La chica sobre la nevera (12 page)

BOOK: La chica sobre la nevera
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Los Santini voladores

Italo agitó la mano izquierda y el irritante resonar de los tambores cesó. Tomó una bocanada de aire bien profunda y cerró los ojos. Cuando lo vi allí, tan tenso, encima de la pequeña plataforma de madera vestido con su resplandeciente traje de gala, casi tocando el techo de latón de la sala, de repente lo tuve todo muy claro. ¡Me iría de casa y me uniría al circo! ¡Yo también me convertiría en uno de esos Santini voladores, brincaría por el aire como un diablo, me sujetaría a las cuerdas del trapecio con los dientes!

Italo dio dos saltos mortales y medio por el aire y a mitad del tercero se agarró al brazo que le tendía Enrico, el más joven de los Santini. El público se puso en pie y aplaudió emocionado, mi padre me quitó la caja de cartón de las palomitas, la lanzó al aire y los pequeños copos de nieve salada cayeron sobre mi cabeza.

Hay niños que se tienen que escapar de casa por la noche para unirse a un circo, pero a mí me había llevado mi padre en coche. Tanto él como mi madre me habían ayudado a meter la ropa en la maleta.

–Estoy tan orgulloso de ti, querido hijo –me dijo mi padre, al tiempo que me abrazaba un momento antes de que yo cerrara de golpe la puerta de la caravana de padre Luigi Santini–. Que te vaya bien, Ariel–Marcelo Santini. Y piensa también un poco en mí y en mamá cada vez que te eches a volar ahí en lo alto, por encima de la pista del circo.

Padre Luigi me había abierto la puerta vestido con unos pantalones brillantes de actuar y la camisa de un pijama jaspeado.

–Quiero ir con ustedes, padre Luigi –susurré–, yo también quiero ser un Santini volador.

Padre Luigi miró con ojos escrutadores mi cuerpo, me palpó con interés los músculos de los brazos y finalmente me dejó pasar.

–Son muchos los niños que desean ser Santinis voladores –dijo, tras unos segundos de silencio–. ¿Por qué crees que justamente tú eres el adecuado?

No supe qué responder, me mordí el labio inferior y me quedé en silencio.

–¿Eres valiente? –me preguntó padre Luigi.

Asentí con la cabeza. Padre Luigi adelantó velozmente un puño hacia mí. No me moví ni un milímetro, ni tan siquiera pestañeé.

–Emmm –dijo padre Luigi acariciándome la barbilla–. ¿Y rápido? –me preguntó–. Sabrás que los Santinis voladores son famosos por su rapidez.

Volví a asentir con la cabeza mientras me mordía con fuerza el labio inferior. Padre Luigi abrió la mano derecha con la palma hacia arriba, colocó en ella una moneda de cien liras y se inclinó hacia mí con sus plateadas cejas. Conseguí arrebatarle la moneda antes de que cerrara la mano. Padre Luigi movió la cabeza en señal de admiración.

–Sólo nos queda, pues, la última prueba –prosiguió, ahora con voz potente–, la prueba de la flexibilidad. Tienes que tocarte los zapatos con las piernas rectas.

Relajé el cuerpo, cogí una profunda bocanada de aire y cerré los ojos, exactamente igual a como lo había hecho Italo, mi hermano, durante la función de aquella misma noche. Me incliné hacia delante y estiré los brazos. Pude ver la punta de mis dedos a una distancia de unos pocos milímetros de los cordones de los zapatos, casi tocándolos. Tenía el cuerpo tan tenso como una cuerda a punto de romperse, pero no me rendía. Cuatro milímetros me separaban de la familia Santini. Sabía que tenía que superarlos. Y entonces, de repente, oí aquel ruido, un sonido parecido al de la madera y el cristal cuando se rompen juntos, igual de potente, realmente ensordecedor. Mi padre, que por lo visto se había quedado fuera en el coche esperando, se asustó por el ruido y entró corriendo en la caravana.

–¿Estás bien? –me preguntó, mientras intentaba ayudarme a levantar.

Pero yo era incapaz de enderezarme. Padre Luigi me cogió en sus fornidos brazos y nos fuimos todos juntos al hospital.

En las radiografías vieron la irrupción del disco entre las vértebras L2 y L3. Al sostener la radiografía a contraluz pude ver una especie de mancha negra, como una gota de café sobre la columna vertebral que aparecía transparente. En el sobre marrón de la radiografía estaba escrito con bolígrafo
Ariel Fledermaus.
Nada de Marcelo, ningún Santini, sólo lo otro, con una letra torcida y fea.

–Hubieras podido doblar las rodillas –dijo padre Luigi, y me enjugó una de las lágrimas que me caían–. Hubieras podido agacharte un poco, porque no te hubiera dicho nada.

Cien por cien

Le toco las manos, la cara, el vello de abajo, la blusa. Le digo:

–Roni, por favor, hazlo por mí, quítatela.

Pero ella no accede. Así que desisto, lo volvemos a hacer, nos tocamos, completamente desnudos, casi. La tela de su camisa –la etiqueta dice cien por cien algodón– tendría que resultar agradable, pero pica. Nada es cien por cien perfecto, eso es lo que ella siempre dice, sólo el noventa y nueve coma nueve por ciento, y gracias. ¡Toquemos madera tres veces, además, para que así sea! Odio esa tela. Me pica en la cara, no me deja sentir la calidez del cuerpo de ella ni apreciar si también está sudando. De manera que le vuelvo a decir:

–Roni, por favor –y mi voz resuena opaca, como el que se muerde con la boca cerrada–, que me voy a correr, por favor, quítatela.

Pero ella sigue en sus trece. Que no se la quita.

Esto es una locura. Llevamos ya medio año juntos y todavía no la he visto desnuda. Medio año llevan diciéndome mis amigos que no merece la pena que salga con ella. Medio año que vivimos en el mismo piso y ellos siguen empeñándose en volverme a contar todo tipo de chismes que ya nos sabemos de memoria. Como que porque odiaba el cuerpo que tenía se había intentado cortar los pechos frente al espejo con un cuchillo de cocina. También que la habían tenido que hospitalizar en más de una ocasión. Me cuentan esas historias como si ella fuera una extraña mientras se están tomando nuestro café en nuestras tazas. Me dicen que no me líe con ella, cuando nosotros ya nos amamos con locura. Podría matarlos por eso, pero no les digo nada, como mucho les pido que se callen y los odio en silencio. ¿Qué me van a contar ellos que yo ya no sepa? ¿Qué van a poderme decir de ella que me lleve a amarla ni una pizca menos de lo que lo hago?

Intento explicárselo a Roni. Que no importa, que lo que hay entre nosotros es tan fuerte que no existe nada que lo pueda estropear, y después, tal y como ella me pide, toco madera tres veces. Que ya lo sé, que me lo han contado, que sé con lo que me voy a encontrar, pero que no me importa. Que no me importa en absoluto. Pero de nada me vale, no hay nada que sirva con ella. Sigue empeñándose. Lo más lejos que hemos llegado nunca fue después de tomarnos una botella de Ben-Amí en Nochevieja, y tampoco entonces fuimos más allá del primer botón.

Después de que le han entregado el resultado de la prueba de embarazo telefonea a una amiga suya que una vez lo hizo, para enterarse de los pasos que hay que seguir. No quiere abortar, puedo notarlo. Tampoco yo quiero abortar. Se lo digo. Me hinco de rodillas en una postura teatral y le pido que nos casemos:

–Vida mía, chatita –le digo con la voz más a lo Zeev Revah que me sale–. Anda, alégrame el día, alégrame el mes, alégrame el decenio.

Ella se ríe, pero dice que no. Me pregunta que si se lo pido por el embarazo, aunque muy bien sabe que no es por eso. Pasados cinco minutos dice que de acuerdo, pero con la condición de que si tenemos un niño le pondremos Yotam. Lo pactamos con un apretón de manos. Intento levantarme, pero se me han dormido las piernas. Roni, ojos de mi corazón, alma mía, me faltan las palabras con las piernas paralizadas. Ahora sí que me has alegrado el siglo.

Esa noche nos metemos en la cama. Nos besamos. Nos desnudamos. Sólo la camisa sigue ahí. Me aparta a un lado. Se desabrocha un botón. Y otro, despacito, como en una sesión de striptease, manteniendo los bordes cerrados con una mano mientras desabrocha los botones con la otra. Una vez recorridos todos, me mira, me mira profundamente a los ojos; yo ahora respiro pesadamente y ella deja que la camisa se abra. Y entonces lo veo, veo lo que hay bajo ella. Nada podrá destruir lo que hay entre nosotros, nada, eso es lo que yo siempre decía, Dios mío, cómo he podido ser tan tonto.

La chica sobre la nevera

Sola

Él le contó a ella que había tenido una novia a la que le gustaba estar sola. Y eso resultaba muy triste, porque habían sido novios, y novios, por definición, es estar juntos. Pero a aquella chica, lo que más le gustaba era estar sola. De manera que un día él le preguntó:

–Pero ¿por qué? ¿Es por algo que haya en mí?

A lo que ella le respondió:

–No, si no tiene nada que ver contigo, en absoluto, soy yo, que soy así desde niña.

Él no lo entendió del todo, lo de la niñez, y para comprenderlo un poquito mejor intentó dar con algo parecido en su propia infancia, pero no encontró nada. Cuanto más pensaba en ello, su infancia se le asemejaba cada vez más a una caries en el diente de otra persona, un diente que aunque no estuviera muy sano tampoco le molestaba demasiado, por lo menos no a él. Esa chica, a la que le gustaba estar sola, se escondía de él constantemente, y todo por culpa de su infancia. A él eso lo ponía frenético. Así que al final le dijo:

–O me lo cuentas, o dejamos de ser novios.

Y ella le dijo que muy bien, y dejaron de ser novios.

Huguette se revela simpática

–Es muy triste –dijo Huguette–. Triste y conmovedor a la vez.

–Gracias –dijo Nahum, y dio un sorbo del jugo.

Huguette vio que él lloraba en silencio y, aunque no quería hacerle daño, finalmente no logró vencer la tentación y le preguntó:

–¿Y hasta el día de hoy no sabes qué fue lo que le pasó en su infancia para que te dejara?

–No me dejó –la corrigió Nahum–, nos separamos.

–Lo que tú digas.

–No, no es lo que yo diga –se empecinó Nahum–, se trata de mi vida. Para mí, por lo menos, esos detalles son importantes.

–¿Y tú, hasta hoy, no sabes con qué suceso de su infancia empezó todo esto? –prosiguió Huguette.

–No fue el suceso por lo que todo esto empezó –la corrigió Nahum de nuevo–. Fuiste tú –y tras un breve silencio añadió–: Sí, tiene que ver con la nevera.

El no de Nahum

Cuando la novia de Nahum era pequeña, sus padres no tenían paciencia con ella, porque era una niña con muchas energías y ellos ya eran viejos y estaban muy apagados. La novia de Nahum intentaba jugar con ellos, hablar con ellos, pero eso no hacía más que ponerlos todavía más nerviosos. No tenían ánimos para nada. Ni siquiera les quedaban fuerzas para decirle que se callara la boca. Por lo que en lugar de eso la sentaban encima de la nevera y se iban a trabajar o a donde tuvieran que ir. La nevera era altísima, y la novia de Nahum no podía bajar. Y así fue como sucedió que se pasó la mayor parte de su infancia encima de la nevera. Pero se trató de una infancia muy feliz. Mientras que otras personas recibían terribles palizas de sus hermanos mayores, la novia de Nahum se quedaba sentada al borde del techo de la nevera y cantaba para sí canciones y dibujaba en la capa de polvo allí acumulado. La vista desde allá arriba era muy bonita y se sentía muy cómoda con el culo tan calentito. Ahora que ya era más mayor, echaba mucho de menos aquella época, el estar sola. Nahum entendía perfectamente la tristeza de ella y, en una ocasión, incluso intentó subirla a lo alto de la nevera, pero ya no era lo mismo.

–Es una historia muy bonita –le susurró Huguette, tocando suavemente la mano de Nahum.

–Sí –murmuró Nahum retirando el brazo hacia atrás–, muy bonita, pero no es mía.

Días terribles
7

Ella se lo dijo a la cara, en las escaleras que bajaban de la sinagoga. En cuanto salieron, incluso antes de que a él le hubiera dado tiempo a guardarse el solideo en el bolsillo. Soltó la mano que él le llevaba agarrada, lo llamó bestia y le advirtió que no se volviera a atrever a hablarle así ni a sacarla a rastras como si fuera un objeto. Además lo dijo en voz alta, para que los demás pudieran llegar a oírlo. Las personas que trabajaban con él, y hasta el rabino, pero eso no le impidió alzar la voz. En ese mismo momento es cuando él hubiera tenido que darle la bofetada y tirarla escaleras abajo, pero, en cambio, actuó como un idiota y esperó a que llegaran a casa. Y entonces, cuando le pegó, ella pareció muy sorprendida. Como un perro sobre el que descargaran unos golpes por haberse cagado en la alfombra cuando la mierda ya se ha secado. Le empezó a dar unas suaves bofetadas en la cara mientras ella gritaba
¡Menahem, Menahem!,
como si el que le estaba pegando fuera un extraño y ella lo estuviera llamando a él para que la ayudara.
¡Menahem, Menahem!,
gritaba acurrucada en un rincón,
¡Menahem, Menahem!,
hasta que recibió una patada en las costillas.

Cuando Menahem se apartó de ella para encender un cigarrillo, vio la mancha de sangre que tenía en sus zapatos de Yom Kippur, y al volver a mirarla se dio cuenta de la media luna roja que acababa de aparecer en el vestido que le había comprado para la festividad. La luna pasó de creciente a llena, porque por lo visto le salía sangre de la nariz. Atrajo hacia sí una silla del
office
y se sentó de espaldas a ella y de cara al reloj electrónico. La oía llorar detrás de él. Oyó también los suspiros que dio al intentar volverse a levantar y el ruido del golpe seco al caerse de nuevo en su rincón. Las agujas del reloj electrónico se movían a una velocidad peligrosa. Se abrió la hebilla del cinturón, que le apretaba, dejó de apoyarse en el respaldo de la silla y echó el cuerpo hacia delante.

–Perdón –la oyó susurrar en el rincón de la habitación–, perdóname, Menahem, no lo he hecho a propósito, lo siento.

Y él y Dios la perdonaron, perfectamente coordinados, sólo treinta segundos antes del tiempo límite concedido.

Literatura traducida:
el muñeco de nieve

El negro dejó el bloque de hielo en el sucio suelo del vestuario. Alzó dos de las patas del banco y las otras dos quedaron en el suelo como apoyo. Obrayan miró al negro desde un rincón alejado de la sala mientras un hilillo de sangre le fluía de la fosa nasal izquierda.

–Hubiera podido acabar con el engreído del italiano ese –dijo, y sorbió por la nariz–. En el tercer asalto, cuando entré con el v...

–Echa la cabeza hacia atrás –le ordenó Clansy, con un cigarrillo apagado en la boca.

Obrayan dobló el cuello hacia atrás obedientemente y apoyó la cabeza en la taquilla metálica. El negro empujó el bloque de hielo de manera que quedara situado exactamente donde habían estado las patas del banco antes de que lo levantara del suelo. Sujetó el bloque de hielo entre sus desgastadas zapatillas de deporte de piel y dejó caer con fuerza sobre él las patas de metal del banco. El bloque se fragmentó en decenas de pedazos que resbalaron por el sucio suelo de la sala.

–¡Paf! –gritó Obrayan haciendo un pequeño gesto con la mano izquierda y golpeando con la derecha directo a la mandíbula de un contrincante imaginario–. Este golpe tendría que haber acabado con él –decidió–. Todo era perfecto, la inclinación, la entrada, el movimiento de la cadera...

–Basta de moverte todo el rato y echa la cabeza para atrás –se enfadó Clansy–. El combate ha terminado. ¡Jesús! ¡Mírate! Pero si estás lleno de sangre.

Obrayan dobló el cuello hacia atrás bruscamente, y la cabeza fue a golpearse con fuerza contra una de las puertas de latón de la taquilla metálica. Por un momento torció el gesto por la potencia del golpe.

–¿Quieres oír algo gracioso? –dijo.

Clansy se sacó una caja de cerillas aplastada del bolsillo de atrás del pantalón y encendió el cigarrillo.

–¿Quieres oír algo gracioso, eh, Clansy? –dijo Obrayan, y volvió a golpear con la cabeza la puerta de latón.

–¡Jesús! Pues claro que quiero oír algo gracioso –susurró Clansy cerrando los ojos–. Sólo que hazme el favor de apoyar la cabeza ahí atrás. ¡Dios mío, pero si estás lleno de sangre!

–¿Me escuchas, entonces? –prosiguió Obrayan–. El día antes del combate, cuando nos trajeron al pabellón para pesarnos, vino una chica a sacarnos unas fotos, una rubia, de esas pechugonas de piernas largas. El italiano no hacía más que decir a todo el que andaba por allí cómo me iba a machacar en cuatro asaltos. Cómo me iba a utilizar para limpiar el suelo del cuadrilátero, y otras cosas parecidas. Mientras hablaba no dejaba de dar saltos sobre el mismo lugar, de señalarme con el dedo y alzar los brazos en señal de victoria, como si ya me hubiera ganado ese combate de la mierda. Yo me quedé callado, mirándola a ella, y me di cuenta de que toda esa palabrería no la impresionaba nada.

El negro se arrastraba por el suelo a gatas, recogiendo los pedazos de hielo para colocarlos en una toalla que había extendido sobre uno de los bancos.

–Entonces, la rubia, se viene hacia mí para fotografiarme, y yo sin decir nada, mirando solamente sus ojos azules. Ella acerca la cámara a mí, pero yo sigo mirando recto, hacia donde están sus ojos, como si pudiera verlos a través de la cámara, y mientras tanto el italiano sigue gritando con su tonta voz «Eres hombre muerto, ¿me oyes, Muñeco de nieve? Estás muerto». En ese momento, de repente, ella baja la cámara, con un gesto brusco, y me pregunta con voz emocionada: «¿No piensas contestarle?». Y yo, dirigiéndole la mirada más dura que tengo, le digo: «Hablar por hablar es gratis, señorita, pero lo que yo tenga que decir lo voy a decir en el ring». Una frase que no está nada mal, ¿eh, Clansy? Un poco sobada, pero que no suena nada mal. Entonces ella me brinda la sonrisa más preciosa del universo y me tiende la mano. «Le pido disculpas», me dice, «ni siquiera me he presentado. Debbie, Debbie Rodman».

El negro terminó de recoger los trozos de hielo del suelo y volvió a ponerse en pie, mirándose con tristeza los pantalones que ahora tenía empapados de agua.

–Entonces me limpio la mano al pantalón y se la estrecho lo más delicadamente que puedo. «Obrayan», le digo, «o Muñeco de nieve, lo que usted prefiera». Entre tanto, el italiano no deja de gritar desde el otro lado de la habitación, «Te voy a degollar, te abriré como un pez, ¿me oyes, Muñeco de nieve? Cuatro asaltos y muerdes las tablas». Y entonces yo, para impresionarla un poco, tenso los músculos de los brazos y le digo: «¿Sabes, Debbie, por qué en el cuadrilátero me llaman Muñeco de nieve?». Y ella, dedicándome la mirada más inocente del mundo me dice: «No, ¿por qué? ¿Porque te derrites en junio?».

El negro fue hasta donde estaba Clansy y le dio la toalla. La mayor parte del hielo se había derretido ya, así que cuando Clansy la cogió sólo vio unos trocitos dentro de una toalla de la que goteaba un agua turbia.

–¿Me has oído, Clansy? –dijo Obrayan, volviendo a golpear la puerta de la taquilla con la parte de atrás de la cabeza–. «¿Porque te derrites en junio?» ¿No te parece gracioso?

–Muy gracioso, sí, muy gracioso, ¡Jesús...! Pero deja de joderte la cabeza contra la taquilla que te vas a hacer más daño del que te ha hecho Donelli.

Clansy tiró la colilla al suelo mojado, dobló la toalla y se la puso a Obrayan sobre la nariz.

–Presiónala bien fuerte –le ordenó a Obrayan, al tiempo que se secaba las manos en su pantalón gris–. Y deja de moverte tanto. Jesús, pero si estás lleno de sangre.

–«Te derrites en junio» –susurró para sus adentros Obrayan. Presionó la toalla contra la nariz y cerró los ojos–. No sé lo que opinarás tú, pero a mí me parece muy gracioso.

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