La chica del tambor (24 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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Pero Charlie no dijo nada. Le miró a la cara. Tenía que hacerlo. Aquellas ajadas facciones habían experimentado un misterioso endurecimiento, sobre todo en torno a los ojos. Pero pese a todo le siguió mirando; tenía una manera de hacerlo que le venía de la niñez, eso de congelar la expresión del rostro y pensar en otras cosas tras ese velo. Y ganó, lo sabía, porque, prueba de ello, Kurtz fue el primero en hablar.

–Charlie, reconocemos que esto es muy doloroso para ti, pero te pedimos que continúes. Tenemos el camión. Vemos tus pertenencias abandonando la casa. ¿Qué más se ve?

–Mi pony.

–¿También se lo llevaron?

–Ya te lo he dicho antes.

–¿Con los muebles? ¿En el mismo camión?

–No, en otro. No seas imbécil.

–O sea que había dos camiones. ¿Los dos a la vez, o uno primero y luego el otro?

–No me acuerdo.

–¿Dónde se encontraba exactamente tu padre todo este tiempo? ¿En el estudio, mirando por la ventana, viendo cómo se le escapaba todo? ¿Cómo puede un hombre como él soportar la deshonra?

–Estaba en el jardín.

–¿Haciendo qué?

–Mirando las rosas, contemplándolas. No paraba de decir que no se llevaran las rosas. Pasara lo que pasase. Repetía lo mismo, una y otra vez, «Si se llevan mis rosas, me suicido.»

–¿Y tu madre?

–Mamá estaba en la cocina. La única cosa que se le ocurrió fue ponerse a cocinar.

–¿Cocina de gas o eléctrica?

–Eléctrica.

–Entonces ¿he entendido mal cuando has dicho que la compañía os cortó la luz?

–Volvieron a darla.

–¿Y no se llevaron la cocina?

–Según la ley, tenían que dejarla. La cocina, una mesa y una silla por persona.

–¿Cubiertos?

–Un juego por cabeza.

–¿Por qué no embargaban la casa y os echaban a todos?

–Estaba a nombre de mi madre. Años atrás, ella había insistido en que así fuera.

–Sabía lo que se hacía. Pero en realidad era de tu padre. ¿Y dónde dices que leyó la directora lo de la quiebra de tu padre?

Estaba casi perdida. Por un momento, sus imágenes interiores habían flaqueado peligrosamente, pero volvieron a tomar fuerza para proporcionarle las palabras que necesitaba: su madre, con un pañuelo malva en la cabeza, encorvada sobre la cocina, preparando frenéticamente el
pudding
favorito de la familia. El padre de Charlie, mudo y macilento en su americana azul cruzada, mirando las rosas. La directora del colegio, con las manos a la espalda, calentándose la rabadilla junto al fuego no encendido de su imponente salón.

–En el
London Gazette
-replicó, impasible-. Donde salen todas las bancarrotas.

–¿La directora estaba suscrita a ese periódico?

–Probablemente.

Kurtz asintió lenta y largamente, luego cogió un lápiz y escribió la palabra
probablemente
en una libreta, de modo que Charlie pudiera verlo.

–Bien. Y tras la quiebra llegaron las acusaciones por fraude. ¿Cierto? ¿Querrías explicar cómo fue el proceso?

–Ya te lo he dicho. Mi padre no nos dejó ir. Primero pensaba defenderse él mismo, quería ser un héroe. Nosotros teníamos que sentarnos en las primeras filas y animarle. Pero cuando le enseñaron las pruebas, cambió de parecer.

–¿De qué se le acusaba?

–De robar dinero a sus clientes.

–¿Cuánto le cayó?

–Dieciocho meses, menos las remisiones. Ya te lo he dicho, Mart. Lo he contado todo. ¿Qué es esto?

–¿Fuiste a verle a la cárcel alguna vez?

–No nos dejaba. No quería que viéramos su vergüenza.

–Su vergüenza -repitió pensativo Kurtz-. Su deshonra. La caída. Realmente te afectó, ¿no es cierto?

–¿Preferirías que no me hubiera afectado?

–No, Charlie, me parece que no. -Kurtz se tomó otro breve respiro-. Bueno, sigamos. Te quedaste en tu casa. Dejaste la escuela, abandonaste el desarrollo cultural de tu excelente cerebro, cuidaste de tu madre y esperaste la liberación de tu padre. ¿De acuerdo?

–Sí.

–¿No te acercaste ni un solo día a la cárcel?

–Joder -masculló ella, desesperada-, ¿Por qué te emperras en abrir más la herida?

–¿Ni pasaste por allí?

–¡No!

Charlie estaba conteniendo las lágrimas con un coraje que ellos debían de estar admirando. ¿Cómo pudo aguantar entonces o cómo aguantaba ahora? ¿Por qué se obstinaba Kurtz en hurgar implacablemente en sus ocultas cicatrices? El silencio fue como un intervalo entre los gritos. Sólo se oía el rotulador de Litvak recorriendo las páginas de su cuaderno.

–¿Te sirve de algo todo esto, Mike? -le preguntó Kurtz a Litvak sin dejar de mirar a Charlie.

–Sí, estupendo -dijo Litvak, jadeante, mientras su bolígrafo no paraba de escribir-. Podemos utilizarlo, es escabroso. Sólo que hubiera alguna anécdota jugosa sobre lo de la cárcel… O mejor cuando le dejaron en libertad, los meses finales, claro… ¿por qué no?

–¿Charlie? -dijo escuetamente Kurtz, pasándole la petición de Litvak.

Charlie se desvivió por fingir que estaba reflexionando hasta que le llegara la inspiración.

–Bueno, está lo de
espuertas…
-dijo, como dudando.

–¿Las puertas? -dijo Litvak-. ¿Qué puertas?

–Cuéntanoslo -propuso Kurtz.

Un rompas de espera mientras Charlie levantaba una mano y se pellizcaba delicadamente el puente de la nariz con los dedos medio y pulgar, indicando una gran aflicción y una ligera migraña. Había contado esa historia a menudo, pero nunca tan bien como ahora.

–No le esperábamos hasta dentro de un mes. Él no telefoneó, ¿cómo iba a hacerlo? Nos habíamos mudado y vivíamos de la beneficencia. Se presentó por las buenas. Parecía más flaco y más joven. Cabello corto. «Hola, Chas, he salido.» Me dio un abrazo. Lloró. Mamá estaba arriba, demasiado asustada para bajar a verle. Él no había cambiado en nada. Sin contar lo de las puertas. No podía abrirlas. Se acercaba, se paraba delante, permanecía firmes con los pies juntos y la cabeza gacha, y esperaba a que el carcelero viniese a abrirlas.

–Y el carcelero era
ella
-musitó Litvak, al lado de Kurtz-. Su propia hija.

–La primera vez que pasó, yo no podía creerlo. «¡Abre la puerta, púnela!», le grité. Pero su mano se negó, literalmente.

Litvak escribía como un poseso. Pero Kurtz no estaba tan entusiasmado. Su expresión, al consultar de nuevo las carpetas del otro, sugería que tenía serias reservas.

–Charlie, en esa entrevista que concediste, creo que al
Ipswich Gazette,
¿no es así?, cuentas algo de que tu madre y tú solíais subir a un monte que había junto a la prisión y que agitabais el brazo para que tu padre pudiera veros desde la ventana de su celda. Ahora bien… según lo que acabas de contarnos, no te acercaste a la cárcel ni una sola vez.

Charlie consiguió realmente echarse a reír. Fue una risa sonora y convincente, por más que las sombras no se hicieran eco de ella.

–Pero si no fue más que una
entrevista,
Mart -le dijo, tomándole a broma al ver que ponía cara larga.

–¿Y?

–Pues que en las entrevistas se tiende a poner un poco de salsa al pasado para hacerlo más interesante.

–¿Eso lo has hecho aquí también?

–Por supuesto que no.

–Quilley, tu agente, le dijo no hace mucho a un conocido nuestro que tu padre murió en la cárcel, no en casa. ¿Qué era eso, más salsa?

–Es Ned quien lo dijo, no yo.

–Cierto. Exactamente. De acuerdo.

Kurtz cerró la carpeta, no convencido todavía.

No pudo evitarlo. Girando en su silla hacia la derecha, Charlie se encaró a José, pidiéndole indirectamente que le sacara del apuro.

–¿Qué tal me sale, José? ¿Bien?

–Impresionante, diría yo -contestó, y continuó enfrascado en sus cosas.

–¿Mejor que en
Santa Juana
?

–Pero Charlie, querida, ¡tus frases son muchos más buenas que las de Shaw!

No me está felicitando, me está consolando, pensó ella con tristeza. Pero ¿por qué era tan áspero con ella?, ¿por qué tan susceptible, por qué tan reservado después de haberla traído a este lugar?

Rose, la sudafricana, venía con una bandeja de bocadillos. La seguía Rachel con unas pastas y un termo de café azucarado.

–¿Es que aquí no duerme nadie? -se quejó Charlie mientras se servía. Pero su pregunta pasó inadvertida. O más bien, puesto que todos la habían oído con claridad, desatendida.

Los dulces momentos habían concluido y ahora venían los tan esperados momentos de peligro, esa hora de vigilancia antes del alba, cuando Charlie tenía la cabeza más despejada y la cólera más a flor de piel; el momento, en otras palabras, de trasladar sus ideas políticas -que Kurtz le había asegurado eran respetadas por todos los presentes- del mencionado tintero a un medio menos líquido y más transparente. En manos de Kurtz las cosas volvían a tener su propia cronología y su propia aritmética. Primeras influencias, Charlie. Fecha, lugar y personas, Charlie: enumera tus cinco máximas predilectas, tus primeros diez encuentros con la alternativa militante. Pero Charlie ya no estaba de humor para objetividades. Se le había pasado el acceso de modorra, y en su lugar empezaba a manifestarse una nerviosa sensación de rebeldía interna, como ellos podrían haber sabido por lo crispado de su voz y su mirada punzante y suspicaz. Estaba harta de ellos. Harta de ser útil a esta alianza a la fuerza, harta de que la llevaran de un sitio a otro sin saber lo que aquellas manos adiestradas y manipuladoras estaban haciendo con ella, ni lo que aquellas voces hábiles le estaban susurrando al oído. La víctima que había en ella tenía ganas de pelear.

–Charlie, querida, esto es única y estrictamente para el expediente -afirmó Kurtz-. Aunque figure en el expediente, ya nos encargaremos de correr un tupido velo sobre todo esto -le aseguró. Pero seguía insistiendo en arrastrarla por una fatigosa lista de manifestaciones, sentadas, marchas, ocupaciones de casas y revoluciones de fin de semana, preguntando en cada caso lo que él llamaba «argumentación» previa a cada una de sus acciones.

–Por el amor de Dios, deja ya de evaluarnos, ¿quieres? -le espetó ella-. No somos ni dialécticos, ni instruidos ni organizados…

–Entonces ¿qué?, cariño -dijo Kurtz con una bondad de santo.

–Y de
cariño,
nada. ¡Somos
personas!
Seres humanos adultos, ¿entiendes? ¡O sea que deja de joderme!

–Charlie, ten por seguro que no te estamos jodiendo. Aquí nadie te jode.

–Iros al infierno.

Odiaba mostrarse así. Odiaba la aspereza que le asaltaba cuando se veía acorralada. Tenía una imagen de sí misma pegando a su pony, golpeando inútilmente con puños de chiquilla una puerta de madera enorme, mientras su estridente voz batallaba con frases peligrosamente irreflexivas. Al mismo tiempo le gustaba la gloriosa liberación y los cristales rotos que traía consigo la cólera.

–¿Por qué hay que creer antes de decir «no»? -preguntó, recordando una grandilocuente frase que Long Al le había inculcado (¿o fue otra persona?)-. Puede que decir «no» sea creer, ¿no crees? Estamos en guerras distintas, Mart. No se trata de una potencia contra otra, de Oriente contra Occidente. Son los hambrientos contra los cerdos, los esclavos contra los opresores. Tú piensas que eres libre, ¿no? Pues es porque alguien lleva cadenas. Si uno come, otro pasa hambre. Si uno corre, otro ha de quedarse quieto. Todo eso debe cambiar.

Antaño había creído firmemente en esas cosas. Tal vez las creía aún. Lo había visto así y lo había tenido claro. Había llamado a puertas desconocidas con eso en mente y había visto desaparecer la hostilidad al lanzar su mensaje propagandístico. Se había manifestado por ello: por el derecho del pueblo a liberar la mente de las personas, a desatascarse mutuamente de la asfixiante ciénaga de los condicionamientos capitalistas y racistas, y tratarse unos a otros con una camaradería espontánea. Fuera, en un día despejado, esa visión podía aún hoy llenar su corazón y moverla a proezas que, en frío, la habrían hecho encogerse. Pero entre aquellas paredes y aquellas caras que la miraban con sagacidad, no tenía espacio para desplegar sus alas.

Hizo otro intento, aún más estridente:

–Sabes, Mart, una de las diferencias de tener tu edad o la mía es que nosotros somos realmente
melindrosos
a la hora de ver a quién consagramos nuestra existencia. Por alguna razón, no nos sentimos inclinados a entregar nuestras vidas a una multinacional registrada en Liechtenstein y con cuenta en las malditas Antillas Holandesas. -Ese fragmento era de Al, seguro. Se había apropiado incluso de su áspera voz para recitarlo mejor-. No nos parece buena idea dejar que gente a la que no hemos visto nunca, ni conocemos ni hemos votado jamás nos arruine el mundo. Curiosamente, no nos gustan nada los dictadores, ya sean grupos de personas, países o instituciones, y no nos gusta nada la carrera armamentística, ni la guerra química ni todo ese catastrofismo. No creemos que el estado judío tenga que ser una guarnición imperialista de los americanos y tampoco creemos que los árabes sean un hatajo de fieras llenas de pulgas o unos decadentes jeques del petróleo. Y por eso decimos «no»; para no tener ciertas reservas mentales, ciertos prejuicios y alineamientos. O sea que decir no es positivo, ¿vale? Porque
no tenerlos
es positivo, ¿entiendes?

–¿Arruinar el mundo, cómo, Charlie? -preguntó Kurtz mientras Litvak escribía pacientemente.

–Envenenándolo. Quemándolo. Estropeándolo todo con basura y colonialismo y con el calculado sometimiento mental de la clase trabajadora… -Y del resto me acordaré dentro de un momento, pensó ella-. O sea que no me vengas a preguntar nombre y dirección de mis cinco primeros gurús, ¿vale, Mart?, porque están aquí dentro -se golpeó el pecho-, y no me vengas con burlas si no te sé recitar a Che Guevara de memoria hasta el amanecer; pregúntame si quiero que el mundo sobreviva y que mis hijos…

–¿Sabes
recitar
a Che Guevara? -preguntó Kurtz con interés.

–Un momento -dijo Litvak, y levantó una mano escuálida pidiendo una pausa mientras con la otra escribía frenéticamente-. Esto es fantástico. Espera sólo
un
momento, Charlie, por favor.

–¿Por qué no te levantas y te vas a comprar una casete? -le espetó Charlie. Le ardían las mejillas-. Y si no, la robas, que es lo tuyo.

–Porque no disponemos de una semana para leer transcripciones -replicó Kurtz mientras Litvak seguía escribiendo-. El oído selecciona, comprendes, querida. Las máquinas no. Las máquinas son antieconómicas. ¿Sabes recitar a Che Guevara, Charlie? -insistió mientras esperaban.

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