasta que el chip quedó reducido a polvo y los pins, circuitos e interruptores que lo rodeaban no fueron más que una maraña de piezas metálicas. Luego recogió los restos con la palma de la mano y los tiró por la ladera oriental de Haw Knob. El fuerte viento esparció el polvo y las piezas por el bosque de pinos.

Monique forzó una sonrisa.

—Bueno, ya está. De vuelta a la pizarra.

David tiró la roca por la ladera y luego cogió de la mano a Monique. De repente le sobrevino una extraña mezcla de emociones, una combinación de tristeza, simpatía, gratitud y alivio. Quería agradecerle todo lo que había hecho por él, que hubiera viajado más de mil kilómetros a su lado, que le hubiera salvado el culo cientos de veces. Pero en vez de pronunciar las palabras, se llevó impulsivamente su mano hacia los labios y besó su morena piel entre los nudillos. Ella lo miró extrañada, sorprendida pero no contrariada. Luego vio algo por encima del hombro de David y se le volvió a tensar la cara. Él se dio la vuelta y vio el convoy de todoterrenos que se acercaba serpenteando por la carretera desde el sudeste.

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