Read La cinta roja Online

Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (27 page)

BOOK: La cinta roja
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La comitiva penetró en la ciudad a través de una brecha ya existente en las murallas, escenificando así una romana y muy triunfal entrada, como si la brecha la hubieran abierto ellos. Se cuenta también que los pocos jacobinos de la ciudad se esforzaron, con sus manifestaciones de júbilo, en dar la impresión de que se les dispensaba un recibimiento caluroso. Pero ni ellos ni los recién llegados lograron engañar a nadie. La mayoría de las ventanas de Burdeos permanecieron significativamente cerradas durante el paso de la comitiva, y si no hubo resistencia armada, desde luego tampoco hubo el menor gesto de simpatía.

Una vez instalados en el antiguo gran Seminario, ahora llamado más acorde con los tiempos Maison Nationale, la primera orden emitida por los emisarios de París dio a los bordeleses buena idea de cuál sería su línea de actuación. Comenzaron por repartir entre los ciudadanos unos afiches que cada familia estaba obligada a pegar en su casa en lugar bien visible. En ellos, y escrito en el papel oficial del Comité, con su reborde tricolor, podía leerse el siguiente lema:
Liberté, égalité, fraternité... ou la mort
. junto a esta inscripción era obligatorio, además, colgar otro papel aún más inquietante: uno en el que figurasen los nombres de todas las personas que allí vivían, para que nada ni nadie pudiera escapar a la vigilancia revolucionaria.

Fechas tan inciertas no recomendaban, según palabras de un sabio compatriota mío, hacer mudanza, y sin embargo fue por esos días cuando yo abandoné la casa de mi tío Dominique. Un dinero que mi padre me había hecho llegar y ese sabio proverbio español que aconseja no estirar demasiado la hospitalidad ajena comparando a los huéspedes con el pescado, me decidió a hacerlo. Me instalé por tanto en un
petit
hotel de nombre Franklin cercano al bulevar de los Jardines Públicos y con una hermosa vista. Mi alojamiento constaba de un par de habitaciones espaciosas y muy soleadas, y en uno de los balcones, como si de un buen presagio se tratara, crecía una planta de naranjo. Este detalle, que me recordó de inmediato mi lejana casa de Carabanchel, fue decisivo para elegir dicho acomodo, y allí me trasladé con mi fiel Frenelle y el pequeño Théodore.

Tío Dominique iba a visitarme todas las mañanas. Creo que echaba de menos mi compañía. También lo hacían, según él, sus amigos Charrier, Megot y los demás, que continuaban reuniéndose para comentar en voz baja los últimos avatares políticos. Decían ellos que la calma que se había producido tras la llegada de los representantes de París no presagiaba nada bueno, sino más bien todo lo contrario. Con seguridad, ambos individuos estaban esperando nuevas instrucciones de París para empezar a actuar y éstas no podían demorarse más de un par de días. Por espías cercanos a los representantes en misión, el señor Megot se había enterado, por ejemplo, de que Tallien acababa de escribir una carta a Robespierre en la que auguraba que «la regeneración de Burdeos sería uno de los acontecimientos más felices para la República». Lamentablemente para todos nosotros, muy pronto sabríamos en qué consistía tanta «felicidad».

La primera demostración la tuvimos diez días después de la llegada de Tallien e Ysabeau. Fue una mañana de otoño ya cercana al invierno y recuerdo que ese día Frenelle regresó del mercado muy acalorada a pesar de la inclemencia del tiempo.

–Teresa –me dijo, y yo inmediatamente levanté la vista de mi labor de aguja porque, salvo durante los ya lejanos días en París, cuando el peligro en las calles aconsejaba utilizar tan sólo nombres de pila, ella nunca me llamaba así–. Acabo de verla: está en la antigua plaza del Delfín, esa que ahora llaman plaza Nacional.

–¿A quién te refieres, Frenelle?

–A la guillotina, madame –repuso ella, volviendo a utilizar el apelativo con el que habitualmente solía dirigirse a mí–. Es más grande incluso que la de París, con su plataforma móvil, sus dos postes erectos, un cepo para ajustar bien el cuello y luego la misma cuchilla triangular...

–No es posible –repuse yo, sabiendo de sobra que el comentario era retórico; pero en tiempos difíciles lo retórico se vuelve,
hélas
!, nuestro único refugio–. ¿Qué se comenta en las calles, Frenelle?, ¿qué dicen las buenas gentes?

–Ay, madame, ¡se dicen tantas cosas! Que si los jacobinos bordeleses, esos traidores, han recibido a los representantes de París con gritos de «¡Viva la Montaña!». Que si desde entonces los tipos de París han estado trabajando en silencio para crear un nuevo tribunal revolucionario al que llaman Comité de Vigilancia. Y, por lo visto, éste no se diferencia en nada del Comité de Salvación Pública que en París dicta su ley jacobina y revolucionaria. Dicen también que mañana mismo se hará pública la llamada ley de sospechosos, que permitirá detener a todos aquellos que por su conducta, sus relaciones o simplemente por sus palabras parezcan sospechosos de ser enemigos de la libertad. Esto afectará no sólo a los que puedan ser realistas, sino también a los extranjeros como vos, madame. Y hasta una pobre mujer poco cultivada como yo sabe lo que eso significa. Volverá a pasar aquí lo mismo que ya vivimos en París: las denuncias, las detenciones, las muertes. ¿Qué será de nosotras ahora sin al menos el amparo de un hombre que nos proteja? ¿No podríais escribir a vuestro antiguo marido, madame? ¿Pedirle que os reclame desde las Antillas? ¿Suplicarle que nos lleve con él?

La sola idea era descabellada. Yo no sabía una palabra de Jean-Jacques desde hacía meses y ni siquiera deseaba que se pronunciara su nombre, sobre todo delante del niño, ahora que por fin había dejado de hablar de él.

–Qué tonterías dices, Frenelle. ¿Acaso no me crees capaz de cuidar yo sola de nosotras y de mi hijo?

Frenelle no respondió. Por supuesto que no me consideraba capaz de tal hazaña. Dos mujeres de apenas veinte años con un niño, una de ellas extranjera –aristócrata, además, según los cánones de la Revolución–, la candidata perfecta por tanto a ser detenida de acuerdo con esa recién pergeñada ley de sospechosos. Naturalmente, siempre contaba con la posibilidad de volver a casa de mi tío Dominique en busca de ayuda o incluso de asilo, pero los acontecimientos a partir de ese momento comenzaron a sucederse de modo tan veloz que se produjo en mí y también en toda la ciudad de Burdeos una especie de calma aterrada e hipnótica igual a la de un insecto que se sabe atrapado en una telaraña y que sólo espera, con una mezcla de fascinación y parálisis, la llegada de lo inexorable.

Así, un día, la hoja de la
Louisette
instalada en la plaza Nacional, justo delante de la ventana de los representantes de París, se izó muy lentamente y, a partir de ese momento, ya no paró de caer una, otra y otra vez sobre los habitantes de la ciudad de Burdeos. Funcionaba día y noche. «¡La sangre de nuestros hermanos derramada desde el principio de la Revolución clama venganza!», decían los representantes de París mientras comenzaban a rodar las primeras cabezas. Monsieur Lavau Gayon, jefe de la administración de Marina, tuvo el dudoso honor de iniciar la lista de decapitados bordeleses. El diputado Biroteau fue el segundo, seguido por Girey-Dupré, periodista. Al cuarto, el muy querido alcalde de la ciudad, el señor Saige, se le dispensó un raro honor: someterlo a juicio sumarísimo. Su crimen era ser considerado un hombre rico. Dicen que al subir al cadalso el viejo caballero miró con desprecio a sus verdugos y luego, sacando de su bolsillo un bello reloj cuajado de brillantes, se lo entregó a Tallien, representante del pueblo y delegado del virtuoso Robespierre, diciendo: «Prefiero entregaros en propia mano lo último que me queda de todo lo que me habéis robado. Tened».

A continuación de Saige vinieron otros aristócratas seguidos de varios banqueros, y a partir de ahí la guillotina se volvió menos elitista, más... popular en el más terrible sentido del término. Así, fueron desfilando bajo su acero personas de toda edad, sexo y condición: curas refractarios, tenderos, modistas, artesanos, comerciantes, parteras, todos detenidos gracias a la ley de sospechosos. La ley decía lo siguiente: «Son reputadas personas sospechosas aquellas que por su conducta, relaciones, palabras y escritos se hayan mostrado partidarias de la tiranía o el federalismo y los enemigos de la libertad. Aquellos que no puedan justificar sus medios de existencia y el cumplimiento de sus deberes cívicos; aquéllos a los que se les haya rehusado el certificado de civismo; los funcionarios destituidos o suspendidos por la Convención; los anteriormente miembros de la nobleza y también los maridos, esposas, padres o agentes de los que hayan emigrado entre julio del 89 y mayo del 92, aunque hayan vuelto a Francia...».

Las razones para ser detenido eran, como se ve, multitud, y en Burdeos puede decirse que prácticamente toda la población estaba comprendida en alguno de los apartados de dicha ley. Porque ésta no sólo castigaba a los federalistas, es decir, a todos los habitantes de las provincias desafectas contra los que se hizo la famosa declaración de que la República era única e indivisible. También castigaba a los tibios, a aquellos que no habían enarbolado las picas para defender a los extremistas y a sus representantes más encarnizados, a cualquiera, en suma, que despertara la sospecha de los jacobinos de París.

Personalmente, la ley me alcanzaba por varias razones, a cual más grave para aquellos guardianes de la fe revolucionaria. En primer lugar, por haberme trasladado de París a un lugar tan señaladamente federalista como Burdeos. En segundo, por ser ex marquesa de Fontenay y, aunque podía argumentarse que ahora estaba divorciada, una disolución de matrimonio tan apresurada como la mía, hecha pública unos días antes de nuestra fuga de París, era más que sospechosa. Además, mi antiguo marido había sido nada menos que consejero del Rey y, para colmo, ahora se encontraba exiliado en las Antillas, desde donde resultaba evidente que no iba a desarrollar una encendida propaganda de Robespierre y de los jacobinos. A todos estos elementos en mi contra había que añadir uno más e igualmente grave: mi condición de extranjera. De española y quién sabe si también de espía, porque, ¿acaso no era mi padre un posible masón y además consejero del Rey de España? ¿Y acaso no era éste un Borbón, al igual que el guillotinado Luis XVI, quien se sentaba en el trono de España, nación que, para más escarnio, había lanzado sus huestes contra Francia junto a otras potencias extranjeras?

Sola, divorciada, extranjera y espía... con estos atributos me enfrentaba yo a la nueva situación reinante en toda Francia.

Conociendo al enemigo

D
e la alegre ciudad que yo había conocido unos meses atrás no quedaba ya más que el recuerdo. En Burdeos, una de las regiones más ricas de toda Europa, se pasaba hambre y, sobre todo, reinaba el miedo. Al caer la noche, las puertas se cerraban y la gente en sus casas se dedicaba a escuchar atemorizada el paso rítmico de la ronda temiendo el momento en que ésta se detuviera ante su umbral. Cuando ello ocurría, todos conteníamos la respiración, ensayábamos una plegaria y luego, al comprobar que los aldabonazos sonaban no en nuestra puerta sino en la del vecino, lanzábamos un suspiro de alivio. No puede decirse que fuera ésta una actitud ni edificante ni digna de buenas personas, pero, qué caramba, eran tiempos difíciles y lo que entonces primaba no era la bondad, sino el sálvese quien pueda.

Además de aquellas visitas nocturnas que significaban casi con toda seguridad la muerte en la guillotina, menudeaban otras destinadas a la búsqueda de objetos que delatasen lo que entonces se llamaba «el ambiente antirrevolucionario de los hogares». En casos así, los miembros del tan temido Comité Revolucionario de Vigilancia creado por Tallien no desaprovechaban la ocasión de incautar de paso alguna que otra «prueba irrefutable», siempre en forma de objeto de gran valor. Otro modo de proceder, utilizado por ejemplo por el nuevo alcalde afecto a los representantes de París, era obligar a los ciudadanos al pago de entre mil quinientos y mil ochocientos francos a cambio de un certificado de civismo necesario para evitar sufrir «visitas» nocturnas.

También las costumbres y hasta la moda se vieron afectadas por la nueva situación política, y, así, la vestimenta habitual de los bordeleses reflejaba tanto temor: ahora todos procurábamos vestir al modo revolucionario, inspirado en el atuendo de los
sans-culottes
y en los colores de nuestra bandera. El fervor patriótico llegaba a tal punto que, quien podía costeársela, lucía una brillante botonadura con la inscripción «Vivir libre o morir», o una pequeña guillotina de plata colgada al cuello como antaño llevábamos una cruz cristiana. Aun así, no era suficiente con parecer afín a los representantes de París, también había que demostrarlo con hechos, por lo que las delaciones estaban a la orden del día. Es triste decirlo, pero muchas veces el único salvoconducto para evitar la cárcel o la guillotina era traicionar a un vecino, a un amigo, a un hermano.

BOOK: La cinta roja
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Late Harvest Havoc by Jean-Pierre Alaux
Coroner's Pidgin by Margery Allingham
Twin Passions by Miriam Minger
One More Time by RB Hilliard
She Wore Red Trainers by Na'ima B. Robert
Songbird by Julia Bell
Stripped Senseless by Yvonne Leishman
Stranger by Zoe Archer