La chica de sus sueños (13 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La chica de sus sueños
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—Pues yo sí que voy —y se alejó sin más. La lluvia ya no importaba; el chapoteo de los pies en los zapatos lo acompañó hasta que entró en el primer bar que encontró.

El camarero lo miró sin pestañear e hizo un comentario sobre la lluvia, que Brunetti dejó sin respuesta, limitándose a pedirle un
caffè
corretto
para tomar y otro en vaso de plástico para llevar. El camarero se los sirvió y Brunetti echó azúcar en los dos. Cuando se iba, el camarero le dijo que podía llevarse el paraguas marrón que estaba al lado de la puerta y devolverlo cuando quisiera.

Agradeciendo el paraguas, Brunetti volvió al muelle. Sin decir nada, puso el café en la mano de Vianello. El inspector retiró la servilleta que cubría el vaso y bebió el café como si fuera medicina, y lo era, en cierto modo. Fue a decir algo, pero se interrumpió al oír un motor que sonaba a su izquierda.

Al cabo de un momento, vieron la lancha de la policía, con Foa al timón y las siluetas de varios hombres en la cabina. Foa llevó la lancha a la calle Traghetto, donde los esperaban Brunetti y Vianello, que no salieron del portal hasta ver al primer técnico doblar la esquina, cargado con una maleta metálica. Poco después, salían Bocchese, el jefe del equipo y el
dottor
Rizzardi. Tras ellos, otros dos técnicos, vestidos con monos blancos desechables, que cargaban con el pesado utillaje de su ingrato oficio. Todos calzaban botas altas de goma.

Antes de que Brunetti pudiera preguntar cómo había podido llegar tan pronto, el doctor explicó:

—Bocchese me ha llamado a casa y se ha ofrecido para recogerme en la Salute. —Pasando junto a Brunetti, se acercó al cuerpo que estaba en el muelle. Rizzardi aflojó el paso al verlo y dijo—: Niños. Odio esto. —Ninguno de los presentes tuvo dificultad para interpretar sus palabras: todos aborrecían que las víctimas fueran niños.

Hasta ese momento, Brunetti no observó que ninguno de ellos llevaba paraguas, y advirtió que había dejado de llover. Probablemente, había subido la temperatura, pero él no lo notaba, con la ropa mojada pegada al cuerpo. Miró a Vianello, que ya no tiritaba.

Cuando se acercaban al cadáver, Brunetti dijo:

—Vianello la ha sacado. Estaba ahí delante, pero quizá no ha caído desde aquí. —Si la niña había entrado en el agua desde allí, las pisadas de ellos dos en los escalones habrían borrado las señales de lo que pudiera haber ocurrido.

Bocchese, Rizzardi y el primer técnico se arrodillaron alrededor del cuerpo, y Brunetti, por una perversa asociación de ideas, pensó en los cuadros de la Adoración de los Reyes, con los Magos de Oriente arrodillados alrededor de otra criatura. Ahuyentó el pensamiento y se acercó al grupo.

—¿Diez años? —preguntó Rizzardi a nadie en particular mirando la cara de la niña. Brunetti trató de recordar el aspecto de Chiara a los diez años, lo pequeña que era, pero el recuerdo no llegaba.

La niña tenía los ojos cerrados, pero no parecía dormir. Brunetti se preguntaba de dónde habría salido el mito de que los muertos aparentan estar dormidos. Los muertos parecen muertos: tienen una inmovilidad que los vivos no pueden imitar. Los malos pintores, las novelas sentimentales, una comprensible ilusión pueden dar esa impresión, pero los muertos parecen lo que son.

Rizzardi tomó una mano de la niña y buscó el pulso, una formalidad absurda que a Brunetti le pareció conmovedora. El médico dejó la mano en el suelo y miró el reloj. Levantó un párpado y Brunetti captó un destello verde o azul, pero el doctor lo cerró enseguida. Con las dos manos, le abrió la boca y examinó el interior, luego le oprimió el pecho con una mano, pero no salió agua, suponiendo que fuera eso lo que él esperaba.

Rizzardi levantó la falda hasta encima de la rodilla. La tela había quedado aprisionada debajo del cuerpo, y la dejó como estaba. Subió los puños del jersey, pero no había marcas en las muñecas. Volvió a tomar la mano y esta vez le dio la vuelta y examinó la palma. La piel estaba áspera, arañada, como si se hubiera agarrado a una superficie abrasiva. Señales parecidas tenía la otra palma. Rizzardi se inclinó más para examinar las uñas y volvió a dejar las manos en el suelo.

En silencio, Bocchese entregó dos bolsas de plástico transparente al doctor, que cubrió con ellas las manos de la niña y las ató.

—¿Alguien ha denunciado la desaparición de una niña? —preguntó Rizzardi.

—Hasta ayer, nadie, que yo sepa —respondió Brunetti. Miró a Vianello y éste movió la cabeza negativamente.

—Podría ser hija de turistas —dijo Rizzardi—. Nórdicos. Pelo rubio y ojos claros.

Lo mismo podría decirse de Paola, pensó Brunetti, pero calló.

El médico se puso en pie y en aquel instante el sol se abrió paso entre las nubes e iluminó la escena de unos hombres que rodeaban el cuerpo de una niña tendido en el suelo. Bocchese bajó la mirada y, al ver que su sombra se proyectaba sobre la cara de la niña, rápidamente, dio un paso atrás.

—No sabré algo seguro hasta que le haga la autopsia —dijo Rizzardi, y Brunetti observó que el médico había evitado sus expresiones habituales «abrirla» o «echar un vistazo».

—¿Alguna idea? —no pudo menos que preguntar Brunetti.

El médico movió la cabeza negativamente.

—No hay señales de violencia más que en las manos.

Vianello dejó oír un gruñido interrogativo.

—Las abrasiones —explicó el médico—. Pueden darnos un indicio de dónde estaba antes de que ocurriera esto. —Volviéndose hacia el técnico, dijo—: Espero que encontremos algo sobre lo que pueda trabajar, Bocchese.

El técnico, que nunca se mostraba muy locuaz, no había dicho nada desde su llegada. Al oír su nombre, pareció salir de un trance. Miró alrededor y preguntó a Brunetti:

—¿Han terminado?

—Sí.

Bocchese dijo entonces a su ayudante:

—Vamos a hacer las fotos.

Capítulo 13

—La gente no pierde niños —dijo Paola aquella noche antes de la cena cuando él le contó los sucesos del día—. Extravían las llaves o el
telefonino
, pierden la cartera, o se la roban, pero no pierden a sus hijos, y menos si sólo tienen diez años. —Calló, mirando la cebolla que tenía preparada en la tabla de picar y añadió—: No puedo entenderlo, en serio. A menos que sea como en ese pasaje del evangelio de Lucas, en el que Jesús va a Jerusalén con sus padres y al regreso ellos lo pierden.

Santo Dios, esta mujer era capaz de leer cualquier cosa.

—Al cabo de tres días —prosiguió ella pelando y empezando a picar la cebolla—, lo encuentran en el templo, discutiendo con los doctores de la Ley.

—¿Y piensas que con esta niña puede haber ocurrido algo así?

—No —respondió ella dejando el cuchillo y volviéndose a mirarlo—. Creo que prefiero no pensar en la alternativa.

—¿Que la han matado?

Paola se agachó a sacar una sartén del armario.

—Perdona, Guido, pero no puedo hablar de esto. Por lo menos, en este momento.

—¿Puedo ayudar? —preguntó él, esperando que ella dijera que no.

—Ponme una copa de vino y vete a leer —dijo Paola, y eso hizo él.

Meses atrás, Brunetti, espoleado por las diatribas de su esposa contra el teatro y el cine contemporáneos, que ella tachaba de franca basura, se puso a releer a los dramaturgos griegos. Al fin y al cabo, ellos fueron los padres del teatro, lo que quizá los convertía en abuelos del cine, aunque le dolía formular contra ellos semejante acusación.

Había empezado por
Lisístrata
—elección que Paola había aplaudido calurosamente— y seguido con la
Orestíada
, que le había dejado el mal sabor de boca de comprobar que ya dos mil años atrás nadie parecía capaz de comprender el significado de la justicia. Luego leyó
Las nubes
, con su deliciosa parodia de Sócrates, y ahora estaba con
Las troyanas
, en la que sin duda no se parodiaba nada ni a nadie.

Esos griegos sabían de las cosas. Sabían de la compasión y sabían más aún de la venganza. Y sabían que la diosa Fortuna danzaba sin ton ni son de un lado al otro. Y sabían que nadie es siempre afortunado.

El libro le cayó sobre el pecho y él se quedó mirando por la ventana al cielo que se oscurecía. Esta noche no podía leer lo de la muerte de Astianax, esta noche no. Cerró los ojos y la oscuridad total avivó el recuerdo de la niña muerta, el roce de la seda de su pelo en la muñeca.

Se abrió la puerta de la escalera con más ruido del que debe hacer una puerta al abrirse, y Chiara entró acompañada de su estrépito habitual. Brunetti no comprendía cómo una niña de aspecto tan delicado podía generar tanto ruido. Tropezaba con los muebles, golpeaba la mesa al dejar los libros, volvía las páginas de los libros con el tableteo de una moto
scooter
y siempre conseguía tintinear en el plato con el cuchillo y el tenedor.

Oyó que se paraba en la puerta y le gritó:


Ciao, angelo mio
.

Ella golpeó varias veces la pared con la mano y, finalmente, se encendió la luz del rincón.


Ciao, papà
. ¿Te escondes de la
mamma
?

Él la vio en la puerta, una versión reducida de Paola, aunque, de pronto, no parecía tan reducida. ¿Cuándo había crecido esos centímetros y por qué no lo había notado él?

—No; estaba leyendo.

—¿A oscuras? Qué hábil.

—Verás —explicó él—, estaba leyendo y luego me he puesto a pensar en lo que había leído.

—¿Como dicen en la escuela que debemos hacer? —preguntó ella con aire inocente, acercándose y dejándose caer en el sofá, a su lado.

—¿Supongo que lo preguntas en broma? —dijo él ladeando el cuerpo para darle un beso.

Ella se rió.

—Claro que es broma. ¿Para qué vas a leer si no para pensar en lo que lees? —Se recostó en el sofá y puso los pies en la mesita, al lado de los de él, haciéndolos oscilar de un lado al otro—. Pero los profes siempre están con lo mismo: «Reflexionad sobre la lectura. Estos libros deben serviros de ejemplo en la vida, para mejorarla y enriquecerla.» —Ahuecaba la voz que había perdido su cadencia veneciana para pasar a un toscano tan puro que, al oírlo, el mismo Dante hubiera aplaudido.

—¿Y no es así?

—Tú dime cómo puede mejorar y enriquecer mi vida el libro de mates y yo te prometo quitar ahora mismo los pies de la mesa y no volver a ponerlos jamás. —Golpeó con el pie izquierdo el derecho de su padre varias veces, para recordarle la norma de Paola sobre los pies y las mesas.

—Supongo que los profesores hablan en general —empezó Brunetti.

—Eso dices siempre cuando quieres defenderlos.

—¿Sobre todo cuando dicen una estupidez?

—Sí. Generalmente.

—¿Dicen muchas estupideces los profesores?

Ella tardó en responder.

—No; me parece que no. La peor es la
professoressa
Manfredi, diría yo. —Era la de Historia, cuyas observaciones eran muy comentadas en la mesa de los Brunetti—. Pero todos sabemos que es de la Lega, y que lo único que espera de nosotros es que nos hagamos mayores de edad y votemos a favor de separarnos del resto de Italia y echar a todos los extranjeros.

—¿Alguien presta atención a lo que dice?

—No, ni siquiera los hijos de los que votan Lega. —Chiara reflexionó un momento y agregó—: Piero Raffardi la vio un día con su marido, en unos almacenes, comprando un traje para él. El marido es un tipo bajito, bigotudo y cascarrabias que no hacía más que quejarse de lo caro que era cada traje que se probaba. Piero estaba en la cabina de al lado y, al darse cuenta de quienes eran los que hablaban, decidió quedarse a escuchar.

Brunetti imaginó la alegría del alumno al poder espiar a una profesora, y nada menos que a la Manfredi, el coco de la clase.

Chiara miró a su padre.

—¿No vas a decir que espiar es feo? —preguntó.

—Eso ya lo sabes, no hace falta que yo te lo diga —respondió él con calma—. Aunque, dadas las circunstancias, supongo que debió de ser algo irresistible.

Se hizo un silencio, roto por los sonidos que llegaban de la cocina.

—¿Cómo es que tú y mamá nunca nos decís lo que está bien o mal? —preguntó Chiara de pronto.

El tono de la pregunta no permitía a Brunetti adivinar su calado. Finalmente, respondió:

—Me parece que sí os lo enseñamos.

—Pues a mí no me lo parece —replicó ella—. La única vez que se lo pregunté a mamá, me citó una frase de esa estúpida
Casa desolada
: «Él sabe que una escoba es una escoba, y sabe que no vale mentir.» ¿Qué demonios quiere decir?

Brunetti no dejaba de admirarse de estar casado con una mujer cuyo código moral se nutría de la novela inglesa. Pero, optando por ahorrar a su hija esta reflexión, respondió:

—Supongo que quiere decir que debes hacer tu trabajo, sea el que sea, y no mentir.

—Sí, pero ¿y toda esa historia de no matar, ni desear la mujer del prójimo?

Él se hundió un poco más en el sofá mientras meditaba la respuesta.

—Bien, una forma de planteártelo es ver en todas esas cosas, esas diez cosas, ejemplos concretos del principio general.

—¿Te refieres al principio básico de Dickens? —preguntó Chiara riendo.

—Podrías llamarlo así, imagino —admitió Brunetti—. Si haces tu trabajo, no es fácil que quieras matar al prójimo y, en tu caso, dudo de que pierdas el tiempo deseando a su mujer.

—¿Es que no puedes hablar en serio, papá? —dijo ella en tono suplicante.

—No cuando tengo hambre —dijo Brunetti levantándose.

Capítulo 14

Al llegar al despacho al día siguiente, Brunetti pasó media hora leyendo en los periódicos la noticia del hallazgo del cadáver de la niña.
Il Gazzettino
no la había recibido a tiempo de ponerla en primera plana, aunque había podido colocarla encabezando la segunda sección, con un titular que voceaba en letras rojas que era «Un Misterio». En el texto se indicaba una hora equivocada, se escribía mal el nombre de Brunetti, se insertaba la foto de unos escalones que no eran los mismos frente a los que había aparecido el cadáver y se decía que la niña tenía cinco años. Los periódicos nacionales, por su parte, le atribuían doce y nueve años. La autopsia le sería practicada en el día de hoy. La policía pedía a quienes tuvieran información sobre la posible identidad de una niña de cabello y ojos oscuros que se la comunicara.

Sonó el teléfono y Brunetti contestó dando su nombre.

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