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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

La ciudad de los prodigios (51 page)

BOOK: La ciudad de los prodigios
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–Los propios pacientes han hecho este belén -dijo la monja. Al oír esto los tres hombres suspendieron el juego y sonrieron en dirección a Onofre Bouvila-. En la nochebuena, después de la misa del gallo hay una cena comunitaria; quiero decir que pueden asistir a ella también los familiares y allegados que lo deseen. Ya me figuro que éste no es su caso, pero se lo digo igualmente.

Onofre advirtió que todas las ventanas tenían rejas. Salieron de allí por una puerta distinta; esta puerta llevaba a otro pasillo. Al llegar al final de este segundo pasillo la monja se detuvo.

–Ahora tendrá que esperar aquí un momento -dijo-. Los hombres no pueden entrar en el ala de las mujeres y viceversa: nunca se sabe en qué estado los vamos a encontrar.

La monja lo dejó allí solo. Rebuscó en todos los bolsillos, aun sabiendo la inutilidad de este gesto; los médicos le habían prohibido fumar y no llevaba nunca cigarrillos encima. Pensó volver a la sala y pedir un cigarrillo a los jugadores. Algo tendrán y no parecían peligrosos, se dijo. Después de todo, ¿qué pueden hacerme? Al hacerse esta reflexión escrudiñó críticamente el reflejo de su figura en el cristal de la ventana del pasillo. Allí vio un anciano diminuto, encorvado y pálido, cubierto por un gabán negro con cuello de astracán y apoyado en un bastón con empuñadura de marfil. En la mano que no tenía en la empuñadura del bastón sostenía el sombrero flexible y los guantes. Todo ello le daba un aire de filigrana no exento de comicidad. La llegada de la monja interrumpió esta contemplación desconsoladora. Ya puede venir, le dijo.

Delfina también había envejecido mucho; además de esto había enflaquecido de una manera alarmante: había recuperado la escualidez propia de su naturaleza; nadie habría reconocido en ella la actriz famosa que encandilaba al mundo, ahora sólo él podía reconocer en aquel vestigio la fámula arisca de otros tiempos. Llevaba una bata de lana gruesa sobre el camisón de franela, unos calcetines también de lana y unas pantuflas forradas de pelo de conejo. Mire quién ha venido a verla, señora Delfina, dijo la monja. Ella no reaccionó ante estas palabras ni ante su presencia; miraba un punto lejano, más allá de las paredes del pasillo: esto provocó un silencio incómodo para él. La monja sugirió que fueran a dar un paseo los dos solos. El día está fresquito, pero al sol no se estará mal, dijo; salgan al jardín: el ejercicio les hará bien a los dos. A los ojos de la monja una actriz cinematográfica debía de ser poco más que una prostituta si no su equivalente; si los dejaba salir solos al jardín era porque la decrepitud de ambos les confería una inocencia renovada, pensó Onofre mientras conducía a Delfina por el pasillo hacia el jardín. Esta operación resultó muy ardua y prolongada; ella andaba muy envarada y con lentitud extrema; cada movimiento suyo parecía ser el fruto de un cálculo complicadísimo y una decisión ponderada y no carente de riesgo. Ya he dado medio paso, parecía ir diciendo cada vez, bueno, ahora daré otro medio. Gracias a esta parsimonia el jardín, que no era muy extenso, parecía enorme. No le falta razón, pensaba Onofre; si no va a pasar jamás de la tapia del jardín, ¿a qué apurarse? Era él quien se fatigaba de resultas de aquella lentitud exasperante. Ven, Delfina, acabó diciendo, vamos a sentarnos un poquito en aquel banco.

–Aquí estaremos muy bien -dijo él cuando se hubieron sentado lado a lado en el banco de piedra; ahora la necesidad de mantener una conversación se hacía imperiosa. Los árboles habían perdido las hojas y junto al muro del sanatorio crecían unas algalias. Le preguntó cómo se encontraba, ¿le dolía algo?, en el sanatorio, ¿la trataban bien?, ¿necesitaba alguna cosa que él pudiera proporcionarle? Ella no respondía, seguía mirando hacia delante con la misma expresión impertérrita; ni siquiera parecía darse cuenta de dónde estaba o con quién. Este silencio oprimió a Onofre más de lo que él habría podido imaginar. Cuántas cosas han pasado, dijo a media voz; y sin embargo nada ha cambiado; los dos seguimos siendo los mismos, ¿no crees?; sólo que ahora la vida ha echado a perder lo poco que teníamos. Un pájaro negro se posó en la grava del jardín, allí se detuvo un rato y emprendió luego el vuelo. Onofre siguió hablando cuando el pájaro se hubo ido. ¿Recuerdas cuando nos conocimos, Delfina? No digo el momento en que nos conocimos, sino la época. Era el año 1887, otro siglo, ahí es nada: Barcelona era un pueblo, no había luz eléctrica ni tranvías ni teléfonos; era la época de la Exposición Universal. ¿Sabes que ya se habla de hacer otra? Quizá sea ésta la ocasión de volver a las andadas, ¿qué me dices? Ay, entonces yo me sentía muy solo, estaba asustadísimo; en esto, ya ves, no he cambiado. Entonces sin embargo te tenía a ti; nunca nos llevamos bien pero yo sabía que tú estabas allí y con esto tenía suficiente aunque no lo sabía aún entonces. Como ella permanecía inmóvil temió que se hubiese congelado, aunque el aire era tibio y el sol contrarrestaba la humedad. Una estatua de hielo, pensó; siempre fue una estatua de hielo salvo la noche aquella en que la tuve en mis brazos. Le cogió una mano y vio que la tenía fría, pero no helada como había temido-. Te vas a enfriar -le dijo-, toma, ponte mis guantes -se quitó los guantes y se los puso a Delfina sin que ella cooperase ni opusiese resistencia. Con sorpresa advirtió que los guantes le venían bien a ella: entonces recordó que siempre había tenido las manos muy grandes. Con estas manos se aferraba a mis hombros desesperadamente, pensó-. Puedes quedarte con los guantes dijo en voz alta-, ya ves que te vienen que ni pintados -al levantar la cabeza vio a los tres hombres que un rato antes jugaban a las cartas asomados ahora a la ventana de la sala; desde allí espiaban sin ningún disimulo a la pareja del banco con aire de concentración y seriedad. Aunque estaban lejos y eran sólo tres enfermos Onofre soltó la mano de Delfina que había retenido entre las suyas. Ella juntó esta mano con la otra y posó las dos sobre las rodillas-. Ya es bien inútil sin embargo pensar en esto -siguió diciendo-. Si hablo de estas cosas es porque he estado al borde de la muerte y tengo miedo. A ti no me importa decírtelo: siempre he sabido que tú eres la única persona que me ha comprendido. Tú siempre has entendido el porqué de mis actos. Los demás no me entienden, ni siquiera los que me odian. Ellos tienen su ideología y sus prerrogativas: con estas dos cosas lo explican todo; gracias a esto justifican cualquier cosa, el éxito como el fracaso; yo soy un fallo en el sistema, la conjunción fortuita y rarísima de muchos imponderables. No son mis actos lo que me reprochan, no mi ambición o los medios de que me he valido para satisfacerla, para trepar y enriquecerme: eso es lo que todos queremos; ellos habrían obrado igual si les hubiera impelido la necesidad o no les hubiera disuadido el miedo. En realidad soy yo quien ha perdido. Yo creía que siendo malo tendría el mundo en mis manos y sin embargo me equivocaba: el mundo es peor que yo.

Muy entrada la primavera recibió una carta; la firmaba una religiosa, quizá la misma que le había atendido el día que fue al sanatorio. En esta carta la religiosa le comunicaba el fallecimiento de Delfina;
la muerte le sobrevino mientras dormía
, decía la carta. Ahora le informaban de este suceso luctuoso aun sabiendo que no era su pariente ni allegado
dada la especial relación afectiva que le había unido a la difunta
. Aunque desde el día en que él había ido a visitarla Delfina no había recobrado ni la voz ni la conciencia, no era aventurado afirmar que
murió, por así decir, con su nombre en los labios
, decía la carta. En el cuarto de la difunta habían sido encontradas unas hojas manuscritas, probablemente una misiva dirigida a él, junto con
otros escritos de contenido íntimo y escabroso que hemos estimado oportuno destruir
, acababa diciendo la carta. La misiva de Delfina decía así:
La realidad que nos envuelve es sólo una cortina pintada, al otro lado de esta cortina no hay otra vida, es la misma vida, el más allá sólo es aquel lado de la cortina, al detener la vista en la cortina no vemos el otro lado, que es lo mismo, cuando comprendamos que la realidad es sólo un fenómeno óptico podremos cruzar esta cortina pintada, al cruzar esta cortina pintada nos encontraremos en otro mundo que es igual que éste, en aquel mundo están también los que han muerto y los que todavía no han nacido, pero ahora no los vemos porque los separa esta cortina pintada que confundimos con la realidad, una vez traspasada la cortina en un sentido ya es fácil siempre trasponerla en ese mismo sentido y en el sentido opuesto también, se puede vivir al mismo tiempo en este lado y en el otro lado no al mismo tiempo, el momento indicado para atravesar la cortina pintada es la hora del crepúsculo hacia allí, la del amanecer hacia aquí así se consigue mejor todo el efecto, lo demás no sirve, no sirve hacer invocaciones ni pagar, al otro lado de la cortina pintada no existe la ridícula división de la materia en tres dimensiones, en este lado cada dimensión tiene algo de ridículo a nuestros propios ojos, los que están al otro lado de la cortina lo saben y se ríen, los que todavía no han nacido se creen que los muertos son sus papás
. Luego la letra se volvía ininteligible.

Capítulo VII
1

Sin ser tan grande como el
Cullinam
o como el
Excelsior
ni tan ilustre como el
Koh-i-noor
(que aparece mencionado en el
Mahabarata
) o como el
Gran Mogol
(propiedad del shah de Persia) o como el
Orlof
(que adorna el cetro imperial ruso), el
Regent
estaba considerado el diamante más perfecto. Provenía de las minas legendarias de Golconda y había pertenecido al duque de Orleáns, que hubo de empeñarlo en Berlín durante la Revolución francesa. Rescatado de manos del prestamista fue montado en la empuñadura de la espada de Napoleón Bonaparte. Onofre Bouvila lo tenía en la palma de la mano la noche en que Santiago Belltall fue a verle; con ayuda de una lupa admiraba su pureza y su luminosidad. Retirado de la vida activa por la Dictadura había decidido invertir su fortuna, el dinero que Efrén Castells le había transferido a Suiza, en el mercado internacional de diamantes: ahora sus agentes se adentraban en las montañas del Dekhan y en las selvas de Borneo, merodeaban por las tabernas y lupanares de Minas Gerais y Kimberley. Sin pretenderlo se estaba convirtiendo de nuevo en uno de los hombres más ricos del mundo. Ahora habría podido derrocar fácilmente a Primo de Rivera, vengarse del agravio que le había infligido, pero no sentía ningún deseo de hacerlo: siempre había considerado la política con desprecio, una maraña de pactos que a él le parecía innecesario suscribir. En realidad le dominaba la apatía. El paso del tiempo sólo me trae nociones de muerte, pensaba mirando el diamante. A la muerte de Delfina en 1925 había seguido la de su suegro, don Humbert Figa i Morera a principios de 1927 y a ésta la de su hermano Joan, en circunstancias poco claras, a fines de ese mismo año. Cada una de estas muertes le parecía un presagio aciago. Tampoco sentía la necesidad de luchar contra una dictadura que se hundía sola. Siguiendo el ejemplo de Mussolini, Primo de Rivera había creado un partido único llamado de Unión Patriótica; al fundarlo había pensado que engrosarían sus filas personalidades de tendencias diversas, que reconciliaría en el seno de este partido a la flor y nata del país; sin embargo sólo había logrado atraer a él a las sanguijuelas del antiguo régimen y a un puñado de jóvenes trepadores; el Ejército había acabado por disociarse del dictador al que pocos años atrás había aclamado y el propio Rey buscaba desesperadamente la manera de quitárselo de en medio. Contra él se sucedían los complots dentro y fuera de España; a ellos respondía con encarcelamientos y deportaciones, pero no era sanguinario y no quiso matar a nadie. Solamente la incapacidad de la oposición, la censura férrea que imponía, la corrupción administrativa y el temor popular justificado a cualquier cambio lo mantenía en el poder, al que él se aferraba como un demente: no comprendía que debía este poder a la coincidencia efímera de su idiosincrasia peculiar con el punto de máximo desplazamiento del péndulo de la historia. No había gobernado mal, sino excéntricamente: en poco tiempo había fomentado las obras públicas; con esto último había paliado el desempleo masivo y había modernizado el país. Había sido bueno para el pueblo. El balance positivo de su actuación hacía más incomprensible a sus ojos la soledad en que se encontraba ahora. Cuando vio que había perdido también el apoyo de la Corona quiso buscar el de Onofre Bouvila: por mediación del marqués de Ut, que aún le era fiel, intentó una maniobra de acercamiento cuando ya era demasiado tarde.

Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido al de Onofre Bouvila para siempre, contaba cuarenta y tres años de edad la noche en que fue a verle. Aunque su atuendo era de calidad ínfima iba aseado, se había bañado y afeitado ese mismo día y alguien le había cortado el pelo con mejor intención que fortuna. Este acicalamiento subrayaba su aspecto de sablista; sólo los ojos coléricos en el rostro extenuado le salvaban del ridículo. Cuando el mayordomo le informó de que el señor no recibía a nadie si él mismo no había cursado la correspondiente invitación sacó del bolsillo una tarjeta amarillenta y arrugada y se la mostró al mayordomo. Me la dio el señor Bouvila en persona, dijo, yo creo que es como si fuera una invitación en regla. El mayordomo examinó la tarjeta con expresión de perplejidad. ¿Cuándo le dio el señor esta tarjeta?, preguntó. Hace catorce años, dijo Santiago Belltall impertérrito. Para ser una invitación se hace usted de rogar, comentó el mayordomo. ¿Cuál me ha dicho que es su nombre? Santiago Belltall dio su nombre. Aunque no creo que el señor se acuerde de mí, agregó. El mayordomo se pasó la mano por la frente dubitativo; por fin decidió informar al señor de la presencia de aquel sujeto de apariencia indeseable: por más que temía importunar al señor, conocía bien su afición por los personajes estrambóticos. En este caso sus suposiciones se vieron confirmadas. Hazlo pasar, le dijo Onofre Bouvila. Aunque la noche era tibia en la chimenea de la biblioteca ardían unos troncos. Santiago Belltall sintió que el calor le asfixiaba.

–No creo que me recuerde —repitió apenas fue conducido allí. En su tono había un deje de adulación: un hombre tan importante como usted no puede acordarse de alguien tan insignificante como yo, parecían dar a entender sus palabras y su actitud. Onofre Bouvila sonrió con desdén. Si tuviera tan mala memoria como usted y otros pazguatos me atribuyen no sería quien soy, dijo. Al decir esto levantó el puño de la mano derecha. Por un instante Santiago Belltall temió que fuera a propinarle un puñetazo, pero el gesto no era amenazador—. Nos conocimos hace catorce años —volvió a decir para fundamentar su conjetura.

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