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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (18 page)

BOOK: La chica del tambor
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Pero José, de todos modos, no le hizo el menor caso.

–Hola, Charlie. El barco ha llegado tarde. Pobrecita. No importa. Ya estás aquí. -Ese al menos era José: nada de triunfalismo, nada de sorpresa, un severo saludo bíblico y un gesto dirigido al camarero-, ¿Primero lavarte o un whisky? El lavabo de señoras está ahí al fondo.

–Primero whisky -dijo ella, y se dejó caer en la silla que estaba delante de él.

Supo inmediatamente que era un buen local. Esa clase de sitios que los griegos se reservan para ellos.

–Ah, y antes de que me olvide… -José buscó algo detrás de él.

¿Olvidar qué?, pensó ella con la cabeza entre las manos, mirándole fijamente. Vamos, José, si tú jamás has olvidado nada… De debajo del banco José había sacado una bolsa griega de lana, muy chillona, que le ofreció a Charlie evitando ostentosamente toda ceremonia.

–Ya que vamos a recorrer el mundo juntos, aquí tienes tu equipo de fuga. Dentro encontrarás tu pasaje de avión de Tesalónica a Londres, que aún puedes cambiar si lo deseas; y también los medios para ir de compras, escurrir el bulto o simplemente cambiar de idea. ¿Te fue difícil librarte de tus amigos? Seguro que sí. A nadie le gusta engañar a la gente, y menos a la gente que queremos.

Hablaba como si lo supiera todo acerca del engaño, como si practicara a diario con la compunción.

–No hay paracaídas -se lamentó ella, mirando dentro de la bolsa-. Gracias, José. -Lo dijo una segunda vez-. Qué elegante. Muchas gracias. -Pero tenía la sensación de no creerse ya más a sí misma. Serán las pastillas de Lucy, se dijo. La resaca de viajar en vapor griego.

–¿Qué te parece una langosta? En Mykonos dijiste que la langosta era tu plato favorito. ¿Era verdad? El chef te guarda una, basta una orden tuya para que la ejecute. ¿Qué me dices?

Con la barbilla apoyada aún en una mano, Charlie dejó que su buen humor se superara a sí mismo. Con una sonrisa cansina, levantó el otro puño y remedó el gesto de César con el pulgar, condenando a muerte a la langosta.

–Diles que no quiero mucha violencia -comentó. Luego le cogió una mano y se la estrujó entre las suyas a fin de disculparse por su aspecto abatido. Él sonrió y le dejó juguetear con su mano. Era una mano hermosa, de dedos largos y duros y músculos muy fuertes.

–Y el vino que te gusta -dijo José-. Boutaris, blanco y frío. ¿No era eso lo que podías decir?

Sí, pensó ella, observando cómo la mano de él hacía el viaje de vuelta por la mesa. Eso solía decir yo, hace años, cuando nos conocimos en aquella pequeña y pintoresca isla griega.

–Y después de la cena, en calidad de Mefistófeles personal tuyo, te llevaré a lo alto de una colina y te enseñaré el segundo lugar más bonito de la tierra. ¿De acuerdo? ¿Te apetece una excursión con misterio?

–Yo quiero el primero -dijo ella, bebiendo su whisky.

–Y yo nunca doy primeros premios a nada -replicó él plácidamente.

¡Sácame de aquí!, pensó ella. Manda al escritor a freír espárragos. Consigue un libreto nuevo. Probó con un truco sacado de los guateques de jovencita en Rickmansworth:

–¿Qué has estado haciendo estos días, José? Aparte, claro está, de suspirar por mis huesos.

Él no llegó a responder. En lugar de eso, le preguntó por su propia espera, por el viaje y por la pandilla. Sonrió cuando ella le contó la providencial aparición del taxi con el hippy que no mencionó a Jesucristo; quiso saber si tenía noticias de Alastair y mostró una cortés desilusión al enterarse de que ella no sabía nada de él. «¡Oh!, es que él nunca escribe», dijo Charlie con una carcajada de despreocupación. José le preguntó qué clase de papel creía ella que le habrían ofrecido; ella suponía que se trataba de un
spaghetti western
y a él le pareció gracioso: nunca había oído esa expresión, e insistió en que ella se lo explicara. Cuando Charlie hubo terminado su whisky empezó a pensar que tal vez él la consideraba atractiva. Hablándole de Al, se sorprendió de ver que estaba haciendo sitio en su vida a un nuevo hombre.

–En fin, sólo espero que tenga éxito -dijo ella, dando a entender que el éxito podría compensar a Al de otras frustraciones.

Pero incluso cuando estaba haciendo estos progresos hacia José, se vio asaltada una vez más por la sensación de estar pisando en falso. Era algo que le ocurría a veces en escena, cuando algo no salía bien: que los acontecimientos se sucedían separada y rígidamente, que los diálogos eran demasiado endebles, demasiado francos.
Ahora,
pensó. Metió la mano en su bolso y extrajo una cajita de madera de olivo y se la ofreció a José. Éste la tomó pero no reconoció al momento que se trataba de un regalo, y ella detectó divertida un instante de ansiedad, de sospecha incluso, en su cara, como si algún factor inesperado amenazase con desbaratar sus planes.

–Se supone que debes abrirla -le explicó ella.

–Pero ¿qué es? -Dedicándole la bufonada, José sacudió la cajita y luego se la llevó a la oreja-. ¿He de pedir un cubo de agua? -preguntó. Suspirando como si no esperara nada bueno, levantó la tapa y contempló los pequeños envoltorios de papel de seda que había en su interior-. ¿Qué es esto, Charlie? Estoy totalmente confuso. Debo insistir en que los devuelvas allá donde los hayas conseguido.

–Vamos, abre uno.

José estiró una mano; ella vio cómo quedaba suspendida en el aire, como si fuera sobre su propio cuerpo, y bajaba después para coger el primer presente, que era la gran concha rosada que ella había rescatado de la playa el día en que él se fue de la isla. José la depositó solemnemente sobre la mesa y sacó la siguiente ofrenda, un asno griego de madera
made in
Taiwán, comprado en la tienda de
souvenirs, con
la palabra «José» pintada a mano por ella sobre la grupa. Sosteniéndolo con ambas manos, José empezó a darle vueltas y vueltas mientras lo examinaba.

–Es macho -dijo ella. Pero no consiguió cambiar la seriedad de su expresión-. Y ésa soy yo, enfurruñada -aclaró al levantar él una foto de Charlie vista por detrás, con sombrero de paja y caftán, sacada con la Polaroid de Roben-, Estaba muy enfadada y no quise posar. Pensé que sabrías apreciarla.

La gratitud de él tuvo un tono de ocurrencia tardía que la dejó helada. Gracias pero no, parecía decir él; gracias pero en otra ocasión. Ni Pauly, ni Lucy ni tú tampoco. Ella dudó y finalmente se lo dijo, afablemente, pero con convicción:

–José, no tenemos por qué seguir con esto, sabes. Aún puedo coger el avión, si es lo que prefieres. Yo no quería que tú…

–Que yo ¿qué?

–No pretendía hacerte cumplir una promesa precipitada. Eso es todo.

–No fue precipitada. Iba totalmente en serio.

Ahora le tocaba a él. Sacó un pliego de folletos de viaje. Espontáneamente, ella dio la vuelta a la mesa y se sentó al lado de él con el brazo izquierdo apoyado en su hombro a fin de poder examinarlos juntos. Su hombro era tan duro como un acantilado, y casi tan íntimo, pero ella no apañó el brazo. Delfos: fantástico. Su pelo rozaba la mejilla de él. Se lo había lavado la noche anterior pensando en la ocasión. Olympus: fabuloso. Meteora: la primera vez que lo oigo. Sus frentes estaban tocándose. Tesalónica: ¡uau! Los hoteles donde pararían, todo planeado, todo reservado. Ella le besó un pómulo, justo al lado del ojo, un fortuito y apresurado ósculo que se concede fugazmente. Él sonrió y le dio un apretón en la mano hasta que ella dejó prácticamente de preguntarse qué tenía él, o ella, que le daba el derecho de tomar posesión de ella sin combatir, sin una rendición siquiera; o de dónde venía ese reconocimiento previo -el «Ah, sí, Charlie, qué tal»- que había convenido su primer encuentro en una reunión de viejos amigos y este de ahora en una conferencia sobre su luna de miel.

Al cuerno, pensó ella.

–Tú nunca llevas blazers de color rojo, ¿verdad, José? -le preguntó sin haberse dado tiempo a considerar su pregunta-. Color vino, con botones de latón, y un aire años veinte en el corte…

José alzó lentamente la cabeza, se volvió y le devolvió la mirada:

–¿Es un chiste?

–No. Es una pregunta, sin más.

–¿Un blazer rojo? ¿Y por qué habría de llevar uno? ¿Es que quieres que vaya a animar a tu equipo de fútbol o algo así?

–Te quedaría bien. Eso es todo. -Él seguía esperando una explicación-. Es la manera en que a veces veo a las personas -dijo ella, empezando a buscar una salida al atolladero-. Teatralmente. En mi cabeza. Tú no conoces a las actrices, ¿me equivoco? Yo le pongo maquillaje a la gente, barbas, cosas así… Te quedarías de una pieza. También los visto de gala. Bombachos, uniformes. Todo me lo imagino yo. Es una costumbre que tengo.

–¿Quiere eso decir que te gustaría que me dejara barba?

–El día que así sea, te avisaré.

Él sonrió y ella le devolvió la sonrisa -otro encuentro tras las candilejas-, la mirada de él la soltó y finalmente ella logró despegar rumbo al lavabo de señoras donde se regañó a sí misma mirándose al espejo mientras trataba de descifrar el enigma de José. No me extraña, pensó, que tenga esos agujeros de bala. Se los hicieron las mujeres.

Habían comido, habían hablado con la seriedad de los desconocidos, y él había pagado la cuenta extrayendo una cartera de piel de cocodrilo que debía de haberle costado una fortuna.

–¿Me estás poniendo en la lista de gastos? -preguntó ella al ver que José doblaba el recibo y se lo guardaba.

La pregunta quedó sin responder pues, de repente, afortunadamente, su consabido genio administrativo había tomado las riendas y al parecer les quedaba poquísimo tiempo.

–Por favor, asómate a ver si hay un Opel verde destartalado con aletas abolladas y un conductor de diez años -le dijo él mientras se apresuraba por un angosto pasadizo paralelo a la cocina, llevando el equipaje de ella.

–A la orden -dijo Charlie.

Estaba aparcado junto a la entrada lateral; aletas abolladas, como él había prometido. El conductor cogió el equipaje y rápidamente metió las cosas en el maletero. Tenía pecas y un aspecto saludable, los cabellos rubios, una gran sonrisa de trigo sarraceno y, efectivamente, aspecto de tener, si no diez, quince años como mucho. La calurosa noche seguía derramando su pausada llovizna habitual.

–Charlie, te presento a Dimitri -dijo José indicándole que ocupara el asiento de atrás-. Su madre le ha dado permiso para llegar tarde. Dimitri, sé tan amable de llevarnos al segundo lugar más bonito de la tierra. -José se había puesto al lado de ella. El coche arrancó de inmediato y, con él, el monólogo de un guía chistoso-. Y bien, Charlie, ahí tienes el hogar de la moderna democracia griega, la Plaza de la Constitución; fíjate en los muchos demócratas que disfrutan de su libertad en las terrazas de los restaurantes. A tu izquierda puedes ver el Olympieion y la Puerta de Adriano. Debo advertirte, no obstante, antes de que te hagas una idea equivocada, que éste es un Adriano distinto del que hizo erigir la famosa muralla. La versión ateniense es un hombre mucho más extravagante, ¿no crees? Más artístico, diría yo.

–Oh, sí. Mucho -dijo ella.

Vamos, despierta, se dijo a sí misma con avidez. Espabila de una vez. Excursión gratis, un nuevo y encantador compañero, la Grecia antigua y
diversión-
¿qué más quieres? Estaban aminorando la marcha. Atisbó unas ruinas a su derecha, pero los setos altos las ocultaron de nuevo. Llegaron a una glorieta, siguieron cuesta arriba por una colina pavimentada y se detuvieron. José salió del coche y fue a abrirle la puerta, luego la agarró de la mano y la condujo, rápidamente y con aires casi conspíratenos, hacia una estrecha escalera de piedra entre árboles de ramas entrecruzadas.

–Hablamos únicamente en susurros e, incluso entonces, en un código sumamente elaborado -dijo él con un teatral murmullo de advertencia, y ella le respondió algo que tampoco tenía sentido.

Su firme apretón estaba cargado de electricidad. Sentía arder los dedos al contacto de su mano. Iban por un sendero de bosque, a ratos asfaltado, a ratos de tierra, pero siempre cuesta arriba. La luna había desaparecido y estaba muy oscuro, pero José iba delante de ella certero como una flecha, igual que si fuera de día. Cruzaron una escalinata de piedra y luego un sendero mucho más amplio, pero los caminos fáciles no eran para él. Cesaron los árboles y Charlie vio a su derecha las luces de la ciudad ya muy abajo. A su izquierda, y bastante más arriba aún, una especie de risco montañoso destacaba negro contra la anaranjada línea del horizonte. Oyó pasos y risas detrás de ella, pero sólo eran dos jovencitos riendo un chiste.

–No te importa andar, ¿verdad? -preguntó él, sin variar la marcha.

–Muchísimo -contestó ella.

–¿Quieres que te lleve en brazos?

–Sí.

–Lástima que tenga un tirón muscular en la espalda.

–Lo he visto -dijo ella, agarrándose más de su mano.

Al mirar el frente descubrió lo que parecían las ruinas de un viejo molino inglés, ventanas arqueadas una encima de otra y, detrás, la ciudad iluminada. Echó un vistazo a su izquierda y el risco se había convertido en el negro perfil rectangular de un edificio con lo que podía haber sido una chimenea asomando por un extremo. Después, nuevamente los árboles, el ensordecedor parloteo de las cigarras y un olor a pino lo bastante fuerte para que le picaran los ojos.

–Es una tienda de campaña -susurró ella, haciéndole parar un momento-. ¿Verdad? Sexo en las alturas. ¿Cómo has adivinado mis apetitos secretos?

Pero él estaba ya avanzando a unos pasos de ella. Charlie jadeaba, pero cuando tenía ganas podía marchar el día entero, de modo que los jadeos tenían otro origen. Habían llegado a un camino ancho. Frente a ellos, dos siluetas grises de uniforme montaban guardia sobre una pequeña cabaña de piedra en la que una bombilla ardía dentro de una jaula de alambre. José se les acercó y ella pudo oírles respondiendo con un murmullo a su saludo. La barraca se levantaba entre dos verjas de hierro. Detrás de una quedaba otra vez la ciudad, de la otra sólo había la más completa negrura, y era hacia esa oscuridad a donde se les dejaba entrar, pues ella oyó el tintineo de llaves y el crujir del metal cuando la verja osciló lentamente sobre sus goznes. El pánico se apoderó momentáneamente de ella. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde estoy? Sal corriendo, boba, sal corriendo. Los hombres eran funcionarios o policías y adivinó que José los había sobornado por su gran docilidad. Se miraron todos el reloj y al levantar él su muñeca ella vio el fulgor de su camisa color crema y de los gemelos. José le hacía señas para que avanzara. Ella se echó atrás y vio a dos chicas en el camino, más abajo, mirándola. Él la estaba llamando. Charlie echó a andar hacia la verja abierta. Notó que los ojos de los policías la desnudaban y se le ocurrió entonces que José aún no la había mirado así; aún no había dado pruebas evidentes de desearla. En aquella incertidumbre, ella deseó intensamente que lo hiciera.

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