Read La chica del tiempo Online

Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

La chica del tiempo (29 page)

BOOK: La chica del tiempo
3.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sí, o un extraterrestre. Es verdad, Lily. Tienes razón. Estoy un poco neurótica, supongo que es porque Jos es perfecto en todos los demás aspectos.

—Sí. ¿Por qué quieres buscarte problemas? Te lo he dicho otras veces y te lo repito ahora: Jos es guapo, atractivo y divertido, y además tiene talento. Es considerado, tiene dinero y es bueno con tus hijos.

Lily tiene razón. La verdad es que Jos es fantástico con los niños. Se desvive por ellos. El sábado, por ejemplo, que Katie cumplía quince años, Jos se presentó con un pastel enorme y le regaló el último libro de Anthony Clare, no solo firmado, sino con una dedicatoria del autor: «Para Katie, de un psiquiatra a otro». Katie no se lo podía ni creer.

—¡Guau! ¡Muchas gracias, Jos! Qué detallazo.

—De nada. Dime, ¿te han enviado muchas tarjetas de felicitación?

De pronto oímos el chasquido del buzón de la puerta y Graham salió disparado ladrando. Habían llegado cinco tarjetas de cumpleaños para Katie, varias cartas para Matt y un sobre marrón para mí. Lo cogí con un escalofrío y lo puse encima de la caldera, con los demás sobres marrones que tampoco había abierto. Ya se encargaría Peter de ellos la próxima vez que viniera.

A continuación sonó el teléfono. Era mi madre, que llamaba por el móvil desde Budapest. Katie habló con ella un par de minutos y luego llamó a Matt.

—La abuela quiere hablar contigo, para variar. Hay que gritar porque la línea está fatal.

Yo pensé una vez más que es estupenda la relación que tiene mi madre con Matt. De hecho últimamente habla más con él que con nadie. Estuvieron charlando un buen rato, mientras Katie, Jos y yo tomábamos el sol en el jardín. Desde allí se oían retazos de la conversación:

—Bolivia… gobierno… Amazonas. —Es verdad, Matt estaba muy interesado en Latinoamérica—. Osos… depredadores… —Ahora parecía bastante agitado. Era evidente que estaban manteniendo una interesante discusión sobre la conservación de los osos en Hungría.

Yo estoy encantada de que Matt esté por fin saliendo de su concha. Por eso regaló todos sus juegos de ordenador, porque se ha hecho mayor y ahora ha entrado en el mundo de los adultos.

—Nueva tecnología… no —le oí decir. A lo mejor quiere ser periodista, pensé encantada, con la pasión que tiene por los asuntos mundiales.

Por fin salió al jardín, donde estábamos tomando café y pasteles. Katie y Jos hablaban de Wagner. Graham estaba sentado junto al macizo de flores, intentando cazar abejas.

—¡Graham! —exclamé—. ¡Como te piquen no vengas lloriqueando!

—Mira, así dejaría de cazarlas. Sería una especie de terapia de aversión. Asociaría el picotazo con las abejas.

—¿Seguro que eso es racional? —preguntó Jos.

Mientras tanto Matt había sacado su ordenador portátil y tecleaba con expresión ansiosa.

—Ojalá pudiéramos hacer contigo un poco de terapia de aversión, Matt —bromeé—, a ver si te olvidas un poco del ordenador. ¿No podrías dejarlo por hoy, que es el cumpleaños de Katie?

—Vale. —Cerró el ordenador de mala gana. Entonces me di cuenta de que no se lo había visto antes.

—Matt, ¿es nuevo ese ordenador? —pregunté con cautela. Él asintió—. ¿De dónde lo has sacado?

—Eh… de ningún sitio.

—¿Cómo que de ningún sitio?

—De verdad, mamá. —Pero se había ruborizado.

—Matt, dime de dónde has sacado ese ordenador.

—Es que… no me acuerdo.

—Mira, sé que los ordenadores portátiles son carísimos, y tú solo tienes una asignación de diez libras a la semana, así que dime de dónde lo has sacado.

Matt no hacía más que moverse de un lado a otro. A mí casi me dio pena. Pero también me sentía muy decepcionada, porque siempre he enseñado a mis hijos a decir la verdad.

—Matt —intenté de nuevo, con voz baja y tranquila, porque tampoco quería avergonzarlo delante de Jos—. Matt, por favor, dime cómo has conseguido un ordenador tan caro. No te lo ha comprado papá, ¿verdad?

Él negó con la cabeza y se sonrojó de nuevo. ¡Claro, qué tonta! Había sido Andie. ¡Menuda caradura! Había intentado sobornar a los niños de nuevo. Cualquier cosa para ponerlos de su lado. Y Matt no quería decírmelo para que no me sentara mal.

—Es de Andie, ¿verdad? —pregunté. Matt no dijo nada—. ¿Es de Andie?

Matt negó con la cabeza.

—Entonces dime quién te lo ha regalado.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque es privado. Lo siento, mamá —añadió, toqueteándose las mangas—, pero no puedo decirlo.

—Yo soy tu madre, Matt, y no quiero que tengas secretos así conmigo.

Matt me miró y luego bajó la vista. Tenía las orejas coloradas.

Yo me estaba enfadando de verdad. De pronto se me ocurrió una idea espantosa.

—¡Matt! Espero que no hayas hecho nada ilegal.

—¿Qué quieres decir?

—Que no… No, tú no serías capaz, ¿verdad? A ti no se te ocurriría robarlo, ¿verdad?

—¡Claro que no! —exclamó él, indignado—. Mamá, no me preguntes más, por favor.

—Mira, Matt, solo tienes doce años. Apareces con un ordenador carísimo y no quieres decirme quién te lo ha regalado. Yo creo que ha sido Andie, y en ese caso tienes que devolverlo, porque no pienso permitir que te soborne de esa manera.

—De verdad, mamá. Te aseguro que no ha sido Andie. ¡Tienes que creerme!

—¿Pues entonces quién ha sido?

—No puedo decirlo, mamá —gimió Matt—. De verdad.

Parecía a punto de echarse a llorar.

—Vamos a ver, cariño, si no fue Andie, ni papá, ¿quién te lo ha regalado?

No respondió.

—Me estoy enfadando, Matt. Venga, dímelo.

Se produjo un silencio ominoso, hasta que Jos dijo de pronto:

—He sido yo.

Matt parecía tan sorprendido como yo.

—Estaba… actualizando mi sistema informático —explicó Jos— y vi que ya no… que no necesitaba el portátil. Así que se lo ofrecí a Matt.

—¡Vaya! —exclamé—. ¡Pero es una cosa carísima!

—Bueno, de segunda mano no valen tanto. —Jos se encogió de hombros—. Y pensé que a Matt le sería útil.

—¿Es eso cierto, Matt?

Mi hijo me miró con cara inexpresiva sin decir nada. Era evidente que era cierto.

—¿Y por qué no me lo dijiste, Jos? —pregunté—. No lo entiendo.

—Pues porque pensé que no te parecería bien. Porque si no quieres que Andie les haga regalos caros a los niños, a mí se me debería aplicar la misma regla. No quería que pensaras que intentaba sobornar a tus hijos, así que Matt y yo estuvimos de acuerdo en no decir nada. Siento que haya sido motivo de discusión. Era lo último que pretendía.

—Matt —comencé, tragando saliva—, te pido perdón. Siento haber dudado de tu palabra. Menuda suerte que tienes. —Matt asintió en silencio—. Y Jos, muchas gracias. Ha sido un detalle increíble de tu parte.

Entonces me pregunté cómo había podido dudar de él. Jos era un hombre maravilloso, generoso y considerado. Le cogí agradecida la mano, con lágrimas en los ojos.

Julio

Altibajos. El tiempo consiste en altibajos. De momento estamos en buena época. Suben las temperaturas y el cielo está azul, sin un asomo de nubes. Los atardeceres se tiñen de escarlata, el barómetro indica buen tiempo. La mujercita ha salido de mi casita del tiempo y el alga de mi mesa está seca. En resumen, hace calor. Todas las indicaciones, técnicas y naturales, señalan hacia un simple hecho: hace calor. Mucho calor. Y cada día hace más calor.

—¡Uf! —exclamó Jos. Estaba metido en mi bañera, en pantalón corto y camiseta, haciendo marcas con un rotulador en las paredes. Se detuvo y se enjugó la frente—. Hace calor, ¿eh?

—Mmmm —murmuré distraída—. Sí.

Jos movía el brazo como un metrónomo, bosquejando las ramas de una palmera. Después realizó unos diestros trazos y apareció una playa y, al fondo, una concha.

—¿Dónde es eso? —pregunté.

—Misterio —contestó él, dándose unos golpecitos en la nariz.

—Anda, dímelo.

—Muy bien, es Parrot Cay, en las islas Turks y Caicos. Mi sitio favorito en el mundo. Y cuando termine este mural, vamos a ir juntos.

—¿Y eso cuándo será? —sonreí.

—Para Navidad, más o menos. ¡Uf, qué calor! —suspiró de nuevo, mientras dibujaba un pájaro en el cielo—. Supongo que esto es lo que se llama un frente cálido.

—No. Es un anticiclón.

—¿Un qué?

—Un área de altas presiones. Los anticiclones provocan un clima seco, a diferencia de las bajas presiones, que traen viento y lluvia. Los anticiclones son estables —expliqué—. Pueden estar sin moverse varios días.

—Lo cual significa que esto va a durar.

—Sí. De hecho se está formando una ola de calor, de modo que me esperan boletines meteorológicos bastante aburridos: «Buenos días a todos. Hoy va a ser otro día de sol, de modo que pónganse los sombreros, dejen al perro en casa y utilicen cremas protectoras». El buen tiempo es un rollo —comenté de mala gana—, porque no hay mucho que decir.

—Pues a mí ya me va bien —proclamó Jos, saliendo de la bañera—. Cuanto más calor, mejor. ¡Mira qué cielo! Es como un Hockney o un Yves Klein. ¿Por qué no vamos a la playa? —propuso, echando un vistazo a su trabajo—. Podríamos llevar a los niños.

—Y a Graham.

—Sí —suspiró él—. Pero solo si se porta bien conmigo.

—¿Has oído eso, cariño? —dije a Graham, que estaba tumbado junto a la puerta—. Si te portas bien con Jos y prometes no morderle, te llevará a pasar el día a la playa.

Graham alzó una ceja con expresión escéptica y cerró los ojos con un suspiro.

—¿Por qué no vamos el próximo fin de semana? —preguntó Jos—. Podríamos ir a Hastings o a Rye.

—¿El día 15? Es el día de la entrega de premios en el colegio. Tengo que ir a Kent.

—¿Quieres que vaya contigo? Para darte apoyo moral.

—Yo… bueno… —Me quedé un poco sorprendida—. Eres muy amable, Jos, pero creo que será mejor que lo hable primero con Peter.

De modo que esa tarde le llamé. Mientras marcaba me di cuenta de que nunca le había llamado a su casa, e intenté imaginarme cómo sería. Los niños habían tenido el tacto de no hablar del tema, y yo no había querido preguntar. ¿Sería un piso espartano, o decorado con gusto? ¿Tendría un montón de electrodomésticos modernos en la cocina? ¿Cómo serían sus vecinos?

—¿Diga? —se oyó la voz de Andie, con su acento norteamericano. Noté una punzada de dolor—. ¿Diga? ¿Quién es?

La cara me ardía.

—La mujer de Peter —le espeté—. ¿Puedo hablar con mi marido, por favor? —Nada más decirlo me puse furiosa conmigo misma, por haber pedido permiso para hablar con Peter.

—Cariño —llamó ella, con su voz ronca—, es para ti.

El corazón me latía tan fuerte que pensé que Peter lo oiría al otro lado de la línea. Una cosa era saber que estaba liado con Andie, y otra muy distinta oír su voz. Qué tontería haberle llamado a casa, sabiendo que existía la posibilidad de que estuviera ella.

—¡Faith! —exclamó Peter. Su tono cariñoso me cogió totalmente por sorpresa—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—Pareces algo enfadada.

—No, no, en absoluto.

—¿Me llamas para charlar un rato?

—No. Te llamo para preguntar si vas a ir al colegio para la entrega de premios. Es el 15.

—Pues claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque habrá que ponerse de acuerdo. Y además —añadí con cautela—, estaba pensando en llevar a Jos.

—¿Jos? ¿Tu amante?

—Mi compañero —le corregí con gélida altivez.

—¿Tu compañero? Vaya, qué moderna. Así que piensas traerle, ¿eh? La verdad es que no sé cómo me va a sentar. No es que me apetezca mucho hacer de carabina todo el día. ¡Ya sé! —exclamó encantado, como si se le acabara de ocurrir—. Tú te traes a Jos y yo a Andie, ¿qué te parece? Podemos ir los cuatro juntos como seres civilizados. Qué divertido, ¿no?

—Muy bien, Peter, he cambiado de opinión. Aunque de momento esté muy bien con Jos, no estoy preparada para verla a ella.

—De acuerdo —suspiró él con aire dramático—. Entonces tendremos que ir tú y yo juntos. Puedes coger el tren y nos encontramos allí, o si quieres te vienes en el coche. Tú decides.

De modo que el sábado por la mañana fui a casa de Peter, en Ponsonby Place. Era una casa blanca, con un jardincito delantero en una calle bastante desolada, sin árboles ni nada, cerca de la galería Tate. Tenía un aspecto bastante elegante y estéril, comparada con nuestra acogedora Elliot Road. Nada más llamar al timbre oí unos pasos y Peter abrió la puerta. Me aterrorizaba la idea de ver a Andie detrás de él, con aire posesivo, pero por suerte no había señales de ella. Se produjo un momento un poco violento. Nos saludamos sin saber muy bien qué decir. ¿Qué dictan las normas de la buena conducta cuando se está en medio de un divorcio? ¿Un beso en la mejilla, un apretón de manos, una sonrisa diplomática? Optamos por dar un beso al aire, que pareció una cosa forzada y poco natural. Éramos como actores representando una obra que no habíamos ensayado. Peter llevaba un traje de lino claro que yo no le había visto, y otra corbata cara, de seda. Su estilo elegante había cambiado desde nuestra separación. Peter nunca vestía así cuando estábamos casados.

—Estás muy elegante —comentó él, mirando mi vestido de lino de Miu Miu—. Antes no vestías así.

—Gracias —contesté insegura, sin saber si era un cumplido o no. Volvimos a sonreír con torpeza.

—¿No quieres pasar? —me preguntó.

—¿Cómo?

—Que si no quieres ver el piso. —Ah.

—Sí —dije—. ¿Por qué no? —Pero me arrepentí de inmediato, porque sabía que encontraría señales de Andie. Sería horrible abrir la puerta del baño y encontrarme con las cremas de Andie en el estante, o asomarme al dormitorio y ver su lencería provocativa en la cama—. En-en realidad… —tartamudeé—. Mejor en otro momento.

—Bueno. —Peter pareció un poco decepcionado—. Como quieras. ¡Muy bien! —exclamó dando una palmada con fingida alegría—. Entonces vámonos. El coche es aquel Rover azul.

—¿Te lo han dado con el trabajo?

—Sí. Podía haber pedido un Mercedes o un Beemer —explicó—, pero he preferido cumplir con mi deber patriótico.

Solo eran las diez y media, pero el sol brillaba en un cielo azul. Al atravesar el río advertí la nube de polución que envolvía la ciudad como un sudario.

—Qué divertido, ¿eh, Faith? Y quiero que sepas que no tengo ninguna intención de pedirte que pongas dinero para gasolina.

BOOK: La chica del tiempo
3.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Three Days in April by Edward Ashton
Alan E. Nourse by Trouble on Titan
Academy Street by Mary Costello
Jacob's Faith by Leigh, Lora
Once in a Lifetime by Gwynne Forster
After Eden by Helen Douglas
The Faerie's Honeymoon by Holly, Emma
Happy Endings by Amelia Moore
Truck Stop by John Penney