La ciudad de los prodigios (26 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

BOOK: La ciudad de los prodigios
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De este modo divagaba el tartanero, con la incoherencia que en las personas viejas y lelas pasa a veces por sabiduría. Onofre Bouvila no le escuchaba: se había resignado a oír la voz del tartanero y no le prestaba atención. Iba contemplando aquel camino que había recorrido en dirección opuesta ocho años atrás. Había partido de allí una mañana de primavera, apenas despuntado el sol. El día anterior había anunciado a sus padres el proyecto de ir a Bassora; allí pensaba entrevistarse con los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera, les dijo; con toda certeza le darían un trabajo en alguna de sus empresas; de este modo contribuiría a devolver las deudas contraídas por el americano. Éste quiso expresar su disconformidad: él era el responsable de la situación apurada en que se hallaban y no toleraría que su hijo se sacrificara… Onofre le hizo callar. El americano había perdido toda su autoridad y guardó silencio; a su madre le dijo que se quedaría en Bassora el tiempo necesario para reunir el dinero que necesitaban. Serán unos meses, le dijo, a lo sumo un año. Les escribiré en seguida, prometió. Por el tío Tonet les mantendré al corriente de lo que suceda. En realidad tenía pensado ya irse a Barcelona y no regresar jamás. Entonces pensaba que no volvería a ver nunca a sus padres ni a pisar la casa en que había nacido y vivido hasta ese día. Al subir a la tartana su padre le había alcanzado el hatillo que contenía sus prendas personales; había depositado cuidadosamente este hatillo en el fondo de la tartana. Su madre le había anudado la bufanda al cuello. Como nadie decía nada el tío Tonet había subido al pescante y había dicho: Si estás listo nos vamos. Él había respondido que sí con la cabeza, para que no le saliera una voz rara y los demás notaran su emoción. El tío Tonet había hecho restallar el látigo y la yegua se había puesto en marcha hundiendo las pezuñas en el barro del deshielo. El viaje va a ser malo, había dicho el tío Tonet. El americano había agitado el panamá, su madre había dicho algo que él no pudo oír. Luego se puso a mirar el camino y no vio alejarse a sus padres. La tartana cruzó el camino del río, el camino de la gruta encantada, el de ir a cazar pájaros, el de ir a pescar, que no era el mismo que el camino del río, el de ir a buscar setas en otoño; él nunca había pensado que hubiera habido tantos caminos. Cuando desapareció el valle bajo la niebla matutina siguió viendo todavía la torre de la iglesia. Aún se cruzaron con un par de rebaños de ovejas. Los pastores le habían dicho adiós: habían levantado el cayado y se habían reído. Llevaban el mentón envuelto en la bufanda, zamarra de lana y barretina. Estos pastores le conocían desde el día en que había nacido. Ahora ya no volveré a encontrar a nadie que me conozca así, había pensado. En el resto del trayecto fueron viendo masías abandonadas. Por el frío y la lluvia las puertas y los postigos de las ventanas habían saltado de los goznes; por allí se veía el interior de aquellas casas sin muebles, lleno de hojarasca; de algunas salían pájaros volando: eran las casas de los que se habían ido a Bassora a buscar trabajo en las fábricas; habían dejado que se extinguiera el fuego en sus hogares, como se decía entonces. Ahora habían transcurrido ocho años y en el transcurso de estos años Onofre Bouvila había hecho muchas cosas; había conocido a muchas personas, la mayoría raras, casi todas malas; a algunas las había liquidado sin saber muy bien por qué; con otras había formado alianzas más o menos estables. Los árboles, el color del cielo visto a través del follaje, el susurro del viento en el bosque, el olor del campo le resultaban ahora cosas familiares. Le parecía que nunca había salido de aquel valle, que todo lo demás lo había soñado. Hasta la hija de don Humbert Figa i Morera, por la que sentía un amor tan vehemente, se le antojaba ahora algo fugaz, el destello de un relámpago en su imaginación. Tenía que hacer un esfuerzo por recordar sus rasgos tal y como eran, no como algo indiferenciado. A ratos estos rasgos se confundían en su memoria con otros: los de la desventurada Delfina, que seguía en la cárcel después de tanto tiempo, o los de una niña con la que había tenido un contacto pasajero y trivial una semana antes; no había cruzado más de cuatro frases con ella; esta niña formaba parte de una
troupe
de titiriteros a cuya actuación había asistido por pura casualidad; le había hecho gracia porque sin ser fea tenía cara de perro; era tan joven que había tenido que negociar previamente con sus padres, pagarles a ellos por adelantado: esto había obviado el diálogo entre ambos una vez quedó ultimado el trato. Lo único que le dijo él fue una frase amable al despedirse por la mañana; también le dio una propina espléndida. Ya había adquirido la costumbre de dar propinas exageradas cuando advertía buena voluntad por parte de quienes le servían; en este caso había quedado satisfecho y lo había demostrado con liberalidad. La niña había tomado el dinero con gesto distraído, demasiado joven para percatarse de la desproporción, como si en realidad esta remuneración y el modo en que la había merecido no fueran con ella. Sólo lo había mirado de un modo extraño que ahora recordaba con incomodo.

–¿De qué me estoy quejando? – decía en aquel momento el tío Tonet—. ¿Me quejo de la niebla que nos va envolviendo? No, señor. ¿Me quejo entonces del clima? No, señor. ¿Me quejo del mal estado del terreno? No, señor, tampoco me quejo del mal estado del terreno. Entonces, ¿de qué me quejo? Me quejo de la estupidez humana, de la cual, como veníamos diciendo, tu padre es un ejemplo insigne. ¿Por qué me meto con él con tanta saña? ¿Acaso me meto con él con tanta saña por envidia? Sí, señor: me meto con él con tanta saña por pura envidia.

Era de noche cuando se detuvieron a la puerta de la iglesia. El tartanero le preguntó si sus padres estaban avisados de la visita. No, dijo Onofre. Ah, quieres darles una sorpresa, dijo el tío Tonet. No, respondió Onofre: sencillamente, no les avisé. Dales muchos recuerdos de mi parte, dijo el tío Tonet. Hace años que no sé de ellos, y eso que en una época tu padre y yo fuimos buenos amigos; yo le llevé a Cuba cuando le dio la chaladura de emigrar, ¿te lo he contado ya? Dejó al tartanero en la plaza, buscando a tientas la tasca, y emprendió el camino a casa.

Su madre estaba en la puerta: ella fue la primera que lo vio llegar. Había salido casualmente a ver la noche, cosa que no hacía en los últimos años. Cuando Onofre desapareció adquirió sin proponérselo la costumbre de apostarse todos los días a la puerta de la casa a la caída del sol, porque a esa hora llegaba la tartana, si llegaba. Luego, sin hablarlo con su marido, se retiró de la puerta: comprendió que Onofre no volvería y no quería interferir en la vida de su hijo con aquel hábito absurdo. Iré a calentar la cena, dijo al verlo llegar. ¿Y el padre?, preguntó él. Ella le indicó que su padre estaba dentro. A primera vista lo encontró muy avejentado. También para su madre habían pasado los años, pero él era demasiado joven todavía para entender que su madre era mudable.

Seguía llevando el traje de dril, ya raído y deshilachado, amarillento por las lavadas, deformado por zurcidos y remiendos innumerables. Al levantar los ojos de la mesa, donde tenía clavada la mirada, se le inundaron de lágrimas. No cambió de expresión, como si por la puerta no hubiera entrado nada insólito. Esperó a que su hijo rompiera el silencio, ya que era evidente que había venido por alguna razón poderosa, pero como no decía nada, hizo un comentario socorrido: ¿Qué tal el viaje?

Onofre contestó: Bueno. Volvió a reinar el silencio bajo la mirada atenta de la madre.

–Vas muy bien trajeado —dijo el americano.

–No pienso darle dinero —atajó Onofre. El americano palideció. No tenía la menor intención de pedírtelo, chico, dijo entre dientes. Hablaba por hablar—. Entonces cállese —dijo Onofre secamente. El americano comprendió que a los ojos de su hijo se había vuelto ya algo ridículo sin remedio. Se levantó con ligereza y dijo: Voy al corral a buscar huevos. Salió de la casa llevándose un taburete bajo. No dijo para qué necesitaba aquel taburete en el corral. Cuando se quedó solo con su madre recorrió la casa con la mirada: ya sabía que había de parecerle más pequeña de lo que la recordaba, pero le sorprendió verla tan pobre y tan endeble en apariencia. Vio su antigua cama, junto a la de sus padres, todavía dispuesta, como si hubiese sido usada la noche anterior. La madre se adelantó a su pregunta: Cuando te fuiste nos sentimos muy solos, dijo en tono de disculpa. Onofre se dejó caer en una silla, cansado del traqueteo de la tartana; al sentarse se hizo daño con la madera lisa de la silla. De modo que tengo un hermano, dijo. La madre bajó los ojos: Si hubiéramos sabido a dónde escribirte…, dijo al fin, evasivamente. ¿Dónde está?, preguntó Onofre. Parecía querer decir: acabemos de una vez con esta farsa. La madre dijo que no tardaría en volver.

–Es una gran ayuda —dijo al cabo de un rato—; tú ya sabes cómo es el trabajo del campo. Y tu padre para esto no sirve: nunca ha servido para trabajar el campo, ni siquiera de joven. Supongo que por eso se fue a Cuba. Ha sufrido mucho —siguió diciendo sin hacer ninguna pausa, como si hablase consigo misma—: cree que la culpa de que tú te fueras es enteramente suya. Al ver que pasaban los meses y no volvías hizo averiguaciones: le dijeron que no estabas en Bassora, que te hacían en Barcelona. Entonces pidió de nuevo dinero prestado y se fue allí a buscarte. Hasta entonces no había vuelto a pedir prestado. Estuvo en Barcelona cerca de un mes, buscándote por todas partes y preguntando a todo el mundo por ti. Al final tuvo que regresar. Me dio pena. Por primera vez vi lo que era para él el fracaso. Entonces tuvimos el hijo: en seguida lo verás. No se parece a ti: también es muy callado, pero no tiene tu carácter. En eso ha salido más al padre.

–¿Qué hace ahora? – preguntó Onofre Bouvila.

–Las cosas podían haber ido peor de lo que fueron —dijo ella: sabía que se refería al padre; hacía rato que se había desinteresado de la otra historia—. Aquellos señores de Bassora que estuvieron a punto de meterlo en la cárcel, ¿te acuerdas?, le dieron un trabajo para que se fuera ganando la vida: yo creo que en esto se portaron bien, después de todo. Le dieron una maleta y lo enviaron por los pueblos y las masías a vender seguros: una cosa nueva. Como su caso ha corrido de boca en boca por toda la zona, en todas partes lo conocen. La gente acude cuando lo ve llegar con el traje blanco. Algunos le toman el pelo, pero de vez en cuando vende un seguro. Entre esto y lo que sacamos de la tierra y de las aves vamos tirando más bien que mal —se acercó a la puerta y escudriñó la oscuridad con los ojos—. Me extraña que no vuelva —dijo sin aclarar a quién se refería. La niebla se había roto y a la luz de la luna se veía revolotear a los murciélagos—. Lo que me tiene preocupada ahora es su salud. Va teniendo años y esta vida no le sienta bien. Ha de caminar muchos kilómetros con frío y con calor, se cansa, bebe demasiado y come poco y mal. Para colmo un día, hará cuatro o cinco años, perdió el sombrero: se lo llevó una ráfaga de viento y lo metió en un trigal; estuvo buscándolo hasta que se hizo de noche. He intentado convencerle de que se compre una gorra, pero no hay manera… Ah, ya vuelve.

–He ido a que me dieran unas cebollas y un poco de hierbabuena —dijo el americano entrando. Ya no llevaba consigo el taburete.

–Le contaba a Onofre lo del sombrero —dijo ella. Él depositó lo que traía sobre la mesa. Se sentó, contento de tener un tema de conversación—: Una pérdida irreparable —dijo—. Aquí no se puede encontrar nada parecido: ni en Bassora ni en Barcelona. Un panamá auténtico.

–También le he dicho lo de Joan —dijo la madre. El americano enrojeció hasta la raíz del cabello.

–¿Te acuerdas —dijo— de cuando fuimos tú y yo a Bassora a disecar el mono? Tú no habías estado nunca en una ciudad y todo te parecía…

Onofre se quedó mirando al niño que estaba en la puerta. No se atrevía a entrar. Él mismo le dijo: pasa y acércate a la luz, que yo te vea. ¿Cómo te llamas?

–Joan Bouvila i Mont, para servir a Dios y a usted —dijo el niño.

–No me trates de usted —le dijo—. Soy tu hermano Onofre. Ya lo sabías, ¿verdad? – el niño dijo que sí con la cabeza—. Nunca me mientas —le dijo Onofre.

–Sentaos a la mesa dijo la madre. Vamos a cenar. Onofre, bendice tú la mesa.

Cenaron los cuatro en silencio. Acabada la cena dijo Onofre: No pensarán que he venido a quedarme. Nadie le contestó: en realidad nadie lo había pensado. Bastaba verlo para saber que las cosas no podían ser así.

–He venido a que me firme usted unos papeles —dijo dirigiéndose a su padre. Del bolsillo de la chaqueta sacó un documento, que dejó doblado sobre la mesa. El americano alargó la mano, pero no llegó a coger el documento. Se detuvo y bajó los ojos—. Es la hipoteca de esta casa y las tierras —dijo Onofre—. Necesito dinero para invertir y no veo de dónde sacarlo si no es de aquí. No tengan miedo. Podrán seguir viviendo en la casa y trabajando las tierras. Sólo si las cosas me fueran mal les echarían, pero no me irán mal.

–No te preocupes —dijo la madre—, tu padre firmará, ¿verdad, Joan?

El padre firmó sin leer siquiera el contrato que le presentaba Onofre. En cuanto lo hubo firmado se levantó de la silla y salió de la habitación. Onofre lo siguió con la mirada; luego miró a su madre. Ella le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Onofre salió al campo, anduvo buscando al americano. Lo encontró por fin sentado debajo de una higuera, en un taburete de tres patas, de los que se usan para ordeñar. Era el taburete que se había llevado antes. Sin decirle nada se apoyó en el tronco de la higuera: desde allí veía la espalda del americano y la nuca, los hombros abatidos de su padre. Éste empezó a hablar sin que él le instara:

–Toda la vida había pensado —dijo, y señalaba un punto impreciso a lo lejos; en realidad quería abarcar con un gesto hasta el horizonte, todo lo iluminado por la luna— que esto que vemos siempre había sido así, como ahora lo vemos precisamente, que todo esto era el resultado de unos ciclos naturales inalterables y unos cambios de estación que vienen de año en año regularmente. He tardado muchos años en darme cuenta de lo equivocado que iba: ahora ya sé que hasta el último palmo de estos campos y de estos bosques ha sido trabajado a pico y pala hora tras hora y mes tras mes; que mis padres y antes mis abuelos y mis bisabuelos, a quienes no llegué a conocer, y otros y otros incluso antes de que ellos nacieran estuvieron peleando con la Naturaleza para que nosotros ahora y ellos antes pudiéramos vivir aquí. La Naturaleza no es sabia como dicen, sino estúpida y torpe y sobre todo cruel. Pero las generaciones han ido cambiando estas cosas de la Naturaleza: el curso de los ríos, la composición de las aguas, el régimen de lluvias y la colocación de las montañas; han domesticado a los animales y han cambiado el sistema de los árboles y de los cereales y las plantas en general: todo lo que antes era destructivo lo han hecho productivo. El resultado de este gran esfuerzo de muchas generaciones es esto que ahora tenemos delante. Yo antes esto nunca lo supe ver: yo creía que las ciudades eran lo importante y que el campo en cambio no era nada, pero hoy pienso que más bien es todo lo contrario. Lo que ocurre es que el trabajo del campo lleva muchísimo tiempo, ha de hacerse poco a poco, por sus pasos contados, exactamente cuando toca, ni antes ni después, y así parece como si en realidad no hubiera habido un gran cambio, cosa que en cualquier ciudad del mundo no nos pasa; allí todo lo contrario es lo normal: apenas verlas ya nos damos cuenta de la extensión y la altura y el número infinito de ladrillos que ha hecho falta para levantarla del suelo, pero también en esto nos equivocamos: cualquier ciudad puede edificarse en unos años totalmente. Por esto la gente del campo es tan distinta: más callada y más conforme. Si yo hubiese entendido estas cosas antes, quizá la vida me hubiese ido de otra manera, pero estaba escrito que no fuera así: estas cosas se llevan en la sangre desde que se nace o hay que aprenderlas a fuerza de muchos años y equivocaciones.

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