La chica del tambor (53 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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–No.

–No ¿qué? ¿Que hiciste el viaje sola? ¿Tantos kilómetros? ¡No seas absurda! Él no te habría encomendado una misión de tanta responsabilidad. No creo ni una palabra de lo que me dices. Todo es una patraña.

–¿Qué más da ahora? -dijo Charlie, sumiéndose de nuevo en la apatía.

Helga no opinaba lo mismo. Estaba furiosa.

–¡Claro que te da igual! ¿Por qué habría de importarte, si eres una espía? Yo sé lo que pasó. No necesito hacer más preguntas, es por pura formalidad. Michel te reclutó, luego te convirtió en su amante clandestina y después, tú, en cuanto tuviste ocasión, fuiste con el cuento a la policía a fin de cubrirte las espaldas y sacar un montón de pasta. Eres espía de la policía, y así lo pienso comunicar a ciertas personas muy eficientes con las que estamos en contacto y que se ocuparán de ti. Estás sentenciada.

–Estupendo -dijo Charlie-. Cojonudo -añadió, aplastando el cigarrillo-. Hazlo, Helga. Es justo lo que necesito. Mándamelos al hotel, ¿quieres? Habitación dieciséis. En el piso de arriba.

Helga se acercó a la ventana y descorrió la cortina de un tirón con la aparente intención de llamar a Mesterbein. Charlie divisó el pequeño coche que había alquilado Mesterbein. La luz de cortesía estaba encendida y se le veía a él sentado al volante, impasible y con el sombrero puesto.

Helga dio unos golpecitos en la ventana.

–¡Anton! ¡Anton, ven enseguida! ¡Hemos cazado a una espía! -Pero su voz, como ella pretendía, era demasiado grave para que él la oyera-. ¿Cómo es que Michel no nos habló de ti? -preguntó, corriendo de nuevo la cortina y girando hasta encararse con ella-. Tú, que durante tantísimos meses fuiste su as en la manga. ¡Es ridículo!

–Él me quería.

–¡Chorradas! Querrás decir que te utilizaba. ¿Aún guardas las cartas que te escribió?

–Michel me ordenó que las destruyera.

–Pero tú no lo hiciste, claro. ¿Cómo ibas a hacerlo si eres una sentimental y una idiota? Eso se ve enseguida en las cartas que le escribías. Sabías explotarle: ropa, joyas, hoteles… y luego le vendes a la policía. ¡Pues claro!

Helga cogió el bolso de Charlie y sin pensarlo dos veces volcó su contenido sobre la mesa del comedor. Pero las pistas que había en su interior -el diario, el bolígrafo de Nottingham, las cerillas del Diógenes de Atenas- le resultaron, en su estado de ánimo actual, demasiado exquisitas, pues lo que buscaba eran pruebas de la traición de Charlie y no de su devoción hacia Michel.

–La radio… -dijo al ver su transistor japonés con despertador incluido, que usaba para los ensayos-. ¿Qué es? Un artilugio de espía. ¿De dónde ha salido? ¿Cómo es que una chica como tú lleva una radio en el bolso?

Dejando que Helga se las arreglara con sus cuitas, Charlie se apartó y se dedicó a contemplar el fuego. Helga jugueteó con el dial y sintonizó música. Después apagó la radio y la dejó a un lado con cara de enfado.

–En la última carta que Michel no pudo echar al correo, te decía que has besado la pistola. ¿A qué se refiere?

–A que he besado la pistola -dijo, y se corrigió-: La pistola de su hermano.

Helga levantó bruscamente la voz:

–¿Su hermano? ¿Qué hermano?

–Tenía un hermano mayor, su héroe. Era un gran luchador. Fue su hermano quien le regaló el arma a Michel, y éste me la hizo besar a modo de promesa.

Helga la miraba incrédula.

–¿Fue Michel quien te contó esta historia?

–No, lo leí en el periódico. ¿Tú qué crees?

–¿Y cuándo te lo dijo?

–Hace tiempo, en una cumbre griega.

–¿Qué más te dijo de su hermano? ¡Vamos, habla!

–Michel le idolatraba, ya te lo he dicho.

–Quiero hechos: ¿qué más te contó de su hermano?

Pero la voz interior de Charlie le decía que ya había hablado bastante.

–Es secretario militar -dijo, cogiendo un cigarrillo.

–¿Te dijo dónde se encuentra o lo que hace? ¡Te ordeno que me lo digas! -Se acercó un poco más-. La policía, el servicio de inteligencia, puede que hasta los sionistas: todo el mundo te está buscando. Estamos en excelentes relaciones con ciertos elementos de la policía alemana. Ya saben que no fue la chica holandesa quien cruzó Yugoslavia en el Mercedes. Tienen la descripción. Tienen información suficiente para involucrarte. Nosotros podemos ayudarte, pero sólo cuando nos digas todo lo que sabes de Michel y de su hermano. -Se inclinó hasta que sus grandes ojos claros estuvieron a menos de un palmo de los de Charlie-. Él no tenía derecho a hablarte de su hermano. Y tú no tienes derecho a esa información. Habla de una vez.

Charlie consideró la orden de Helga, pero la rechazó tras pensarlo bien.

–No -dijo.

Tenía ganas de añadir: lo prometí y basta; no me fío de ti; déjame en paz… Pero después de oírse decir simplemente «no», decidió que con eso bastaba.

«Tu trabajo consiste en hacer que me necesiten -le había dicho José-. Tómalo como si fuera una conquista. Ellos apreciarán más lo que más les cueste conseguir.»

Helga mostraba una serenidad aterradora. Su histrionismo había terminado. Parecía haber entrado en una fase de glacial distanciamiento que Charlie captó instintivamente porque era algo que ella también sabía hacer.

–Muy bien. Llevaste el coche hasta Austria. ¿Y luego?

–Lo dejé donde él me dijo, nos reunimos y fuimos a Salzburgo.

–¿Cómo?

–En avión y en coche.

–¿Y una vez en Salzburgo?

–Fuimos a un hotel.

–¿Nombre del hotel, por favor?

–No me acuerdo. No me fijé.

–Describe cómo era.

–Estaba cerca del río. Era un hotel viejo, grande y muy bonito.

–Y directos a la cama… Él era muy hombre y tuvo muchos orgasmos, como de costumbre.

–Fuimos a dar un paseo.

–Y después del paseo, a la cama. No digas tonterías, por favor.

Charlie la hizo esperar otra vez.

–Ésa era nuestra intención, pero yo me quedé dormida al terminar la cena. El viaje me había agotado. Él intentó despertarme un par de veces pero luego renunció. Cuando desperté por la mañana, ya se había vestido.

–Y después fuiste con él a Munich, ¿cierto?

–No.

–¿Qué hiciste, pues?

–Tomé el vuelo de la tarde a Londres.

–¿Qué coche llevaba él?

–Uno de alquiler.

–¿Marca?

Charlie fingió no acordarse.

–¿Por qué no le acompañaste a Munich?

–Él no quería que cruzáramos la frontera juntos. Dijo que tenía cosas que hacer.

–¿Eso te dijo? ¿Que tenía cosas que hacer? ¡Bobadas! ¡No me extraña que fueras capaz de traicionarle!

–Dijo que tenía órdenes de recoger el Mercedes y dejarlo en alguna parte por cuenta de su hermano.

Esta vez Helga no mostró ninguna sorpresa ni indignación ante la abismal indiscreción de Michel. Ella creía en la acción, y eso era lo que tenía en mente. Se dirigió a la puerta de dos zancadas, la abrió de par en par y le hizo gestos a Mesterbein para que acudiera enseguida. Luego se dio la vuelta con las manos en jarras y miró a Charlie con sus grandes ojos claros, en los que se reflejaba un alarmante y peligroso vacío.

–Eres como Roma, Charlie -observó-. Todos los caminos conducen a ti. Mal asunto. Eres su amante secreta, conduces su coche, pasas con él la última noche de su vida. ¿Sabías lo que había en el coche cuando lo llevabas?

–Sí: explosivos.

–Tonterías. ¿De qué tipo?

–Plástico ruso. Cien kilos.

–Eso te lo dijo la policía. Ellos siempre tienen alguna mentira que contar.

–Me lo dijo Michel.

Helga soltó una risa falsa y colérica.

–¡Venga, Charlie! No te creo ni una palabra. Mientes más que hablas. -Mesterbein se materializó detrás de ella con pasos sigilosos-. Anton, lo sé todo. Nuestra viudita es una embustera de cuidado, estoy convencida. No haremos nada por ayudarla. Nos vamos.

Mesterbein la miró. Helga la miró también. Ninguno de los dos parecía tan seguro como daban a entender las palabras de Helga. Tampoco es que a Charlie le importara mucho. Se sentó cual muñeco de trapo, indiferente una vez más a nada que no fuese su congoja.

Sentada de nuevo a su lado, Helga le puso el brazo sobre los hombros inertes.

–¿Cómo se llamaba el hermano? -preguntó-. Vamos, di -añadió y la besó ligeramente en el pómulo-. Podemos ser tus amigos. Hay que tener cuidado, disimular un poco… Es lógico. Está bien, primero dime el nombre de Michel.

–Salim, pero te juro que nunca lo he utilizado.

–¿Y el nombre del hermano?

–Khalil -musitó Charlie, echándose a llorar otra vez-. Michel le adoraba -añadió.

–¿Y su nombre de guerra?

No entendía la pregunta ni le importaba.

–Era secreto militar -dijo.

Había optado por seguir conduciendo hasta caer rendida, como en el viaje por Yugoslavia. Voy a acabar con esto, me iré a Nottingham y me suicidaré en la cama del motel.

Se hallaba de nuevo en los brezales, sola y casi a ciento veinte por hora, cuando por poco se sale de la carretera. Detuvo el coche y apañó las manos del volante. Tenía los músculos de la nuca tensos y se sintió mareada.

Se sentó en el arcén y ocultó la cabeza entre las rodillas. Un par de caballos salvajes se acercaron. La hierba estaba crecida y reluciente por el rocío. Se humedeció las manos y se las llevó a la cara para refrescarse. Una moto pasó lentamente, y al levantar la vista Charlie vio a un chico que la miraba como dudando de si pararse a ayudarla. Por entre sus dedos Charlie le vio desaparecer bajo el horizonte. ¿Es de los nuestros o de los otros? Regresó al coche y anotó el número de la matrícula; por una vez, no se fiaba de su memoria. A su lado tenía las orquídeas de Michel, que había reclamado antes de marcharse.

«Pero Charlie, ¡no seas ridícula! -había protestado Helga-. Estás hecha una sentimental.»

Que te jodan, Helga. Las flores son mías.

Se hallaba en una meseta de tonos rosa, marrón y gris, desprovista de árboles. El sol estaba saliendo por el retrovisor. En la radio del coche sólo hablaban francés. Parecía un programa de preguntas y respuestas sobre problemas de jovencitas, pero no comprendía lo que decían.

Pasó junto a un remolque aparcado en un campo. Al lado del remolque había un Landrover, y junto a éste ropa de bebé tendida en una cuerda extensible. ¿Dónde había visto antes un tendero como aquél? En ninguna parte. Nunca, jamás.

Yacía en la cama de la pensión, observando cómo el día iluminaba el techo y escuchando el parloteo de las palomas en el alféizar. «Lo más peligroso será cuando bajes de la montaña», le había advertido José. Oyó unos pasos furtivos en el corredor. Son ellos. Pero ¿quiénes? Siempre la misma pregunta. ¿Rojo? No, agente, yo jamás he conducido un Mercedes rojo, o sea que salga de mi cuarto. Una gota de sudor frío le caía por el abdomen desnudo. Mentalmente, siguió el recorrido de la gota por el ombligo, hacia el costado y luego sobre la sábana. Un crujir de tablas en el suelo, un jadeo ahogado: ahora está atisbando por el ojo de la cerradura. Por debajo de la puerta apareció la esquina de un trozo de papel blanco, serpenteó y aumentó de tamaño. Humphrey, el gordinflón, le había traído el
Daily Telegraph.

Se había bañado y arreglado. Conducía despacio por carreteras secundarias, parando de camino en un par de tiendas, tal como él le había enseñado a hacer. Se había vestido desmañadamente, llevaba el pelo de cualquier manera. Nadie que la hubiera visto tan desaseada y torpe habría podido dudar de su zozobra. La carretera se ensombreció; unos olmos enfermos, entre los que se agazapaba una vieja iglesia típica de la región, se cernieron sobre ella. Paró el coche y abrió la verja de hierro. Las tumbas eran muy antiguas. Muy pocas tenían inscripción. Encontró una que parecía separada de las demás. ¿Un suicida? Se equivocaba: un revolucionario. Arrodillándose, depositó fervientemente las orquídeas donde suponía que estaba la cabeza. Luto instintivo, se dijo al penetrar en la gélida y mal ventilada iglesia. Era lo que Charlie habría hecho, de haberse dado las mismas circunstancias en el teatro de lo real.

Durante una hora siguió conduciendo sin rumbo fijo, deteniéndose sin motivo para apoyarse contra una verja y contemplar unos campos, o para apoyarse contra una verja y no contemplar nada. Hasta pasadas las doce no estuvo segura de que el motorista había dejado por fin de seguirla. Aun así, dio algunos rodeos y entró en un par de iglesias antes de tomar la carretera general hacia Falmouth.

El hotel era una antigua finca de ganado con teja de canalón situada en el estuario de Helford. Había piscina cubierta, sauna, un campo de golf con nueve hoyos y un puñado de huéspedes que parecían también empleados del hotel. Conocía bien los otros hoteles, pero éste no. Él había firmado en el registro haciéndose pasar por un editor alemán, para lo cual había traído consigo un montón de libros infectos. Había dado suculentas propinas a las telefonistas de la centralita, explicando que tenía clientes de todo el mundo que ignoraban lo que era respetar el sueño ajeno. Camareros y mozos sabían que podían darle un buen sablazo y que pasaba las noches en blanco. Había vivido así con distintos nombres falsos durante las últimas dos semanas, acechando a Charlie por la península de Cornualles en un safari solitario. Se había tumbado en las mismas camas que Charlie y contemplado los mismos techos. Había hablado con Kurtz por teléfono para estar hora a hora al corriente de los movimientos de Litvak. Había hablado esporádicamente con Charlie, desayunado algún día con ella y suministrándole más información sobre trucos de escritura clandestina. Tan prisionero había estado él de ella como ella de él.

Fue él quien le abrió la puerta, y Charlie pasó por su lado arqueando las cejas, sin saber cómo reaccionar. Asesino, fanfarrón, tramposo. Pero no tenía ganas de montar las escenas obligadas. Las había representado ya todas: era una plañidera sin lágrimas. José estaba de pie al entrar ella, y Charlie tuvo la esperanza de que la abrazaría, pero él no se movió. Nunca le había visto tan serio, tan a la defensiva. Unas profundas ojeras rodeaban sus ojos preocupados. Llevaba una camisa blanca arremangada hasta el codo (no era de seda sino de algodón). Ella la miró, consciente de sus sentimientos. No llevaba gemelos ni medallón al cuello ni zapatos Gucci.

–Ahora estás solo -dijo Charlie.

Él no captó el sentido de la frase.

–Ya te puedes olvidar del blazer rojo, ¿verdad? Ahora eres tú mismo y nadie más. Has matado a tu guardaespaldas. Ya no tienes en quién escudarte.

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