—Puede que no les guste que los barcos pasen por encima de ellos —dijo Bellis, pero Johannes sacudió la cabeza.
—Ésa es la ruta estándar —dijo—. Al este de Bartoll está Ciudad Salkrikaltor. Así es como se llega hasta allí. Nosotros vamos a otro lugar. —Dibujó un mapa en el aire—. Esto es Bartoll y esto es Gnomon Tor y entre ellas, en el mar… Salkrikaltor. Aquí, adonde nos estamos dirigiendo… no hay nada. Una línea de islitas rocosas. Estamos dando un gran rodeo para llegar a Ciudad Salkrikaltor. Me pregunto por qué.
A la mañana siguiente ya eran varios los pasajeros que habían reparado en lo inusual de su ruta. En cuestión de horas el rumor se extendió entre los pequeños y enclaustrados corredores. El capitán Myzovic los reunió en el comedor. Casi cuarenta pasajeros viajaban a bordo y todos ellos estaban presentes. Incluso la pálida y patética hermana Meriope y otros igualmente afligidos.
—No hay nada de qué preocuparse —les aseguró el capitán. Saltaba a la vista que estaba enfadado por haber tenido que convocar aquella reunión. Bellis no lo estaba mirando, se asomaba por la ventana.
¿Por qué estoy aquí?
, pensó.
A mí no me importa. No me importa adónde nos dirigimos ni cómo demonios vamos a llegar hasta allí
. Pero no logró convencerse y se quedó.
—Pero, ¿
por qué
nos hemos desviado de la ruta normal, capitán? —preguntó alguien.
El capitán resopló con furia.
—Bien —dijo—. Escuchen. Estamos dando un rodeo alrededor de las Islas Aletas, el archipiélago situado en el extremo de Salkrikaltor meridional.
No
estoy obligado a darles explicaciones sobre mis acciones. No obstante… —hizo una pausa para poner de manifiesto frente a los pasajeros el privilegio que les estaba concediendo—, en las presentes circunstancias… debo pedirles a todos ustedes un cierto grado de discreción en lo referente a esta información. Vamos a circunnavegar las Islas Aletas antes de llegar a Salkrikaltor para poder recalar en algunos de los nuevos enclaves de Nueva Crobuzón. Ciertas industrias marítimas, que no son del dominio público. Podría hacer que todos ustedes fueran confinados en sus camarotes. Pero seguirían pudiendo ver por las portillas y prefiero no alentar la clase de rumores que ello acarrearía. Así que son libres de salir al exterior, aunque sólo hasta la cubierta de popa.
Pero
. Pero les conmino, como patriotas y buenos ciudadanos, a que ejerciten la máxima discreción con respecto a lo que vean esta noche. ¿Está claro?
Para disgusto de Bellis, se hizo un silencio entre atemorizado y reverente.
Los está engañando con pomposidad
, pensó, y dio media vuelta para demostrar su desprecio.
Alguna roca ocasional interrumpía el oleaje, pero nada más dramático. La mayor parte del pasaje se había congregado en la parte trasera del barco y miraba ansiosamente sobre las aguas.
Bellis mantenía la vista fija en el horizonte. Le irritaba no estar a solas.
—¿Cree que lo reconoceremos cuando lo veamos… sea lo que sea? —le preguntó con un cloqueo una mujer a la que no conocía y a la que ignoró.
La noche se hizo más oscura y mucho más fría y algunos de los pasajeros se retiraron. En el horizonte, las montañosas Aletas aparecían y desaparecían de la vista. Bellis bebía un poco de vino tibio para calentarse. Se aburría y estaba prestando más atención a los marineros que al mar.
Y entonces, en torno a las dos de la madrugada, cuando sólo la mitad de los pasajeros permanecían en cubierta, apareció algo al este.
—Dioses del cielo —susurró Johannes.
Durante largo rato fue una silueta severa e incomprensible. Y entonces, conforme se iban acercando, Bellis vio que se trataba de una enorme torre negra que emergía de las aguas. En lo alto brillaba una lámpara de aceite, un jirón de llama sucia.
Estaban casi sobre ella. Apenas a dos kilómetros de distancia. A Bellis se le escapó un jadeo entrecortado.
Era una plataforma suspendida sobre el mar. Con más de setenta metros de lado, se erguía inmensa, la mole de hormigón apoyada sobre tres colosales patas metálicas. Bellis podía oír cómo palpitaba.
Las olas rompían contra sus cimientos. Su perfil era tan intrincado y retorcido como el de una ciudad. Sobre los tres pilares se alzaba un racimo de espiras dispuestas sin aparente orden y varias grúas que se movían como garras y sobre todas ellas se remontaba un enorme minarete de vigas que rezumaba fuego. Por encima de las llamas, las ondas taumatúrgicas distorsionaban el espacio. Entre las sombras que había bajo la plataforma, un grueso eje metálico se sumergía en el mar. Los niveles habitados estaban iluminados débilmente.
—En el nombre de Jabber… ¿qué es esto? —dijo Bellis con voz entrecortada.
Era pasmoso y extraordinario. Los pasajeros estaban boquiabiertos, como idiotas.
Las montañas de la Aleta más meridional eran sombras en la distancia. Cerca de la base de la plataforma había formas predatorias: pequeños acorazados que patrullaban la zona. La cubierta de uno de ellos emitía un complejo
staccato
de luces y desde el puente del
Terpsícore
se le respondía con salvas similares.
En la cubierta de la fabulosa estructura sonó un claxon.
Ahora se estaban alejando de ella. Bellis la vio menguar junto con su chorro de llamas.
Johannes estaba paralizado por el asombro.
—No tengo ni idea —dijo con lentitud. Bellis tardó unos segundos en comprender que estaba respondiendo a su pregunta. No apartaron los ojos de la enorme forma que se erguía sobre el mar mientras estuvo a la vista.
Cuando desapareció, se dirigieron en silencio hacia el pasillo. Y entonces, mientras abrían la puerta que conducía a los camarotes, alguien detrás de ellos gritó:
—¡Otra!
Era cierto. A kilómetros de distancia, una segunda plataforma colosal.
Más grande que la primera. Se erguía sobre cuatro patas de hormigón desgastado. Ésta parecía más dispersa. Tenía una torre gruesa y achaparrada en cada esquina y una grúa colosal en un extremo. La estructura gruñía como una cosa viva.
De nuevo se alzó un desafío de destellos procedente de los defensores de la fortaleza y de nuevo respondió el
Terpsícore
.
Se alzó una brisa y el viento estaba frío como el hierro. En los bajíos de aquel mar desolado el edificio bramó mientras el
Terpsícore
pasaba deslizándose entre la oscuridad.
Bellis y Johannes esperaron otra hora, las manos entumecidas, exhalando el aire de sus pulmones en bocanadas visibles, pero no apareció nada más. Lo único que pudieron ver fue el agua y, aquí y allá, las Aletas, serradas y a oscuras.
Día de La Cadena, 5 de Aurora de 1779. A bordo del
Terpsícore
.
Esta mañana, en cuanto entré en la oficina del capitán, supe que estaba enfurecido por algo. Le rechinaban los dientes y la expresión de su rostro era asesina.
—Señorita Gelvino —dijo—. Dentro de pocas horas arribaremos a Ciudad Salkrikaltor. Se concederá a la tripulación y a los demás pasajeros algunas horas de permiso para desembarcar, pero me temo que no podremos permitirnos el mismo lujo con usted.
Hablaba con tono neutro y peligroso. Su mesa estaba vacía. Aquello me perturbó y no puedo explicar el porqué. Normalmente suele estar rodeado por montañas de basura. Sin ellas no había nada que se interpusiera entre los dos.
—Voy a reunirme con los representantes de la Mancomunidad Salkrikaltor y usted hará las veces de intérprete. Ha trabajado antes con delegaciones comerciales, ya conoce la fórmula. Traducirá al jaiba Salkrikaltor para sus representantes y su traductor hará lo propio en ragamol para mí. Usted lo escuchará cuidadosamente y él la estará escuchando a usted. Eso garantiza la honestidad en ambos bandos. Pero usted
no
es parte integrante de las negociaciones. ¿He sido lo bastante claro? —se extendió sobre el particular, como un profesor—. No oirá nada de lo que se diga entre nosotros. Es usted un conducto y nada más. No oirá
nada
.
Miré al muy bastardo a los ojos.
—Se discutirán asuntos de la máxima seguridad. A bordo de un barco, señorita Gelvino, hay muy pocos secretos. Se lo advierto… —se inclinó hacia mí—, si menciona algo a cualquiera, a mis oficiales, a esa monja que no para de vomitar o a su querido amigo el Dr. Lacrimosco, me enteraré.
Estoy segura que no hace falta que te diga que estaba asombrada.
Hasta entonces había evitado toda confrontación con el capitán pero su cólera lo volvía caprichoso. No pienso mostrar debilidad frente a él. Prefiero pasar meses de malos sentimientos a asustarme cada vez que se me acerque.
Además, estaba enfurecida.
Hablé con hielo en la voz.
—Capitán, ya discutimos estas cuestiones cuando me ofreció el puesto. Mi currículo y mis referencias hablan por sí solas. No es propio de usted venir a cuestionarme ahora —estaba en mi salsa—. No soy ninguna adolescente descerebrada a quien pueda usted intimidar, señor mío. Cumpliré con lo que estipula mi contrato y no pienso tolerar que impugne usted mi profesionalidad.
No tenía la menor idea de lo que podía haberlo enfadado y la verdad es que no me importaba. Por mí, los dioses pueden pudrirle la piel a ese bastardo.
Y ahora estoy aquí sentada con la
monja que no para de vomitar
—aunque la verdad es que parece encontrarse un poco mejor e incluso ha mencionado algo sobre celebrar una misa el Día de la Huida— y estoy terminando esta carta. Estamos llegando a Salkrikaltor, donde podré sellarla y dejarla con la esperanza de que se la lleve algún barco que se dirija hacia Nueva Crobuzón. Al final esta larga despedida llegará hasta ti, sólo que unas pocas semanas tarde. Lo que no es tan malo. Confío en que estés bien.
Espero que me eches de menos tanto como yo a ti. No sé lo que voy a hacer sin este medio para conectarme contigo. Pasará un año o más antes de que vuelvas a saber de mí, antes de que otro velero o vapor recale en el puerto de Nova Esperium. ¡Y piensa cómo estaré para entonces! Tendré el pelo largo y seguro que lleno de barro, y ropa miserable, con símbolos como los de un chamán salvaje. Si todavía me acuerdo de cómo se escribe, te escribiré entonces, te contaré cómo me va y te preguntaré cómo andan las cosas en mi ciudad y quizá tú me hayas escrito y me digas que todo ha vuelto a ser seguro y que puedo regresar a casa.
Los pasajeros debatían excitadamente sobre lo que habían visto la pasada noche. Bellis los despreciaba. El
Terpsícore
había atravesado el Estrecho de Cándelas y se encontraba ahora en las aguas más tranquilas de Salkrikaltor. La exuberante isla de Gnomon Tor fue la primera en dejarse ver y luego, antes de las cinco de la tarde, Ciudad Salkrikaltor apareció en el horizonte.
El sol estaba ya muy bajo y la luz era densa. La ribera verde e inmensa de Gnomon Tor se alzaba unos cuantos kilómetros el norte. En un bosque horizontal de sombras cada vez más alargadas, las torres y tejados de Ciudad Salkrikaltor hollaban las aguas.
Estaban hechas de hormigón, de hierro, roca y cristal y de curvos macizos de duro coral de aguas frías. Columnas rodeadas por paseos que ascendían en espiral y unidas por puentes finos como espinas. Intrincadas espiras cónicas de más de treinta metros de altura, oscuros torreones cuadrados. Una masa de estilos contradictorios.
El perfil que se recortaba contra el horizonte era el trazo exuberante de un coral dibujado por la mano de un niño. Se alzaban con pesadez torres orgánicas, como material sobrante abandonado por gusanos excavadores. Había análogos de encaje de coral, viviendas elevadas hasta gran altura que se ramificaban en docenas de delgadas estancias; edificios achaparrados, perforados por muchas ventanas, como esponjas titánicas. Una arquitectura en serpentinas salpicadas de volantes, como corales ígneos.
Las torres de la ciudad sumergida se alzaban ininterrumpidas no menos de treinta metros por encima de las olas. Al nivel del mar se abrían casi con pereza enormes entradas. Marcas verdosas señalaban la altura que alcanzaban las mareas.
Había edificios más modernos. Mansiones ovoides talladas en piedra y reforzadas con hierro, suspendidas sobre las aguas por puntales que sobresalían del subacuático paisaje de los tejados. Plataformas flotantes coronadas por terrazas de casas de ladrillos cuadradas —como las de Nueva Crobuzón— se balanceaban con aire pomposo.
En los paseos y los puentes situados al nivel de las aguas y por encima había miles de jaibas y un número importante de humanos. Docenas de barcazas y barcos de poco calado pasaban entre las torres.
Había navíos oceánicos a las afueras de la ciudad, amarrados a pilares que sobresalían del mar. Juncos, carabelas y clippers y aquí y allá algún que otro vapor. El
Terpsícore
se aproximó.
—Mire allí —le dijo alguien a Bellis y señaló hacia delante: el agua era completamente transparente. Aun en la menguante luz del atardecer, Bellis podía ver las amplias avenidas de los suburbios de Salkrikaltor, a gran profundidad. Los edificios terminaban como mínimo a veinte metros de la superficie, para asegurar paso franco a los barcos que navegaban sobre ellos.
En los paseos que unían las espiras submarinas, Bellis podía ver aún más ciudadanos, más jaibas. Nadaban con rapidez, moviéndose con mucha más facilidad que sus compatriotas que estaban sobre ellos, en la superficie.
Era un lugar extraordinario. Mientras recalaban, Bellis miró con envidia cómo se bajaban al agua los botes del
Terpsícore
. La mayoría de la tripulación y del pasaje se agolpaba con impaciencia frente a las escaleras. Sonreían y charlaban excitadamente, al tiempo que lanzaban miradas a la ciudad.
Ahora ya era de noche. Las torres de Salkrikaltor eran meras siluetas; las ventanas iluminadas se reflejaban en el agua negra. Flotaban tenues sonidos en el aire: músicas, gritos, el zumbido de la maquinaria, las olas.
—Deberán haber regresado a las dos de la mañana —exclamó un subteniente—. No salgan del barrio humano y de las zonas que pueden visitarse sobre el agua. Hay muchísimo que hacer sin necesidad de poner en peligro sus pulmones.
—¿Señorita Gelvino? —Bellis se volvió y se encontró con el capitán de corbeta Cumbershum—. Acompáñeme, por favor. El sumergible nos espera.
Constreñida en el interior del diminuto sumergible, una estrecha maraña de tubos y cuadrantes de cobre, Bellis alargó el cuello para ver por encima de Cumbershum, el capitán Myzovic y el timonel.